Indice de Adivinos y oráculos griegos de Robert Flacelière Capítulo primero. La adivinación por los signos Capítulo tercero. El oráculo de DelfosBiblioteca Virtual Antorcha

Adivinos y oráculos griegos

Robert Flacelière

Capítulo segundo
La adivinación inspirada


Los métodos puramente inductivos de adivinación son, evidentemente, imperfectos. No siempre es fácil verificar la existencia de signos divinos, salvo en el caso de los prodigios, que son raros por definición. Por otro lado, la interpretación de los signos observados supone riesgos de error y a veces también varía según los adivinos. En Roma, Catón se preguntaba cómo dos arúspices pueden mirarse sin reírse. Ya en la Ilíada algunos héroes manifiestan cierto escepticismo en lo que respecta a los presagios. Aristófanes, en los Caballeros y en las Aves, así como los poetas trágicos en varias de sus obras, se burlan de la raza de los adivinos, a los que acusan de avidez y duplicidad. Cuando Eurípides escribe el verso siguiente: El buen adivino es un hombre hábil para las conjeturas, quiere sugerir que la adivinación inductiva depende menos de una revelación divina que de los recursos de una inteligencia astuta y sutil.

¡Cuánto más segura será, pues, en principio, la adivinación inspirada directamente por un dios, sin intermedio de ningún signo! Se trata realmente de la mantike en el primer sentido de esta palabra (manía, delirio), que se obtiene por el entusiasmo, es decir, literalmente, por presencia del dios en el alma del profeta o la profetisa que recibe desde lo alto la revelación esperada.

Esta forma superior de adivinación aparece ya, aunque muy tímidamente, en Homero. En el Canto VII de la Iliada, el adivino troyano Heleno comprende de pronto en su corazón el plan que meditan los dioses. En la Odisea, Canto XI, Tiresias, entre los muertos, profetiza sin ayudarse de ningún signo; en el Canto XV, se apodera de Helena un súbito acceso de inspiración profética; ¡Escuchadme. He aquí la profecía que un dios me lanza al corazón y que se cumplirá! Finalmente, en el Canto XX, el adivino Teoclímenes predice la muerte a los pretendientes, a la manera de un visionario: Veo correr sangre por los muros ... y he aquí que el tejado se cubre de fantasmas. Invaden el patio. Se ven por el lado del noroeste, al Erebo. En los cielos, el Sol se extingue y la nube de la muerte todo lo cubre.

Es conocido también el papel que los sueños desempeñan en la epopeya. El carácter misterioso y caprichoso de los sueños favorece mucho la creencia en la oniromancia. Hemos dicho que todo acto, todo pensamiento o toda palabra involuntaria podía pasar por una indicación sobrenatural. Pues bien, ¿qué hay menos voluntario, menos consciente que los sueños, ya que solo aparecen cuando la voluntad y la conciencia desaparecen? Por eso, la oniromancia ha surgido en todos los tiempos y todos los países. Todos los pueblos paganos creyeron en ella, y también los hebreos, como lo muestra, por ejemplo, la historia de José, intérprete de los sueños en la Corte del Faraón.

Homero sabe que los sueños son ambiguos y que es difícil distinguir los sueños verídicos -los que nos llegan por la puerta de cuerno- de los sueños mentirosos -que pasan por la puerta de marfil-. Además, los sueños pueden realizar todos los prodigios y presagios de todo género que hemos enumerado en el capítulo anterior (hasta es posible ver en sueños las vísceras de un animal degollado), en pocas palabras, todos los signos observables en estado de vigilia y útiles para la adivinación. Un buen intérprete de los sueños, pues, debe dominar el conjunto de la ciencia de los adivinos. Así, la onirocrítica se desarrolló hasta constituir un cuerpo de doctrinas muy variadas y complejas, que conocemos por la compilación tardía de Artemidoro de Éfeso, de la época romana.

