Índice de El individuo contra el Estado de Herbert SpencerLos pecados de los legisladoresPost scriptumBiblioteca Virtual Antorcha

LA GRAN SUPERSTICIÓN POLÍTICA

LA gran superstición política del pasado fue el derecho divino de los reyes. La gran superstición política del presente es el derecho divino de los parlamentos. Los santos óleos parecen haber pasado inadvertidamente de la cabeza de uno a la de muchos, santificándolos a ellos y también a sus decretos.

No obstante lo absurda que consideremos la más antigua de estas creencias, debemos admitir que fue más consecuente que la última. Si retrocedemos al tiempo en que se consideraba al rey como a un dios, o al que se le creía hijo de un dios, o cuando se le suponia un representante divino, se comprende que fueran obedecidos sus deseos pasivamente. Cuando, como durante el reinado de Luis XIV, teólogos de la talla de Bossuet enseñaban que los reyes eran dioses y participaban, en cierta manera, de la independencia divina, o cuando se enseñaba, como nuestro propio partido conservador en tiempos lejanos, que el monarca era el delegado del cielo, es evidente que, concedida la premisa, la conclusión inevitable era que el poder gubernamental no tiene límites. Pero para las creencias modernas no existe tal garantía. No, pretendiendo tener un origen ni una misíón divina el cuerpo legislativo no puede ofrecernos una justificación sobrenatural, en sus intentos de conseguir una autoridad ilimitada. Por otra parte, no ha intentado nunca una justificación natural. Por consiguiente, la creencia en su autoridad ilimitada carece del carácter lógico que caracterizaba la creencia en el poder absoluto de los reyes.

Es curioso observar cuan frecuentemente los hombres continúan sosteniendo de hecho doctrinas que han rechazado en teoría, conservando su esencia después de haber abandonado la forma. Caryle nos proporciona un ejemplo de esto en teología, cuando en sus días de estudiante, abandonando según entonces pensaba, las creencias paternas, arroja la concha y conserva el contenido. Esto lo prueba el hecho de que por su concepción del universo, del hombre, y por su conducta continuó siendo uno de los más fervientes calvinistas escoceses. La ciencia nos facilita igualmente otro ejemplo en un hombre que fue naturalista en geología y sobrenaturalista en biología: Sir Charles Lyell. Como principal expositor de la teoría uniformista en geología prescindió de la cosmogonía de Moisés, y defendió durante largo tiempo la creencia en especiales creaciones de tipos orgánicos, a las que no se puede asignar otra fuente que la misma cosmogonía de Moisés. Sólo al final de su vida se rindió a los argumentos de Mr. Darwin. En política, como se deduce de lo dicho, tenemos un caso análogo. La doctrina, tácitamente aceptada, común a los conservadores, a los liberales y a los radicales, de que la autoridad gubernamental es ilimitada, se remonta a los tiempos en que se suponía que el legislador era un delegado de Dios. Pervive todavía aunque la admisión de esta última parte ha desaparecido. ¡Oh, un Acta del Parlamento todo lo puede!, es la respuesta que se da a un ciudadano que discute la legitimidad de alguna abusiva interferencia del Estado; el ciudadano enmudece. No se le ocurre preguntar dónde, cuándo y cómo ha nacido esta pretendida omnipotencia sólo limitada por imposibilidades físicas. Aquí, nos permitiremos discutirlo. A falta de una justificación una vez válida lógicamente, de que al dictador en la tierra siendo un delegado del cielo se le debe sumisión absoluta, permítasenos preguntar qué razón existe para asegurar el deber de una sumisión absoluta al poder reinante, ya sea constitucional o republicano, que no deriva su supremacía del cielo. Es evidente que esta pregunta nos conduce a una crítica de las teorías pasadas y presentes sobre la autoridad política. El hecho de renovar cuestiones que se suponen zanjadas desde hace tiempo, parece necesitar una justificación, pero es suficiente la afirmación ya desenvuelta de que la teoría comúnmente aceptada está mal fundada o carece de fundamento.

La noción de soberanía es la que primero se nos presenta, y el examen crítico de esta noción tal como es comprendida por los que no admiten el origen sobrenatural de la soberanía, nos conduce a los argumentos de Hobbes.

Admitamos como cierto el postulado de Hobbes de que durante el tiempo que los hombres viven sin un poder común que los mantenga atemorizados se hallan en ese estado que se llama guerra ... de uno contra otro (1), aunque esto no es verdad, puesto que existen pequeñas sociedades no civilizadas en las que sin un poder común que los mantenga atemorizados los hombres viven en paz y armonía y mucho mejor que en las sociedades donde existe tal poder. Supongamos que es también cierto que el poder gubernamental tiene por origen mantener el orden en la sociedad, aunque habitualmente nazca de la necesidad de subordinarse a un jefe en la guerra, ya sea ofensiva o defensiva, y no indique, originaria, necesaria y a menudo ni actualmente ninguna relación respecto del mantenimiento del orden entre los individuos. Admitamos la indefendible hipótesis de que para huir de los males de los conflictos crónicos, que en otros respectos deben continuar entre ellos, los miembros de una comunidad formen un pacto o contrato por el que se obligan a renunciar a su primitiva libertad de acción y subordinarse a la voluntad del poder reinante con el que están de acuerdo (2); y convengamos en que los descendientes se hallan ligados también para siempre por el contrato de sus antecesores. No objetemos nada a las premisas de Hobbes, pero pasemos a las conclusiones que deduce. Dice:

Donde no existe contrato, falta la trasmisión de derecho y cada hombre tiene derecho a todo; por consiguiente, ninguna acción puedé ser injusta. Pero cuando se ha pactado un contrato, romperlo es injusto, y la definición de injusticia no es otra sino: la no ejecución del contrato ... Por esto, antes de que puedan usarse los nombres de justo e injusto debe existir algún poder coercitivo que obligue a los hombres al cumplimiento de sus contratos mediante el temor a un castigo superior al bien que pueden esperar si rompen la infracción (3).

¿Eran realmente los hombres tan perversos en tiempos de Hobbes para justificar su hipótesis de que nadie cumpliría sus compromisos en ausencia de un poder coercitivo y de penas inminentes? En nuestros días los nombres de justo e injusto se aplican independientemente de todo poder coercitivo. Podría citar media docena entre mis amigos, que cumplirían sus compromisos aunque no existiera temor al castigo y para quienes los mandatos de la justicia serían imperativos, tanto en ausencia de un poder coercitivo como en su presencia. Notando, sin embargo, que esa hipótesis injustificada vicia el argumento de Hobbes a favor de la autoridad del Estado y aceptando sus premisas y conclusiones, hemos de observar dos consecuencias importantes: una es que la autoridad del Estado así expuesta constituye un medio para un fin y sólo se justifica por la consecución de éste; si el fin no se logra, la autoridad, por hipótesis, no existe; la otra es que el fin para el que existe la autoridad, consiste en la imposición de la justicia, en el mantenimiento de relaciones equitativas. Ninguna coacción puede ser legitima sino la que se requiere para evitar agresiones directas y las indirectas que violan el contrato. Si a esto añadimos la protección contra los enemigos externos, se comprende en toda ss plenitud la función de la autoridad soberana implicada por derivación de la teoría de Hobbes.

Hobbes razonaba a favor de la monarquía absoluta. Su admirador moderno, Austin, intentaba derivar la autoridad de la ley, de la soberanía ilimitada de un hombre, o de un número de hombres, pequeño o grande comparado con la comunidad. Austin estuvo primero en el ejército y se ha notado que pueden observarse permanentes huellas de ello en su libro Province of Jurisprudence. Cuando sin descorazonarnos por las desesperantes pedanterías, distinciones, definiciones y repeticiones sin fin, que sólo sirven para velar la esencia de su doctrina, comprobamos lo que es ésta, se nos hace evidente que identifica la autoridad civil a la militar, partiendo del principio de que ambas, respecto de su origen y alcance, son indiscutibles. Para justificar la ley positiva nos remonta a la soberanía, absoluta del poder que la impone: un monarca, una aristocracia o la mayoría de hombres que poseen voto en las democracias, pues también da el nombre de soberano a un cuerpo político de esta naturaleza, en contraste con el resto de la comunidad que por incapacidad u otra causa permanece en estado de sujeción. Al afirmar, o más bien, conceder la autoridad ilimitada del cuerpo político, simple o compuesto, grande o pequeño, al que llama soberano, no tiene dificultad en deducir la validez legal de sus decretos, que él llama leyes positivas. Pero así no ha resuelto el problema, simplemente lo ha hecho retroceder un paso. La verdadera cuestión es ésta: ¿de dónde proviene la soberanía? ¿En qué se funda la supremacía que asume sobre ios demás una persona, una minoría o una mayoría? Un crítico diría con razón: No hay necesidad de ningún razonamiento para derivar la ley positiva de la soberanía ilimitada: la consecuenciá es bastante clara. Pero primero demostrad la soberanía absoluta.

