Índice de Introducción histórica al estudio del derecho romano de M. Eugenio LagrangeSegundo periodoPrimera parte del Cuarto periodoBiblioteca Virtual Antorcha

PERIODO TERCERO

Desde Cicerón hasta Alejandro Severo

Del año 100 antes de Jesus Cristo hasta el año 250 después de Jesus Cristo.

SUMARIO

Influencia del gobierno imperial en el derecho público.
Derecho privado.
Leyes o plebiscitos.
Senado-Consultos.
Constituciones de los emperadores.
Edictos de los pretores.
Respuestas de los prudentes.
Cultura de la ciencia del derecho.
De las dos escuelas Sabiniana y Proculeyana.
Notas.


Roma, en medio de estos triunfos, llevaba en su seno gérmenes de anarquía. Las clases medias, cuyo libre desenvolvimiento había dado impulso a su poder, desaparecían para no dejar ya lugar en la sociedad más que a riquezas desmesuradas o a una pobreza corrompida. A medida que se había sometido a los diversos pueblos de la Italia se había aSignado, vendido o arrendado a los colonos o dejado a los antiguos habitantes, que se habían hecho aliados, la parte cultivada del suelo. En cuanto al exceso de las tierras, que constituían inmensas extensiones que roturar, bosques, pastos, se había concedido su posesión. se las había infeudado mediante cánones anuales (la décima parte de los granos, la quinta de los frutos) a los que querían cultivarlas. Los ricos, en posesión de su administración por el Senado. donde nadie era admitido que no figurase en el censo por una suma determinada, los ricos habían obtenido una parte considerable de las tierras infeudadas. No era esto todo: habíanse apropiado las heredades de sus vecinos pobres, bien fuera por compra, bien a consecnencia de violencias o procedimientos judiciales. Detentadores de vastos dominios, habían reemplazado por do quiera el cultivo por medio de los hombres libres por el de los esclavos, mucho menos oneroso porque no tenía la carga del servicio militar. De aquí había resultado que los ricos habían llegado a ser desmesuradamente ricos, y que los esclavos se habían multiplicado rápidamente en Italia, mientras que la población libre se empobrecía y aniquilaba más y más, gastada por la guerra, el impuesto y la miseria. Tiberio Graco trató de atacar el mal en su raíz, haciendo pasar una ley agraria con la que, indemnizando enteramente a los que habían hecho ejecutar trabajos, se prohibía, conforme a las leyes licinianas, a los detentadores de tierras dominiales, poseer más de 500 yugadas (jugera). El remanente debía distribuirse entre los ciudadanos pobres, con la carga de los cánones ordinarios. La ejecución de esta medida de alta política, debía dar por resultado, según su autor, reorganizar la clase media en Italia y restablecer sobre bases más seguras y más anchas los recursos del servicio militar y las rentas del Estado. Pero sabido es que esta ejecución, despues de haber suscitado mil dificultades, fue atajada por las sediciones en que perdieron la vida Tiberio y su hermano Cayo.

No pudiendo vivir honrosamente enfrente de los grandes propietarios y de la esclavitud, que se acrecentaba de continuo desmoralizado por la miseria y la licencia, el populacho (no nos atrevemos ya a decir la plebe) se puso a sueldo de los ambiciosos votando por los que le mantenían, alistándose en las banderas de los que le prometían los bienes de sus adversarios proscritos y aquellas distribuciones de tierras que produjeron el desorden en toda Italia.

Después de estas luchas sangrientas, en que dominaban alternativamente Mario y Syla, Pompeyo y César, Antonio y Octavio, Roma adquirió, en fin, la paz interior, pero a costa de su libertad. El despotismo, prometiendo pan y juegos (panem et circenses) a la plebe y reposo a los ricos, fue acogido como el único régimen posible en un estado social.


Influencia del gobierno imperial en el derecho público.

No fue súbitamente y de un solo golpe como el gobierno imperial destruyó las antiguas instituciones y se constituyó en verdadera autocracia. Respetáronse desde luego las formas republicanas. Bajo los primeros emperadores hasta Adriano, el gobierno fue una especie de monarquía republicana, en la que el emperador no era más que el primer magistrado de la República (princeps reipublicae). Aunque, en la práctica, el poder del príncipe conociese pocos límites, en teoría al menos, la soberanía pertenecía aún al pueblo romano; en tiempo de Tiberio y aun bajo Clandio, el pueblo se reunió también algunas veces por tribus para sancionar las leyes. Vamos a mencionar muchos plebiscitos muy importantes para el derecho civil que se dieron al principio del imperio. Pero hácese ya notar la propensión de los emperadores a acrecentar a costa de las asambleas populares la acción legislativa del Senado; encontramos en este período, y particularmente contando desde Tiberio, un gran número de Senado-consultas sobre diversas partes del derecho privado. Por lo demás, el Senado, en notable decadencia de su antigna ilustrución, no es, para los emperadores, más que un instrumento servil, cuya preponderancia relativa y enteramente de forma le sirve de transición para llegar, a fines de este período, a ejercer exclusivamente por sí mismos la omnipotencia legislativa.