Según la creencia popular, los sueños aterrorizadores u obscenos, las pesadillas, son obra de genios nocturnos y dañinos. También los discípulos de Pitágoras se esforzaban todas las noches por llevar la calma a sus almas mediante la frugalidad en las comidas (de la que excluían, sobre todo, la carne y las habas), las plegarias y los sortilegios musicales. Querían ponerse a cubierto, de esta manera, de los ataques demoníacos (Procul recedant somnia et noctium phantasmata, cantan todavía los cristianos en las Completas), con la esperanza de favorecer los sueños verídicos enviados por los dioses.

Platón insiste sobre el punto mencionado en el libro IX de la República. Según su división tripartita del alma, conviene, afirma, apaciguar las dos partes en las que residen el deseo y la cólera, así como estimular la tercera, morada de la sabiduría, si se quiere alcanzar la verdad por el sueño, durante la noche.

Los sueños de los pitagóricos y los platónicos, pues, eran preparados mediante una especie de ascesis, del mismo modo que los sueños recibidos en los santuarios de Asclepios con vistas a la curación de las enfermedades, como veremos más adelante. Aristóteles es autor de un tratado muy curioso sobre la adivinación por los sueños. Muchas de sus observaciones concuerdan con las de los psicólogos de la actualidad. Se preocupa, sobre todo, por la significación clínica de los sueños, a la cual algunos médicos atribuyen gran importancia.

El dios-médico por execelencia es el hijo del dios-profeta Apolo, o sea, Asclepios, al que los romanos llamarán Esculapio. Sus santuarios más célebres son los de Epidauro, Cos y Pérgamo. Este último adquirió mucha fama, en el siglo II d.C., gracias al retórico Elio Arístides, quien, creyéndose afectado de muchas enfermedades y siendo por naturaleza devoto y hasta supersticioso, fue realmente el cliente modelo de Asclepios.

En Epidauro, en la Argólida, al pie de la colina donde se encuentra el más hermoso de los teatros griegos, se extiende el santuario del dios, con sus construcciones habituales: propileos, templo, altar, gimnasio, estadio, baños y dos ruinas más singulares, las del enigmático monumento redondo o thólos, y las de un vasto pórtico de dos pisos que servía de dormitorio de los enfermos y al que las inscripciones designan con los nombres de enkoiméterion (lugar de incubación) o de ábaton (lugar santo y secreto). Después de haber cumplido los ritos preliminares, los enfermos iban a acostarse allí, extendidos sobre pieles de animales, para pasar la noche en cuyo curso esperaban recibir de Asclepios una curación instantánea y milagrosa o un sueño que les indicara el tratamiento apropiado para sus males, es decir,la receta que los salvaría.

Los ritos preliminares eran muchos. Era menester, en particular, beber agua de una fuente salada y tomar baños; en este respecto, Epidauro hace pensar en una estación termal. Pero también era necesario ofrecer un sacrificio, someterse a ayunos o abstinencias, participar en ceremonias religiosas durante el día y durante la noche, tOdo lo cual contribuía, sin duda, a crear en muchos enfermos la espera del milagro, que llegaba a su paroxismo en el momento de instalarse en el pórtico sagrado.

Cabe suponer que las apariciones de Asclepios no se producían comúnmente durante un sueño profundo, sino más bien en el curso de un semi sueño, bajo la forma de alucinaciones hipnagógicas. También es probable que los sacerdotes, antes y después de la noche santa, prescribieran tratamientos o interpretaran el que había aconsejado el dios sobre la base de las enseñanzas de la experiencia y de conocimientos médicos, al menos rudimentarios.

