Índice de El individuo contra el Estado de Herbert SpencerLa esclavitud futuraLa gran superstición políticaBiblioteca Virtual Antorcha

LOS PECADOS DE LOS LEGISLADORES

Sea verdad o no, que el hombre es hijo de la iniquidad y está concebido en el pecado, es indudablemente cierto que el gobierno está engendrado por la agresión y para la agresión. En pequeñas sociedades no desarrolladas, en las que durante siglos ha existido una completa paz, nada parecido existe a lo que nosotros llamamos gobierno: no hay ningún organismo coercitivo sino, todo lo más, mera supremacía honoraria.

En estas comunidades excepcionales, que no son agresivas y que por causas especiales tampoco son agredidas, son tan raras las desviaciones de las virtudes de veracidad, honestidad, justicia y generosidad, que no es necesario para que se exprese la opinión pública más que una asamblea de ancianos (1). Inversamente, hallamos pruebas de que la autoridad de un jefe, reconocida al principio de un modo temporal durante la guerra, se establece permanentemente por continuación de ella. Se robustece cuando una agresión afortunada finaliza con la sumisión de las tribus vecinas. Ejemplos ofrecidos por todas las razas ponen fuera de duda la verdad de que el poder coercitivo del jefe, convertido en rey y rey de reyes (título frecuente en el antiguo Oriente) aumenta en proporción a sus conquistas y al número de pueblos que somete (2). Las comparaciones nos muestran otra verdad que deberíamos tener siempre presente: la agresividad del poder reinante dentro de una sociedad aumenta con su agresividad fuera de ella. De igual forma que, para conseguir un ejército eficaz, los soldados deben subordinarse a un jefe, así, para lograr una combatiente y eficaz comunidad, los ciudadanos se deben subordinar al poder dirigente. Deben proporcionar los recursos en hombres y dinero que se les exija.

La consecuencia obvia es que la ética del gobierno, originariamente idéntica con la ética de la guerra, debe permanecer durante mucho tiempo similar para ellos, y disentirá de ellos en la medida en que disminuyan las actividades y los preparativos bélicos. La evídencia nos la muestra. Hoy, en el continente, el ciudadano es libre cuando ya no se le exigen sus servicios como soldado, pero durante el resto de su vida está esclavizado para sostener la organización militar. Aun entre nosotros mismos una guerra grave, imponiendo el reclutamiento, suspendería las libertades de gran número de ciudadanos y restringiría las de los demás imponiéndoles las contribuciones que se necesitaran, es decir, obligándolos a trabajar cierto número de días para el Estado. Inevitablemente, el modo de conducta del gobierno con los ciudadanos debe ir unido con el modo de conducta de los ciudadanos entre sí.

No debo tratar en este ensayo de los transgresores ni de las represalias ejercidas sobre ellos. Su relato constituye la mayor parte de la historia. Tampoco voy a investigar las iniquidades internas que siempre acompañaron a las externas. No me propongo catalogar aquí los crímenes de los legisladores irresponsables, comenzando por los del rey Khufu, cuya tumba fue construida con el sangriento sudor de decenas de millares de esclavos trabajando afanosamente bajo el látigo durante largos años; continuando con los cometidos por los conquistadores egipcios, asirios, persas, macedonios, romanos, etcétera, y concluyendo con los de Napoleón, cuya ambición por prosternar al mundo civilizado costó dos millones de vidas (3). No me propongo enumerar los pecados de los legisladores responsables que se observan en la extensa lista de leyes dictadas en favor de las clases dominantes, lista que comienza en nuestro propio país con las leyes que mantuvieron la esclavitud y la trata de negros, torturando cerca de cuarenta mil anualmente, hacinados en los barcos durante las travesías tropicales, matando un gran porcentaje de ellos, y finalizando con la ley de los cereales por la que, dice Sir Erskine May, para asegurar altas rentas se decretó que las multitudes pasaran hambre (4).

Indudablemente, no carecería de utilidad la enumeración de las manifiestas malas acciones de los legisladores, tanto responsables como irresponsables. Sería muy útil, sobre todo con respecto a la verdad que ya he mencionado. Aclararía más que la identidad de la ética del gobierno con la ética militar que existe necesariamente durante los tiempos primitivos, cuando el ejército es simplemente la sociedad movilizada y la sociedad el ejército en reposo, continúa durante largos períodos e incluso afecta en gran escala a nuestros procedimientos jurídicos y a nuestra vida cotidiana. Habiendo mostrado, por ejemplo, que en numerosas tribus salvajes la función judicial del jefe no existe, o es puramente nominal, y que en general durante épocas antiguas de la civilización europea cada hombre tenía que defenderse a sí mismo y reparar sus males como podía; habiendo mostrado que en los tiempos medievales se abolió el derecho de guerrear entre sí los miembros de una misma organización militar, no porque el jefe supremo creyese su deber recurrir a un arbitraje, sino porque las guerras internas constituían un obstáculo para lá eficacia de las guerras externas; habiendo mostrado que la administración de justicia conservaba todavía su carácter primitivo en las pruebas judiciales sostenidas ante el rey o su representante como árbitro, y que entre nosotros continuaron constituyendo una forma de duelo hasta 1819, podríamos apuntar que todavía subsisten pruebas judiciales bajo otra forma; aquellas en que son los campeones los abogados y las armas el dinero. En los pleitos civiles el Estado no cuida mucho más que antes de rectificar los males de los lesionados, pero prácticamente su delegado atiende tan sólo a que se observen las reglas del combate, y el resultado es más una cuestión pecuniaria y de habilidad forense que de equidad. Además, el poder se preocupa tan poco de la administración de justicia, que cuando a causa de un conflicto legal sostenido en presencia de su delegado, los litigantes se hallan tan económicamente exhaustos que han llegado a la postración absoluta, y cuando la apelación de uno de ellos triunfa, el litigante vencido debe pagar los errores del delegado o de su predecesor. Y con frecuencia el individuo perjudicado que buscaba protección o restitución se arruina al acabar el pleito.

Trazado con exactitud el cuadro de los defectos de comisión y omisión del gobierno, probado que uná parte de los principios éticos vigentes surgen en estado de guerra, se desvanecerán quizá las esperanzas de los que están ansiosos de extender el control gubernamental. Después de observar que de acuerdo con los caracteres de la estructura primitiva política que produce el militarismo subsisten todavía restos de sus primitivos principios, el reformador y el filántropo deberían ilusionarse menos con respecto al bien logrado por la intervención del Estado y confiar más en los organismos no estatales.

Pero prescindiendo de la mayor parte de la gran tesis comprendida bajo el título de este ensayo, me propongo ocuparme sólo de la parte restante, comparativamente pequeña: de los pecados de los legisladores que no son producidos por sus ambiciones personales o intereses de clases, sino que son el resultado de una carencia de estudio para el que están moralmente obligados a prepararse.

Si un dependiente de farmacia, después de oír la descripción de ciertos dolores que atribuye erróneamente a un cólico, pero que realmente son causados por inflamación del caecum, prescribe una purga enérgica y el paciente muere, se le considerará culpable de homicidio por imprudencia. No se admitirá como atenuante el hecho de que no intentaba hacer daño, sino todo lo contrario. El pretexto de que simplemente cometió un error de diagnóstico, no es válido. Se le dirá que tenía derecho de exponer al enfermo a consecuencias desastrosas por inmiscuirse en un asunto en el que sus conocimientos eran tan precarios. El hecho de que él no comprendía siquiera la magnitud de su ignorancia no se acepta en el juicio. Se determina tácitamente que la experiencia enseña a todos que, incluso la persona competente, y más aún la que no lo es, comete errores en el diagnostico de las enfermedades y en su debido tratamiento, y que habiendo desatendido la advertencia que se deriva de la experiencia común, él es responsable de las consecuencias.

Medimos las responsabilidades de los legisládores por los errores que cometen, de un modo mucho más indigente. En la mayor parte de los casos, lejos de creer que merecen castigo por los desastres que acarrean al promulgar leyes careciendo de capacidad para ello, apenas creemos que merecen reprobación. Se admite que la experiencia común debería haber enseñado al dependiente de farmacia, poco instruído como es, a no recetar, pero no se admite que debería haber enseñado al legislador a no intervenir en los asuntos para los que no está capacitado. Aunque multitud de hechos de la legislación de nuestro país, y de otros, deben hacerle conocer los inmensos males causados por erróneos procedimientos, sin embargo, no se le censura por olvidar estas advertencias contra los proyectos temerarios. Por el contrario, se le acredita como un mérito -quizá recién salido del colegio, quizá acabando de dejar una jauría que le hizo popular en su comarca, quizá surgiendo de una ciudad de provincia donde se hizo rico, tal vez del foro donde se distinguió como abogado- cuando entra en el Parlamento, y en seguida, temerariamente, comienza a ayudar a impedir este o aquel modo de operar sobre el cuerpo político. En este caso, no es menester alegar la excusa de que él no sabe lo poco que sabe, porque el público en general está conforme con él en que no es necesario saber más de lo que los debates sobre las medidas propuestas le pueden enseñar.