Tenemos, en efecto, que señalar, en el período actual, una nueva fuente del derecho, cuya fecundidad se aumenta a medida que el poder imperial degenera en absolutismo. Queremos hablar de las Constituciones imperiales, con cuyo nombre se designa la orden o voluntad expresa del príncipe.

El emperador reunió en su persona las prerrogativas de todas las antiguas magistraturas (1); sin embargo, existen aún, pero en un grado necesariamente inferior, cónsules, tribunos, pretores, ediles. Estos magistrados, durante todo el reinado de Augusto, continuaron siendo nombrados en las reuniones anuales del pueblo. Era éste un homenaje más apurente que real a la soberanía popular, porque el pueblo no podía elegir sino los candidatos presentados por el emperador. Así, en tiempo de Tiberio, el derecho de hacer las elecciones trasladóse, sin oposición, de los comicios al Senado. El número de ciudadanos se había aumentado cousiderablemente desde que por la ley Julia se concedieron los derechos de ciudad a toda la población libre de Italia, y aunque Augusto, al permitir a los habitantes de los municipios enviar sus votos escritos a las elecciones de Roma, hubiera restringido este derecho a los miembros de las curias, la celebración de las asambleas electorales presentaba mas dificultad que utilidad real. Tiberio suprimió, pues, de hecho estas asambleas atribuvendo al Senado el derecho de representar el conjunto de los ciudadanos y de votar por ellos: comitia e campo ad patres transtulit dice Tácito.

A contar de esta epoca, las convocaciones del pueblo, que habían llegado a ser verdaderamente inútiles puesto que el Senado se halla en adelante en posesión de hacer las leyes y las elecciones, apenas tienen ejemplo (2), pues se considera al Senado como representando al pueblo, y pudiendo ser consultado en su lugar: Aequum visum est senatum vice populi consuli (lnstit., lib. I, tít. II, 5).

Al lado de las antiguas magistraturas se elevan, por otra parte, cargos nuevos, de creación imperial, y que adquieren prontamente una preponderancia marcada, En este número se encuentran el prefecto de la ciudad (praefectus urbis) y los prefectos del pretorio (praefecti praetorio) (3).

Uno de los resultados más notables que estos cambios políticos y estas tendencias a la centralización produjeron en la administración de justicia, fue el establecimiento de una jerarquía judicial y de un segundo grado de jurisdicción. El emperador fue, compréndase bien, el juez supremo. Centralizó en sus manos el poder judicial, como había centralizado el poder legislativo. Estas innovaciones necesitaron la creación de un consejo imperial, compuesto de altos funcionarios y de jurisconsultos (auditorium principis), encargado de examinar los asuntos de que entendía el emperador, ya por apelación, ya, en algunos casos, por evocación, y de preparar las decisiones (decreta) que se habían dado en nombre del príncipe, aproximadamente como se dan en el día las decisiones del Consejo de Estado en materia contencioso-administrativa.

Pero las consecuencias más notables del establecimiento del gobierno imperial fueron:

1° abrir una ancha vía a los progresos de la civilización en las provincias;

2° favorecer el inmenso desarrollo que recibio el derecho privado, en este período, que fue verdaderamente la edad de oro de la Jurisprudencia.

Las provincias se habían dividido, en tiempo de Augusto, entre el pueblo y el emperador. Aquéllas cuyo dominio eminente pertenecía con más especialidad al pueblo (provinciae populi) eran gobernadas, como en otro tiempo, por los cónsules y los pretores que salían de su cargo; su impuesto, pagado en el tesoro público (aerarium), se llamaba stipendium. Las demás eran propiedad del César (provinciae Caesaris); su impuesto, llamado propiamente tributum (Gayo, 2, 21) se pagaba en el tesoro particular del príncipe (fiscus); eran gobernados por legados enviados por el príncipe (legati Caesaris). Las diferencias, ligeras por otra parte, que habían podido existir entre los poderes de los gobernadores de las provincias tributarias, debieron desaparecer a medida qne se fortificó el poder central en manos de los emperadores. Dióse a todos estos gobernadores la denominación general de presidente de la provincia (praeses provinciae). Mas estables en sus funciones, inspeccionados hasta cierto punto por la autoridad imperial, su gobieroo perdió algo de esa violenta avidez, de esa ambición opresiva que caracterizaron el gobierno de Verres y otros procónsules de la República. Las provincias, la Galia especialmente, se elevaron, en los I, II y III siglos, a esa brillante prosperidad cuyos imponentes vestigios asombran a los modernos. Pero, como dice M. Guizot, a propósito precisamente de las mejoras de que fueron deudoras al gobierno imperial las provincias. los beneficios del despotismo son escasos, y en breve se nos aparecerá el imperio, en el siglo IV, en un estado general de decadencia y de aniquilamiento.