Los enfermos curados y agradecidos ofrecían al dios exvotos que representaban el órgano o la parte del cuerpo en la que se había localizado la dolencia. En cuanto a las estelas que se han encontrado en las excavaciones de Epidauro y en las que se relatan curaciones milagrosas, seguramente fueron grabadas por iniciativa de los sacerdotes, ya que ese florilegio constituía para ellos la mejor de las propagandas. En ellas encontramos la historia del niño mudo de nacimiento que repentinamente se echa a hablar, o la del hombre que tenía desagradables manchas en la frente:

El tesalio Pándaros tuvo una visión mientras dormía. Le pareció que el dios ataba una venda alrededor de sus manchas y le ordenaba quitársela al salir del dormitorio y consagrada como ofrenda en el santuario. Al despuntar el día, se levantó y se quitó la venda: se dio cuenta entonces de que su rostro estaba libre de las manchas y consagró la venda.

Encontramos también la encantadora historia de Eufanes, niño de Epidauro.

Sufría de cálculo, y mientras dormía, le pareció que el dios se le presentaba y le decía: ¿Qué me darás, si te curo? El niño respondió: Diez huesecillos. El dios se echó a reír y prometió curarlo. Cuando se hizo de día, el niño salió curado.

En la época helenística y romana, los santuarios de Serapis heredaron en gran parte la clientela de Asclepios, y en ellos se lograba la curación de la misma manera, por la oniromancia.

En Oropos. cerca del límite entre el Ática y la Beocia, se había fundado un santuario en honor del rey profeta Anfiarao. Se han descubierto las ruinas de este Amphiáreion. Los clientes del oráculo debían, ante todo, abstenerse de tomar vino durante tres días y ayunar un día entero; luego inmolaban un carnero al que se desollaba y, acostados sobre la piel del animal, pasaban la noche en el lugar sagrado para aguardar en él la visión salvadora.

Diferente, y muy singular, era el procedimiento mántico que se practicaba en Lebadea (Beocia), en el antro de Trofonio.

Trofonio era un antiguo dios que había descendido a la categoría de héroe. Una de las tradiciones relativas a él afirmaba que había construido con Agamedes el primer templo de Delfos. Su oráculo estaba constituido por una gruta o, mejor dicho, por una profunda grieta abierta en el flanco de la montaña. Esa abertura, según Pausanias, tenía apenas las dimensiones necesarias para permitir el paso de una persona.

El consultante que osaba afrontar los terrores del viaje subterráneo debía ofrecer, ante todo, varios sacrificios, en especial el de un carnero negro. Las entrañas de la víctima indicaban a los sacerdotes si a Trofonio, señor del lugar, le agradaba o no la consulta.

En caso de aceptación, el consultante era conducido por dos muchachos al arroyuelo de Herquina, donde se bañaba y se frotaba con aceite; luego se le hacía beber agua de dos fuentes, la de Lete (el Olvido) y la de Mnemosyne (la Memoria). Después de esto, descendía por una escala hasta la abertura de la grieta, donde introducía las piernas sosteniendo en cada mano una torta de miel, destinada sin duda a los monstruos infernales. Al instante era llevado a la parte más profunda del antro, el ádyton, donde se suponía que debía recibir la revelación de Trofonio mediante visiones y voces. Luego se lo hacía subir por el mismo camino, aturdido y bastante maltrecho, con los pies para adelante. Finalmente, sentado en el lugar llamado de Mnemosyne, era interrogado por los sacerdotes sobre sus impresiones, cuyo relato debía inscribir en una tablilla.

Anfiarao y Trofonio son figuras legendarias, pero, así como los moribundos están dotados del don profético (en la Iliada, Patroclo, herido por Héctor, le predice su destino, y Héctor hace lo mismo con Aquiles, luego del golpe mortal que éste le infiere), todos los muertos, sobre todo los que fueron poderosos o santos, puesto que están heroizados, conocen el porvenir y pueden revelarlo, como Tiresias a Ulises en la Nékya de la Odisea. La necromancia consiste en evocar los fantasmas de los difuntos para interrogarlos, como hacen los Fieles con la sombra del rey Darío en los Persas de Esquilo.