No hay respuesta a esta pregunta. Analizad su punto de partida y la doctrina de Austin demuestra ser tan infundada como la de Hobbes. En ausencia de un origen divino o de una delegación celestial, ningún gobernante, esté constituído por una sola persona o por muchas, posee títulos bastantes para justificar el poder absoluto.

Pero seguramente, se me contestará al punto, existe el derecho indiscutible de la mayoría, que lo transmite al Parlamento que elige. Investiguemos el fondo del problema.

El derecho divino de los parlamentos significa el reconocimiento del derecho divino de las mayorías. La presunción fundamental que hacen los legisladores y el pueblo, es que la mayoría posee poderes que no pueden limitarse. Esta es la teoría corriente que todos aceptan sin prueba, como se acepta un axioma. No obstante, yo creo que la crítica demostrará que esta teoría necesita una modificación radical.

En un ensayo sobre ética y política de ferrocarriles, publicado en Edinbutg Review en octubre de 1884, tuve ocasión de tratar la cuestión relativa a los poderes de la mayoría tomando como ejemplo la conducta de las compañías públicas, y nada mejor para preparar el camino a las conclusiones que pretendo deducir, que citar el siguiente párrafo:

En cualesquiera circunstancias, o para cualquier fin que los hombres cooperen, se sostiene que si surgen diferencias de opiniones entre ellos, la justicia exige que prevalezca la opinión de la mayoría. Esta regla se supone uniformemente aplicable sin tener en cuenta lo que se discute. Tan grande es esta convicción y tan poco se ha meditado sobre su ética, que a la mayoría causaría asombro la simple expresión de una duda. Sin embargo, basta un breve análisis para demostrar que tal opinión no es, en suma, más que una superstición política. Es fácil hallar ejemplos que prueban, por reductio ad absurdum que el derecho de la mayoría es un derecho puramente condicional, válido únicamente dentro de determinados límites. Citemos algunos. Supongamos que en la sesión general de una asociación filantrópica se acuerda no sólo auxiliar a los pobres, sino costear propaganda anticatólica. ¿Podrían utilizarse para este fin los fondos de los católicos que se han unido a la organización con intenciones puramente caritativas?

Supongamos que la mayoría de los socios de una biblioteca, pensando que en las actuales circunstancias el ejercicio del tiro es más importante que la lectura, decide cambiar el propósito de la asociación y aplicar los fondos existentes a la adquisición de balas, pólvora y blancos. ¿Ligaría esta resolución a la minoría?

Imaginemos que bajo la impresión de noticias llegadas de Australia la mayoría de una Sociedad de propietarios agrícolas, determinara no sólo partir todos para buscar oro sino utilizar sus capitales reunidos para la compra del equipo necesario. ¿Seria justa para la minoría esta usurpación de la propiedad? ¿Deberían unirse a la expedición? Acaso ni una sola persona respondería afirmativamente a la primera de estas cuestiones, y mucho menos a las otras. ¿Por qué? Porque todo el mundo comprende que por el mero hecho de asociarse a otros, nadie puede con justicia ser obligado a actos enteramente extraños al propósito para el que se unieron. Cada una de estas minorías podría decir a los que intentan coaccionarlos: Nos hemos asociado con vosotros para un fin definido; damos dinero y tiempo para su realización; en todas las cuestiones que han surgido nos hemos sometido a la decisión de la mayoría pero respecto de otras cuestiones no estamos de acuerdo y no nos conformaremos. Si nos inducís a unirnos a vosotros con un fin determinado y después acometéis otro distinto, obtenéis nuestro apoyo falsamente, pues excedéis los límites del pacto para el que nos unimos. Desde este momento no nos consideramos ligados a vuestras resoluciones. Ciertamente, ésta es la única interpretación racional del asunto. El principio general en que descansa el recto gobierno de toda asociacion, es que sus miembros se obligan recíprocamente a someterse a la voluntad de la mayoría en todos los asuntos concernientes a la realización del objeto para que se unieron, pero no en otros. Sólo dentro de estos límites puede mantenerse el contrato. Como implica su misma naturaleza, las partes contratantes deben saber sus obligaciones, y como los que se asocian para un objeto determinado no pueden tener presentes todos los fines no especiticados que a la sociedad le es dado proseguir, se sigue que el contrato suscrito no puede extenderse a tales fines. Y si no existe coptrato, tácito o expreso, entre la asociación y sus miembros con respecto a fines no específicos, entonces la coerción de la mayoría sobre la minoría para emprenderlos no es sino una burda tiranía.

Naturalmente, si existe tal confusión de ideas respecto de los poderes de la mayoría donde un contrato previo limita tácitamente aquellos poderes, todavía debe ser mayor la confusión donde no ha habido tal contrato. No obstante, los principios son los mismos. Insisto otra vez en la proposición según la cual los miembros de una sociedad se hallan ligados, severamente a someterse a la voluntad de la mayoría en todos los asuntos concernientes a la realización del objeto para el que se unieron, pero no para otros. Y sostengo que esto es aplicable lo mismo a una nación que a una compañía.

Sí, pero como no existe contrato -se replicará- por el que los miembros de una nación se han unido, como tampoco hay una especificación de propósitos para los que se formara, ni nunca la hubo, por consiguiente no existen límites y el poder de la mayoría es absoluto.

Evidentemente, debe admitirse que la hipótesis de un contrato social, en la forma ideada por Hobbes y Rousseau carece de fundamento. Es más, hay que admitir que aun suponiendo realizado tal contrato no podría obligar a los descendientes de los contratantes. Por otra parte, si alguien dice que en ausencia de las limitaciones de poderes que podría implicar un contrato no hay nada que impida a la mayoría imponer su voluntad a la minoría por la fuerza, debemos asentir a condición de admitir a su vez que si la justificación de la mayoría es la fuerza, entonces la superior fuerza de un déspota respaldado por un gran ejército también está justificada. Pero nos desviamos del problema. Lo que aquí buscamos es una garantía más alta, para que la minoría se subordine a la mayoría, que la que surge de la incapacidad de resistir a la coacción material. Incluso Austin, a pesar de sus deseos para establecer la autoridad indiscutible de la ley positiva, y de asumir como fuente de esta autoridad una soberanía absoluta de cualquier clase, monárquica, aristocrática, constitucional o popular, se ve obligado en último término a reconocer un límite moral a su acción sobre la comunidad. Mientras insiste, desenvolviendo su teoría, en que un cuerpo soberano originándose en el pueblo es legalmente libre para reducir su libertad política voluntariamente; concede que un gobierno puede ser dificultado por moralidad positiva al redutir la libertad política que deja o concede a sus súbditos (4). De aquí, pues, que tengamos que hallar, no una justificación material sino una justificación moral para el supuesto poder absoluto de la mayoría.

En seguida se me objetará: Por supuesto; en ausencia de cualquier acuerdo, con las limitaciones que implica, el gobierno de la mayoría es ilimitado porque es más justo que prevalezca el criterio de la mayoría que el de la minoría. Esta objeción parece muy razonable hasta que se la refuta. Podemos oponerle la proposición irrebatible de que, en ausencia de acuerdo, la supremacía de la mayoría sobre la minoría no existe en absoluto. La cooperación de cualquier género es la fuente de estos poderes y obligaciones de mayoría y minoría, y en ausencia de cualquier acuerdo para cooperar, tales poderes y obligaciones no existen.