El dominio eminente, que en las provincias pertenecía, como se acaba de decir, al pueblo romano o al príncipe, hacia que, a menos que el suelo no fuese el de una ciudad que gozara por privilegio del jus italicum, el detentador no tenia en él, como el terrateniente del antiguo ager publicus en Italia, más que la simple posesión: In eo solo (dice Gayo, 2, 7) dominium populi romani est vel Caesaris; nos autem possessionem tantum et usumfructum habere videmur. El detentador de los fondos provinciales no podía, por consiguiente, disponer de ellos según las reglas del derecho civil (jure quiritium), aun cuando hubiese sido ciudadano romano, porque estas reglas no se aplicaban más que a la transmisión del dominio propiamente dicho. Pero el derecho pretorio había previsto, como ya hemos indicado anteriormente, para esta situación, estableciendo en cuanto a la posesión reglas de transmisión que hacían de ella una especie de propiedad natural, útil, colocada en las provincias bajo la protección juridica del presidente, el cual hacia allí las veces de pretor. De manera que, sobre este punto, la diferencia de las dos propiedades, romana y provincial, concluyó por hallarse más en la forma que en el fondo de las cosas. Pero una diferencia más importante y que marcó por largo tiempo la inferioridad política de las provincias, fue el impuesto territorial. In provinciis, dice Ageno Urbico, omnes etiam privati agri tributa atque vecligalia persolvunt. El impuesto territorial era la consecuencia del principio que reservaba el dominio al Estado; el vectigal era el canon o foro, en cierto modo el alquiler que los provincianos pagaban a Roma.

No se crea por esto que en cada provincia el derecho local fuese destruido por el solo hecho de la conquista; pues, por el contrario, subsistió, y el Derecho romano no regía, en general, sino a los romanos que habitaban en la provincia. Pero, bajo la Influencia de una civilización nueva mas adelantada, que generalizaba las relaciones y relajaba los lazos del régimen aristocratico, a que se hallaban sometidos antes de la conquista la mayor parte de los pueblos extranjeros, las costumbres locales desaparecían insensiblemente y el carácter nacional de las dIversas provincias se eclipsaba cada día más. La transformación fue a veces tan completa, en las Galias, por ejemplo, que los habitantes adoptaron la lengua y los usos de los romanos. ¡Cómo había de haberse conservado el antiguo derecho galo! El Derecho romano, al fin de este período, se extendió, pues, por todo el imperio. Un gran número de provincianos individualmente, distritos enteros, obtuvieron el derecho de ciudadanía romana (4), cuando en 212 Caracalla concedió el título de ciudadano a todos los habitantes del imperio (5); título, por otra parte. que no era casi más que honorífico, porque había perdido sus antiguas prerrogativas, en el orden político, por la supresión de las asambleas legislativas y electivas; en el orden civil, por la preponderancia que había tomado, en la práctica, el derecho pretorio, el jus gentium, sobre el antiguo jus civile, el derecho de las Doce Tablas.

Así, la Constitución de Caracalla pasa por haber sido sobre todo inspirada por miras fiscales; tuvo por objeto principal extender a los provincianos el impuesto de un vigésimo sobre las sucesiones y otros impuestos indirectos con que se hallaba gravada la Italia después de Augusto.

Lo cierto es que Caracalla no relevó a las provincias del impuesto territorial, cuya exención fue largo tiempo, aun para Italia, un vestigio postrero de su grandeza pasada. Sólo se cambió la condición de sus individuos, permaneciendo la misma la de las tierras. La distinción jurídica entre el suelo itálico y el suelo provincial no fue completamente quitada por Justiniano.

Las provincias adquirieron generalmente, con las costumbres y el derecho privado de los romanos, la organización municipal que regía la Italia. Al fin de este periodo, las ciudades provinciales son gobernadas en todo el Imperio como las antiguas colonias o municipios; por un Senado o cuerpo municipal, curia, ordo decurionum. Tenían, como las ciudades de Italia, magistrados, duumviri, quatuorviri, encargados de la primera instancia, y salvo la apelación al presidente, de una parte de la jurisdicción civil. Esto es incontestable respecto de las ciudades que, como Lyón, Viena y Colonia, gozaban del jus italícum. M. de Savigny piensa que era de otra suerte respecto de las demás, y que en general la administración de justicia pertenecía directamente a los lugartenientes del emperador, que la ejercían, ya por sí mismos, ya por medio de sus legados, y que recorrían la provincia con este doble objeto.


Derecho privado.