Una inscripción sumamente curiosa de la época romana nos informa que, aún en esa época tardía, la tumba de una sacerdotisa podía convertirse en un oráculo, al menos para un circulo restringido de iniciados, de mystói. He aquí el texto de este curioso epitafio hallado en Tiatira (Lidia):

A Ammias, sacerdotisa de los dioses, sus hijos y los mystói de los dioses han consagrado en su memoria este altar con la urna funeraria. Si alguien quiere saber de mí la verdad, que venga a orar a este altar, y todo lo que pidiere lo obtendrá, en todo tiempo, de noche como de día.

Los sueños, el oráculo de Trofonio, la necromancia, todo ello pertenece a la mitad nocturna de la adivinación intuitiva. El entusiasmo de los profetas y las profetisas es la mitad diurna, pues ellos dan sus respuestas sin la mediación de las visiones de la noche o del mundo infernal. Pero, ¿están realmente despiertos? El entusiasmo los sume en un estado -éxtasis o delirio- en el que se ha querido ver a veces el efecto de una hipnosis.

Se puede clasificar entre los métodos de la adivinación inspirada la que se practicaba en ciertas regiones alejadas de Grecia, en Siria -en Heliópolis (Baalbek) y Hierápolis (Bambicea)- y también en África, en el desierto de Libia, en el oráculo de Amón (oasis de Siwah).

En Heliópolis, nos informa Macrobio:

La estatua de oro del dios es llevada sobre parihuelas por los notables del país, quienes llevan la cabeza rapada y se purifican antes mediante continencias prolongadas. Son impulsados por un espíritu divino y, por ende, no van adonde les place, sino adonde el dios los empuja.

En Hierápolis, según el seudo Luciano:

El Apolo sirio se mueve solo y emite él mismo los oráculos. Lo hace de la siguiente manera: cuando quiere hablar, él (es decir, evidentemente, su estatua) comienza por agitarse en su trono. En seguida los sacerdotes lo levantan. Si no lo hacen, se agita y transpira cada vez más. Cuando lo transportan sobre sus hombros, los hace volver sobre sus pasos y pasar de un lugar a otro. Finalmente, el gran sacerdote se presenta ante él y le plantea toda suerte de cuestiones. Si el dios desaprueba, retrocede; si aprueba, hace marchar a los portadores hacia adelante y los conduce como si tuvieran riendas. Es así como se reciben oráculos, sin los cuales no se emprende ninguna actividad religiosa o profana.

En el oasis de Amón, en Libia, cuyo oráculo tuvo en Grecia tanta reputación que Alejandro el Grande se sintió impulsado a ir a consultarlo, la estatua del dios no era más que un ídolo casi informe, un simple xóanon. Diodoro de Sicilia habla de él en los siguientes términos:

El ídolo del dios Amón está cubierto de esmeraldas y otros ornamentos, y emite oráculos de una manera muy particular. Es transportado en una larga barca de oro por ochenta sacerdotes. Estos sostienen al dios sobre sus hombros y se dirigen automáticamente allí adonde los impulsa la voluntad divina. Detrás de ellos viene la procesión de las jóvenes y las mujeres, quienes cantan a lo largo de todo el trayecto peanes e himnos.

René Vallois ha esbozado sobre este punto una interpretación racionalista.

Si se reflexiona sobre él, se reconocerá que el método descrito es, probablemente, lo que los adivinos han imaginado como más perfecto, y se comprende que los griegos hayan continuado creyendo en los vaticinios de Amón cuando ya desconfiaban de los otros oráculos. Recuérdese con cuánta facilidad se difundió en el siglo pasado la ilusión de las mesas que giraban. Para que un grupo de personas coordine así sus movimientos sin darse cuenta de ello, cada una de ellas solo tiene que hacer un pequeño esfuerzo. Esto justifica a los ochenta portadores de Diodoro. Los cantos de los coros, al sumirlos en una estado de inconsciencia, debían contribuir a crear la ilusión. Para los espectadores, que ignoraban el fenómeno psicológico revelado por las experiencias de Faraday y de Chevreul, su número parecía excluir toda intervención de la voluntad humana.