En apariencia, el argumento nos lleva aun callejón sin salida. En las actuales condiciones no parece posible asignar ningún origen moral a la soberanía de la mayoría o a la limitación de su soberanía. Pero reflexionando, podemos resolver la dificultad. Pues si, prescindiendo de todo acuerdo hipotético para cooperar, nos preguntamos cuál es el que conseguiría hoy en la práctica completa unanimidad, obtendremos una respuesta categórica y una justificación suficientemente clara para el gobierno de la mayoría dentro de cierta esfera, pero no más allá de ésta. Observemos, ante todo, algunas limitaciones que aparecen inmediatamente.

Si se preguntara a todos los ingleses si estarían de acuerdo en cooperar para la enseñanza de la religión y conceder a la mayoría el derecho de fijar las creencias y la forma de culto, se contestaría con un enérgico ¡No! por la mayor parte de ellos. Si, proponiéndose restablecer las antiguas leyes suntuarias, se preguntara si se someterían respecto de la moda y calidad de sus vestidos a la voluntad de la mayoría, casi todos ellos contestarían negativamente. De igual forma, si (veamos una cuestión actual) se consultara al pueblo acerca de si aceptaría la resolución de la mayoría con respecto a las bebidas que había de tomar, la mitad o tal vez más, diría que no. Análogamente con respecto a otras muchas acciones que la mayor parte de los hombres consideran hoy día como puramente privadas. Cualquier deseo de cooperar para ejecutar o regular tales acciones estaría lejos de ser unánime. Evidentemente, pues, si la cooperación social tuviera que comenzar por nosotros mismos y fuera preciso especificar previamente los fines comunes, habría una gran parte de la conducta humana respecto de la que se declinaría la cooperación, y en esta esfera, por consiguiente, sería ilegítima cualquier autoridad que la mayoría quisiera ejecutar sobre la minoría.

Volvamos ahora a la cuestión contraria. ¿Para qué fines estarían de acuerdo todos los hombres en cooperar? ¿Cuáles son las aspiraciones de la sociedad y de sus miembros? ¿Son universalmente válidos los derechos de la comunidad contra los individuales? Por el contrario, ¿posee el individuo derechos válidos contra la comunidad? El juicio formado sobre estos puntos, fundamenta toda la estructura de las convicciones políticas formadas y más especialmente de las que conciernen a la esfera propia del gobierno. Aquí, pues, me propongo resucitar una antigua controversia con la esperanza de lograr una conclusión diferente de la que está de moda.

Dice el profesor Jevonsen su obra The State in relation to Labour: El primer paso que debemos dar, consiste en desembarazar nuestra mente de la idea de que en materias sociales existen derechos ábstractos. De igual carácter es la creencia expresada por Mr. Metthew Arnold en su artículo sobre la propiedad literaria: Un autor no tiene derecho natural a la propiedad de su producción. Pero entonces tampoco lo tiene a cualquier otra cosa que pueda producir o adquirir (5). También leí, hace poco, en un semanario, de gran reputación, que explicar una vez más que no existe cosa tal como derecho natural sería un alarde de filosofía. Y el punto de vista expresado en estos extractos lo es corrientemente por estadistas y jurisconsultos en tales términos, que sólo las masas inconscientes son capaces de otro tanto. Quizá se hablaría con menos dogmatismo si se reflexionase que existe en el continente toda una escuela de juristas que mantiene una creencia diametralmente opuesta a la de la escuela inglesa. La idea del Natur-recht (derecho natural), es la idea base de la jurisprudencia alemana. Ahora bien: sea cualquiera la opinión que se tenga sobre la filosofía alemana en conjunto, nadie puede considerarla como superficial. Una doctrina corriente en un pueblo que se distingue entre todos los demás por sus infatigables investigadores, no se debería eliminar como si sólo fuera una ilusión popular. Pero no insistimos. Junto con la proposición negada en las citas hechas, se afirma una contraproposición. Veamos cuál es y lo que resulta cuando se examinan e investigan sus fundamentos.

Retrotrayéndonos a Bentham, hallamos esta contraproposición claramente expresada. Nos dice que el gobierno cumple su misión creando derechos que confiere a los individuos: derechos de seguridad personal, de protección al honor, de propiedad, etcétera (6). Si esta doctrina se afirmara como consecuencia del derecho divino de los reyes, no existiría en ella nada manifiestamente ilógico. Si procediera del antiguo Perú donde el Inca era la fuente de donde todo mana (7); o de Shoa, Abisinia, donde el rey es dueño absoluto de bienes y personas (8); o de Dahomey, donde todos los hombres son esclavos del rey (9), estaria justificada. Pero Bentham, lejos de ser un absolutista como Hobbes, escribió en favor del gobierno popular. En su Constitutional Code (10), establece que la soberanía reside en el pueblo, arguyendo que es mejor conceder el poder soberano a la mayor parte posible de aquellos cuya felicidad constituye su propio objeto porque esta proporción es más adecuada que cualquier otra que se pueda proponer para la consecución del fin que se persigue.

Obsérvese ahora lo que sucede cuando combinamos estas dos doctrinas. El pueblo soberano designa a sus representantes y crea al gobierno; el gobierno así creado, crea, a su vez, derechos y los confiere a los miembros del pueblo soberano que le dió origen. ¡He aquí una obra mestra de sofistería política! Mr. Matthew Arnold, sosteniendo en el artículo ya citado que la propiedad es creación de la ley nos previene del fantasma metafísico de la propiedad en sí. Seguramente, entre los fantasmas metafísicos el más espectral es éste que supone que ¡se puede obtener una cosa creando un agente que crea la cosa y después la confiere a su propio creador! Desde cualquier punto de vista que la consideremos, la proposición de Bentham es incomprensible. El gobierno, dice, cumple su misión creando derechos. Dos significados se pueden dar a la palabra crear. Puede entenderse como la producción de algo de la nada, o bien proporcionar forma y estructura a algo preexistente. Hay muchos que piensan que la producción de la nada es imposible, incluso para un ser omnipotente. Probablemente nadie asegurará que la creación de algo de la nada está dentro de la competencia de un gobierno humano. La segunda alternativa es que el gobierno crea solamente en el sentido de modelar algo que ya existía. En este caso la cuestión es: ¿Que es lo preexistente que modela? Evidentemente, la cuestión gira por entero sobre la pa1abra crear, que produce una ilusión en el lector poco atento. Bentham era muy escrupuloso en la propiedad de sus expresiones, y en su Book of Fallacies dedica un capítulo a los términos equívocos. Es curioso que él mismo nos muestre un ejemplo de la extraviada creencia a que puede dar lugar un término equívoco.

Pero ahora prescindamos de estas imposibilidades intelectuales y busquemos una interpretación más seria del punto de vista de Bentham.

Puede decirse que la totalidad de poderes y derechos existen originariamente como un todo indiviso en el pueblo soberano y que este todo indiviso se confía, como diría Austin, al poder reinante nombrado por el pueblo para que los distribuya. Si, como hemos visto, la afirmación de que los derechos se crean es simplemente una figura retórica, entonces el único sentido inteligible de la opinión de Bentham es que una multitud de individuos que quieren satisfacer sus deseos y poseen todos los medios de satisfacerlos, así como autoridad sobre las acciones individuales, nombra un gobierno, el cual declara los modos y condiciones en que se debe actuar para obtener lo que se apetece. Veamos lo que esto implica. Existen en cada hombre dos aspectos. Como individuo está sometido al gobierno, y como miembro de la sociedad es parte del pueblo soberano que nombra al gobierno. Es decir, en el primer caso se le conceden derechos y en el segundo los concede él, por medio del gobierno que ha contribuído a nombrar. Concretemos esta exposición abstracta en una concreta y veamos lo que significa. Supongamos que la comunidad consiste de un millón de hombres que, por hipótesis, no sólo son copartícipes propietarios de la región que habitan sino también de todas las libertades de acción y apropiación, no reconociéndose otro derecho a todo, que el de la misma comunidad. ¿Qué se sigue de esto? Cada individuo, no poseyendo nada del producto de su propio trabajo, posee, como una unidad en el cuerpo soberano, una millonésima parte del prodUcto del trabajo de los demás. Esta es una conclusión inevitable. Como el gobierno, según la teoría de Bentham, no es más que un agente, los derechos que confiere son los que le han sido confiados por el pueblo soberano. Siendo esto así, el pueblo soberano debe poseer estos derechos en block antes de que el gobierno, para cumplir su mandato, los confiera a los ciudadanos, y cada individuo tendrá una millonésíma parte de estos derechos como miembro de la sociedad, mientras que carecerá de ellos como persona privada. Estos derechos sólo los alcanza el individuo cuando el millón de personas se unen para concedérselos, ¡en tanto que él ha de unirse a los demás para concedérselos a cada miembro del millón!