Pese a esto, los males producidos por legisladores sin instrucción, enormes como son, en comparación con los causados por tratamientos médicos inadecuados, son notorios a quienes arrojen una mirada sobre la historia. Los lectores deben perdonarme si les recuerdo unos ejemplos familiares. Siglo tras siglo, los estadistas promulgaron leyes contra la usura que sólo dieron como resultado, empeorar la condición del deudor, elevándose el porcentaje de interés de cinco a seis, cuando se intentaba reducirlo a cuatro (5), como sucedió durante el reinado de Luis XV, produciendo indirectamente males imprevistos de todas clases, como el de impedir el empleo improductivo del capital ahorrado e imponer a los pequeños propietarios multitud de cargas perpetuas (6). De igual manera, las medidas adoptadas en Inglaterra durante quinientos años para evitar el acaparamiento, y las que en Francia, como atestigua Arthur Young, impidieron que se compraran más de dos fanegas de trigo en el mercado (7), aumentaron de generación en generación la miseria y la mortalidad debidas a la carestía, pues como todo el mundo sabe, el negociante al por mayor, al que en el estatuto De Pistoribus se le vitupera como franco opresor del pobre (8), es simplemente un hombre cuya función consiste en equilibrar el abastecimiento de las mercancías impidiendo un consumo demasiado rápido. De idéntica naturaleza fue la medida que en 1315, para disminuir el hambre, tasó los precios de los alimentos, y que fue rápidamente rechazada porque causó la total desaparición de ciertos alimentos del mercado. También otras disposiciones que rigieron durante más tiempo, como las que determinaban las ganancias razonables de los avitualladores (9). Del mismo espíritu y seguidas de iguales errores, fueron las tentativas para fijar los jornales, que empezaron con el Estatuto de los Trabajadores en la época de Eduardo III y cesaron sólo hace sesenta años, cuando las Cámaras de los Lores y de los Comunes desistieron de señalar los salarios de los tejedores de la seda por decisión de los magistrados, después de haber galvanizado en Spitalfields una industria decadente, originando una gran miseria.

Preveo aquí una impaciente interrupción. Sabemos todo eso, la historia es vieja. Se nos han repetido hasta la saciedad los daños causados por la intervención en la industria y el comercio. No necesitamos aprender la lección de nuevo. En primer término, respondo que la lección no fue nunca debidamente aprendida por la mayoría, y que muchos de los que la aprendieron la han olvidado. Los pretextos que hoy se invocan para justificar estas medidas son los mismos que se mvocaron antes. En el Estatuto 35 de Eduardo III, cuyo objeto era mantener a bajo precio los arenques (pero que se derogó porque fue contraproducente), se quejaba el legislador de la gente que viniendo al mercado ... regateaba el precio de los arenques, y cada uno de ellos, por envidia o malicia, pujaban, y si uno ofrece cuarenta chelines, otro ofrece diez más, y un tercero sesenta chelines y de esta forma cada uno excede la oferta del anterior (10). Hoy también se condena este pujar en el mercado y se atribuye a malicia y envidia.

Los daños de la competencia han sido siempre la queja fundamental de los socialistas, y el Consejo de la Federación Democrática denuncia la continuación de los cambios bajo el control de la codicia y el provecho individual. Mi segunda respuesta es que las interferencias con la ley de la oferta y la demanda, que hace una generación se consideraban perjudiciales, se están extendiendo en nuevos campos por Actas del Parlamento. Según demostraré más adelante, están acrecentando en estos campos los males que hay que curar, y produciendo otros nuevos.

Entre paréntesis, creo del caso explicar que las Actas citadas pueden recordar al lector cómo los legisladores ignorantes han aumentado, en tiempos pasados, los sufrimientos humanos, en sus intentos para mitigarlos. Y añadiré que si estos males, legislativamente intensificados o creados, se multiplicaran por diez o más, se formaría una cabal concepción de todos los males causados por los legisladores que desconocían la ciencia social. En una comunicación leída ante la Sociedad de Estaidística en mayo de 1873, Mr. Janson, vicepresidente de la Sociedad Jurídica, declara que desde el Estatuto de Merton (Enrique III) hasta fines de 1872, se habían dictado 18.110 Actas públicas, de las que, estima, cuatro quintas partes fueron total o parcialmente abolidas. Declara también que el número de Actas públicas abolidas, o rectificadas, total o parcialmente, durante los años 1870, 1871 y 1872 fueron 3.532, de las cuales 2.759 han sido totalmente derogadas. Para ver si estas derogaciones continuaban en la misma proporción, he consultado los volúmenes que se publican anualmente de los Estatutos Públicos Generales, de las tres últimas legislaturas. Prescindiendo de las numerosas Actas modificadas, el resultado es que en las tres últimas legislaturas fueron abolidas totalmente, en grupos o de un modo separado, 650 Actas correspondientes al reinado actual, además de otras muchas que corresponden a reinados anteriores. Esto, por supuesto, excede al término medio que he mencionado, pues últimamente se ha expurgado la Colección Legislativa. Pero teniendo en cuenta las circunstancias, debemos inferir que en nuestros propios días las derogaciones suman muchos miles. Indudablemente, gran número de ellas eran anticuadas. La derogación de otras la exigieron las circunstancias que han cambiado (aunque el número de éstas no debe ser muy crecido); otras eran ya absolutamente inoperantes, y la abolición de muchas ha sido debida a su refundición en una sola. Pero indudablemente, en muchos casos la abolición proviene de que las Actas producían malos resultados. Hablamos superficialmente de tales cambios, pensando con indiferencia en la legislación anulada. Olvidamos que antes de que las leyes fueran abolidas infligieron males de mayor o menor importancia, unas durante pocos años, otros durante decenas y otras a través de siglos. Precisad la idea de una ley nociva considerándola como una causa que opera sobre la vida de las personas y veréis en cuánto dolor se traduce, en cuánta enfermedad, en cuánta mortalidad. Una forma viciosa de procedimiento judicial por ejemplo, que esté promulgada o tolerada, ocasiona a los litigantes pérdida de tiempo y dinero. ¿Qué resulta de esto? Dilapidación del dinero; grande y prolongada ansiedad, seguida a veces de enfermedades; desgracias de familia; niños privados de ropa y alimento; en una palabra: miserias que acarrean consigo nuevas mlsenas. Añádase a esto los numerosos casos de personas que careciendo de medios o de valor para empeñarse en un pleito, se resignan al engaño y se empobrecen, teniendo que padecer física y moralmente los daños ocasionados. Incluso con sólo decir que una ley ha sido un obstáculo, se comprende que há causado pérdida de tiempo, molestias y enojos, y en las personas sobrecargadas esto implica un debilitamiento de la salud con los sufrimientos consiguientes. Observando, pues, que una mala legislación significa ataques contra la vida de los hombres, juzguese lo que debe ser la suma total de angustia mental, de dolor físico y de muertes prematuras que representan los millares de Actas abolidas. Para demostrar de una vez que los legisladores carentes de conocimientos adecuados ocasionan males inmensos, citaré un caso especial que me recuerda una ocasión del día.

Ya he expresado que las interferencias con la conexión entre la oferta y la demanda, abandonadas en determinados campos después de haber ocasionado inmensos perjuicios durante muchos siglos, están ocurriendo ahora en otras esferas. Se supone que esta conexión es válida únicamente donde ha sido demostrada por los efectos producidos. Tan débil es la creencia de los hombres en ella. No parece sospechoso que en los casos donde aparenta fallar, la causación natural ha sido alterada por obstáculos artificiales. Y sin embargo; en el caso a que me refiero (el de la construcción de casas para los pobres), basta preguntar por el sentido de las leyes que se promulgan desde hace tiempo para comprender que los terribles males que se deploran son producto de las mismas.

Hace una generación, se discutió acerca de las deficiencias e insalubridad de lás casas para obreros, y tuve ocasión de participar en la cuestión. He aquí un pasaje que escribí entonces:

Un arquitecto e inspector la describe (El Acta de Construcción) explicando que ha producido los siguientes efectos: en los barrios de Londres, donde existen casas mal construidas, y que la nueva Acta de Construcción se propone evitar, se obtenía una renta media suficientemente remuneradora para los dueños cuyas casas subían de precio antes de que fuera dictada la Nueva Acta de Construcción. Esta renta media existente fija la que se debe cargar en estos distritos para las nuevas casas de la misma capacidad que las antiguas, pues los inquilinos para quienes se edifican no aprecian la seguridad de vivir en casas con muros consolidados por barras de hierro. Pero las casas construidas de acuerdo con estas condiciones, y con un alquiler determinado, no constituyen una buena inversión. Los constructores se han limitado, pues, a edificar en mejores distritos (donde la posibilidad de una provechosa concurrencia con las casas preexistentes muestra que éstas eran bastante importantes) y han cesado de construir para las masas, excepto en los suburbios, donde no se prescriben tantas medidas sanitarias. Mientras tanto, en los distritos pobres descriptos, se ha aglomerado la población, viviendo media docena de familias en una casa y una veintena de inquilinos en una habitación. Pero no es esto solo. El estado de miserable ruina a que se ha permitido que lleguen las casas de los pobres es debido a la falta de competencia con nuevas casas. Los propietarios saben que sus inquilinos no las abandonarán para buscar mejor acomodo. No se hacen reparaciones porque no harían aumentar el alquiler ... ¡Realmente, un gran porcentaje de los horrores que nuestros agitadores en materia sanitaria están intentando curar por medio de leyes, tenemos que agradecérselos a anteriores agitadores de la misma escuela! (Estática Social, pág. 384, edición de 1851).

No fue ésta la única legislación causa de tantos males. Como mostramos en el siguiente párrafo, se reconocieron otras varias:

Antes de la derogación del impuesto sobre los ladrillos The Builder escribía: Se supone que la cuarta parte del costo de una vivienda que se alquila en dos chelines y medio o tres por semana, corresponde a gastos de contrato y al impuesto sobre la madera y los ladrillos que se utilizan en la construcción. Por supuesto, el propietario debe desquitarse de esto, y por tanto, hace pagar siete peniques y medio o nueve semanales para cubrir estas cargas. Mr. C. Gatliff, secretario de la Sociedad para el mejoramiento de viviendas de las clases trabajadoras, describiendo el efecto del impuesto sobre las ventanas, dice: La Sociedad paga ahora en sus locales de St. Pancras la suma de 162 libras con dieciséis chelines por el impuesto sobre las ventanas, es decir, un uno por ciento del desembolso inicial. La renta media pagada por los arrendatarios de la Sociedad es de cinco chelines con seis peniques por semana, y el impuesto sobre ventanas absorbe siete peniques y medio semanales. (Times, 31 de enero, 1850. Estática Social, pág. 385, edición de 1851).