En Grecia propiamente dicha, en Asia Menor y en la Magna Grecia, en Italia meridional, la tradición nos presenta primero profetas y, sobre todo, profetisas aislados. Las mujeres, en efecto, adquieren aquí una importancia que no tenían en la adivinación inductiva que interpretaba los signos. En cambio, cuando se trataba de adivinación intuitiva, inspirada, el alma femenina, más receptiva, parecía más permeable a la influencia divina y más apta para servir de medium.

Las Sibilas, mucho más célebres que los profetas masculinos a los que se llamaba Báquides, se pierden en la bruma de los tiempos más remotos. En el mismo Delfos, la roca de la Sibila, en el santuario de la Tierra, conservaba el recuerdo de Herófila, quien profetizaba en ella, según se dice, antes de las primeras Pitias. También célebres fueron las Sibilas de Eritrea (de las que habla en términos muy respetuosos Heráclito de Efeso) y de Cumas. En la época romana se contaban hasta doce.

Considero probable que las primeras de esas figuras legendarias hayan nacido en la época del gran movimiento religioso que se puede ubicar alrededor del siglo VIII a.C., movimiento cuyo carácter místico favoreció la creencia en la adivinación intuitiva procurada directamente por un dios, que era, por lo general, Apolo. Los misterios dionisíacos deben, sin duda, su origen a ese mismo movimiento, y veremos luego que, en Delfos, Dionisos era reverenciado casi al igual que Apolo.

En la epopeya y el drama se halla al prototipo de las Sibilas: es la extraña figura de Casandra, la joven troyana hija de Príamo y amada por Apolo. Para seducida, el dios le otorgó el don de profecía, pero, como ella rehusara unirse a él, éste decidió que nunca se le creyera. Fue, por eso, en vano que ella anunciara a los troyanos las terribles desdichas que les aguardaban y que les aconsejara no recibir el caballo de madera. Una vez tomada Troya, el rey de Micenas la lleva en su nave como cautiva y concubina, y Esquilo en el Agamenón nos hace asistir al delirio profético de Casandra, delirio que se apodera de ella como un mal físico, en varias crisis separadas por períodos de calma. Ella da vueltas bajo el efecto del dios que oscurece su razón, la enloquece y le muestra, en terroríficas visiones, el crimen que se está por realizar: Agamenón degollado en su bañera por su propia mujer, Clitemnestra, y desangrado como un puerco. También profetiza que ella misma será la segunda víctima:

Este palacio huele a crimen y a sangre derramada ... Se diría que son los vapores que salen de una tumba.

Al igual que Zeus daba sus oráculos en el santuario de Dodona, hacia el siglo VII la adivinación apolinea se organizó y se estableció en especies de institutos mánticos en el interior de los santuarios de este dios, hijo de Zeus y benevolente con los hombres, a quienes anunciaba la voluntad de su padre.

El incrédulo Luciano enumera los principales santuarios oraculares de Apolo en un divertido pasaje en el que hace hablar a Zeus. El padre de los dioses y de los hombres, como lo llamaba Homero, se queja en forma humorística y declara que los Olímpicos están lejos de gozar de una felicidad perfecta, a pesar de lo que dicen los poetas y los filósofos como el autor de la Iliada, este viejo ciego -afirma- que nos proclama bienaventurados y cuenta todo lo que ocurre en el cielo, ¡aunque no podía ver siquiera lo que pasaba en la Tierral Los hombres causan a los dioses demasiadas preocupaciones y disgustos:

Por ejemplo, Apolo, con la complicada profesión que ha elegido (la de profeta), tiene los oídos casi destrozados por todos los importunos que van a pedirle oráculos. De pronto tiene que hallarse en Delfos. Un instante después corre a Colofón; de aquí pasa a Jantos, luego galopa a Claros, a Delos o al santuario de los Branquidas. En muy pocas palabras, allí donde la sacerdotisa, después de haber bebido el agua sagrada y masticado el laurel, se agita sobre el trípode y ordena al dios que aparezca, éste debe llegar sin hacerse aguardar y debe emitir uno tras otro sus oráculos, ¡so pena de comprometer toda la reputación de su oficio!

