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III

El derecho

Por causa del amor, o lo que es lo mismo, apoyándose en el precepto de que no debe resistirse al mal con la violencia, proscribe Tolstoi el derecho; no de un modo absoluto, pero sí con relación a los pueblos de nuestra época que han alcanzado un alto grado de civilización. Verdad es que no habla más que de la ley; pero cuando lo hace, piensa en todo el derecho, puesto que rechaza en principio toda norma que dependa de la voluntad del hombre (87), toda norma cuyo mantenimiento esté encomendado al poder de los hombres (88), sobre todo a los tribunales (89), apartada de la ley moral (90), que es diferente en los diversos territorios (91) y que puede ser cambiada en cada momento de manera arbitraria (92).

En los tiempos antiguos, quizás fue mejor que haya existido el derecho. El derecho lo mantiene el poder (93); por también impide el ejercicio del poder de unos individuos sobre otros (94); tal vez existió un tiempo en el que el poder de cada individuo en lo particular, era más fuerte que el poder público (95). Pero este tiempo ha pasado ya con relación a nosotros; las costumbres se han dulcificado, los hombres de nuestra época reconocen y confiesan los preceptos del amor humano, de la simpatía hacia el prójimo, y sólo anhelan hacer posible una vida tranquila y pacífica (96).

La existencia del derecho se opone al precepto de no resistir al mal violentamente (97). Así lo ha manifestado Cristo. Las palabras: no juzguéis, para que no seáis juzgados (Mateo, VII, I), no condenéis, y así no seréis condenados (Lucas, VI, 27), no dicen tan sólo: no juzgues a tu prójimo de palabra, sino también: no le condenes de hecho; no juzguéis a vuestros prójimos con arreglo a vuestras leyes humanas y por vuestros tribunales (98). No habla aquí Cristo de las relaciones personales de cada particular con los tribunales (99), sino que proscribe la administración misma de justicia (100). Cristo dice: creéis que vuestras leyes aminoran y remedian el mal, y no hacen más que aumentarlo; sólo hay un camino para prevenir el mal, y consiste en devolver bien por mal, en hacer el bien a todos sin distinción (101). Y lo mismo que enseña Cristo me lo dicen mi corazón y mi razón (1O2).

Mas no es esto sólo lo que se puede decir contra el derecho. El poder condena bajo la forma invariable de la ley, solamente aquello que de largo tiempo atrás viene la opinión pública rechazando y condenando; y es de advertir que mientras la opinión pública rechaza y condena todos los actos que contradicen a la ley moral, las leyes solamente condenan y persiguen siempre un número muy limitado y perfectamente fijo de acciones, y por lo tanto, justifica en cierto modo todas las demás acciones análogas que no se hallen incluidas en aquel número. Ya desde los tiempos de Moisés viene la opinión pública considerando como mal, y condenándolo, el egoísmo, la crápula y la crueldad; esa opinión rechaza y condena toda forma de egoísmo, no solamente la apropiación de los bienes ajenos por violencia, fraude o dolo, sino también todo botín o presa en general; condena toda clase de actos deshonestos, ya se realicen con una concubina, ya con una esclava, ya con una mujer diferente de la propia, y hasta con la propia; condena toda crueldad, cualquiera que sea la forma en que se exprese, ya cometiendo abusos, ya alimentando mal, ya dando muerte, y no tan sólo con respecto a los hombres, sino hasta con respecto a los animales. Y sin embargo, las leyes no persiguen sino determinadas formas del egoísmo, como el hurto y la estafa, y determinadas formas de deshonestidad y de crueldad, como las violaciones a la fidelidad conyugal, el homicidio y las mutilaciones; por lo que en cierto modo permiten todas las formas de egoísmo, deshonestidad y crueldad que no pueden encajar en el estrecho molde del falso concepto adoptado por las mismas (1O3).