La prensa de aquellos días ofrece otros testimonios. En el Times del 7 de diciembre de 1850 (demasiado tarde para que yo pudiera utilizar el trabajo en la obra que publiqué la última semana de 1850) se publicó una carta fechada en el Reform Club y firmada por Arquitecto que contenía los siguientes conceptos:

Lord Kinnaird recomienda en su diario de ayer la construcción de casas modelo, reuniendo dos o tres en una sola.

Permítaseme sugerir a su Señoría, y a su amigo Lord Ashley, a quien él se refiere, que si:

1. El impuesto sobre las ventanas fuera abolido;

2. Se derogara el Acta de Construcción (exceptuando las cláusulas que preceptúan que las paredes interiores y exteriores estén a prueba de fuego);

3. Se igualaran o anulasen los derechos sobre las maderas, y;

4. Se dictase una ley para facilitar el traspaso de la propiedad, no habría necesidad de más casas modelo como no hay para barcos modelo, telares modelo o máquinas de vapor modelo.

La primera, limita el número de ventanas a siete en las casas de los pobres;

La segunda, limita la extensión de las casas de los pobres a veinticinco pies por dieciocho (aproximadamente el tamaño del comedor de una buena casa) dentro de cuyo espacio se debe construir la escalera, un pequeño portal, una sala y una cocina (incluidas las paredes y tabiques);

La tercera, obliga al constructor a edificar la casa del pobre con madera inadecuada, pues el impuesto sobre la buena madera (de los países bálticos) es quince veces mayor que el impuesto sobre la mala (del Canadá). Además; el gobierno excluye esta última de todos sus contratos.

La cuarta, tendría gran influencia sobre el miserable estado actual de las viviendas de los pobres. Facilitaría tanto la venta de los pequeños solares como su arrendamiento. El hecho de edificar casas de alquiler ha sido un incentivo para construir mal.

Para precaverme de errores y exageraciones, he consultado a un contratista con cuarenta años de experiencia, Mr. C. Forrest, el que, como miembro del Consejo de construcciones y de la benefícencia, une a su extenso conocimiento de los asuntos públicos locales un gran conocimiento de los negocios de construcción. Mr. Forrest, que me ha autorizado a dar su nombre; confirma las apreciaciones precedentes, excepto una, que acentúa. Dice que Arquitecto comprende el mal ocasionado por las casas de cuarta clase, puesto que las dimensiones son todavía menores de lo que él indica (quizá más de acuerdo con las disposiciones de otra reciente Acta de Construcción). Mr. Forrest expresa aún más. Aparte de mostrar los malos efectos del gran incremento del impuesto sobre la propiedad urbana (en sesenta años, de una libra a ocho libras con diez chelines para una casa de cuarta clase) que, juntamente con otras causas, lo han obligado a renunciar a sus proyectos de construcción de casas baratas; además de coincidir con Arquitecto en que este mal ha aumentado por las dificultades de transferir la propiedad, debido al sistema legislativo de fideicomisos y sustituciones, manifiesta que aún existe otro gravamen sobre la construcción de casas pequeñas (impuesto prohibitivo lo llama él): al coste de cada nueva casa hay que añadir el coste de pavimento, aceras y alcantarilla, que se pagan según la longitud de la fachada y que, por consiguiente, resulta más gravoso sobre el valor de una casa pequeña que sobre el de una grande.

De estos males producidos por la legislación, que eran grandes hace una generación y que desde entonces han aumentado, pasemos a otros más recientes. La miseria, la enfermedad, la mortalidad en casas que son verdaderas colmenas, continuamente empeorando por los impedimentos que se oponen al aumento de casas de cuarta clase, y por el hacinamiento de personas en las que existen, ha llegado a constituir tal escándalo que se ha reclamado al gobierno para que ataje el mal. Respondió con el Acta de viviendas para obreros, concediendo a las autoridades locales poderes para derruir casas en mal estado y construir otras mejores. ¿Cuáles han sido los resultados? Un resumen de las operaciones de la Cámara Metropolitana de Obras Públicas, fechado el 21 de diciembre de 1883, muestra que hasta septiembre último, costándole un millón y cuarto a los contribuyentes, habían dejado sin casa a veinte mil personas edificando sólo para doce mil. En adelante se proveerá a los ocho mil restantes, que mientras tanto se encuentran sin albergue. No es esto todo. Otra representación local del gobierno, la Comisión de Alcantarillas para la City, trabajando en el mismo sentido, por prescripción legislativa, ha derruido en Golden Lane y en Petticoat Square manzanas de pequeñas casas denunciadas, donde vivían 1, 734 pobres, y de los espacios así abiertos hace cinco años uno se ha vendido para instalar una estación de ferrocarril y otro está siendo cubierto con viviendas para obreros que acomodará eventualmente a la mitad de la población desalojada. El resultado es, hasta hoy, que sumados a los desalojados por la Cámara Metropolitana de Obras Públicas, forman un total de ¡cerca de once mil personas sin hogar que han de buscar refugio en lugares miserables y que, para colmo, estaban ya abarrotados!

Véase, pues, lo que ha conseguido la legislación. Por una mala aplicación de los impuestos, elevaron el precio de los ladrillos y de la madera aumentando el costo de las casas, e indujeron, por razones de economía, a que se utilizaran malos materiales en cantidades insuficientes. Para impedir la construcción consiguiente de malas viviendas, establecieron reglamentos que, a la manera medieval, señalaban la calidad de la mercancía que se había de emplear. No comprendieron que insistiendo en una mejor calidad y, por tanto, en un precio más alto, limitarían la demanda y disminuirían la oferta. Por la creación de otros gravámenes locales la legislación ha dificultado aún más la construcción de casas pequeñas. En fin, después de haber sido causa, mediante sucesivas disposiciones, de la construcción de casas en malas condiciones y de la falta de otras mejores, han querido evitar el hacinamiento de los pobres, artificialmente creado, ¡disminuyendo la capacidad de las viviendas que no podían contenerlos!

¿Quién tiene, entonces, la culpa de la miseria de los barrios pobres? ¿Contra quién debe levantarse el amargo clamor de los proscritos de Londres?

El antropólogo alemán Bastian, nos cuenta que si un enfermo indígena de Guíhea no se cura, desvirtuando así la eficacia del fetiche que lo toca, es estrangulado (11). Debemos suponer razonablemente que si cualquier persona de Guinea fuera bastante audaz como para poner en duda el poder del fetiche, sería sacrificado. En los días en que la autoridad gubernamental estaba sostenida por severas medidas, existió un peligro parecido si se decía algo irrespetuoso de los fetiches políticos. Hoy, sin embargo, el peligro peor que puede temer quien dude de su omnipotencia es ser considerado un reaccionario que habla de laissez faire. No debe confiar en que los hechos que él pueda aportar disminuirán la fe establecida, pues vemos diariamente que esta fe desafía a todas las evidencias. Veamos algunas de estas pruebas numerosas que pasan inadvertidas.