En Claros, a pesar de este texto de Luciano que podría hacer creer que todos los santuarios oraculares de Apolo utilizaban -como el de Delfos- los servicios de una profetisa, era un hombre quien desempeñaba el cargo de profeta. Louis Robert, cuyas excavaciones recientes han puesto al descubierto el templo de Apolo Clariano, escribe:

La originalidad de este hermoso templo reside en el ádyton, el local misterioso, inaccesible a los profanos, donde se daban los oráculos. Varios textos nos informan que la adivinación en Claros se realizaba por el agua. El sacerdote profetizaba después de haber bebido el agua de una fuente misteriosa; para ello descendía a una gruta, o disponía de antros o de una cámara subterránea. Me parece claro que todos esos textos se aplican a una caverna artificial construida debajo del templo ... Agrego que el oráculo se daba durante la noche; debemos imaginar la escena en las tinieblas y al resplandor de las antorchas o las lámparas ... Las excavaciones hallaron este ádyton en un estado de conservación inesperadamente bueno. y el plano de esa instalación del oráculo es único. En el prónaos, a trece metros de la fachada. se abren dos escaleras, al norte y al sur ... Por cuatro elevados escalones se desciende a un corredor, y las dos ramas se unen en un corredor único en dirección al interior del templo ... Pero ese corredor, que quizás no tenía más que 1,80 m de alto y unos 70 cm de ancho, se recorrían unos treinta metros, con siete cambios de dirección en ángulo recto ... La primera sala, abovedada, en la cual se entraba de la manera indicada, era una sala de espera para el clero, cuya composición se conoce por las inscripciones: además del profeta anual, comprendía el sacerdote vitalicio de Apolo, el thespiodós vitalicio, que ponía los oráculos en versos, y uno o dos secretarios. Esa sala anterior reservaba una notable sorpresa: la piedra sagrada de Apolo, un ómphalos de mármol, se encontraba en la parte norte de la sala y era una piedra de mármol azul ovoidal y de 68 cm de altura ... Así, Claros tenía su ómphalos, a imitación de Delfos, y aquél se hallaba en la sala anterior, allí donde se reunía el personal sacerdotal ... Luego, un túnel de 2,70 m de largo, que solo se podía atravesar inclinándose, conducía a la segunda sala abovedada, mucho más estrecha que la anterior. Había un escalón poco elevado ante la poterna, y en ésta una puerta o un cortinado. Por allí pasaba, al parecer, el profeta solo, quien desaparecía en la noche y en la oscuridad del subterráneo hacia la misteriosa sala más alejada y hacia el pozo secreto. Este pozo ha sido hallado: la reflexión de Plinio el Antiguo acerca del carácter nocivo del agua bebida por el profeta es errónea, pues se trata de un pozo de agua potable.

El santuario de los Branquidas, o Didymèion, se hallaba en el territorio de la gran ciudad de Mileto. El fundador legendario del oráculo se llamaba Bránkhos, y sus descendientes, los Branquidas, eran los servidores del templo. Las excavaciones del Didymèion hechas por los alemanes permiten representarse del siguiente modo la consulta del oráculo. Los consultantes debían ir primero a un local llamado Khresmográphion (oficina de los oráculos) y luego, el día indicado y a la hora fijada, se presentaban en la entrada del templo. Se entraba en el ádyton subterráneo, cuyo nivel era inferior en 4,50 m al del templo, por dos puertas laterales. Estas dos puertas, como en Claros, daban a dos pasajes abovedados por los cuales se llegaba al lugar profético. Los consultantes se detenían en la cámara abierta sobre el ádyton. El profeta y su séquito descendían por su lado hacia el fondo de la cámara subterránea, y los consultantes solo podían verlos en el momento en que, al pisar el suelo sagrado, se dirigían hacia el agua de la fuente. Allí se encontraba, quizás, recluida desde hacía varios días la mujer que iba a recibir y expresar el pensamiento del dios, la profetisa. Terminada la consulta, los consultantes volvían por el mismo camino, salían del templo y llegaban al khresmográphion, donde se escribía el acta oficial y donde se redactaba en las formas solemnes, por lo general en verso, el texto de la respuesta divina, copia de la cual se entregaba a los consultantes.

