Índice de El cristianismo anarquista de León Tolstoi de Pablo EltzbacherCapítulo terceroCapítulo quintoBiblioteca Virtual Antorcha

IV

El Estado

Para los pueblos superiormente civilizados de nuestra época, no puede menos Tolstoi que rechazar, a la vez que el derecho, la institución jurídica del Estado.

Es posible que haya habido una época en la cual el bajo nivel de la moralidad y la inclinación de los hombres en general a usar unos contra otros de la violencia, hicieran ventajosa la existencia de una fuerza o poder que pusiera limites a aquella violencia individual; es decir, una época en que el poder del Estado era menor que el de los particulares. Pero tal estado de cosas, en que la existencia del poder político es preferible a su inexistencia, no puede ser duradero; cuando más van abandonando los hombres su propensión a servirse de la violencia, y más se dulcifican las costumbres, y más degeneran los gobiernos a causa de la carencia de trabas en su obrar, tanto menos valor va teniendo el poder político. En este cambio, o sea, en el progreso moral de las masas y en la degeneración de los gobiernos, se ha desarrollado la historia de los dos últimos siglos (l22). Yo no puedo demostrar que la existencia del Estado es siempre necesaria, pero tampoco que es siempre perjudicial (123), lo único que sé es que, por un lado, el Estado ya no es necesario, y por el otro, que yo no puedo hacer aquellas cosas que son necesarias para la existencia del Estado (124).

El cristianismo, en su verdadera significación, suprime al Estado (l25), porque niega todo gobierno (126). El Estado se opone al amor, es decir, el precepto de que el mal no se debe resistir con la violencia (127). Pero no es sólo esto, sino que, por lo mismo que el Estado funda una soberanía (128), es también un estorbo para que, por medio del amor, sean hijos de Dios todos los hombres y exista entre todos ellos la igualdad (129); por consiguiente, aún prescindiendo de que, en cuanto institución para el derecho, el Estado se apoya sobre la fuerza, es preciso rechazarlo. Es una afirmación tan atrevida como infundada la de los que dicen que la doctrina cristiana no se propone otra cosa sino salvar al individuo, y que no se refiere a las cuestiones y asuntos generales concernientes al Estado (130). Para todo hombre recto y serio de nuestra época, debe ser evidente que el verdadero cristianismo -la doctrina de la humildad, del perdón, del amor- no puede conciliarse con el Estado y su altaneria, sus hechos violentos, sus penas de muerte y sus guerras (131). El Estado es un ídolo (132), y su inadmisibilidad es independiente de la forma que adopte, importando poco que ésta sea la monarquía absoluta, la de la convención, el consulado o el imperio de un Napoleón I o de un Napoleón III, o de un Boulanger, o bien la monarquía constitucíonal, la comuna o la República (133). Tolstoi desenvuelve detalladamente estas afirmacíones.

El Estado representa la soberanía de los peores llevada a su grado más extremo.

El Estado es soberanía. El gobíerno es dentro del Estado una reunión de hombres que ejercen violencia sobre los demás (134). Todos los gobiernos, así los despóticos como los liberales, han venido a ser en nuestro tiempo lo que Herzen ha llamado muy oportunamente un Gensgiskan con telégrafos (135). Los hombres que poseen el poder hacen uso de la fuerza, no para vencer el mal, sino sencillamente para su propio provecho, o caprichosamente; y los demás hombres se acomodan a la violencia, no porque crean que ésta ha de emplearse en beneficio suyo, o sea para librarles del mal, sino tan sólo porque no pueden eximirse de ella (136). No se han unido Niza a Francia, la Lorena a Alemania, Bohemia a Austria; ní se repartió Polonia; ni se han sometido Irlanda y las Indias a la soberanía inglesa; ni se combate con China; ni se da muerte a los africanos; ni se expulsa de América a los Chinos y se persigue en Rusia a los judios; no se hace nada de esto porque sea bueno para los hombres, o necesario, o útil, y porque lo contrario sería para ellos malo; sino tan sólo porque así les place a los que disponen de la fuerza (137).

