Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XXIICAPÍTULO XXIVBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XXIII

La propiedad entre los Aztecas. Los calpullis


A los apuntes anteriores creemos que será importante añadir los que se refieran a nuestro país. Las investigaciones más prolijas de los historiadores y anticuarios, no han podido descubrir el origen de las poblaciones indígenas que ocupaban la inmensa extensión de la América desde los lagos del norte hasta las costas cercanas al Polo del Sur. En la mesa central de Anáhuac parece probable que hubo diversas tribus o familias que vinieron por el norte y que fueron suplantándose las unas a las otras o fundiéndose por los medios usuales en el mundo, que eran la invasión y la conquista. Las tradiciones conservan el nombre de un jefe chichimeca a quien llamaron Xólotl y le añadieron el título de Grande, que por sus talentos guerreros y por su política, fue el Guillermo el Conquistador y el Carlomagno de la raza indígena. Ese monarca se atribuyó, como lo habían hecho los romanos, los asiáticos y los germanos, el dominio y señorío de todas las tierras, y las fue repartiendo a sus capitanes y a nuevos colonos, con más o menos equidad. Lo más averiguado es que entre los indígenas, hubo razas más civilizadas las unas que las otras; que el norte, como en los días de la decadencia romana, arrojó también por la parte del continente americano sus razas guerreras y fuertes, y que éstas tenían nociones tan imperfectas sobre la propiedad, como los pueblos de Europa en los siglos que hemos recorrido, y su derecho era igualmente bárbaro y fundado exclusivamente en la fuerza. La última deducción que podemos hacer es que la propiedad territorial seguía condiciones semejantes o quizá peores que en los países de que por la fuerza de la guerra se apoderaban los bárbaros en la Europa.

La organización azteca o mexicana muy posterior a las diversas invasiones de los pueblos del norte, y que fue la que los españoles encontraron establecida en el siglo XVI, es la que nos presenta alguna regularidad en la propiedad territorial. La división más general y la más grande que encontramos es el calpulli. Era una porción más o menos extensa de tierra que desde tiempos que no se pueden designar fijamente, estaba concedida a una familia, a una tribu formada probablemente de parientes, o a cierto número de personas. Este ca/pulli tenía un jefe, y este jefe repartía las tierras para su cultivo entre las personas que formaban el calpulli. Ninguna de ellas tenían propiedad privada o individual, y es más que probable que cada año en el tiempo adecuado, se hiciesen algunos cambios y variaciones en la distribución de los terrenos. El que abandonaba el calpulli perdía todo derecho a participar de esa propiedad comunal, y los individuos pertenecientes a un calpulli no tenían derecho de ser admitidos ni considerados en otro, aunque sí el de tomar tierras en arrendamiento. Todos los versados en la historia antigua saben la sorprendente prontitud y destreza con que los aztecas cambiaban y trastornaban los linderos. Esto daba origen a reñidas disputas y largos pleitos entre los calpullis, que se dirimían por los medios que establecía la justicia, y de los que no nos ocupamos por ser ajeno de nuestro propósito, bastando decir que los jefes de los calpullis tenían un mapa exacto de la posesión, que ellos repartían las tierras y las arrendaban, dirimiendo y terminando de una manera patriarcal las cuestiones que sobre la propiedad territorial se suscitaban entre los miembros del calpulli (Zurita, Relación sobre las diferentes clases de jefes de la Nueva España).

En los tiempos más cercanos de que vamos hablando, los mexicanos, como dice Prescott, representaban en este continente el mismo papel que los romanos en el mundo antiguo. México, aliado con las monarquías de Texcoco y Tacuba, iba poco a poco invadiendo y conquistando otras provincias, y su sistema era el de confirmar en sus cargos a los jefes naturales en su autoridad, respetar los usos y las costumbres, y dejar a los vencidos en el libre uso de su propiedad comunal. Las cargas a que quedaban sujetas las provincias conquistadas eran la de ministrar un cierto número de hombres para la guerra, y la de cultivar una extensión de terreno que se reservaba y señalaba el conquistador, y entregar los productos de la cosecha por vía de tributo que recogian a su tiempo los oficiales reales. La corona, en consecuencia, en el curso del tiempo poseía muchas tierras, y así se explica el lujo y opulencia relativa de las tres monarquías aztecas. Los nobles poseían a su vez cierta extensión de propiedad territorial, y el cultivo de la tierra se hacía en lo general por los plebeyos que se llamaban macehuales. Imperfecto como es el sistema que brevemente hemos bosquejado, es en humanidad y en justicia, superior al de los romanos, y con los antecedentes que en los capítulos anteriores hemos expuesto, se puede hacer una comparación de las nociones primitivas que tuvieron sobre el trabajo, la cultura y la distribución de la propiedad territorial, dos pueblos antiguos colocados a gran distancia el uno del otro, y que permanecieron durante siglos sin ningún punto de contacto. El sistema y la legislación azteca, relativa a la propiedad, subsistió algunos años después de la Conquista.