Una oficina del gobierno es como un filtro invertido: se envían las cuentas claras y salen embrolladas. Tal fue la comparación que oí hace muchos años al difunto Sir Charles Fox que, a causa de sus negocios, tenía una gran experiencia con respecto a las oficinas públicas. Que su opinión no era una opinión aislada, aunque lo fuera su comparación, todo el mundo lo sabe. Las revelaciones de la prensa y las críticas expuestas en el Parlamento, nos muestran los vicios de la rutina oficial. Su lentitud, motivo de perpetuas quejas, y que en tiempos de Mr. Fox, Maule llegaba al extremo de que los haberes de los oficiales del ejército se pagaban generalmente con dos años de atraso, ha sido de nuevo evidenciada por la aparición del primer volumen del Censo detallado de 1881, dos años después de verificada la inscripción. Si buscamos la explicación de tales retrasos veremos que se ha originado en una confusión apenas creíble. Con motivo de las relaciones estadísticas del Censo, el Registrador General nos dice que la dificultad reside no sólo en la gran multitud de áreas que se han de tener en cuenta sino todavía más en la asombrosa complejidad de sus límites. Hay, en efecto, 39.000 circunscripciones administrativas de veintidós clases diferentes: cantones, parroquias, municipios, distritos, juzgados de paz, provincias; distritos sanitarios rurales y urbanos, diócesis, etcétera. Y como Mr. Rathbone M. P. (l2) indica, todas estas circunscripciones superpuestas con límites que se entrecruzan tienen sus respectivos organismos administrativos con autoridades que chocan con las de otros distritos. Alguien preguntará: ¿Por qué el Parlamento ha establecido una nueva serie de divisiones para cada administración adicional? La respuesta surge por sí sola: para mantener la consistencia del método. Esta confusión organizada se adecua perfectamente con lo que el Parlamento fomenta cada año arrojando al montón de sus antiguas Actas un centenar de otras nuevas, cuyas prescripciones modifican de mil modos las leyes a que se refieren. La responsabilidad de determinar cuál es la ley, queda a cargo de los particulares, quienes pierden su fortuna intentando alcanzar una interpretación judicial. Y por otra parte, este sistema de cruzar unas redes de distrito con otras, con sus conflictos de autoridades entre sí, es absolutamente compatible con el método según el cual al lector del Acta de Salud Pública de 1872 que desee conocer qué poderes se ejercen sobre él, se le remite a 26 Actas precedentes de distintas clases y épocas diversas (13). Otro tanto ocurre con la inercia administrativa. Constantemente ocurren casos que demuestran la resistencia de la burocracia al progreso; un ejemplo es el del Almirantazgo que, al serle propuesto el uso del telégrafo eléctrico, contestó: Tenemos un excelente sistema de semáforos; otro, el de Correos que, como el difunto Sir Charles Siemens dijo hace pocos años, obstruyó la adopción de los métodos más perfectos de la telegrafía y que después ha impedido el uso del teléfono. Otros casos análogos a los de las viviendas industriales muestran de vez en cuando cómo el Estado aumenta con una mano los males que con la otra intenta disminuir. Así, cuando impone un derecho sobre los seguros contra incendios y luego reglamenta el modo de extinguirlos, o dicta normas de construcción que, como nos demuestra el capitán Shaw, aumentan los riesgos (14). Por otra parte, los absurdos de la rutina oficial, rígida cuando no necesita serlo y laxa cuando debiera ser rígida, llegan a veces a ser tan claros que causan escándalo. Esto ocurrió con el caso de un importante documento de Estado que debía ser secreto y que fue hecho público por un oficinista mal retribuido y que ni siquiera desempeñaba un puesto permanente. Igualmente sucedió en lo referente al modo de fabricar mechas Moorson en que se guardó el secreto para los más altos oficiales de artillería y finalmente se lo enseñaron los rusos, a quienes se había permitido aprenderlo. También, con un diagrama que muestra las distancias a que los blindajes ingleses y extranjeros pueden ser perforados por nuestros cañones de largo alcance, que fue comunicado por una potencia attaché a su gobierno y pronto llegó al conocimiento de todos los gobiernos de Europa, mientras que los oficiales ingleses permanecían ignorantes de los hechos (15). Igual ocurre con la supervisión estatal. Se ha mostrado que es innecesario garantizar la calidad de la plata mediante inspección, y además su comercio ha disminuido con ello (16). En otros casos ha bajado la cálidad por establecer un tipo que no es posible exceder. Un ejemplo de esto es el caso de la mantequilla Cork, que ha puesto en franca desventaja a las mejores al no poder obtener unas adecuadas ganancias por su mejor calidad (17). Otro es el de la salazón de arenques (ahora potestativa) cuyo efecto fue equiparar a los industriales, que apenas alcanzaban el nivel establecido, con los mejores, con el consiguiente desaliento de estos últimos. Pero no se aprenden esas lecciones. Incluso, cuando el fracaso de la inspección es más patente no se advierte, como ocurrió con la terrible catástrofe en la que un tren lleno de personas desapareció al hundirse el puente de Tay. Se levantaron violentas denuncias contra la empresa y el ingeniero, pero nada se dijo del funcionario que aprobó oficialmente la construcción. Igual sucedió con la prevención de las enfermedades. No importa que ocurran graves males por la desidia de agentes del gobierno, como cuando murieron 87 esposas e hijos de soldados en el barco Accrington (18), o cuando se propagaron la fiebre tifoidea y la difteria en Edimburgo al construir un sistema de desagüe obligatorio (19); igual cuando las medidas sanitarias ordenadas por el Estado aumentan los males que querían disminuir (20). Verdaderas montañas de evidencias de ésta clase no abaten la confianza con que se invoca la inspección sanitaria, y hoy más que nunca, como lo demuestra la petición de que todas las escuelas públicas se hallen bajo la vigilancia de médicos oficiales. Incluso aunque el Estado sea evidentemente la causa de todos los males que se lamentan, la fe en su bienhechora intervención no disminuye, como lo observamos en el hecho de que habiendo autorizado, hace una generación, o más bien, requerido a los municipios para que establecieran un sistema de alcantarillas que desaguaran en los ríos y habiéndose contaminado las fuentes, se elevó un gran clamor público contra las compañías de agua por la impureza de ésta. Las reclamaciones no cesaron hasta que los municipios fueron obligados, a costa de mucho dinero, a revolucionar el sistema de alcantarillado. Y ahora, como único remedio se pide que el Estado, por medio de sus apoderados locales, emprenda todo el trabajo. Los errores del Estado han llegado a ser, lo mismo que en el caso de las viviendas para obreros, motivo para rogarle que cometa otros. Esta adoración del poder legislativo es menos excusable que la adoración del fetiche al que lo he comparado. El salvaje tiene la ventaja de que su fetiche es mudo, por tanto, no confiesa su incapacidad. El hombre civilizado se empeña en adscribir al idolo que ha forjado, poderes que él mismo confiesa que no tiene. No aludo sólo a los debates que diariamente nos hablan de medidas legislativas que han producido un mal en lugar de un bien, ni de millares de Actas del Parlamento que aboliendo leyes precedentes constituyen tácitas admisiones de fracaso. No me re{iero únicamente a las confesiones casi gubernamentales que se contienen en el informe de los comisionados para la Ley de pobres, que dicen: De un lado hallamos, que apenas existe un estatuto referente a la administración de la beneficencia publica que haya producido el efecto perseguido por la legislación, y que la mayoría de ellos han creado nuevos males y agravado los que intentaban abolir (21).

Me refiero ante todo a las confesiones hechas por hombres de Estado y por departamentos estatales. Leo, por ejemplo, en una memoria dirigida a Mr. Gladstone y adoptada en una reunión de personas muy influyentes celebrada con la presidencia del difunto Lord Lyttelton:

Los abajo firmantes, miembros de las Cámaras de los Lores y de los Comunes, contribuyentes y habitantes de la metrópoli, reconocemos toda la verdad de su afirmación en la Cámara de los Comunes, en 1866, de que existe todavía un lamentable estadó en nuestras disposiciones sobre obras publicas: vacilación, incertidumbre, despilfarro, extravagancia, mezquindad y todos los vicios que se puedan enumerar están unidos en nuestro actual sistema, etcétera, etcétera. (22).

He aquí otro ejemplo que nos proporciona un Acta reciente de la Cámara de Comercio (noviembre de 1883), en la que consta que desde 1836 no ha transcurrido ninguna sesion del Comité de Naufragios sin que se adopte alguna medida tomada por la legislación o por el gobiernó con este objeto (prevención de naufragios) y que la multiplicidad de Estatutos que se fundieron en uno solo, el de 1854, han llegado a constituir un escándalo y un reproche siendo aprobada cada medida por el fracaso de las anteriores. Se declara a continuación que las pérdidas de vidas y barcos han sido más elevadas desde 1876 que lo fueron anteriormente. Mientras tanto, los gastos de administración se han elevado de 17 millones de libras anuales a 73 (23). Es sorprendente cómo, a despecho de un mejor conocimiento, la imaginación se excita con los medios artificiales que se emplean de tantos modos. Lo observamos a través de toda la historia humana, desde el tatuaje con que los salvajes asustan a sus enemigos hasta las ceremonias religiosas y procesiones regias, desde las vestiduras que ostenta el Speaker. (24), hasta el bastón de un ujier revestido de uniforme. Recuerdo a un niño que contemplaba con bastante calma una horrible careta mientras se la tenía en la mano, pero que se alejaba gritando cuando se la ponía su padre. Semejante cambio de sentimientos se opera en los electores cuando sus elegidos pasan de los municipios y provinciás a la Cámara Legislativa. Mientras eran candidatos se les escarnecía y trataba con desprecio. Tan pronto como se reúnen en Westminster, los que antes eran acusados de incompetencia y necedad, y acusados por oradores y periodistas, inspiran una fe ilimitada. A juzgar por las peticiones que se les dirigen, nada existe que ellos no puedan alcanzar con su poder y su sabiduría.

Se responderá, sin duda, a estas observaciones, diciendo que no existe nada mejor que guiarse por la sabiduría colectiva, es decir, que los hombres más selectos de la nación, conducidos por un grupo de los mejores, apliquen su inteligencia, iluminada por la ciencia actual, a la resolución de los asuntos con los que se enfrentan. ¿Qué más se quiere?, preguntarán muchos.

Responderé sosteniendo que esa ciencia con la cual los legisladores dicen hallarse preparados para cumplir con sus deberes, constituye un conocimiento en su mayor parte claramente irrelevante y que, por lo tanto, son culpables de no comprender la clase de conocimiento que podría aprovecharles. La sabiduría filológica, por la que muchos de ellos se distinguen, no les ayudará en sus juicios, así como tampoco sus conocimientos literarios. Las experiencias políticas y las especulaciones procedentes de pequeñas sociedades antiguas, a través de filósofos que afirman que la guerra es el estado normal, la esclavitud necesaria y justa, y que las mujeres deben permanecer en continua tutela, poca ayuda puede proporcionarles en juzgar los efectos de las leyes parlamentarias en las naciones modernas. Pueden meditar en las acciones de todos los grandes hombres que, según la teoría de Carlyle, han formado la sociedad, y pasar años enteros leyendo historias de conflictos internacionales, traiciones e intrigas, sin estar por esto mucho más cerca de comprender el cómo y el por qué de las acciones y, de las estructuras sociales y los modos en que las leyes las afectan. Los conocimientos adquiridos en la fábrica, en la Bolsa o en el foro, no les proporcionan la preparación necesaria.

Lo que realmente se necesita es un estudio sistemático de la causación natural, tal como se manifiesta entre los seres humanos reunidos en sociedad. Aunque una conciencia distinta de la causación es la última característica que aporta el progreso intelectual; aunque el salvaje no concibe como tal una sencilla causa mecánica; aunque aun entre los griegos el vuelo de la fecha se pensara que estaba guiado por los dioses; aunque desde entonces hasta ahora se han considerado habitualmente las epidemias como de orígen sobrenatural, y aunque entre los fenómenos sociales, los más complejos de todos, las relaciones causales tarden más tiempo en conocerse, empero en nuestros días la existencia de tales relaciones causales ha llegado a ser bastante clara para infundir en el ánimo de todos los hombres que piensan, el convencimiento de que antes de intervenir en ellas deben estudiarlas con cuidado. Los simples hechos, hoy familiares, de que existe una conexión entre el numero de nacimientos, muertes y matrimonios y el precio del trigo, y que en la misma sociedad y durante la misma generación la proporción entre el número de crímenes y la población varía dentro de estrechos límites, debería bastar para hacer comprender a todos que los deseos humanos, guiados por la inteligencia, actúan con aproximada uniformidad. Debería deducirse que entre las causas sociales las iniciadas por la legislación, operando igualmente con una regularidad media, no deben cambiar las acciones de los hombres solamente sino sus naturalezas, probablemente de forma no prevista. Debería reconocerse el hecho de que la causación natural, más que todas las otras, es muy fecunda, y debería observarse que los efectos indirectos y remotos no son menos inevitables que los efectos próximos. No quiero decir que se nieguen estas premisas e inferencias. Pero hay mucha distancia de unas creencias a otras; unas son sostenidas nominalmente, algunas influyen muy poco en la conducta, otras influyen irresistiblemente en todas las círcunstancias. Desgraciadamente, las creencias de los legisladores con respecto a la causación en asuntos sociales son de una clase superficial. Veamos algunas de las verdades que admiten todos tácitamente y de las que se hace caso omiso al legislar.