De manera que, de cualquier modo que lo interpretemos, la proposición de Bentham nos sume en un cúmulo de absurdos.

Pero los discípulos de Bentham, aun ignorando la opinión opuesta de los juristas alemanes, e incluso sin un análisis que les hubiera mostrado lo insostenible de su propia doctrina, deberían haber tratado con menos ligereza la teoría de los derechos naturales. En efecto, diferentes grupos de fenómenos sociales unidos, prueban que esta doctrina está bien fundamentada, y no así la suya.

Existen tribus en varias partes del mundo, que muestran que antes de la aparición del gobierno, la conducta era regulada por la costumbre. Los Bechuanas obedecen a costumbres conocidas desde tiempo inmemorial (11). Entre los hotentotes koranna que solamente toleran a sus jefes más que obedecerlos (12), cuando los antiguos usos no lo prohiben, cada hombre actúa como es justo según su criterio (13). Los araucanos se guían por costumbres antiguas o convenciones tácitas (14). Entre los Kirghizes, los juicios de los ancianos se basan en costumbres universalmente reconocidas (15). De los Dyaks, Rajah Brooke nos dice que la costumbre parece simplemente haberse convertido en ley: la violación de la costumbre se castiga con una multa (16). Tan sagradas son las costumbres inmemoríales para el hombre primitivo, que nunca sueña con discutir su autoridad, y cuando aparece el gobierno, su poder es limitado por ellas. En Madagascar, la palabra del rey sólo es admitida cuando no existe ley, costumbre o algún precedente (17).

Raffles nos dice que en Java las costumbres del país restringen (18) la voluntad del soberano. También en Sumatra el pueblo no permite a sus jefes alterar sus antiguas costumbres (19). Ocasionalmente, como ocurrió entre los Ashantee, el intento de modificar ciertas costumbres determinó el destronamiento del rey (20). Ahora bien: entre las costumbres que consideramos pregubernamentales y a las que se subordina el mismo poder gubernamental, se encuentran las que reconocen ciertos derechos individuales, derechos para actuar de cierto modo y para poseer ciertas cosas. Incluso donde el reconocimiento de la propiedad está menos desarrollado, existen propietarios de armas, herramientas y objetos de adorno personal, y generalmente este reconocimineto se extiende a más objetos. Entre los indios norteamericanos Snakes, que no poseen gobierno, existe propiedad privada de caballos. Los Chippewayans, que no poseen gobierno regular, la caza apresada en trampas particulares la consideran propiedad privada (21). Hechos análogos sobre cabañas, utensilios y otros objetos personales podrìamos citar como prueba entre los Ahts, comanches, esquimales e indios brasileños. En varios pueblos incivilizados, la costumbre ha establecido el derecho a la cosecha crecida en el campo que se ha roturado, aunque no al campo mismo. Los Todas, que carecen de organización política, hacen una distinción semejante entre la posesión del ganado y de la tierra. Las palabras de Kolff respecto de los pacíficos Arafuras aumentan la evidencia. Los Arafuras reconocen el derecho de propiedad en el más completo sentido de la palabra, sin que exista más autoridad entre ellos que las decisiones de sus mayores, de acuerdo con las costumbres de sus antepasados (22).

Pero aun sin buscar pruebas entre los pueblos salvajes, nos bastan las que nos proporcionan las primeras etapas de los civilizados. Bentham y sus seguidores, parecen olvidar que nuestro derecho común es principalmente una fusión de las costumbres del reino. No se ha hecho sino dar forma definitiva a lo que ya existía. Así, el hecho y la ficción se oponen exactamente a lo que ellos alegan. El hecho es que se reconocía la existencia de la propiedad antes de la aparición de la ley. La ficción es que la propiedad es creación de la ley.

Consideraciones de otro orden habrían bastado a detenerlos si hubieran estudiado definitivámente lo que significaban. Si fuera cierto, como alega Bentham, que el gobierno cumple su cometido creando derechos que confiere a sus miembros, entonces no se observaría uniformidad en los derechos conferidos por gobiernos distintos. En ausencia de una causa determinante que regulase sus decisiones habría muchas probabilidades contra una de que no correspondiesen entre sí. Ahora bien: existe una gran correspondencia. Dondequiera que miremos, observamos que los gobiernos prohiben las mismas clases de agresiones y reconocen idénticos derechos. Prohiben el homicidio, el robo y el adulterio, manifestando con ello que los ciudadanos deben poseer determinadas garantías. A medida que la sociedad progresa; se protegen derechos individuales menos importantes y se imponen castigos por la violación de contratos, difamación, falso testimonio, etcétera. En una palabra, las comparaciones nos prueban que los diversos códigos difieren en detalles mientras se elaboran, pero concuerdan en sus fundamentos. ¿Qué prueba esto? No puede atribuírse a la casualidad esta coincidencia. Concuerdan, porque la pretendida creación de derechos consiste únicamente en la sanción formal, y en una mejor definición de los derechos y reconocimientos de derechos que se originan de los deseos individuales de los hombres que viven en sociedad.

La sociología comparada revela otro grupo de hechos que implican lo mismo. Con el desenvolvimiento social llega a ser un deber del Estado no sólo sancionar formalmente los derechos individuales sino también defenderlos contra los agresores. Antes de que exista un gobierno permanente, y en muchos casos, después que se ha desarrollado, los derechos del individuo son afirmados y mantenidos por él mismo o por su familia. Como entre las tribus salvajes de hoy, entre los pueblos civilizados del pasado y aún en ciertas regiones poco adelantadas de la Europa actual, el castigo de un asesinato es asunto privado: el deber sagrado de vengar la sangre derramada se trasmite a los parientes. Del mismo modo, el individuo o su familia, reivindican personalmente en las sociedades primitivas las agresiones sobre la propiedad y demás ofensas de cualquier clase que sean. Pero a medida que la organización social avanza, el poder ccentral asegura de un modo más efectivo la seguridad personal de sus miembros, de sus posesiones y, hasta cierto punto, el cumplimiento forzoso de las obligaciones contraídas. Exclusivamente ocupado en su origen de defender la sociedad contra otras, o en atacarlas, el gobierno ha venido a desempeñar, cada día más, la función de defender a los individuos unos contra otros. Basta recordar los días en que los hombres habitualmente llevaban armas, o tener en cuenta la mayor seguridad conseguida para la persona y la propiedad, merced a la mejor organización policíaca, en nuestro propio tiempo, o notar la facilidad con que se cobran las deudas pequeñas, para observar que cada día se considera más obligado al gobierno a garantizar a cada individuo la libre persecución de los fines de la vida, dentro de los límites que le imponen las aspiraciones de los demás hombres. En otras palabras, simultáneamente con el progreso social no sólo existe un reconocimiento más completo de lo que llamamos derechos naturales, sino también una más eficaz protección de ellos por el Estado: el gobierno está llegando a ser, de un modo cada día más acentuado, un servidor de estos prerrequisitos esenciales para el bienestar individual.