El Estado representa la soberanía de los peores (138). Los defensores de la soberanía política dicen que si se suprimiera el poder del Estado, quedarían imperando los hombres malos sobre los menos malos (139). Pero ¿es que efectivamente la fuerza que en el Estado ejercen unos hombres sobre otros se halla siempre en manos de los mejores? Cuando Luis XVI, Robespierre, o Napoleón se hicieron dueños del poder, ¿quién ejerció la soberanía, los mejores o los peores? ¿Cuándo mandan los mejores, cuando poseen la fuerza los versalleses o cuando la poseen los comuneros; cuando se halla a la cabeza del gobierno Carlos I, o cuando se halla Cromwell? y cuando era zar de Rusia Pedro III y luego, después de su muerte, ejercían el poder de los zares, en una parte de Rusia, Catalina, y en la otra, Pugatschesw, ¿quiénes eran los malos y quiénes los buenos? Todos los hombres que se hallan en posesión del poder afirman que su fuerza es necesaria para que los malos no opriman a los buenos, dando como cosa evidente que los buenos son precisamente ellos, y que ellos son los que protegen a los otros buenos contra los malos (140). Mas, de hecho, puede perfectamente suceder que no sean los mejores los que se han apoderado de la fuerza y la conservan (141). Para conseguir y conservar el poder, es preciso amarlo. Pero los esfuerzos que se hacen por apoderarse de él no suelen ir unidos con la bondad, sino precisamente con las propiedades contrarias a ella, con la arrogancia, la soberbia, la astucia y la crueldad. Sin elevarse sobre los demás, sin someter y aniquilar a éstos, sin la hipocresía, la mentira, las prisiones, las fortalezas, las penas y el asesinato, no es posible adquirir ni mantener el poder (142). A lo que debe añadirse que la posesión de la fuerza perjudica a los hombres (143). Los hombres que tienen el poder en sus manos no pueden hacer otra cosa sino abusar del mismo, pues la posesión de una fuerza tan temible les deslumbra y confunde indefectiblemente (144). Ninguno de cuantos medios han ideado los hombres para impedir a los poseedores del poder que subordinen el bienestar colectivo al suyo propio, ha producido efectos hasta ahora. Sabido es de todo el mundo que aquellos que ejercen el poder, trátese de emperadores, de ministros, de jefes de policía o de agentes de seguridad, justamente por ejercer el poder, son más inclinados a la inmoralidad y a la subordinación del bienestar colectivo al suyo propio, que aquellos otros que no disponen de poder alguno; y no puede ser de otro modo (145).

El Estado representa la soberanía de los peores llevada a su grado más extremo. Los cálculos, y hasta los esfuerzos inconscientes de los poseedores del poder, van siempre encaminados a debilitar todo lo posible a los sometidos, pues cuanto más débiles sean éstos, tanto más fácil es reducirlos a la impotencia y aniquilarlos (146). En el día de hoy no existe ya más que una sola esfera de la actividad humana de que no se hayan apoderado los gobiernos, y es la esfera de la familia, de la economía, de la vida privada, del trabajo. Y aun en esta esfera comienzan ya a inmiscuirse los gobiernos, gracias a las luchas de los comunistas y los socialistas; de suerte que, cuando las cosas vayan como los reformadores lo desean, los gobiernos regirán lo concerniente al trabajo y al descanso, a la habitación, al vestido y a la alimentación (147). La más temible banda de ladrones no es tan espantosa como una organización política. Todavía los jefes de bandoleros encuentran limitado su poder por el hecho de que los individuos que componen la partida disfrutan cuando menos de una parte de libertad personal, y pueden negarse a la comisión de hechos que su conciencia repugna (148). Por el contrario, en el Estado no se conoce limitación semejante; no hay crimen alguno tan horrible, que no puedan cometerlo impunemente los funcionarios públicos y el ejército, cuando tal sea la voluntad de aquel -Boulanger, Pugatschew, Napoleón- que se halle al frente del gobierno (149).

La soberanía en el Estado tiene por base la violencia corporal.