El hebreo podía someterse fácilmente a sus leyes, porque no le cabía duda alguna de que las mismas habían sido escritas por el dedo de Dios; lo propio acontecía al romano, que pensaban que procedian de la ninfa Egeria; y lo mismo ocurre en general al hombre, en tanto estima que los príncipes que le dan las leyes son ungidos de Dios, y que las asambleas legislativas están animadas del deseo y tienen la necesaria capacidad para dar las mejores leyes (104). Pero ya desde el momento en que apareció el cristianismo, empezó a pensarse que las leyes humanas habían sido escritas por hombres; que los hombres, cualquiera que fuese el esplendor externo de que se hallaran revestidos, no podían ser indefectibles, y que, aún cuando los hombres sujetos a error se congregaran y se dieran el nombre de senado, o cualquiera otro, no adquirían el don de la infalibilidad (1O5). Sabemos como se han hecho las leyes, pues hemos estado entre bastidores; sabemos todos que las leyes son un producto del egoísmo, de los engaños, de las luchas entre los partidos, y que la verdadera justicia no reside ni puede residir en ellas (106). Por lo tanto, el reconocer y admitir cualesquiera clase de leyes especiales, es una señal de la más grosera estulticia (107).

El amor preceptúa que, en lugar del derecho, sea el amor mismo la ley que rija a los hombres. De donde resulta que los mandatos de Cristo, en vez del derecho, son los que deben servir de criterio director de nuestra vida (108). Lo cual significa el reinado de Dios sobre la Tierra (109).

Cuándo han de venir el día y la hora del reinado de Dios, es cosa que depende exclusivamente del hombre mismo (110). Cada cual debe comenzar a hacer solamente lo que tiene que hacer, y a dejar de hacer lo que no debe de hacer; así vendrá en un porvenir próximo el prometido reinado de Dios (111). Si cada cual, en la medida de sus fuerzas, sólo se propusiera dar fe de las verdades que conozca, o cuando menos, a no defender como verdad la mentira en que vive, todavía en este mismo año de 1893, realizarianse cambios tales para el establecimiento de la verdad sobre la Tierra, como sólo podemos aventurarnos a soñar para dentro de siglos (112). Con sólo un pequeño esfuerzo que hagamos, habrá vencido el Galileo (113).

El reino de Dios no está fuera, en el mundo, sino en la propia alma del hombre (114). El reino de Dios no viene por actos externos. No se os dirá: mirad, helo aqui o helo allá; pues tened en cuenta que el reino de Dios está entre vosotros (Lucas, XVII, 20) (115). El reinado de Dios no consiste en otra cosa que en seguir los preceptos de Cristo, sobre todo, los cinco del sermón de la montaña (116), que nos dicen cómo hemos de comportarnos en nuestro grado de evolución actual para responder todo lo posible al ideal del amor (117) y que nos preceptúan tener paz, y si ésta se turba, hacer todo lo posible para restablecerla; que marido y mujer se sean continuamente fieles el uno al otro; no prometer nada; perdonar las ofensas y no devolver mal por mal, y por fin, no romper la paz con nadie por causa de nuestro pueblo (118).

Pero ¿de qué manera ha de organizarse la vida externa en el reino de Dios? El discípulo de Cristo ha de ser pobre, es decir, que no debe vivir en la ciudad, sino en el campo; no ha de estarse en casa, sino que debe trabajar en el bosque y en la llanura, y ver la luz del sol, la tierra, el cielo y los animales; no ha de preocuparse por lo que debe comer para excitar su apetito, ni por lo que ha de hacer para facilitar sus digestiones, sino que debe sentirse hambriento tres veces al día; no debe echarse sobre mullidos cojines, ni pensar en librarse del insomnio, sino que debe dormir; ha de estar enfermo, padecer y morir como todos -Ios pobres que enferman y mueren parece que lo hacen más fácilmente que los ricos- (119); debe vivir en libre comunión con todos los hombres (120); el reinado de Dios sobre la Tierra es la paz de los hombres entre sí; así lo consideraban los profetas y así le parece que es a todo corazón humano (121).

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