Gracias a las importantes y equitativas modificaciones que el derecho pretorio continuaba haciendo experimentar, en la práctica, a la ley de las Doce Tablas; gracias también al hábil desarrollo que los trabajos de los jurisconsultos dieron en este período a los elementos del derecho privado, no fue en manera alguna necesaria, ni tampoco fue emprendida una refundición general de la legislación. Solamente el estado de las costumbres inspiró al gobierno imperial algunas notables innovaciones sobre diversas materias del derecho privado.

Las indicaremos al pasar revista a los diversos orígenes del derecho en este período.


Leyes o plebiscitos.

No hay ya leyes propiamente dichas, pues no existen ya los comicios por centurias, al menos desde la abdicación de Syla (6). Entre los numerosos plebiscitos que se dieron hacia el fin de la República, hay pocos que se refieran al derecho privado. Deben exceptuarse, no obstante:

1° Las leyes Cornelia, atribuídas a Corn. Syla, la una relativa a los testamentos hechos por un prisionero de guerra, la otra de que se habla en las Instituciones en el título de las injurias;

2° Otra ley Cornelia, emanada de un tribuno a quien defendió Cicerón en sus discursos, de que nos quedan algunos fragmentos (Pro Corn. maj. reo); volveremos a hablar de este plebiscito con ocasión del ediclo pretorio;

3° La ley Falcidia, a la que se consagra un título especial en las Instituciones (lib. II, tit. XXII);

4° La ley Julia y Titia, que extendió a las provincias el beneficio de la ley Atilia. (V. Inst., lib. I, tít. XX).

Los plebiscitos que se dieron bajo los primeros emperadores tuvieron casi todos, al contrario, el derecho privado por objeto; vamos a indicar los más importantes.

Los últimos tiempos de la República habían ofrecido, por una parte, una disminución considerable en la población libre de la Italia; por otra parte, una espantosa corrupción de costumbres. El lujo y la depravación de las mujeres, la sumisión y la complacencia de los esclavos y de los libertinos. la facilidad de una vida licenciosa alejaban a los cIUdadanos del matrimonio, y los celibatarios ricos se veían rodeados de consideraciones y obsequios por la esperanza que se tenía de participar de sus liberalidades testamentarias. Augusto trato de remediar este mal esforzándose por fomentar el matrimonio y el nacimiento de hijos, ya concediendo privilegios a la paternidad (jus liberorum), ya imponiendo a los celibatarios (caelibes) la incapacidad de adquirir por testamento, incapacidad que se extendió, si bien en límites menos rigurosos, a los casados sin hijos (orbi), ya favoreciendo las fecundas nupcias. Tal fue el objeto de la ley Julia, de adulteriis (año 17 antes de J. C.), una de cuyas disposiciones prohibía al marido enajenar los inmuebles dotales (de fundo dotali), para que la mujer divorciada o que había quedado viuda pudiera, por medio de su dote que se le conservaba, volver a casarse nuevamente: Reipublicae interest mulieres dotes salvas habere, propter quas nubere possunt. (L. II, de jure dotium). Tal fue el objeto de las célebres leyes Julia, de maritandis ordinibus (sobre el matrimonio de las diversas órdenes de ciudadanos), y la ley Pappia Poppea (año 9 de J. C.), llamadas comunmente leyes caducariae, porque establecían causas nuevas e importantes de caducidad para las instituciones de herederos y los legados.

Durante las guerras civiles se habian multiplicado considerablemente las manumisiones. Habíase manumitido multitud de esclavos, por lo común para incorporarlos en las legiones, y otras veces por pura ostentación, para crearse un circuito de clientes o para hacerse seguir, después de la muerte, de un largo séquito funerario adornado con el gorro de la libertad. Publicáronse las leyes Aelia Sentia, Junia Norbana y Fusia Caninia para moderar estas manumisiones que, introduciendo en la ciudad una población bastarda, mezcla confusa de los restos de cien naciones subyugadas, contribuían activamente a disolver y a corromper las antiguas costumbres nacionales. Ya daremos a conocer las disposiciones de estas leyes al explicar las Instituciones de Justiniano, porque se han conservado hasta el tiempo de este emperador.

También se dieron bajo Augusto la ley Junia Velleia, que permitía instituir herederos a los hijos póstumos, lo cual no tenía lugar anteriormente, y una de las dos leyes Julia que Gayo cita como habiendo confirmado y completado la ley Aebutia, que suprimía las antiguas acciones de la ley.


Senado-Consultos.