Todo gobierno tiene como fundamento la existencia en el Estado de varios individuos armados dispuestos a hacer uso de la fuerza material a medida de la voluntad del gobierno; es decir, la existencia de una clase expresamente educada para matar a aquellos cuya muerte ordene la superioridad (150). Esos individuos armados son la policía (151), y singularmente el ejército (152). El cual no es otra cosa que una colectividad de asesinos disciplinados (153); su educación consiste en enseñarles a ser homicidas (154), y sus victorias no son otra cosa que homicidios (155). El ejército ha sido siempre, y sigue siendo hoy, el soporte del poder. Este se encuentra siempre en manos de aquellos que mandan, y de lo primero que se han cuidado todos los depositarios del poder, desde los césares romanos hasta los emperadores alemanes y rusos, ha sido de su ejército (156).

El ejército mantiene la soberanía del gobierno, ante todo en las relaciones exteriores, defendiéndola contra las usurpaciones de la soberanía procedentes de otros gobiernos (157). La guerra no es otra cosa que un litigio entre varios gobiernos por la soberanía sobre sus súbditos. Mientras siga subsistiendo la insensata y perturbadora sumisión de los pueblos a los gobiernos, será imposible restablecer la paz internacional por medios racionales, esto es, por convenciones o arbitrajes (158). A causa del signíficado e importancia del ejército, todo Estado se halla constreñido a aumentar sus armamentos enfrente de los demás Estados, y este aumento es contagioso, según anunció Montesqníeu hace ciento cincuenta años (159).

Pero cuando se cree que los gobiernos mantienen sus ejércitos solamente con el fin de la defensa exterior, se olvida que esos gobiernos, para lo que en primer térmíno utilizan el ejército, es para defenderse a sí mismos contra sus oprimidos y esclavizados súbditos (160). Poco tiempo hace que el canciller del imperio alemán, habiéndosele preguntado en el Reichstag por qué se invertía el dinero en aumentar el sueldo de los suboficiales, declaró terrnínantemente que se hacía necesario tener suboficiales de confianza para poder luchar contra el socialismo. Ahora bien; Caprivi no ha hecho sino manifestar de un modo expreso lo que todo el mundo sabe, no obstante que se haya ocultado a los pueblos, al declarar cuál es el fundamento por el cual los reyes de francia y los Papas han tenído y tienen suizos y gendarmes; y el por qué en Rusia se instalan los reclutas de tal manera, que los regimientos del interior se nutren de reclutas de los limites, y los regimientos de los límites se nutren de reclutas del interior. Caprivi expresó lo que todo el mundo sabe y siente, o sea que el orden vigente no existe porque debe existir, ní porque el pueblo demande su existencia, sino porque el poder del gobierno está sostenido por el ejército, con sus corrompidos suboficiales, oficiales y generales (161).

La soberanía del Estado tiene su base en la fuerza material de los dominados.

Es una característica del gobierno el pedir a los ciudadanos precisamente aquella fuerza sobre la que el mismo estriba; de donde resulta que en el Estado todos los ciudadanos son los opresores de sí mismos (162). El gobierno exige de los ciudadanos, tanto la fuerza, como su sostenímiento. Por esto es por lo que existe en Rusia la obligación general de prestar juramento cuando los zares suben al trono, dado que por medio de este juramento se promete obedecer a las autoridades, o lo que es lo mismo, a los hombres a quienes se ha dado el poder; de aquí proviene también la obligación de los impuestos, pues los impuestos se aplican a favor del poder; y la necesidad de los pasaportes, pues la expedición de los mismos es una prueba del reconocimiento de la dependencia en que se halla uno con relación al poder del Estado; proviene igualmente la obligación de ser testigo ante los tribunales y de tomar parte como jurado en la administración de justicia, pues todo juicio implica que se obedece al precepto de la venganza; proviene además en Rusia la obligación que tienen todas las gentes del campo de prestar el servicio de policía, pues este servicio requiere el ejercicio de la violencia sobre nuestros hermanos; pero sobre todo proviene la obligación general del servicio militar, o sea la obligación de convertirse en verdugo y de prepararse para el ejercicio de la función de verdugo (163). El carácter general que tiene la obligación del servicio militar, revela claramente que el Estado no es cristiano, pues todo hombre tiene que manejar armas homicidas, un fusil, una espada, y si no se ve obligado a matar, por lo menos tiene que cargar el fusil y afilar la espada, o lo que es lo mismo, disponerse para matar (164).