Es un hecho indiscutible que todo ser humano es susceptible de modificación, tanto física como intelectualmente. Todas las teorías educativas, todas las disciplinas, desde la del matemático hasta la del luchador, todas las recompensas para la virtud, todos los castigos infligidos al vicio, implican la creencia, expresada en multitud de proverbios, de que el uso o désuso de una facultad corporal o mental, va seguido de un cambio de adaptación con pérdida o ganancia de fuerza, según los casos.

Existe el hecho, también reconocido universalmente en sus más extensas manifestaciones, de que las modificaciones de la Naturaleza, producidas de uno u otro modo, son hereditarias. Nadie niega que la constitución de los seres se adapta a determinadas condiciones, mediante sucesivos cambios operados generación tras generación. Un clima que es fatal a unas razas en nada perjudica a la raza adaptada. Nadie niega que pueblos del mismo origen que se han desperdigado por regiones distintas y han vivido de un modo diferente, hayan adquirido en el transcurso del tiempo aptitudes y tendencias diferentes. Ni que bajo nuevas condiciones se han moldeado nuevos caracteres nacionales, como lo atestigua el ejemplo de los americanos. Y si nadie niega la existencia de este proceso de adaptación constante y universal, se concluye evidentemente en que cada cambio en las condiciones sociales va acompañado de modificaciones en la adaptación.

Como corolario, puede agregarse que toda ley que contribuye a alterar las actividades de los hombres -obligándolos, restringiéndolos o ayudándoles de nuevos modos- los afecta de tal forma, que en el curso del tiempo su naturaleza se adapta a ellos. Más allá del efecto inmediato surgido se encuentra el remoto, ignorado por la mayoría, y reformador del carácter medio. Esta reforma puede ser o no de la clase que se desea, pero en cualquier caso es el resultado más importante que hay que considerar.

Otras verdades generales que el ciudadano, y aún más el legislador, deben meditar hasta asimilárselas por completo, se nos revelan cuando nos preguntamos cómo se produce las actividades sociales, y cuando reconocemos la evidente respuesta e que son el resultado colectivo de los deseos individuales y que cada cual procura satisfacer siguiendo el camino que, según sus hábitos y pensamientos interiores, le parece más fácil, es decir, siguiendo la línea de menor resistencia. Las verdades de la Economía política son consecuencia de esta ley.

No es necesario probar que las acciones y estructuras sociales son el resultado de las emociones humanas guiadas por las ideas, bien de los ascendientes o de los contemporáneos. La recta interpretación de los fenómenos sociales se ha de hallar en la cooperación de tales factores, que se trasmiten de generación en generación. Esto es lo que se deduce de un modo inevitable.

Esta interpretación nos hace inferir que de los resultados colectivos de los deseos humanos, han sido más valiosos para el desenvolvimiento social los deseos que fomentaron la actividad privada y la cooperación espontánea que los que impulsaron a obrar por medio de la intervención gubernamental. Si crecen hoy abundantes cosechas donde antes sólo se recogían bayas silvestres, se debe al intento de lograr satisfacciones individuales, a través de muchos siglos. El progreso que existe desde una gruta a una casa confortable, es la consecuencia de los deseos de aumentar el bieriestar personal. Las ciudades se han creado debido a los mismos estímulos. La organización comercial, ahora tan extensa y compleja, comenzó en las reuniones que se celebraban con ocasión de las fiestas religiosas, y se ha creado enteramente mediante los esfuerzos de los hombres para conseguir sus fines privados. Los gobiernos han perturbado y entorpecido constantemente su crecimiento, no favoreciéndolo nunca, exceptó desempeñando las funciones que les son propias y manteniendo el orden público. Igual ocurre con los avances de las ciencias y sus aplicaciones, por las que han sido posibles los cambios de estructura y el aumento de las actividades. No es al Estado a quien se debe la multitud de inventos útiles, desde la azada al teléfono; no es el Estado quien ha hecho posible un aumento de la navegación desarrollando la astronomía; no ha sido el Estado el autor de los descubrimientos en física, química, etcétera, que sirven de guía a los fabricantes modernos; como tampoco quien ideó las máquinas para fabricar objetos de todas clases, para transportar a los hombres y a las cosas de un lugar a otro y para aumentar de mil modos nuestro bienestar. Las transacciones mercantiles que se extienden al mundo entero, el abigarrado tránsito que llena nuestras calles, el comercio que pone a nuestro alcance cuanto necesitamos y nos entrega a domicilio cuanto es preciso para la vida diaria, no son de origen gubernamental. Son resultado de las actividades espontáneas de los ciudadanos, separados o en grupos. A estas actividades espontáneas deben los gobiernos los medios de realizar sus deberes. Prívese al mecanismo político de estas ayudas que le han prestado la ciencia y el arte; déjeselo solo con lo que han inventado los funcionarios del Estado, y su vida cesará pronto. El lenguaje mismo en que manifiesta sus leyes y se dan las órdenes de sus agentes, no es, ni remotamente, un instrumento que se deba al legislador. Ha nacido mediante las relaciones de los hombres que perseguían satisfacciones personales.

Y ahora, una verdad a la que nos introduce la anterior es que esta organización social espontáneamente formada, se halla tan ligada en sus partes que no se puede actuar en una sin actuar, más o menos, en las otras. Se observa esto claramente cuando la escasez de algodón paraliza primero ciertos distritos industriales, después afecta las operaciones de los negociantes al por mayor y al detalle en todo el reino así como a los clientes, y afecta también posteriormente a los fabricantes, distribuidores y compradores de otros artículos de lana, lino, etcétera. ¡Lo vemos también cuando un alza en el precio del carbón, además de influir en la vida cotidiana doméstica, paraliza la mayor parte de nuestras industrias, eleva el precio de los géneros producidos, restringe su consumo y cambia los hábitos de los consumidores. Lo que se percibe en los casos citados sucede en todos los demás, sensible o insensiblemente. Indudablemente, las Actas del Parlamento se hallan entre aquellos factores que, aparte de sus efectos directos, producen otros efectos de diferentes clases. Oí decir a un profesor eminente, a quien sus estudios le dan amplios medios de juzgar en estas cuestiones: Cuando se interfiere el orden de la Naturaleza, nadie sabe cuál será el resultado definitivo. Y si esto es cierto en el orden infrahumano de la Naturaleza a que él se refiere, aun lo es más en el orden de la Naturaleza que existe en las relaciones sociales creadas por seres humanos.

Y ahora, para fundamentar la conclusión de que el legislador debería tener en sus asuntos una clara conciencia de éstas y de otras verdades sobre la sociedad, me permitiré presentar de un modo más completo, una de ellas que todavía no he mencionado.

La subsistencia de una especie superior de criatura depende de su adaptación a dos principios radicalmente opuestos. Sus miembros tienen que ser tratados de modo diverso en su infancia y en su edad adulta. Los contemplaremos en su orden natural.

Uno de los hechos más familiares es que los animales de tipo superior, relativamente lentos en alcanzar la madurez, se hallan más capacitados cuando llegan a ella para ayudar a sus hijos que los animales inferiores. Los adultos alimentan a sus crías durante períodos más o menos largos, es decir, mientras éstas son incapaces de bastarse a sí mismas, y es evidente que la permanencia de la especie sólo puede aségurarse mediante un cuidado paternal adaptado a las consiguientes necesidades de los hijos. No es necesario demostrar que el pichón ciego y sin plumas o el cachorrillo, poco después de haber abierto los ojos, morirían en seguida si tuvieran que obtener el alimento y calentarse por sí mismos. La ayuda de los padres debe estar en proporción a la capacidad que el hijo tenga para ayudarse a sí mismo o a los demás, disminuyendo a medida que, por su desarrollo, adquiere medios de bastarse a sí mismo primero, y de sustentar a los demás después. Es decir, durante la infancia los beneficios recibidos están en razón inversa de la fuerza o destreza del que los recibe. Evidentemente, si durante esta época de la vida los beneficios estuvieran en proporción a los méritos, o la recompensa a las cualidades, las especies desaparecerían en una generación.

De este régimen del grupo familiar pasemos a aquel más extenso formado por los miembros adultos de la especie. Nos preguntamos qué sucede cuando el nuevo individuo, después de haber adquirido completo uso de sus fuerzas y cesado la ayuda paterna, es abandonado a sí mismo. Ahora entra en juego un principio que es opuesto al descrito anteriormente. Durante el resto de su vida cada adulto consigue beneficios en proporción a su mérito; recompensas en proporción a sus cualidades. Por cualidades y méritos se entiende la habilidad para satisfacer todas las necesidades de la vida: conseguir alimento, asegurarse refugio y escapar de los enemigos. En competencia con los miembros de su propia especie y en antagonismo con los de otras, degenera y sucumbe, o prospera y se multiplica, según esté dotado. Evidentemente, un régimen contrario, si pudiera mantenerse, sería fatal a la especie en el curso del tiempo. Si los beneficios recibidos por cada individuo fueran proporcionales a su inferioridad; si, como consecuencia, se favoreciese la multiplicación de los inferiores y la de los superiores se entorpeciera, resultaría una progresiva degeneración y estas especies desaparecerían ante otras más fuertes.