Ya hemos dicho que consistiendo la política de los emperadores en transportar la preponderancia legislativa de las asambleas populares al Senado, para atribuírsela en seguida exclusivamente a sí mismos, los Senado-Consultos debieron llegar a ser, en este período, una fuente del derecho mucho más importante que en el período precedente. Dióseles por lo común el nomhre del cónsul que los habia propuesto (7). Por eso los libros de derecho mencionan, entre otros, un Senado-Consulto Sileniano (Silenianum), dado bajo Augusto; el Senado-Consulto Veleyano (Velleianum), dado bajo Claudio, y cuyas célebres disposiciones prohibían a las mujeres obligarse por otro; el Senado-Consulto Trebeliano (Trebellianum), bajo Nerón; el Senado-Consulto Pegasiano, bajo Vespasiano. A veces el mismo emperador era quien presentaba la proposición al Senado, o verbalmente, ad orationem principis, o por mensaje, per epistolam, y entonces daba su nombre al Senado-Consulto. Puede citarse como ejemplo el Senado-Consulto Claudiano, de que se habla en las Instituciones, lib. III, tít. XII, 1; otro Senado-Consulto Claudiano, relativo a los honorarios de los abogados (8); el Senado-Consulto Neroniano, de que haremos mención en el título de los legados. Desde el reinado de Adriano se ve introducirse una costumbre que tomó sin duda nacimiento en las frecuentes ansencias que este príncipe se hallaba obligado a hacer fuera de Roma: la de añadir a un Senado-Consulto, que se ha hecbo en virtud de la autorización del emperador, autore d. Hadriano o exautoritate d. Hadriani. Esta fórmula, que se encuentra frecuentemente en Gayo y en Ulpiano, puede servir también para indicar el estado de dependencia en que se hallaba el Senado desde entonces respecto del príncipce.


Constituciones de los emperadores.

El nombre genérico de Constitución abraza todos los actos que emanan del príncipe; pero se les divide en tres clases:

1° Las órdenes generales promulgadas oportunamente por el emperador (edicta);

2° Las decisiones dadas por él en las causas que evocaba a su tribunal, o que se le llevaban por apelación (decreto);

3° Las instrucciones o respuestas dirigidas por él, sea a sus lugartenientes en las provincias, sea a los magistrados inferiores de las ciudades, sea a los pretores o procónsules que le interrogaban sobre un punto de derecho nuevo o dudoso, sea, en fin, a particulares que le imploraban en cualquier circunstancia (rescripta, mandata, epistolae). De estas Constituciones, unas eran personales, es decir, no se aplicaban sino a los casos o a las personas para quienes se habían dado; otras eran generales, es decir, interesaban a todos los ciudadanos, bien sea porque se constituyeran en forma de reglamentos generales, bien porque, estableciendo sobre un caso particular, hicieran la aplicación de un principio que debiera servir de regla en casos semejantes.

¿En qué época y con qué derecho los emperadores principiaron a emitir Constituciones? Estas dos preguntas han dado lugar a controversias que están próximas en el día a extinguirse. La colección de Constituciones imperiales hechas por Justiniano, el Código, no contiene ninguna anterior a Adriano. Esta es la única razón que haya podido hacer pensar que el origen de las Constituciones databa del reinado de Adriano. Pero encuéntrase en las Pandectas y en las Instituciones la indicación de gran número de rescriptos o decretos que emanan de los primeros emperadores, entre otros un rescripto Importante de Augusto, que al lado del antiguo derecho sobre los testamentos, dió nacimiento a la legislación mas suave de los codicilos y de los fideicomisos, y otro rescripto del mismo emperador, que modificó el derecho de patria potestad, autorizando a los hijos de familia para conservar como propio, con el nombre de peculiou castrense, lo que habían ganado en el servicio militar. En el titulo de la substitución vulgar traen también las Instituciones una decisión de Tiberio, en una causa que interesaba a uno de sus esclavos: Idque Tiberius Caesar in persona Parthenii servi sui constituit.

Es, pues, cierto que el origen de las Constituciones asciende a la institución del gobierno imperial.

De donde se puede inducir que el derecho de dar Constituciones se derivaba de los poderes mismos que constituían la potestad imperial. Justiniano dice expresamente (Inst., lib. I, tít. II, § 6) que el derecho que tiene el emperador de dar a su voluntad fuerza obligatoria es incontestable, porque el pueblo le ha dado o comunicado todo su poder por la ley Regia. Considerando la ley Regia como una ley única dada para determinar los poderes de los emperadores, hase extrañado que ningún historiador mencionase una ley tan importante, y se ha llegado a negar su existencia. Pero en el día es opinión generalmente acreditada, que por esa ley que Justiniano llama Regia debe entenderse la que constituía al emperador en sus poderes a cada advenimiento. Es verdad, en efecto, que no se aplicaba al imperio el principio de la herencia legítima, y que el príncipe recibía el poder por una ley que le confería el imperium. Esta ley, a que debió sustituir un Senado-Consulto, cuando fue investido el Senado del derecho de hacer las elecciones en nombre del pueblo, se halla positivamente designada por Gayo como la base del poder legislativo de los emperadores: Constitutio principis est quod imperator decreto vel edicto, vel epistola constituit, nec unquam dubitatum est quin in legis vicem obtineat, cum ipse imperator per legem imperium accipiat. Como I, § 5 (9).