Pero ¿cómo es que los ciudadanos satisfacen estas exigencias de los gobiernos, si precisamente en tal satisfacción estriba la existencia de éstos, y, por lo tanto, esos ciudadanos se oprimen los unos a los otros? Semejante fenómeno sólo es posible merced a una organización en sumo grado artificial, creada con ayuda del progreso científico, y en la que todos los hombres están sometidos dentro de un círculo de violencia del que no pueden librarse. Este círculo encierra al presente cuatro medios de acción, todos los cuales están ligados entre sí y se sostienen y exigen recíprocamente como anillos de la misma cadena (165). El primer medio es lo que se conoce con el muy apropiado nombre de hipnotización del pueblo (166). Esta hipnotización es la causa de que los hombres profesen la errónea opinión según la cual el orden presente es inmutable y no hay más remedio que conservarlo, mientras que, de hecho, semejante orden no es invariable sino porque se mantiene en pie (167). Verificase dicha hipnotización por el avance de dos clases de superstición que se llaman religión y patriotismo (168), y comienza a obrar ya desde la primera infancia, continuando hasta la muerte (169). Puédese decir, con respecto a esta hipnotización, que el poder del Estado estriba en descarriar dolosamente la opinión pública (170). El segundo medio consiste en la corrupción, o lo que es igual, en que mediante los impuestos se arrebata su riqueza al pueblo trabajador y se la reparte entre los funcionarios, los cuales tienen la obligación de mantener en esclavitud al pueblo y agravar esta esclavitud a cambio del salario que reciben (171). Los funcionarios creen más o menos en la inmutabilidad del orden existente, ante todo, porque este orden les proporciona ventajas (172). Con respecto a esta corrupción, puede decirse que el poder del Estado se apoya en la conveniencia y el egoísmo de aquellos a quienes el mismo proporciona posiciones ventajosas (173). El tercer medio es la intimidación. Consiste ésta en presentar al orden político presente -cualquiera que sea su naturaleza, igual si se trata de un régimen libre, que de uno republicano, y aun del más duramente despótico- como algo sagrado e invariable, y en conminar con las penas más terribles toda tentativa de modificarlo (174). Finalmente, el cuarto medio consiste en separar del número total de individuos a quienes se han aturdido y amedrentado por los otros tres medios para someterlos a un especial y grave aturdimiento y embrutecimiento, convirtiéndolos de tal suerte en instrumentos involuntarios de todas las durezas y crueldades que al gobierno le plazca emplear (175). Esto es precisamente el ejército, al cual pertenecen al presente, por efecto de la obligación general del servicio de las armas, todos los hombres jóvenes (176). De esta manera se cierra el círculo del poder. La intimidación, la corrupción y la hipnotización llevan a los hombres a ser soldados. Y los soldados a su vez aseguran la posibilidad de castigar a los hombres, de robarlos, para con su dinero corromper a los funcionarios, de hipnotizarlos y de convertirlos en soldados, que son precisamente los que constituyen la fuerza que sostiene todo esto (177).

El amor exige que, en lugar del Estado, se establezca una convivencia social, fundada únicamente en los preceptos de aquel. Todo hombre, por poco pensador que sea, advierte hoy la imposibilidad de que continúe la vida en la forma en la que hasta aquí ha venido verificándose, y la necesidad del establecimiento de nuevos modos de vivir (178). La humanidad cristiana de nuestro tiempo tiene que desasirse por completo de las formas gentilicias que la dañan, e instituir una nueva vida sobre las bases cristianas que ella misma reconoce y admite (179).

Aun después de la abolición del Estado, deben los hombres vivir en sociedades. Pero ¿qué es lo que ha de mantenerles unidos en estas sociedades?