El hecho elocuente, pues, que debe notarse, es que los procedimientos de la Naturaleza dentro y fuera de la familia, son diametralmente opuestos unos de otros y que la intromisión del uno en la esfera del otro sería fatal a las especies, inmediatamente o en el futuro. ¿Cree alguien que esto no es aplicable a la especie humana? No podrá negar que dentro de la familia humana, así como dentro de las familias de especies inferiores, sería desastroso proporcionar los beneficios a los méritos. ¿Puede él asegurar que fuera de la familia, entre los adultos, no existe una proporción de los beneficios a los méritos?, ¿pretenderá que no resultará ningún daño si los individuos mal dotados son puestos en condiciones de prosperar y multiplicarse tanto o más que los individuos mejor dotados? La sociedad humana, estando con otras sociedades en relación de lucha o competencia, puede considerarse como una especie o más literalmente, como la variedad de una especie, y debe ser cierto de ella, como de otras especies o variedades, que será incapaz de conservarse en lucha con otras sociedades si se halla en una situación desventajosa. Nadie puede dejar de ver que si se adoptara y aplicase totalmente a la vida social el principio de la vida familiar, si los berlefkios obtenidos estuvieran en razón inversa de los servicios prestados, las consecuencias serían fatales para la sociedad rápidamente. Y si es así, entonces una intrusión parcial del régimen de familia en el régimen del Estado debe producir a la larga resultados funestos. La sociedad, considerada en conjunto, no puede, sin exponerse a un desastre más o menos lejano, interponerse en la acción de estos principios opuestos bajo los que cada especie ha alcanzado la aptitud para el modo de vida que posee y bajo los que la mantiene. He dicho deliberadamente la sociedad considerada en conjunto porque no intento excluir o condenar la ayuda que la especie superior presta a la inferior en la esfera individual. Aunque esta ayuda, concedida con tan poco discernimiento que fomenta la multiplicación de las especies inferiores, significa daño, sin embargo, en ausencia de ayuda social, la individual, reclamada en mayor número de casos que ahora, y asociada a un sentido mayor de la responsabilidad, puede en general recaer en beneficio de las personas infortunadas en lugar de favorecer a las que no la merecen, dando lugar también a las ventajas resultantes del desarrollo de los sentimientos delicados. Pero todo esto puede admitirse mientras se asegure que debe mantenerse la distinción radical entre la ética de la familia y la ética del Estado, y que mientras la generosidad debe ser el principio esencial de aquélla, la justicia debe serlo de ésta. El mantenimiento riguroso de las relaciones normales entre los ciudadanos, en el que cada uno gana por su trabajo, especializado o no, físico o intelectual, tanto como merece, les permitirá prosperar y educar a sus hijos en armonía con sus aptitudes y merecimientos.

Y sin embargo, no obstante la evidencia de estas verdades que saltan a la vista de cuantos abandonando sus preocupaciones contemplan el orden de las cosas en que vivimos, y al que es fuerza someterse, se aboga continuamente por un gobierno paternal. La intrusión de la ética de la familia en la ética del Estado, en lugar de ser considerada como socialmente injuriosa se reclama como el único medio eficaz que conduce al bienestar público. A tal punto llega hoy esta ilusión que vicia las creencias de los que deberían estar a salvo de ella. En el ensayo que premió el Cobden Club en 1880, se dice que la verdad del libre cambio está oscurecida por la falacia del laissez faire, y se nos dice que necesitamos más intervención de un gobierno paternal, ese espantajo de los viejos economistas (25).

Vitalmente importante como es la verdad mencionada, puesto que su aceptación o repulsa afecta a la estructura total de las conclusiones políticas formadas, se me excusará si insisto aquí citando ciertos pasajes contenidos en un libro que publiqué en 1851. Sólo ruego al lector que no me considere ligado a las implicaciones teológicas que contiene. Después de describir el estado de guerra general que existe entre las especies inferiores y de demostrar que ocasiona algunos beneficios, continúo:

Nótese, además, que sus enemigos carniceros no sólo hacen desaparecer de los rebaños de herbívoros a los que están ya torpes por la edad, sino que también eliminan a los enfermos, a los mal conformados y a los menos ágiles y fuertes. Merced a este proceso depurativo y a la lucha general que entre ellos se entabla en la época del celo, se evitan todos los vicios de la raza por la multiplicación de sus inferiores y se asegura el mantenimiento de una constitución completamente adaptada al medio, y por consiguiente, la más apropiada para un mayor bienestar.

El desenvolvimiento de los seres superiores es un progreso hacia una forma de vida susceptible de una felicidad no limitada por estos obstáculos. La raza humana debe realizar este fin. La civilización constituye la última etapa de su cumplimiento. El hombre ideal es aquel en el que todas las condiciones de esta realización están llenas. Mientras tanto, el bienestar de la humanidad actual y su progreso hacia la perfección final están asegurados por esta misma disciplina, benéfica aunque severa, a la que está sujeta toda la creación animada; disciplina que es implacable cuando se trata de la consecución del bien; ley en busca de la felicidad que no economiza en ningún caso sufrimientos temporales y parciales. La pobreza del incapaz, las angustias que asedian al imprudente, la miseria del holgazán y la derrota del débil por el fuerte que deja a tantos en las sombras y en la miseria, son los decretos de una benevolencia inmensa y previsora.

Para acomodarse al estado social, el hombre no sólo tiene que perder su naturaleza salvaje sino que debe adquirir las facultades que la vida civilizada exige. Debe desenvolver su poder de aplicación, modificar su inteligencia en relación con las nuevas tareas que le esperan, y sobre todo, poseer habilidad para sacrificar pequeñas satisfacciones inmediatas ante la perspectiva de otras mayores, aunque remotas. El estado de transición no será, por supuesto, feliz. La miseria es el resultado inevitable de la incongruencia entre las constituciones y las condiciones. Todos estos males que nos afligen y que parecen a los ignorantes consecuencia clara de esta o aquella causa fácil de eliminar, son la secuela inevitable de la adaptación ahora en curso. La humanidad está siendo comprimida contra las necesidades inexorables de su nueva posición, está siendo moldeada de acuerdo con ellas y tiene que soportar lo mejor que pueda los resultados adversos. Debemos sufrir el proceso y aguantar los sufrimientos. Ningún poder sobre la Tierra, ninguna sagaz medida legislativa de los hombres de Estado, ningún proyecto para rectificar la humanidad, ni las panaceas comunistas, ni las reformas que los hombres traen o traerán a colación, pueden disminuirlas un ápice. Sin embargo, pueden intensificarlas, y de hecho lo hacen, y al evitar su intensificación el filántropo hallará amplia esfera para su empeño. Pero el cambio lleva consigo una cantidad normal de sufrimiento que no se puede reducir sin alterar las mismas leyes de la vida.

Por supuesto, si la severidad de este proceso puede mitigarse por la simpatía espontánea de unos hombres por otros, naturalmente debe hacerse, aunque es incuestionable que sobrevienen daños cuando se manifiesta esta simpatía sin tener en cuenta las últimas consecuencias. Pero los inconvenientes que de aquí surgen no significan nada comparados con los beneficios obtenidos. Solamente cuando la simpatía induce a actos de iniquidad; cuando ocasiona una intrusión prohibida por la ley de igual libertad para todos; cuando, por hacerlo así, suspende en alguna dirección particular de la vida la relación entre las constituciones y las condiciones, en este caso constituye un mal. Entonces, no obstante, ella misma derrota su propio fin. En lugar de disminuir el sufrimiento, eventualmente lo aumenta. Favorece la propagación de aquellos a quienes la vida ocasionará más dolor y cierra sus puertas para los que traerá más placer. Inflige una miseria real e impide una felicidad positiva. (Estática social, págs. 322-5 y 380-1, edición de 1851).

El tercio de siglo transcurrido desde que se publicaron estas páginas no ha dado motivo para que me retracte de la posición que adopté. Por el contrario, las ha confirmado de manera evidente. Los favorables resultados de la supervivencia de los más aptos se ha demostrado que son mucho mayores de lo que yo indicaba. El proceso de la selección natural, como lo llama Mr. Darwin, cooperando con la tendencia a la variación y a la herencia de las variaciones, ha mostrado ser la causa principal (aunque yo no creo que la única) de esa evolución por la que todos los seres vivientes, comenzando por los más bajos, y desarrollándose en direcciones distintas a medida que evolucionan, han alcanzado su actual estado de organización y de adaptación a sus formas de vida. Tan familiar ha llegado a ser esta verdad, que parece superfluo citarla. Y, sin embargo, es extraño decirlo, ahora que se reconoce esta verdad por las personas más cultas, ahora que definitivamente han comprendido los eficaces resultados de la supervivencia de los más aptos, más que se comprendía en tiempos pasados, ahora, mucho más que nunca en la historia del mundo, ¡están haciendo todo lo que pueden para favorecer la supervivencia de los menos aptos!

Pero el postulado de que los hombres son seres racionales, continuamente incita a deducir consecuencias que a la larga prueban ser demasiado ambiciosas (26).

Sí, ciertamente; su principio se deriva de la vida de los brutos , y es un principio brutal. No me persuadiéis de que los hombres deben vivir bajo la misma disciplina que los animales. No me importan sus argumentos de historia natural. Mi conciencia me enseña que se debe ayudar al débil y al desgraciado, y si las personas egoístas no les ayudan, la ley debe obligarlos. No me digáis que las dulzuras de la amabilidad humana se han de reservar para las relaciones entre los individuos y que el gobierno debe ser solamente el administrador de una justicia rigurosa. Todo hombre caritativo siente que deben evitarse el hambre, el dolor y la miseria, y que si las instituciones privadas no bastan, se deben establecer organismos públicos.