Otro cambio más significativo ha acompañado a éste. En las primeras épocas, al mismo tiempo que el Estado fracasaba en proteger a los individuos contra la agresión, se convierte él mismo en agresor por muchos conceptos. Las sociedades antiguas que progresaron lo suficiente para dejar recuerdos, y que fueron conquistadoras, nos muestran por todas partes las huellas de su régimen militar. Así como para organizar debidamente un ejército, los soldados, absolutamente disciplinados, deben actuar con independencia sólo cuando se lo ordenen, del mismo modo para una efectiva organización de la sociedad los ciudadanos deben subordinarse individualmente. Los derechos privados desaparecen ante el interés público, y el individuo pierde gran parte de su libertad de acción. Una consecuencia es que el sistema de regimientos, organizándose en la sociedad, lo mismo que en el ejército, causa una reglamentación minuciosa de la conducta. Las prescripciones del jefe, sagradas porque las atribuyen a un antecesor divino, no están limitadas por ninguna concepción de la libertad individual, y regulan las acciones de los hombres incluso en los menores detalles, desde la clase de alimentos que se han de comer y el modo de prepararlos hasta los adornos de los vestidos, la forma de la barba, recolección de los granos, etcétera. Este absoluto control que se observa en las antiguas naciones orientales, existió también en gran medida entre los griegos y fue llevado a su punto culminante en la militarizada Esparta. Análogamente, durante los tiempos medievales en Europa, época caracterizada por un continuo estado de guerra y determinadas formas e ideas políticas, apenas existió límite alguno a la interferencia gubernamental. Estuvieron regulados detalladamente el comercio, la agricultura, las manufacturas; se impusieron prácticas y creencias religiosas, y los gobernantes decían quiénes podían llevar pieles, usar plata, publicar libros, poseer palomares, etc., etc. Pero unido al incremento de las actividades industriales y la implícita sustitución del régimen de contrato por el régimen de Estado y con la acentuación del espíritu de solidaridad, hubo (hasta la reciente reacción hacia el Estado militar) una disminución de la interferencia en los actos individuales. La legislación cesó gradualmente de regular las labores del campo, de dictar la proporción entre el ganado y la cantidad de tierra, de especificar los modos de fabricación y los materiales que debían usarse, de establecer precios y jornales, de interferir los vestidos y juegos (excepto los de envite), de poner trabas y multas a las importaciones y exportaciones, prescribir las creencias de los hombres, políticas o religiosas, de prohibir las asociaciones y la libertad de viajar. Es decir, que el derecho del ciudadano para obrar libremente se impuso a las pretensiones del Estado para controlarlo. En tanto que el gobierno ha aumentado la ayuda al individuo para impedir intrusiones en su vida privada, él mismo se ha retirado de esta esfera, o en otros términos, ha restringido su intervención.

Pero todavía no hemos observado todas las clases de hechos que revelan la misma verdad. Lo evidencian las mejoras y reformas de la misma ley, así como las admisiones y afirmaciones de sus autores. Ya en el siglo XV, dice el profesor Pollock, hallamos un juez declarando que en un caso no previsto por las ordenanzas conocidas, jurisconsultos y canonistas señalan una nueva regla de acuerdo con la ley de naturaleza que es el fundamento de todas las leyes: el Tribunal de Westminster puede y hará lo mismo (23). Por otra parte, nuestro sistema de equidad, introducido y desenvuelto para suplir las deficiencias de la ley común, o para rectificar sus injusticias, se funda en un reconocimiento de los derechos individuales que existen aparte de toda garantía legal. Los cambios que hoy experimenta la ley de vez en cuando, a pesar de cierta resistencia, lo son en el sentido de conseguir mayor justicia según las ideas corrientes, ideas que en lugar de derivarse de la ley son opuestas a la ley. Por ejemplo, el Acta reciente que reconoce a la mujer casada la propiedad de sus ganancias, se originó evidentemente en el convencimiento de que la conexión natural entre el trabajo y el beneficio debe mantenerse en todos los casos. La ley reformada no creó el derecho, sino que el reconocimiento del derecho ha originado la reforma de la ley.

De manera, que evidencias históricas de cinco clases diferentes nos enseñan que aun confusas como son las nociones populares sobre el derecho, e incluyendo una gran parte que debería excluirse, sin embargo, proyectan la sombra de una verdad.

Réstanos ahora considerar la fuente original de esta verdad. Hablé anteriormente de un secreto conocido, y es que todos los fenómenos sociales, si los analizamos a fondo, nos conducen a las leyes de la vida, siendo imposible comprenderlos si no nos referimos a dichas leyes. Traslademos, pues, esta cuestión de los derechos naturales, de la política a la ciencia, a la ciencia de la vida. El lector no necesita alarmarse: nos bastarán sus hechos más sencillos y claros. Contemplaremos primero las condiciones generales de la vida individual y luego las condiciones generales de la vida social. De unas y otras se deduce el mismo veredicto.

La vida animal implica pérdida; la pérdida debe compensarse; esta compensación requiere nutrición. A su vez la nutrición presupone obtención de alimentos. El alimento no puede obtenerse sin facultades de aprehensión y para que estas facultades puedan lograr sus fines debe existir libertad de movimiento. Si se encierra a un mamífero en un espacio reducido, o se atan sus miembros o se le quita el alimento que pueda procurarse, se causará su muerte, si se persiste en cualquiera de estos procedimientos. Pasado cierto punto, la imposibilidad de satisfacer estas necesidades es fatal. Todo esto que se sostiene acerca de los animales en general, se puede aplicar también al hombre.

Si adoptamos el pesimismo como un credo y con él la consecuencia que implica de que siendo la vida en general un mal se debería poner fin a ella, entonces no existe garantía ética para los actos mediante los cuales se mantiene la vida. Toda la cuestión se derrumba. Pero si aceptamos el punto de vista optimista, o del progreso; si decimos que la vida proporciona más placer que dolor, o que está en vías de que así ocurra, entonces estas acciones por las que se mantiene la vida están justificadas y la libertad de cumplirlas tiene razón de ser. Los que sostienen que la vida es valiosa, sostienen implícitamente que no debe entorpecerse a los hombres en el ejercicio de las actividades necesarias a su sostenimiento. En otras palabras, si se dice que es justo que las ejecuten, entonces, recíprocamente, tenemos que admitir que poseen derecho para ejecutarlas. Evidentemente, la concepción de los derechos naturales se origina en el reconocimiento de la verdad de que si la vida es justificable debe existir una justificación para el cumplimiento de los actos esenciales a su conservación, y por consiguiente, una justificación para las libertades y derechos que hacen tales actos posibles.

Pero ésta es una proposición carente de carácter ético, siendo cierta de las criaturas distintas del hombre. Carácter ético surge sólo con la distinción entre lo que el individuo puede hacer al ejecutar las actividades precisas para el sostenimiento de su vida y lo que no puede hacer. Esta limitación resulta evidentemente de la presencia de otros hombres. Entre los que están en contacto inmediato, o incluso separados, los actos de los unos pueden interferirse con los de los otros, y si es imposible demostrar que alguien puede hacer lo que desee sin limitación y en cambio otros no, hay que admitir necesariamente una limitación mutua. La forma no ética del derecho para lograr fines se convierte en forma ética cuando se reconoce la diferencia entre los actos que pueden realizarse sin transgredir estos límites y los que no pueden realizarse.

Esta conclusión que es cierta a priori, se ve confirmada a posteriori cuando estudiamos los actos de los pueblos no civilizados. En su forma más vaga, la limitación mutua de las esferas de acción y las ideas y sentimientos consiguientes, se observa en las relaciones de unos grupos con otros. Habitualmente se establecen ciertos límites al territorio dentro del cual cada tribu obtiene su modo de vida y estos límites, cuando no son respetados, se defienden. Entre los Wood-Veddahs, que carecen de organización política, los clanes pequeños poseen sus respectivas porciones de selva y estas demarcaciones convencionales son siempre respetuosamente reconocidas (24). De las tribus sin gobierno de Tasmania se nos dice que sus terrenos de caza estuvieron siempre delimitados y a los invasores se les atacaba (25). Y, de un modo manifiesto, las luchas causadas entre las tribus por mutuas intrusiones en los territorios acaban a la larga por fijar límites precisos y sancionarlos. Lo que ocurre con cada territorio, sucede con cada grupo de habitantes. Un asesinato cometido en uno, atribuido erróneamente o con razón a alguien en otro, exige el sagrado deber de lavarlo con sagre y aunque las represalias se perpetúen, evitan, sin embargo, nuevas agresiones. Causas semejantes han producido efectos análogos en las primeras épocas de las sociedades civilizadas en las que las familias o clanes fueron, más que los individuos, las unidades políticas y durante las cuales cada familia o clan tenía que defenderse y defender sus posiciones contra los demás. Estas mutuas restricciones que surgen entre pequeñas comunidades, aparecen igualmente entre los individuos en cada comunidad y las ideas y costumbres que son propios de la una lo son también de la otra. Aunque dentro de cada grupo exista siempre la tendencia por parte del más fuerte a agredir al débil, sin embargo, en la mayoría de los casos sirve de freno la conciencia de los males resultantes de una conducta agresiva.