En ningún caso debe hacerse uso de promesas. Cristo nos mandó que no hiciéramos promesa alguna (1B0), que no prometiéramos nada a los hombres (1B1). El cristiano no puede prometer hacer o dejar de hacer alguna cosa determinada en un determinado momento, porque no puede saber lo que en un momento exigirá de él la ley del amor, la obediencia a la cual forma el sentido de la vida (1B2). Pero todavía mucho menos puede comprometerse a cumplir la voluntad de nadie, trátese de quien se trate, sin saber cuál habrá de ser el contenido de esta voluntad (1B3); pues por medio de semejante promesa, viene ya a reconocer que no es la única ley de su vida la interna ley de Dios (184), y no es posible servir a dos señores (185).

En lo futuro, lo que debe servir para mantener unidos en sociedades a los hombres, ha de ser el influjo espiritual de los individuos que más hayan progresado en el conocimiento, sobre los más atrasados. El influjo espiritual consiste en obrar sobre los hombres para que cambien sus deseos y busquen lo que uno busca; el individuo que acepta tal influencia ha de obrar según sus propios deseos (186). La fuerza mediante la cual pueden vivir en sociedad los hombres (187), consiste ahora en el influjo espiritual que han de ejercer los hombres que más han progresado en el conocimiento sobre los más atrasados, en la justeza de los hombres que acuerdan buscar los mismos objetivos que aquellos que han alcanzado un grado superior en el conocimiento (188). A consecuencia de esta acción, sométese un cierto número de hombres a los mismos principios racionales, la minoría de ellos con conciencia de lo que hacen, porque ven que tales principios coinciden con las exigencias de su razón, y la mayoria de un modo inconsciente, por haberse convertido en opinión pública (189). En esta sumisión no hay nada de irracional ni de contradictorio (190).

Pero, ¿de qué manera habrán de cumplirse en la sociedad futura las funciones que hoy desempeña el Estado? Cuando se hace esta pregunta, se piensa ordinariamente en tres cosas (191).

Primeramente, en la defensa contra los hombres que en nuestro medio son malos (192). Pero, ¿quiénes son los hombres malos entre nosotros? Si hace tres o cuatro siglos existían tales hombres malos, por cuanto todavía entonces se hacía gala de las artes y de los armamentos guerreros, y se consideraba al homicidio como un hecho honroso, hoy en día esos hombres malos han desaparecido; nadie lleva ya armas, todo el mundo conoce y confiesa el precepto del amor al hombre. Ahora bien; si por hombres malos, de quienes nos debe proteger el Estado, se tiene a los delincuentes, es de advertir que sabemos que no se trata de especiales seres, como si fueran lobos entre ovejas, sino justamente de hombres como todos los demás, que cometen hechos que nosotros consideramos delitos; sabemos que la conducta que siguen los gobiernos, con la aplicación de sus penas crueles, que no están en armonía con el estado de la moralidad actual, y con el empleo de las cárceles, de los tormentos, de la horca y de la guillotina, hace más por el embrutecimiento y salvajismo del pueblo que por su educación, y, por lo tanto, contribuye más bien al aumento de semejantes males que a su aminoración (193). Si somos cristianos y tomamos como punto de partida el principio de que nuestra vida existe para servir a los demás, nadie habrá tan loco que robe o mate a aquellos hombres que le sirven para su existencia. Miklucho Maclay fija su residencia entre hombres salvajes, según suele decirse, de los más rudos, y éstos, no solamente le dejan vivir, sino que le aman y se someten a él, sencillamente porque no les atemoriza, nada les exige y no les hace más que bien (194).

En segundo lugar, se pregunta cómo hemos de defendernos en la sociedad futura de los enemigos exteriores (195). Pero ya sabemos que los pueblos de Europa conocen los principios de la libertad y de la fraternidad, y, por lo tanto que no necesitan defenderse unos contra otros; y si se quiere pensar en una defensa contra los bárbaros, para ello basta con una milésima parte del ejército que se halla en armas actualmente. El poder del Estado, no sólo deja subsistente el peligro de sorpresas por parte de los enemigos, sino que las provoca (196). Pero cuando exista una comunidad de cristianos en que nadie cause mal a nadie, y todo el mundo de a los demás lo que le sobre del producto de su trabajo, no habrá ningún enemigo; no lo será el alemán, ni el turco, ni el salvaje, ni los hombres que matan y atormentan; ya que sólo se les podrá tomar lo que estén dispuestos a dar ellos mismos voluntariamente, sin hacer diferencias entre rusos, alemanes, turcos y salvajes (197).