Edictos de los pretores.

Los pretores y los ediles en Roma, los presidentes en las provincias, continuaron durante este período publicando un edicto. Como muchos se habían permitido cambiar y modificar el edicto publicado a su entrada en sus funciones el tribuno Cornelio hizo pasar (R. 687) un plebiscito, por el que prohibió a los pretores separarse de su edicto, que debió ser perpetuo en el sentido de ser inmutable para el magistrado que lo había dado.

Las adiciones y cambios que se hicieron nuevamente al edicto por los pretores, formaron un conjunto de reglas incoherentes, cuando Ofilio, amigo de César, se ocupó en ponerlas en orden. Su obra fue de grande utilidad a sus contemporáneos; pero habiéndose acumulado nuevas adiciones y cambios, se vió que era necesario someter el edicto a una refundición general. Este trabajo fue ejecutado en el imperio de Adriano por Salvio Juliano, jurisconsulto distinguido, quien al entrar en la pretura (131 años después de J. C.) publicó un célebre edicto que conservaron sus sucesores en substancia. Este edicto, que fue objeto de un Senado-Consulto, cuya transcendencia no ha sido bien conocida, llevaba el título de edicto perpetuo, como los precedentes; pero, según la opinión vulgar, en un sentido diverso, es decir, en el sentido de haber sido inmutable, no solamente durante la pretura de Juliano, su autor, sino aun para el porvenir, puesto que mandó Adriano a los pretores que se atuvieran a este edicto sin alterarlo en nada. Pero como Adriano hubiera, de esta suerte, efectuado un gran cambio en la distribución de los poderes, el silencio de los textos sobre este punto parece autorizar para decir, con MM. Hugo y Ducaurroy, que el edicto de Juliano era perpetuo en el mismo seutido que los precedentes. Lo cierto es que este edicto llegó a ser uno de los objetos principales de los comentarios y de la enseñanza de los jurisconsultos. El mismo Juliano lo había comentado, y una de las obras más importantes de Ulpiano es un escrito que tiene por titulo: Libri LXXXIII ad edictum praetoris. Del edicto mismo sólo nos quedan algunos fragmentos sueltos, los cuales han tratado de reunir con orden, para recomponer el edicto perpetuo, sabios como Haubold y otros.


Respuestas de los prudentes.

Antes de Augusto, todos los jurisconsultos podían responder con igual título sobre el derecho, siendo igual su autoridad en el sentido de ser tan sólo la de un legista. Augusto fue el primero que dió a ciertos jurisconsultos el privilegio particular de responder en su nombre. Adriano marcó el grado de autoridad que debian tener estas respuestas, decidiendo que si los dictámenes de los jurisconsultos autorizados a responder en nombre del emperador eran unánimes, esta unanimidad tendría fuerza de ley; pero que en caso de discordia, el juez siguiera la opinión que le pareciese más justa. Después de la Constitución de Adriano, las respuestas de los prudentes pudieron contarse, en caso de unanimidad, en el número de las fuentes u orígenes del derecho escrito. De esta suerte parece haber sido consideradas por Gayo, I, 7.


Cultura de la ciencia del derecho.

Las Constituciones de que acabamos de hablar anuncian suficientemente la elevada consideración de que gozaban entonces los jurisconsultos. En efecto, el período que nos ocupa fue, para la jurisprudencia, una época de esplendor y de inmensos progresos. Dedicáronse a ella los hombres más dignos con un celo que se explica, por una parte, por la animación que las frecuentes comunicaciones con la Grecia habían dado a todas las ciencias, particularmente a las ciencias morales; y por otra parte, por la debilitación gradual de la vida pública, que hacía dirigirse las más nobles fuerzas hacia el estudio del derecho civil. Desde que se había cerrado el Forum a la elocuencia y a las pasiones políticas, la jurisprudencia había llegado a ser, en el orden civil el primer medio de ilustración, la ciencia por excelencia. Profundizada sobre todos los puntos, fundada en las bases morales de la filosofía estóica, adquirió las proporciones de la ciencia más vasta, y se elevó a una altura a que jamás llego en pueblo alguno. Por esta razón, hase acostumbrado llamar a los jurisconsultos de esta época jurisconsultos clásicos, habiéndose sacado de sus escritos, más adelante, las Pandectas, compuestas por orden de Justiniano.


De las dos escuelas Sabiniana y Proculeyana.

En todo tiempo habían existido en Roma disidencias de opiniones entre los jurisconsultos, y el vasto campo abierto a la interpretación y a la doctrina por el laconismo de la ley de las Doce Tablas y de las leyes posteriores no permitía, apenas, comprender cómo hubIera podido ser de otra suerte. Pero solamente bajo el reinado de Augusto llegaron a ser bastante sistemáticas estas disidencias para ocasionar la división de los jurisconsultos en dos sectas o escuelas diferentes. Los fundadores de las dos escuelas fueron Labeon (Antistius Labeo) y Capitou (Atejus Capito), aunque ni uno ni otro haya dado su nombre a su escuela.