En una página muy curiosa de Heródoto encontramos un relato de una consulta al Didymeton. El lidio Pacties, que había sublevado a su país contra los persas y fracasado, se refugió en Cumas de la Eólida, y el rey de Persia, Ciro, exigía su entrega. Los cumanos enviaron a los branquidas varios diputados (theopropós) y preguntaron qué conducta debían seguir con respecto a Pacties para ser agradables a los dioses. La respuesta del oráculo fue que entregaran a Pacties a los persas. Cuando los cumamos fueron informados de esta respuesta, se manifestaron dispuestos a entregarlo. Pero aunque la mayoría estaba de acuerdo, Aristódicos, hijo de Heráclides, negándose a dar fe al oráculo o creyendo que los diputados no decían la verdad, disuadió a los cumanos de efectuar la entrega antes de que nuevos diputados, entre los cuales se contaba él mismo, fuesen por segunda vez a interrogar al dios con respecto a Pacties.

Una vez allí, Aristódicos hizo lo siguiente, intencionadamente: dio vueltas alrededor del templo y desalojó a los gorriones y otras clases de pájaros que habían hecho sus nidos en él. Mientras estaba ocupado en esta tarea, una voz, según se dice, salió del fondo del santuario y se dirigió a Aristódicos diciéndole: ¿Tú, el más impío de los hombres, cómo osas hacer lo que haces? Arrancas de mi templo a mis suplicantes. Sin desconcertarse, Aristódicos respondió: Oh, Señor, ¿entonces tú mismo socorres a tus suplicantes, mientras que ordenas a los cumanos que entregen el suyo? Sí, lo ordeno -replicó el dios, a su vez- para que perezcáis más rápidamente como castigo de vuestra impiedad; así no vendréis en el futuro a preguntar al oráculo si es conveniente entregar suplicantes. Cuando los cumanos fueron informados de estas palabras, no queriendo ni perderse entregando a Pacties ni sufrir un asedio por conservarlo, lo enviaron fuera de los lindes de su país, a Mitilene.

Fontenelle observa, con relación al párrafo precedente, en su Histoire des oracles:

Es muy cierto que tal desenvoltura con respecto a los oráculos no era rara en Grecia, donde, curiosamente, convivía con la credulidad más completa y con la ciega sumisión a las órdenes divinas.

Por lo demás, no estamos en modo alguno obligados a creer en la historicidad de esa consulta oracular. R. Grahay ve en ese relato una muestra de aquella literatura apologética puesta en circulación por los santuarios con oráculos, una parábola que condena y castiga a quienes plantean al oráculo preguntas inmorales, pues el respeto por los suplicantes, como se sabe, era uno de los principios más sagrados de la religión griega. Pero, ¿no es sorprendente que los mismos sacerdotes hayan puesto en circulación un relato en el cual su dios, al que se suponía veridico, infalible y benevolente hacia los hombres, diera en oportunidades una respuesta mentirosa que no era más que una trampa?

El texto de Luciano, aparte de Delfos, Claros y el santuario de los Branquidas, menciona varios otros santuarios proféticos de Apolo de los que no es mucho lo que sabemos. Pero el oráculo que nombra en el primer lugar en cuanto a importancia y que alcanzó con mucho la mayor fama es el de Delfos.
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