Y en tercer lugar, se pregunta ¿cómo habrán de ser posibles en la sociedad futura las instituciones de educación e instrucción, las religiosas, las mercantiles y otras semejantes? (198) Puede ser que haya existido un tiempo en el cual viviesen tan separados unos de otros los hombres, y en que el desarrollo de los medios de comunicación y cambio de las ideas fuesen tan rudimentarios que, por efecto de la carencia de un centro político, no se presentara ocasión alguna de entrar en tratos mercantiles, de dar movimiento a la vida económica, ni de hacer uso de medios educativos. Pero hoy ya no existe semejante separación; el comercio ha adquirido un gran desarrollo; para la formación de sociedades, de uniones, de corporaciones, para la celebración de congresos, de instituciones económicas o políticas, no se necesita de los gobiernos; es más, estos, la mayoría de las veces, más bien estorban que favorecen el desempeño de tales fines (199).

Pero, ¿en qué forma habrá de organizarse en sus detalles la vida común de las sociedades futuras? El futuro será como lo hagan las circunstancias y los hombres (200). Por el momento, no estamos en disposición de saber con perfecta claridad qué es lo que acontecerá en el porvenir (201).

Los hombres dicen, ¿cómo han de ser los nuevos organismos, los nuevos sistemas que vengan a reemplazar a los actuales? Mientras no sepamos de qué manera habrá de organizarse nuestra vida en lo por venir, no debemos dar un paso hacia delante, no debemos movernos de donde estamos (202). Pero si Colón se hubiera hecho tales reflexiones, no hubiera levado anclas nunca. Era locura lanzarse a un océano que nadie había surcado aún, para buscar un territorio cuya existencia era un problema. Y esta locura trajo el descubrimiento del Nuevo Mundo. Ciertamente, sería muy cómodo el que los pueblos no hiciesen más que trasladarse de un hotel garni a otro mejor; sólo que desgraciadamente no habría nadie que levantara las nuevas edificaciones (203).

Pero los hombres, al representarse la sociedad futura, se inquietan poco por la cuestión: ¿qué será? Lo que les atormenta es la pregunta: ¿cómo hemos de vivir sin las acostumbradas condiciones de nuestra existencia, sin esas condiciones que llamamos ciencia, arte, civilización y cultura? (204) Pero todo esto no es otra cosa sino formas bajo las cuales aparece la verdad. El inmediato cambio consistirá en una aproximación a la verdad y a su realización. Y ¿cómo han de poder reducirse a la nada las formas de aparición de la verdad, cuando nos aproximemos a ésta? Esas formas serán otras, mejores, más elevadas, pero no por eso se aniquilarán. Lo único que se reducirá a la nada será lo que en las formas usadas hasta ahora se presente como defectuoso; lo que fue antes legítimo seguirá existiendo, y sólo se hará más excelente (205).

Si los individuos conocieran perfectamente el tránsito que ha de verificarse en su vida, ésta no tendría razón de ser. Lo propio acontece con la vida de la humanidad; si al comienzo de cada nueva era de su vida tuviera la humanidad un programa ya hecho y trazado que le hubiese de servir de norma para su marcha, eso sería el signo más seguro de que no vivía, de que no progresaba, sino que permanecía siempre en el mismo sitio. Los detalles de un nuevo sistema de vida no pueden sernos conocidos de antemano, por lo mismo que tienen que ser elaborados por nosotros. La vida no consiste en otra cosa sino en que conozcamos lo desconocido y en que nuestra conducta se ponga en armonía con lo que nuevamente vamos conociendo. Así se produce la vida del individuo; así se produce también la de las colectividades humanas y la de la humanidad (206).

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