Los principales discípulos de Labeon fueron Nerva, padre; Próculo (que dió su nombre a la secta de los proculeyanos); Nerva, hijo; Pegaso, Juvenio Celso, Celso, hijo, y Neracio Prisco.

Los principales sectarios de Capiton fueron Masurio Sabino (de donde vinieron los Sabinianos), Casio Longino (de donde vinieron los Casianus), Celio Sabino, Javoleno Prisco, Alburno Valense, Tuscio Fusciano y Salvio Juliano.

Entre las conjeturas que se han formado sobre el carácter de las diferencias que existían entre las dos escuelas, la más ingeniosa y más conforme a un tiempo mismo, a los datos suministrados por Pomponio, Tácito y Aulo Gelio, es ésta: Labeon, espíritu independiente y lleno de ardor, habiendo tomado a los estóicos su rigurosa dialéctica y su inflexible sagacidad para deducir de un principio encontrado hasta sus últimas consecuencias, rechazaba las opiniones recibidas, siempre que no se deducían rfgurosamente de las premisas sentadas por él; mientras que Capiton, erudito, tímido y modesto, circunscrito más estrechamente a la jurisprndencia practica y consuetudinaria, se inclinaba más á la tradición. El uno partía de la logica; el otro de la autoridad; el primero se distinguía por la originalidad y la firmeza de sus doctrinas, el segundo por la prudencia de sus decisiones.

Hase supuesto que la distinción de las dos escuelas se había eclipsado en tiempo de Adriano, y se coloca comunmente en el imperio de este príncipe el establecimiento de una nueva secta neutral entre las dos primeras, y cuyos discípulos, con el nombre de Miscelliones o de Erciscundi, habrían adoptado, ya las doctrinas sabinianas, ya las de los proculeyanos. Pero nada confirma en los libros de derecho la existencia de esta tercer secta, y no se puede ya dudar que la distinción de las dos antiguas escuelas haya sobrevivido a Adriano, puesto que Gayo, que escribía bajo el reinado de Marco Aurelio se declara, en sus Instituciones, partidario de Sabino y de Casio (nostri praeceptores), que opone frecuentemente a Labeon y Próculo (diversae scholae auctores). Lo cierto es que las disidencias de las dos escuelas no han tenido jamás un carácter tan absoluto que los discípulos afectos a la una no hayan podido adoptar, en algunas cuestiones, las doctrinas de la escuela opuesta. En muchos pasajes de las Pandectas se ve bien a Próculo desechar sobre un punto dado la opinión de Nerva, su maestro, bien a Javoleno o tal otro Sabiniano, abandonar, en ciertas circunstancias, la doctrina de su escuela y dar la preferencia a la de Próculo. Compréndese, por lo demás, que estas inclinaciones al eclecticismo debieron acrecentarse con el tiempO, y si los jurisconsultos de fines de este período refieren aún las controversias de las dos escuelas, es por lo común para anunciar a qué parte se inclinaba la opinión general, y sin declararse sectarios de la una más que de la otra.

De los treinta y seis jurisconsultos de este período, cuyos fragmentos poseemos en las Pandectas, los más ilustres son:

1° Gayo o Cayo, que escribió, como hemos dicho, en tiempo de Antonino el Piadoso y de Marco Aurelio, pero cuya vida es mucho menos conocida que sus obras;

2° Papiniano (Aemilius Papinianus), quien se ha llamado con frecuencia el príncipe de los jurisconsultos. Fue amigo y ministro de Séptimo Severo y prefecto del pretorio bajo Caracalla. Este emperador, habiendo hecho perecer a su hermano Geta, instó a Papiniano para justificar esta muerte ante el Senado, pero recibió de él esta célebre respuesta: Aliud parricidium est accusare innocentem, respuesta que salvó la muerte al gran jurisconsulto;

3° Paulo (Julius Paulus), que contemporáneo de Papiniano le sobrevivió y llegó a ser prefecto del pretorio;

4° Ulpiano (Domitius Ulpianus), que fue prefecto del pretorio bajo Alejandro Severo, y murió asesinado por las guardias pretorias, a quienes había irritado con sus reformas;

5° Modestino (Herennius Modestinus), discípulo de Ulpiano.