Tal es la clase de respuesta que espero me den nueve de cada diez individuos. En algunos de ellos, este modo de pensar es la consecuencia de un sentimiento de fraternidad tan agudo que no pueden contemplar las miserias humanas sin una impaciencia que excluye toda consideración de los resultados remotos. Respecto de la susceptibilidad de los demás podemos ser, no obstante, un tanto escépticos. Aquellas personas que, hoy por una cosa y mañana por otra, se irritan si, para mantener nuestros supuestos intereses nacionales o prestigio nacional, la autoridad no envía rápidamente unos miles de hombres para ser destruidos o pata que destruyan a otros tantos de cuyas intenciones sospechamos, o cuyas instituciones juzgamos peligrosas para nosotros, o cuyo territorio codician nuestros colonos, no pueden ser tan delicados de sentimientos que el espectáculo de las miserias de los pobres les sea intolerable. Poca admiración merece la caridad de las personas que exigen una política destructora de sociedades en vías de progreso y que consideran con cínica indiferencia la lamentable confusión que acarrea con las consiguientes muertes y sufrimientos. Los mismos que cuando los boers defendían contra nosotros su independencia con éxito, se hallaban coléricos porque el honor británico no se mantenía para vengar una derrota, a costa de una gran mortalidad y miseria de nuestros soldados y de los contrarios, no es posible que tengan tanto amor por la humanidad como parece deducirse de sus vivas protestas. Indudablemente, unida con esa sensibilidad que poseen y que no les permite mirar con paciencia los dolores ocasionados por la lucha por la vida que se libra en torno suyo, parecen tener tal endurecimiento, que les hace no sólo tolerar sino gozarse en el espectáculo de dolores o batallas verdaderas. Así se observa en la demanda de revistas y periódicos que narran sucesos sangrientos y en la avidez con que se leen detalles de verdadera carnicería. Podemos razonablemente dudar de los hombres cuyos sentimientos no pueden soportar las miserias sufridas, especialmente por los vagos e imprevisores, y que no obstante han agotado treinta y una ediciones de Las quince batallas decisivas del mundo y en cuyas descripciones de matanzas se gozan. Aún más extraordinario es el contraste entre la ternura aparente y la dureza real de los que quisieran torcer el curso normal de las cosas para evitar un mal inmediato, a costa de mayores males en el futuro. En otras ocasiones se les oye decir, a despecho de la muerte y de la efusión de sangre, que en interés de la humanidad se debería exterminar a las razas inferiores y reemplazarlas por las superiores. De forma, cosa rara, que ellos no pueden pensar con calma en los males que acompañan a la lucha por la existencia y que sucede sin violencia entre los individuos en la sociedad, y sin embargo, contemplan con absoluta impasibilidad esos mismos males en sus más terribles formas, infligidos por el fuego y la espada, en comunidades enteras. Me parece que no es muy digna de respeto esta generosa consideración respecto de los inferiores en nuestro país, acompañada del sacrificio sin escrúpulos de los inferiores en el extranjero.

Aún menos respetable parece ese interés por nuestros compatriotas, que contrasta con la absoluta indiferencia hacia quienes no lo son, cuando observamos sus métodos. Si impulsara a esfuerzos personales para aliviar a los que sufren sería acreedor a reconocimiento. Merecerían nuestra entera admiración, si los que alardean de piedad se parecieran a las personas que, día tras día, y año tras año, dedican gran parte de su tiempo a ayudar, a aliviar, y ocasionalmente a divertir, a los que por mala suerte, por incapacidad o mala conducta viven en la miseria. Cuanto mayor sea el número de hombres y mujeres que contribuyan a que el pobre se ayude a sí mismo, cuanto mayor sea el número de los que demuestren su caridad directamente y no recurriendo aun tercero, más nos alegraremos. Pero la mayoría de las personas que desean mitigar mediante leyes la miseria de los desgraciados e imprevisores, se proponen llevarlo a cabo, muy poco a costa de sí mismos, en mayor grado a costa de los demás, y unas veces con su asentimiento pero la mayor parte sin él. Hay más todavía: las personas a las que se quiere obligar a que ayuden a los desgraciados, muy a menudo necesitan ellas mismas socorro. Los pobres que realmente merecen protección se hallan sometidos a gravámenes que sirven para atender a los pobres que no la merecen. De igual forma que bajo la antigua Ley de pobres el trabajador previsor y diligente tenía que pagar para mantener al vago, hasta que finalmente a consecuencia del exceso de impuestos sucumbía y tenía que refugiarse también en un asilo; así como hoy se admite que las contribuciones recaudadas en las grandes ciudades para necesidades públicas se han elevado tanto que no es posible aumentarlas sin imponer grandes privaciones a los pequeños comerciantes e industriales que a duras penas se conservan libres del pauperismo (27), así, en todos los casos, la política que se sigue es tal que intensifica los dolores de la mayor parte de los que merecen piedad y mitiga los sufrimientos de los que no lo merecen. En suma, los hombres tan caritativos que no pueden permitir que la lucha por la existencia acarree sobre las personas despreciables los sufrimientos debidos a su incapacidad o mala conducta, son tan poco caritativos que pueden, sin dudarlo, hacer más dura la lucha por la existencia para los hombres de valía e ¡infligir sobre ellos y sus hijos, males artificiales añadidos a los naturales que tienen que soportar!

Y volvemos a nuestro tema: los pecados de los legisladores. Aparece claramente ante nosotros la más corriente de las trasgresiones que cometen los legisladores, una transgresión tan común y tan santificada por la costumbre que nadie estima que sea tal. Vemos, como hemos indicado al principio, que el gobierno nacido de la agresión y para la agresión, descubre siempre su naturaleza primitiva por su agresividad. Aunque a primera vista parezca benéfico, sin embargo, existe en él algo de maldad, o mejor dicho, es bondadoso a fuerza de ser cruel. Pues, ¿no es crueldad aumentar los sufrimientos de los mejores para evitar los de los peores?

Es realmente maravilloso cómo nos dejamos engañar por palabras y frases que nos sugieren un aspecto de los hechos dejando en la oscuridad el opuesto. Un buen ejemplo de esto, y muy pertinente para la cuestión inmediata, se observa en el uso de las palabras protección y proteccionismo en contra del libre cambio, y en la tácita admisión por los librecambistas de la propiedad con que sé utiliza. Uno de los partidos ha ignorado habitualmente, y el otro no lo ha sabido subrayar, la verdad de que la así llamada protección siempre significa agresión, y que el nombre de agresionismo debería sustituirse por el de proteccionismo. Nada es más cierto que si para mantener la ganancia de A se le prohibe a B comprar a C, o se impone a B una multa en forma de derechos de entrada si compra a C, es evidente que se comete una agresión contra B para proteger a A. Indudablemente el título de agresionismo es más apropiado a los adversarios del libre cambio que el eufemismo de proteccionismo, puesto que para que un productor gane se defrauda a diez consumidores.

Ahora bien: la misma confusión de ideas causada por mirar sólo un aspecto de la transacción, puede observarse en toda la legislación que se apodera por la fuerza de la propiedad de éste para proporcionar beneficios gratuitos a aquél. Habitualmente, cuando se discute una de las numerosas medidas así caracterizadas; el pensamiento dominante es que debe protegerse al pobre Juan contra cualquier mal. No se piensa que de esta forma se lastima al infatigable Pedro, a menudo mucho más digno de piedad. Se exige dinero al revendedor (bien directamente, bien elevándole el alquiler) que apenas puede vivir, al albañil despedido a causa de una huelga, al mecánico cuyas economías se están agotando durante una enfermedad, a la viuda que lava y cose día y noche para mantener a sus hijos. ¡Y todo esto para que no pase hambre el disoluto, para que los niños de personas menos pobres reciban lecciones casi gratuitas, y para que muchas personas, generalmente en buenas condiciones, puedan leer gratis novelas y periódicos! Un error de nombre es en este caso más funesto que permitir que se llame proteccionismo al agresionismo, porque como ya hemos demostrado, la protección del pobre vicioso implica la agresión contra el pobre virtuoso. Sin duda es cierto que la mayor parte del dinero exigido procede de quienes gozan relativamente de algún bienestar. Sin embargo, esto no es un consuelo para los desgraciados que aportan lo restante. Si la comparación se hace entre los gravámenes que soportan las dos clases respectivamente, el caso es todavía peor de lo que parecía al principio, puesto que mientras para el rico la exacción signifíca una pérdida de cosas superfluas, para el pobre significa una pérdida de lon necesario.

Y veamos ahora la Némesis que amenaza seguir este pecado crónico de los legisladores. Ellos y sus clases, juntamente con todos los propietarios, se hallan en peligro de sufrir la radical aplicacion del principio general que se afirma en cada Acta de confiscación del Parlamento. Pues, ¿cuál es la presunción tácita de que se parte en tales Actas? La presunción de que ninguno tiene derecho a su propiedad ni aun a lo que gana con el sudor dé su frente, excepto por permiso de la comunidad. Esta puede restringir ese derecho, en la medida que estime conveniente. Ningún medio existe de justificar esta apropiación de lo que pertenece a A para el beneficio exclusivo de B, a menos de que se admita el postulado de que la sociedad, considerada en conjunto, posee absoluto derecho sobre las propiedades de cada uno de sus miembros. Esta doctrina, que hoy se admite tácitamente, está siendo proclamada de manera abierta. Mr. George y sus amigos, Mr. Hyndman y sus partidarios, la llevan a sus últimas consecuencias. Se les ha enseñado con ejemplos, cuyo número aumenta cada año, que el individuo no tiene derechos que la comunidad no pueda atropellar. Y dicen ahora: La obra será difícil pero mejoraremos la lección. Y se disponen a atropellar enteramente los derechos individuales.

Los errores legislativos mencionados anteriormente se explican en gran medida, y su reprobación se atenúa, cuando nos remontamos a su origen. Tienen su raíz en la errónea creencia de que la sociedad es un producto fabricado, cuando en realidad es una continua evolución. Ni la cultura del pasado ni la del presente ha proporcionado a muchas personas una concepción científica de la sociedad, es decir, una concepció que patentice su estructura natural en la que todas sus instituciones gubernamentales, religiosas, industriales, comerciales, etcétera, son interdependientes, estructura que, en cierto sentido, es orgánica. Si se sostiene esta concepción nominalmente, se sostiene de un modo insuficiente para que influya en la conducta. Por el contrario, se piensa generalmente que la humanidad es una especie de masa a la que el cocinero puede moldear como quiera, en forma de pastel, bollo o tarta. El comunista cree que el cuerpo político puede ser modelado a voluntad. Muchas medidas legislativas suponen que las sociedades a las que se impone ésta o aquella organización las conservarán en lo sucesivo.