En todas partes, entre los pueblos primitivos, a las ofensas se responde con ofensas. Turner dice de los Tanneses: El adulterio y otros crímenes se contienen por miedo a la ley del más fuerte (26). Fitzroy nos cuenta que los patagones si no molestan ni ofenden a sus vecinos no tienen que temer nada de los otros (27). La venganza personal es el modo de castigar la injuria. Leemos de los Uaupes que poseen muy pocas leyes pero que se atienen estríctamente a la de ojo por ojo, diente por diente (28). Y es obvio, que la lex talionis tiende a establecer una distipción entre lo que cada miembro de la comunidad puede ejecutar sin riesgo y lo que no puede; y consecuentemente a dar sanciones para algunos de estos actos aunque no para otros. Schoolcraft dice que los Chippewayans: Aunque no tienen un gobierno regular, como cada hombre es señor de su propia familia, se hallan más o menos influídos por ciertos principios que redundan en beneficio general (29). Uno de los principios mencionados es el reconocimiento de la propiedad privada.

Que la limitación mutua de actividades origina las ideas y sentimientos que implica la frase derechos naturales, se nos muestra distintamente por las pocas tribus pacíficas que sólo tienen un gobierno nominal o ninguno en absoluto. Además de los hechos que manifiestan el escrupuloso cuidado que se guarda hacia los derechos ajenos entre los Todas, Santals, Lepchas, Bodo, Chakmas, Jakuns, Arafuras, etcétera, puede citarse que los salvajes Wood-Veddahs, carentes totalmente dé organización social, consideran inconcebible que alguien pueda apoderarse de lo que no le pertenece, herir a su compañero, o decir algo que no es verdad (30). Resulta, pues, claro del análisis de las causas y de la observación de los hechos, que mientras el elemento positivo del derecho de efectuar las actividades necesarias para el sostenimiento de la vida se origina en las leyes de la vida, el elemento negativo que le da carácter ético se origina de las condiciones creadas por la agregación social.

Tan distante se halla de la verdad, indudablemente, la pretendida creación de derechos por el gobierno que, por el contrario, habiendo precedido más o menos claramente los derechos al gobierno, el reconocimiento del derecho se oscurece a medida que el gobierno se desenvuelve paralelamente a la actividad militar, que por la captura de esclavos y el establecimiento de jerarquías produce el Estado. El reconocimiento de derechos adquiere precisión a medida que el régimen militar cesa de ser permanente y el poder gubernamental declina.

Cuando volvemos de la vida de los individuos a la sociedad, se nos ofrece la misma enseñanza.

Aunque el mero instinto de sociabilidad induce a los hombres primitivos a vivir en grupos, sin embargo, el impulso principal nace de la experiencia de las ventajas que se derivan de la cooperación. ¿En qué condiciones surge la cooperación exclusivamente? Es evidente que a condición de que los que unen sus esfuerzos alcancen ventajas por hacerlo así. Si, como en los casos más sencillos, se unen para conseguir algo que cada uno por si mismo no puede, o que puede lograrlo con menos facilidad, debe ser bajo el tácito supuesto de que partirán el beneficio (como cuando un grupo se dedica a la caza), o que si uno recoge todo el beneficio ahora (como si se construye una choza o se rotura un terreno) los otros alcanzarán beneficios equivalentes a su debido tiempo. Cuando en lugar de unir sus esfuerzos para ejecutar la misma cosa, efectúan diferentes (cuando nace la división del trabajo con el consiguiente cambio de productos), el acuerdo implica que cada uno, en devolución de lo que posee con exceso, logre un equivalente aproximado de lo que necesita. Si él entrega lo uno y no alcanza lo otro, rechazará las futuras proposiciones de cambio que se le hagan. Habrá un retroceso a aquel estado primitivo en que cada cual lo hace todo por sí mismo. De aquí que la posibilidad de la cooperación depende del cumplimiento del contrato, tácito o expreso.

Ahora bien: todo esto que observamos que se debe mantener desde el primer paso hacia la organización industrial por la que la vida social se sostiene, debe mantenerse, con más o menos intensidad, durante su desarrollo. Aunque el tipo militar de organización, con su sistema de status creado por la guerra permanente, oscurece en grado sumo estas relaciones de contrato, sin embargo, deben subsistir por necesidad. Se respetan entre los hombres libres y entre los jefes de aquellos pequeños grupos que forman las unidades de las sociedades primitivas, y en cierta medida se mantienen dentro de los mismos grupos, puesto que su supervivencia como tales implica el reconocimiento de las aspiraciones de sus miembros, incluso siendo esclavos, a que en devolución por su trabajo se les proporcione alimento, vestidos y protección. Y cuando con la decadencia de la guerra y el crecimiento del comercio la cooperación voluntaria reemplaza cada vez más a la obligatoria, el desarrollo de la vida social fundada en cambios estipulados, suspendida durante cierto tiempo, se restablece gradualmente. Este restablecimiento hace posible la extensión y el perfeccionamiento de la vida industrial por los que se sostiene una gran nación.

El progreso es grande y la vida social activa cuando no se dificultan los contratos y se cumplen escrupulosamente. Los perniciosos efectos de la violación de un contrato no se experimentan sólo por uno u otro de los individuos que lo contraen. En las sociedades avanzadas, las consecuencias alcanzan a clases enteras de productores y distribuidores que se han formado a causa de la división del trabajo, y en ocasiones las sufren todos. Pregúntese bajo qué condición se dedica Birmingham a fabricar quincalla, o parte de Staffordshire a la cerámica, o Lancashire al tejido de algodón. Pregúntese cómo la población rural que aquí cultiva los cereales y allí apacienta los ganados halla posible ocuparse con su especial tarea. Estos grupos pueden actuar así, sólo si alcanzan de los otros, a cambio de sus productos excedentes, determinadas materias que necesitan. Cuando no se efectúan estos cambios directamente se hacen indirectamente por medio del dinero y si examinamos cómo se procura cada uno el dineto que necesita, hallamos que por medio de contrato. Si Leeds fabrica lanas y no recibe, por cumplimiento de contrato, los medios de obtener de los distritos agrícolas la cantidad de alimentos que necesita, morirá de hambre y cesará de producir lanas. Si el sur de Gales funde hierro y no puede procurarse las telas indispensables para vestir, su industria cesará. Y así siempre, en general y en particular. Esta mutua dependencia de las partes que se observa en la organización social y en la individual, es sólo posible a condición de que mientras cada parte ejecuta la clase particular de trabajo a que se adapta, reciba una parte proporcional de las materias que necesita para rehacerse y prosperar, materias que son producidas por las otras partes. Esta proporción se establece mediante pacto. Además, el cumplimiento del contrato establece el equilibrio entre los productos y las necesidades, haciendo que se fabriquen muchos cuchillos y pocas lancetas., se produzca mucho trigo y poca mostaza. Sirve de freno a una producción excesiva la consideración de que pasada cierta cantidad nadie querrá aceptar más, debiendo entregar la cantidad equivalente de dinero. De esta manera se evita un gasto inútil de trabajo, dejando de producir lo que la sociedad no necesita.

Por último, debemos notar el hecho todavía más significativo de que la única condición mediante la que un grupo de trabajadores puede aumentar los productos de su industria cuando la comunidad los necesita, es que los contratos sean libres y se garantice su cumplimiento. Si, cuando por falta de materias, Lancashire no pudo proporcionar la cantidad acostumbrada de géneros de algodón, se hubiera intervenido en los contratos, de tal modo que hubiera impedido a Yorkshire exigir un precio más elevado por la lana que debía fabricar a causa de la gran demanda, no habría habido estímulo para acrecentar el capital dedicado a las fábricas, ni el número de máquinas y obreros empleados, ni la fabricación. La consecuencia habría sido que la comunidad sufriría por no poder reemplazar el deficiente algodón por la lana extra. Los graves perjuicios que se pueden ocasionar a una nación si se impide a sus miembros contratar entre sí libremente, se han visto bien en el contraste entre Inglaterra y Francia con respecto a los ferrocarriles. En Inglaterrá, aunque al principio se levantaron obstáculos por las clases predominantes en la legislatura, sin embargo, estos obstáculos no pudieron impedir a los capitalistas que invirtieran su dinero, a los ingenieros que ofrecieran una dirección eficaz, a los contratistas que emprendieran obras; y el alto interés que alcanzarow las acciones, las grandes ganancias que lograron los contratistas y las elevadas remuneraciones recibidas por los ingenieros produjeron una corriente de dinero, energía y habilidad mediante la cual prosperó en grado sumo nuestro sistema de ferrocarriles, dando lugar a un gran desarrollo de nuestra prosperidad nacional. Cuando M. Thiers, entonces ministro de Obras Públicas, vino a examinar nuestros ferrocarriles, dijo a Mr. Vignoles al despedirse: No creo que los ferrocarriles convengan a Francia (31). Como consecuencia, se siguió una política de obstrucción de los libres contratos y esto originó un retraso de ocho o diez años en el progreso material que experimentó Francia cuando se construyeron los ferrocarriles.