De los preciosos escritos de estos maestros de la ciencia nos queda, independientemente de los extractos insertos en las Pandectas y en algunas otras colecciones de que tendremos en breve ocasión de hablar:

1° Las Instituciones de Gayo, que descubrió Niebuhr en 1816 en un palimpsexto de la Biblioteca del cabildo de Verona; obra elemental qne presenta el cuadro más completo que tenemos del Derecho romano a fines del siglo II, y en que se han modelado las Instituciones de Justiniano;

2° El Liber regularum de Ulpiano, que los modernos llaman Fragmenta Ulpiani, porque no es enteramente completo;

3° Las Sententiae receptae de Paulo. Tenemos también algunos fragmentos de escritos del mismo tiempo, cuyos autores no son muy eonocidos, el uno, intitulado Veteris acti frag. de manumissionibus, nos ha sido conservado por el gramático Dositeo, y se encuentra, así como los demás anteriores, en la Ecloga juris civilis. Hase también encontrado en Verona con Gayo otro fragmento llamado Fragmentum veteris acti dejuri fisci, y que se atribuye a Paulo. En París se publicaron en 1823 otros fragmentos descubiertos por M, Maï en la Biblioteca del Vaticano con el título de Vaticana juris rom. fragmenta, y que han sido comprendidos en el Promptuarium juris civilis.


Notas

(1) Augusto, proclamado imperator, se había hecho conceder por el pueblo sucesivamente, y para siempre, el poder tribunicio y proconsular (R. 731), el poder consular (735) y la dignidad de pontífice supremo.

(2) Bajo el emperador Claudio fue cuando se dió el último plebiscito mencionado en Gayo y en Ulpiano, la ley Claudia, sobre la tutela de las mujeres.

(3) Bajo la República se había nombrado un prefecto de la ciudad, encargado de reemplazar momentáneamente a los cónsules cuando éstos se alejaban a la cabeza de los ejércitos. Augusto hizo esta magistratura permamente. El prefecto de la ciudad, cuya autoridad se aumentó con el poder imperial, concluyó por ser investido con casi toda la jurisdicción criminal en Roma y en un radio de cien millas en torno de la ciudad. Tuvo también el poder de conocer por apelación de los actos del pretor.

(4) Bajo la República, el titulo de ciudadano podia darse a un extranjero por una ley especial o por un Senado-Consulto, y a veces los generales recibían el derecho de crear ciudadanos. Bajo el imperio, el titulo que los modernos llaman la naturalización, era conferido por un decreto del emperador.

(5) Es decir, a los habitantes de origen libre, porque los libertinos no participaron de la plenitud de los derechos civiles, y sólo tuvieron la parte conferida antiguamente a los latinos, a los cuales fueron asimilados por la ley Junia Norbana (772). Asi, desde Caracalla, no hubo más latinos que los libertinos y sus hijos (Latinijuniani), como no hubo más peregrini entre los súbditos del imperio que los libertinos dediticios. (V. el tit. de los libertinos).

(6) Syla, queriendo volver violentamente la República a su antigua Constitución, y realzar el poder consular, rebajando el tribunado, restableció los comicios por centurias (Apiano, Bel. civ., I, 56), y tal vez es necesario considerar como leyes votadas en estos comicios las leyes Cornelia, que mencionamos aquí como dadas a propuesta de Syla. Sin embargo, estas leyes se ponen generalmente en el número de los plebiscitos. Como quiera que sea, es cierto que Pompeyo y los demás sucesores de Syla levantaron la potestad tribunicia y dieron a las asambleas por tribus y a los plebiscitos su preponderancia. Bajo los emperadores, no puede ser cuestión de los comicios por centurias, porque las centurias se referían a una organización del ejército que no existe. Gayo (L. § 99 y siguientes) habla de la abrogación, género de adopción que se hacía, dice, apud populum, populi auctoritate. (Véase también á UIpiano, tIt. XVIII, §2 y siguientes). Pero éste no era más que un simulacro, una de esas ocasiones en que era representado el pueblo por treinta lictores. En tiempo de Gayo y de Ulpiano no había ya comicios por centurias, ni aun comicios por tribus; aún menos comicios por curias.

(7) Un solo Senado-Consulto, el Macedoniano, parece haber tomado el nombre de un individuo por cuya ocasión se dió (Macedo).

(8) En la época a que hemos llegado, no había necesidad de ponerse en estado de clientela, es decir, de vasallaje para hacerse defender. Los abogados han reemplazado a los patronos, y cada uno se hace defender con su dinero. Las relaciones que suponía el patronato propiamente dicho no existen ya sino entre los libertinos y sus antiguos dueños.

(9) La ley o el Senado-Consulto de investidura, parece haberse llamado Lex Regia en recuerdo de la que confería el imperium á los antiguos reyes. En el siglo XIV se ha descubierto en Letrán una lámina de bronce, en la que está grabado el Senado-Consulto de investidura de Vaspasiano. (V. M. Giraud, Historia del derecho romano. p. 225).

Índice de Introducción histórica al estudio del derecho romano de M. Eugenio LagrangeSegundo periodoPrimera parte del Cuarto periodoBiblioteca Virtual Antorcha