Puede indudablemente decirse que incluso no teniendo en cuenta esta errónea concepción de la sociedad como una materia plástica, en vez de como un cuerpo organizado, los hechos que a cada hora se imponen a nuestra atención nos forzarían a ser escépticos con respecto al éxito de las experiencias con las que se quieren variar las acciones humanas. La experiencia diaria facilita pruebas, tanto al ciudadano como al legislador, de que la conducta de los seres humanos engaña a todos los cálculos. Ha renunciado al pensamiento de gobernar a su mujer y se deja gobernar por ella. Sus hijos a los que reprende, castiga, persuade, premia, no responden satisfactoriamente a ningún método, y no puede evitar que la madre los trate de un modo que él juzga pernicioso. Le ocurre igual en sus relaciones con los criados. Si les riñe o razona, muy rara vez tiene éxito durante mucho tiempo: la falta de atención, de puntualidad, de limpieza o, de sobriedad produce cambios constantes. Pese a esto, las dificultades que encuentra para tratar con cada uno de los miembros de la sociedad, no las halla para regir a la humanidad en conjunto. Está completamente seguro de que los ciudadanos, de los que no conoce ni a una milésima parte ni ha visto a una centésima, y toda la gran masa de los que pertenecen a clases con hábitos y modos de pensamiento que desconoce, actuarán como él prevé y cumplirán los fines que desea. ¿No existe una asombrosa incongruencia entre las premisas y la conclusión?

Podría esperarse que si observaran las implicaciones de estos fracasos domésticos, o si contemplaran a través de los periódicos las complicaciones de una vida social demasiado vasta, demasiado variada incluso para imaginársela, los hombres vacilarían antes de convertirse en legisladores. No obstante, en esto más que en ninguna otra cosa, muestran una confianza sorprendente. En ninguna esfera existe tan asombroso contraste entre la dificultad de la tarea y la escasa preparación de los que la emprenden. lndudablemente, entre las creencias monstruosas, una de las mayores es la de que mientras para una sencilla habilidad manual, tal como la de zapatero, se necesita un largo aprendizaje, ¡éste no es necesario para hacer las leyes de una nación!

Resumiendo los resultados de la discusión: ¿no podemos afirmar razonablemente que el legislador tiene ante sí varios misterios, que no obstante, son tan conocidos que no debieran ser secretos para quienes han emprendido la vasta y terrible responsabilidad de imponer leyes a millones y millones de hombres, que si no contribuyen a su felicidad aumentarán sus miserias y acelerarán sus muertes?

Existe, en primer término, la innegable verdad, evidente y sin embargo ignorada, de que todos los fenómenos sociales tienen su origen en los fenómenos de la vida individual humana cuya raíz, a su vez, se encuentra en los fenómenos vitales en general, de donde resulta que a menos que estos fenómenos vitales, corporales y mentales, sean caóticos en sus relaciones (suposición que excluye la continuación de la vida) los fenómenos resultantes no pueden ser totalmente caóticos. Debe haber algún orden en los fenómenos de la vida social. Evidentemente, pues, cuando algulen que no ha estudiado este orden emprende la tarea de regular la sociedad, se halla expuesto a producir males.

En segundo lugar, y aparte de todo razonamiento a priori, esta misma conclusión debería imponerse al legislador al comparar las distintas sociedades. Debería estar claro que antes de intervenir en particularidades de la vida social, debería investigarse si la organización social no tiene, acaso, una historia natural, y que para responder a esta pregunta sería conveniente observar, comenzando por las sociedades más sencillas, en qué aspectos concuerdan las estructuras sociales. Tal sociología comparada, muestra una uniformidad sustancial de origen. La existencia habitual de un caudillo y el origen de su autoridad en la guerra; la aparición en todas partes del curandero y el sacerdote; la presencia de un culto con idénticos caracteres fundamentales; los indicios de división del trabajo, visibles desde antiguo, que se han acentuado gradualmente, y las diversas combinaciones políticas, eclesiásticas, industriales que aparecen a medida que los grupos se componen y recomponen por la guerra, prueban rápidamente a quien compara las sociedades, aparte de diferencias particulares, que poseen semejanzas generales en los modos como se originan y desenvuelven. Todas presentan rasgos de estructura que muestran que la organización social tiene leyes superiores a los deseos individuales y cuyo desconocimiento se paga con el desastre.

En tercer lugar, existe una abundante información contenida en las recopilaciones legislativas de nuestro propio país, y de otros, que reclaman más detenidamente nuestra atención. Las tentativas de diversas clases realizadas, tanto aquí como en otros sitios, por reyes y hombres de Estado para conseguir el bien que prometían, no sólo han fracasado, sino que por el contrario han dado lugar a males inesperados. Siglo tras siglo, medidas semejantes a las antiguas, y otras parecidas en principio, defraudaron esperanzas y ocasionaron desastres. Y sin embargo, ni los electores ni los elegidos piensan que haya necesidad de estudiar sistemáticamente las leyes que en tiempos pasados labraron la desgracia del pueblo intentando conseguir su bienestar. Ciertamente no posee competencia para ejercer las funciones de legislador quien carezca de un conocimiento profundo de las experiencias legislativas que nos ha legado el pasado.

Volviendo ahora a la analogía establecida al principio, diremos que el legislador será culpable o no culpable moralmente, según esté informado o no, de estas varias clases de hechos. Un médico que después de muchos años de estudio ha adquirido una gran competencia en fisiología, patología y terapéutica, no es criminalmente responsable si se le muere un enfermo: se ha preparado lo mejor que ha podido y ha actuado con la mayor buena voluntad. De la misma forma, el legislador cuyas medidas ocasionan daños en lugar de bienes, no obstante lo extenso y metódico de los conocimientos que le ayudaron a decidir, sólo puede ser acusado de haber cometrdo un error de juicio. Contrariamente, el legislador que está muy poco o totalmente mal informado sobre la gran cantidad de hechos que debe examinar para que su opinión sobre una ley determinada tenga algún valor; y que no obstante, contribuye a promulgarla, no puede ser absuelto si dicha ley aumenta la miseria y la mortalidad, como no puede serlo el mancebo de botica que ocasiona una muerte con la medicina que por ignorancia prescribe.




Notas

(1) Political Institution, §§ 437. 573.

(2) Ibid. §§ 471-3.

(3) Lanfrey. Véase también: Study of sociology, pág. 42 y apéndice.

(4) Constitutional History of England, pág. 617.

(5) Lecky, Rationalism, pág. 293-4.

(6) De Tocqueville, The State of Society in France before the Revolution, pág. 421.

(7) Travels, Young, pàg. 128-9.

(8) History of British Commerce, I., 134.

(9) Ibid, 136-7.

(10) Craik, loc. cit., pág. 317.

(11) Mensch, pág. 225.

(12) The Nineteenth Century, febrero 1883.

(13) The Statistics of Legislation. Bi F.H. Janson, Esq., F.L.S. Vicepresident of the Incorporated Law Society. (Leído ante la Society en mayo, 1873).

(14) Fire Surveys; or, a Summary of the Principles to be observed in Estimating the Risk of Buildings.

(15) Véase el Times del 6 de octubre de 1874, donde se dan más ejemplos.

(16) The State in its Relation to Trade, por Sir Thomas Farrer, pág.147.

(17) Ibid, pág. 149.

(18) Hansard, Vol. VI., pág. 718, y Vol. VI., pág. 4464.

(19) Carta de un médico de Edimburgo en el Times del 17 de enero de 1876, que aduce otros testimonios. Uno que ya había yo citado sobre Windsor donde, como en Edimburgo, no existía fiebre tifoidea en los lugares sin alcantarillado, mientras que era fatal en los que habia. Estudios de sociologia, cap I, notas.

(20) Hablo así, en parte, por experiencia propia: tengo ahora ante mí, notas tomadas hace veinticinco años sobre resultados que yo mismo observé. Hechos análogos han sido publicados recientemente por Sir Richard Cross en The Nineteenth Century de enero de 1884, pág. 155.

(21) Nicholl, History of English Poor Law, pág. 252.

(22) Véase el Times del 31 de marzo de 1873.

(23) En estos párrafos se contienen unos cuantos ejemplos. Se hallarán gran número de ellos en Social Statics (1851); Over Legislation (1853); Representative Governement (1857); Specialized Administration (1871); Study ot Sociology (1873), en el Post scriptum al mismo, y en otros ensayos más cortos.

(24) Se refiere al funcionario que pretende en la Cámara de los Comunes. El ritual le impone determinadas vestiduras. Su símbolo es la maza, llevada por el sergeant at arms cuando entra y sale de la Cámara.

(25) A. N. Cumning, On the Value of Polilical Economy to Mankind, págs. 47, 48.

(26) La frase de Emerson de que muchas personas no pueden comprender un principio sino mediante un ejemplo, me induce a citar uno que convencerá a quienes, en su forma abstracta, no lo entiendan. Raras veces sucede que se estime el mal causado por alimentar el vicio y la vagancia. Pero en América, en un congreso celebrado por la State Charities Aid Association el 18 de diciembre de 1874, se citó un elocuente ejemplo por el Dr. Harris. Ocurrió en un Estado del Hudson superior, notable por el gran número de criminales y pobres entre la población. Generaciones antes vivió allí una cierta hija del arroyo, como aquí se la llamaba, conocida por Margaret, que fue la madre fecunda de una raza prolífica. Además de gran número de idiotas, imbéciles, borrachos, lunáticos, depauperados y prostitutas el Registro del condado cita doscientos de sus descendientes que han sido criminales. ¿Existió crueldad o bondad en permitir que se multiplicaran, generación tras generación, y que llegaran a constituir una calamidad para la sociedad? -Para más detalles véase The Jukes: A Stude in Crime, Pauperism, Disease and Heredity. R. L. Dugdale, Nueva York, Putnams.

(27) Mr. Joseph Chamberlain en, Fortnighthy Review. Diciembre 1883, pág. 772.

Índice de El individuo contra el Estado de Herbert SpencerLa esclavitud futuraLa gran superstición políticaBiblioteca Virtual Antorcha