¿Qué significan todos estos hechos? Significan que para una actividad próspera de las industrias, ocupaciones y profesiones que mantengan y ayuden la vida de la sociedad, deben existir, en primer lugar, pocas restricciones sobre las libertades individuales para celebrar contratos, y en segundo lugar, que su cumplimiento sea obligatorio.

Como hemos visto, las restricciones que surgen naturalmente a cada una de las acciones de los hombres cuando se asocian, son tan sólo las que resultan de su limitación mutua, y como consecuencia no pueden resultar restricciones en los contratos que libremente acuerdan. Interferirlos es interferir los derechos de la libertad de acción que corresponde a cada uno cuando se reconocen los derechos de los otros totalmente. Y entonces, como hemos visto, la garantía de sus derechos implica el cumplimiento forzoso de los acuerdos contraídos, puesto que un rompimiento de contrato es una agresión indirecta. Cuando un comprador pide al comerciante del otro lado del mostrador un objeto que vale un chelín, y mientras éste vuelve la espalda aquél desaparece con el objeto sin dejar el chelín que tácitamente se comprometió a entregar, su acto no, difiere esencialmente del robo. En cualquier caso semejante, el individuo lesionado se ve privado de algo que poseía sin recibir el equivalente convenido. Ha gastado su trabajo sin obtener beneficio, y ha sido infringida una condición esencial para el mantenimiento de la vida. Resulta, pues, que reconocer y hacer cumplir los derechos de los individuos, es al mismo tiempo reconocer y garantizar las condiciones para una normal vida social. En ambos casos se trata de una necesidad vital.

Antes de pasar a los corolarios que tienen aplicaciones prácticas, observemos cómo las conclusiones especiales deducidas convergen en una conclusión general prefigurada originariamente, examinadas en orden inverso.

Hemos hallado que el prerrequisito para la vida individual es, en un doble sentido, el prerrequisito para la vida social. La vida de una sociedad, en cualquiera de los dos sentidos que se conciba, depende del maritenimiento de los derechos individuales. Si no es nada más que la suma de las vidas de los ciudadanos, esta implicación es obvia. Si consiste en la multiplicidad de actividades váriadas que los ciudadanos llevan a cabo en mutua dependencia, esta vida compuesta e impersonal será más o menos intensa según los derechos individuales sean reconocidos o negados.

El estudio de las ideas y de los sentimientos éticopoliticos de los hombres conduce a conclusiones análogas. Los pueblos primitivos de tipos diferentes nos muestran que antes que exista el gobierno, costumbres inmemoriales reconocen los derechos privados y justifican su mantenimiento. Los códigos nacionales, que se han desenvuelto con independencia unos de otros, están de acuerdo en prohibir ciertas transgresiones de personas, bienes y libertades de los ciudadanos, y sus concordancias implican, no una fuente artificial de los derechos individuales, sino una fuente natural. Junto con este desenvolvimiento social la ley formula de un modo cada vez más elaborado y preciso los derechos preestablecidos por la costumbre. Al mismo tiempo, el gobierno tiende a aumentar los medios de que se ejecuten con todas las garantías. A medida que ha llegado a ser un protector más eficaz, el gobierno es menos agresivo, y ha disminuido de modo cada día más acentuado su intrusión en la esfera de los actos humanos privados. En conclusión, así como en tiempos pasados se modificaron las leyes para adaptarlas a las ideas normales de equidad, así hoy los reformadores legislativos se inspiran también en ideas de equidad que no se derivan de la ley sino a las que la ley tiene que acomodarse.

Aquí, pues, tenemos una teoría políticoética comprobada por el análisis y la historia. ¿Qué tenemos contra ella? Una contrateoría a la moda que demuestra ser injustificada. Por una parte, mientras hallamos que la vida individual y social implica un mantenimiento de la relación natural entre el trabajo y el beneficio, encontramos también que esta relación natural, reconocida antes de la existencia del gobierno, se ha afirmado y reafirmado a sí misma recibiendo plena sanción de los códigos y sistemas éticos. Por otra parte, las personas que negando los derechos naturales afirman que estos derechos son creados artificialmente por la ley, no sólo son desmentidos rotundamente por los hechos sino que su aserción se destruye a sí misma: las tentativas para fundamentar esta teoría, cuando se les pide una prueba, los envuelve en toda clase de absurdos.

No es esto todo. El restablecimiento de una concepción popular vaga, en una forma definida de base científica, nos conduce a un punto de vista racional entre los deseos de las mayorías y las minorías. Resulta claro que las cooperaciones en las que todos pueden unirse voluntariamente, y en cuya ejecución el deseo de la mayoría debe prevalecer, son cooperaciones para mantener las condiciones que se requieren para 1a vida individual y social. La defensa de la sociedad en conjunto contra un enemigo externo, tiene por fin remoto mantener a cada ciudadano en posesión de los medios que precisa para satisfacer sus deseos y de garantizar su libertad para aumentarlos. Y la defensa de cada ciudadano contra enemigos internos, desde los asesinos hasta los que causan molestias a sus vecinos, persigue claramente el mismo fin, un fin deseado por todos, excepto por el criminal y el revolucionario. Se sigue de aquí que para la defensa de este principio vital, tanto de la vida social como de la individual, es legítima la subordinación de la minoría a la mayoría, y en tanto no implique nada más, es un requisito indispensable para una mejor protección de la propiedad y la libertad humana. Al mismo tiempo se sigue que tal subordinación no es legítima más allá de este límite, puesto que si implica una agresión mayor sobre el individuo de lo que se requiere para protegerlo, significa una violación del principio vital que trata de defender.

Volvemos otra vez a la proposición de que el pretendido derecho divino de los parlamentos, y el supuesto derecho divino de las mayorías, son supersticiones. En tanto que los hombres han abandonado la vieja teoría respecto de la fuente de la autoridad estatal, han conservado la creencia en lo ilimitado de esta autoridad que era inherente a la antigua teoría pero que lógicamente no acompaña a la nueva. El poder absoluto sobre los súbditos, atribuído razonablemente al gobernante cuando se le creía un representante de Dios, se atribuye ahora a todo el cuerpo gubernativo al que nadie concede que posea esta delegación divina.

Se nos opondrá probablemente que las discusiones sobre el origen y los límites de la autoridad gubernamental son meras pedanterías. El gobierno, tal vez digan, está obligado a utilizar todos los medios que tiene, o pueda tener, para conseguir una mayor felicidad general. Su fin debe ser la utilidad y está autorizado para emplear las medidas que sean precisas para conseguir fines útiles. El bienestar del pueblo es la ley suprema, y los legisladores no deben desobedecer esta ley en virtud de consideraciones sobre el origen y la extensión de su poder. ¿Es esto una razón, o por el contrario, se puede refutar?

La cuestión esencial que surge es la relativa a la verdad de la teoría utilitaria tal como se sostiene corrientemente, y la respuesta que daremos es que, como vulgarmente se sostiene, es falsa. Las máximas de los moralistas utilitarios y los actos de los politicos, que consciente o inconscientemente se inspiran en ellas, suponen que la utilidad ha de determinarse directamente por una sencilla inspección de los hechos inmediatos y la estimación de los resultados probables. Mientras que el utilitarismo, rectamente entendido, implica que se adopten como guía las conclusiones generales que ofrece el análisis de la experiencia. Los resultados buenos y malos no pueden ser accidentales sino que deben ser las consecuencias necesarias de la constitución de las cosas. Y es cuestión de la Ciencia Moral deducir, de las leyes de la vida y de las condiciones de la existencia, qué clases de actos tienden necesariamente a producir felicidad, y cuáles a producir desgracia (32). La especulación utilitaria común, como la política práctica común, demuestra una inadecuada conciencia de la causación natural. El pensamiento habitual es que en ausencia de algún impedimento claro, las cosas se pueden hacer de este u otro modo; nadie se pregunta si al obrar así se está en acuerdo o conflicto con la marcha natural de las cosas.

Las discusiones precedentes han mostrado, según creo, que los dictados de la utilidad, y por consiguiente los propios actos de los gobiernos no pueden fundarse en un exámen superficial de los hechos y en lo que prima facie parezcan significar. Han de establecerse por deducción y referencia a hechos fundamentales. Estos hechos fundamentales a los que todos los juicios racionales de utilidad deben volver, son los hechos en que consiste la vida y las determinadas actividades que la mantienen. Entre los hombres reunidos en sociedad, estas actividades llegan a limitárse mutuamente de un modo necesario y se ejecutan por todos dentro de los límites naturales y no más allá. La conservación de estos límites se convierte en la función del agente que regula la sociedad. Se mantiene el principio de la vida individual y de la vida social cuando cada uno, teniendo libertad para usar sus facultades dentro de los límites que le imponen las de los otros, obtiene de sus asociados por sus servicios tanto como es merecedor en comparación con los servicios de los otros, naturalmente si los contratos normalmente cumplidos proporcionan a cada uno su parte determinada y se les asegura en sus bienes y personas para satisfacer sus necesidades con sus ganancias. Además, se mantiene el principio vital del progreso social de tal modo, que en tales condiciones los individuos más valiosos prosperan y se multiplican más que los menos valiosos. Resulta, pues, que la utilidad, no como empíricamente se estima sino como se determina racionalmente, prescribe este mantenimiento de los derechos individuales y prohibe los que puedan contrariarlos.

Alcanzamos, pues, el término supremo de la intervención legislativa. Reducida a su más baja forma, cada proposición para interferir las actividades de los ciudadanos, más que para garantizar sus limitaciones mutuas, significa la pretensión de mejorar la vida violando las condiciones fundamentales de ella. Cuando se impide a algunos comprar cerveza por temor de que otros se embriaguen, los legisladores prejuzgan que resultará más bien que mal con esta intervención en la relación normal entre la conducta y las consecuencias, lo mismo a los pocos intemperantes que a los numerosos morigerados. Un gobierno que destina parte de las rentas de la mayoría del pueblo a enviar a las colonias a los que no han prosperado en Inglaterra, o a edificar mejores viviendas para obreros, o a fundar bibliotecas públicas y museos; etcétera, admite que no sólo próximamente, sino en el futuro, resultará un aumento en la felicidad general por el hecho de transgredir un requisito que le es esencial: la facultad de que cada uno goce de los medios de felicidad que sus actos le procuren pacíficamente. En otros casos no permitimos que la inmediato nos ciegue con respecto a lo remoto. Cuando instituimos el carácter sagrado de la propiedad privada contra los ladrones, no atendemos a si el beneficio que obtiene un hombre hambriento robando pan de una tienda, es más grande o no que el daño causado al panadero. Consideramos, no los efectos especiales sino los efectos generales que se producirían si la propiedad estuviera insegura. Pero cuando el Estado impone más cargas a los ciudadanos, o restringe aún más sus libertades, consideramos sólo los efectos próximos y directos e ignoramos los indirectos y remotos que se originan cuando se multiplican estos atropellos de los derechos individuales. No vemos que por acumulación de pequeñas infracciones, las condiciones necesarias de la vida, tanto individual como social, se cumplen tan imperfettamente que la vida decae.

La decadencia es visible cuando se llevan las cosas al extremo. Cualquiera que estudie, en las obras de MM. Taine y de Tocqueville, el estado de cosas que precedió a la revolución francesa, observará que la tremenda catástrofe procedió de tan excesiva reglamentación de las acciones de los hombres en todos sus detalles, y de tan enorme aprovechamiento del producto de sus actos para sostener al gobierno, que la vida llegó a ser imposible. El utilitarismo empírico de aquel tiempo, como el de hoy, difiere del utilitarismo racional en que cada caso sucesivo contemplaba únicamente los efectos de interferencias particulares en las acciones de clases particulares de hombres, e ignoraba los efectos producidos por la multiplicidad de tales ingerencias en la vida de los hombres en general. Y si preguntamos qué causa hizo posible este error, entonces y ahora, encontraremos que es la superstición política de que el poder del gobierno está sujeto a límites.

Cuando aquella divinidad que rodeaba al rey, y que ha dejado un reflejo en torno de la corporación que ha heredado su poder, haya desaparecido; cuando se empiece a ver claramente que, en una nación gobernada por el pueblo, el gobierno es simplemente un organismo administrativo, se verá también que tal organismo carece de intrínseca autoridad. La conclusión inevitable será que la autoridad le es dada por los que lo nombran y posee los límites que ellos le imponen. De acuerdo con esto se deduce que las leyes promulgadas no son en sí mismas sagradas, sino que todo el carácter sagrado que tienen se debe enteramente a una sanción ética, sanción ética que, como vemos, se deriva de las leyes de la vida humana que se desarrollan dentro de las condiciones sociales. Surge como corolario, que cuando no tienen esta sanción ética carecen de carácter sagrado y pueden rectamente ser discutidas.

La función del liberalismo en el pasado consistió en limitar el poder de los reyes. La función del verdadero liberalismo en el futuro será limitar al poder de los Parlamentos.





Notas

(1) Hobbes, Collected Works, vol. III., págs. 112-13.

(2) Ibíd., pág. 159.

(3) Ibid., págs. 130-1.

(4) The Province of Jurisprudence Determined (segunda edición), pág.241.

(5) Fortnightly Review, 1880, vol. XXVII, pág. 322.

(6) Bentham's Works (Bowring's edition), vol. I., pág. 301.

(7) Prescott, Conquest of Peru, bk. I., ch.I.

(8) Harris, Highlands of Aetiopia, II., 94.

(9) Burton, Mission to Gelele, King of Dahome, I., pág. 226.

(10) Bentham´s Works, vol. IX., pág. 97.

(11) Burchel, W. J., Travels into Interior of Southern Africa, Vol. 1, pág. 544.

(12) Arbousset and Daumas, Voyage of Exploration, pág. 27.

(13) Thompson, G. A., Travels and Adventures in Southern Africa, Vol. II, pág. 30.

(14) Thompson, G. A., Alcedo´s Geographical and Historical Dictionary of America, Vol. I, pág. 405.

(15) Mitchell, Alex, Siberiam Overland Route, pág. 248.

(16) Brooke, Ten years in Sarawak, Vol. I, pág. 129.

(17) Ellis, History of Madagascar, Vol. I, pág. 277.

(18) Raffles, Sir T. S., History of Java, Vol. I, pág. 274.

(19) Marsden, W., History olf Sumatra, pág. 217.

(20) Beecham, J., Ashantee and the Gold Coast, pág. 90.

(21) Schoolcraf, H. R., Expedition to the sources of the Mississipi River, Pág. 177.

(22) Earl´s Kolff´s Voyage of the Dogma, pág. 161.

(23) The Methods of Jurisprudence: An lntroductory Lecture at University College, London, 31 de octubre de 1882.

(24) Tennant, CeyJon, An Account ot the Island, pág. 440.

(25) Bonwick, J., Daily Life and Origin of the Tasmanians, pág. 83.

(26) Polynesia, pág. 86.

(27) Voyages of the Adventure and Beagle, pág. 167.

(28) Wallace, A. R., Travels on Amazon and Río Negro, pág. 499.

(29) Schoolcraft, Expedition to the Sources of the Mississipi, Cap. V.

(30) B. F. Hartshorne, Fortnightly Review, marzo de 1876. Véase también: H. C. Sirr, Ceylon and the Ceylonese, pág. 210.

(31) Addres of C. B. Vignoles, Esq., F.R.S. on his Election as President of the lnstitution of Civil Engineers, Session 1869-70.

(32) Data of Ethics, 21. Véase también 56-62.

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