El derecho público en el siglo en que comenzaron las expediciones a las Antillas, y en que se hizo la conquista de México y del Perú, estaba fundado en la conquista. El rey que conquistaba una tierra, cuyos habitantes no conociesen o no profesasen la religión cristiana, los consideraba por sólo este hecho como esclavos, y el territorio todo lo declaraba propiedad de la corona, de manera que en todas las adquisiciones que en las Indias y en la América hicieron las naciones de Europa, se puede decir que ésta era la regla general. El simple sentido común, y las más imperfectas nociones de la justicia, condenaban, sin embargo, este derecho bárbaro; así es que se trataba, como tantos otros actos criminales y absurdos, de legalizarlos con la sanción religiosa, y se buscaba por esto al Papa, el cual, por su parte, no quedaba descontento de ser el juez unas veces y otras el amigable componedor y el auxiliar con su influjo sobre otros príncipes, de los reyes que se disputaban la propiedad y el dominio de las tierras de los infieles. Ésta es la explicación verdadera de las donaciones pontificias, y no la de que los mismos reyes atribuyeran la propiedad a la Silla de Roma, como ligeramente han asentado durante muchos años diversos escritores que se han ocupado de estas materias.

Era la costumbre de esos tiempos y muchos los casos que se pudieran citar. Sixto IV en 1487 declaró que tocaban a la corona de Castilla las Canarias, y a la de Portugal Madera, las Azores y las islas de Cabo Verde, y así quedó terminada la cuestión que con motivo a conquistas y a descubrimientos promovió don Juan II de castilla (Bulario romano, tomo III, edición de Roma de 1743). La bula de Alejandro VI, de 4 de mayo de 1493, dirimió las nuevas cuestiones entre los reyes portugueses y españoles, declarando el derecho de los reyes católicos a todas las

tierras nuevamente halladas o que se descubriesen en adelante al occidente y mediodía, tirando una línea del polo ártico al antártico, distante de las islas Azores y Cabo Verde cien leguas al poniente y sur, de manera que todas las islas y tierra firme que se descubriesen desde dicha línea hacia occidente y mediodía, perteneciesen perpetuamente a los reyes de Castilla.

Sin embargo de la importancia que en ese tiempo tenía esa singular operación geodésica de Alejandro VI, todos los doctores educados en el curso del tiempo en las viejas universidades españolas, cuando se les pasaba a consulta algún expediente que tocase a los derechos territoriales de los soberanos españoles en las colonias, por ortodoxos que fueran, cuidaban de establecer clara y perfectamente que los títulos de propiedad de la corona procedían del derecho de conquista. Un trozo de un antiguo manuscrito, perteneciente quizás a los archivos de Simancas, nos demuestra la idea concisa y terminante de los jurisconsultos españoles.

Pues ahora, ¿quién podrá negar que los reyes de Portugal no necesitaban en lo temporal de otro título que el descubrimiento, pacificación, población y conquista de las nuevas tierras descubiertas o que se fuesen descubriendo a costa de su corona y a veces de la vida de sus vasallos? Así el motivo del recurso hecho por ellos a la Santa Sede, no fue el deseo de acumular otro título temporal cuando tenían uno tan propio y competente, sino una precaución necesaria tanto para libertarse de inquietudes extrañas de que otro príncipe acometiese a sus dominios, como para autorizarse en lo eclesiástico para plantear la fe y jerarquía de la Iglesia (Derecho de la Corona de España a los reinos de Indias).

Tal es lo que podría llamarse una disquisición histórica sobre el origen de la propiedad de los castellanos en estas tierras. Ella fue, en la realidad el de la ocupación y el de la conquista, y el primero que dio el título civil fue Hernán Cortés. En diversas ocasiones y Con diversos motivos, dice: Las tierras, los reinos que he conquistado para V.M.

En virtud de este título, más eficaz que la bula de Alejandro VI, los reyes españoles se atribuyeron la propiedad de todas las tierras conquistadas y descubiertas, y en el siglo XVI se volvió a presentar en México el mismo hecho que en los tiempos de la fundación de Roma, es decir, que el Estado reasumió toda la propiedad territorial, que formó un ager publicus.

Abarcaremos por las noticias incorrectas que existen, y por no poder alargar más este escrito, los principales hechos que sirvieron de base a la nueva organización territorial después de la Conquista, y a la distribución de la propiedad.

No habría mucho motivo para asombrarse si los reyes españoles que habían tratado de una manera tan cruel a los moriscos, hubiesen declarado esclavos a todos los indígenas del Nuevo Mundo y confiscado todas sus tierras a beneficio de los conquistadores. No procedían de otra manera los romanos, y los normandos lo hicieron en la Bretaña, y de una manera a poco más o menos idéntica, procedieron a ocupar la Europa las diferentes tribus bárbaras cuando sonó la hora final del Imperio romano.

Los primeros años de la invasión europea fueron duros y horribles por demás, para los infelices vencidos. La conciencia se subleva y se concibe un verdadero horror del bárbaro y anticristiano carácter de los conquistadores cuando se leen las narraciones que entonces o poco tiempo después escribieron los historiadores españoles.

Sería imposible de contar -dice Zurita-, la multitud de indios que han muerto durante las conquistas y los viajes de descubrimiento.

Se les obliga a trabajar -dice en otra parte, hablando de los indios-, desde que sale el sol hasta la noche, expuestos al frío riguroso de las mañanas y de las tardes, aunque haya viento, lluvia o tempestad, sin darles otro alimento más que pan podrido o tortillas duras. Duermen al aire, y se acuestan en el suelo desnudos y sin ningún abrigo.

Los trabajos a que dedicaban los españoles a los indígenas eran los de la agricultura, los de las minas y los de los descubrimientos, haciendo que caminasen largas distancias a pie cargados de un enorme peso. Es imposible, añade el mismo Zurita hablando de esto, el precisar el número de naturales que murieron en los puertos durante la construcción de los navíos del marqués para la expedición de Califomias.

Merced a los trabajos del infatigable Las Casas y a los religiosos de las diversas órdenes regulares que vinieron a México, la condición de los indios mejoró mucho, y entonces la corte de España creyó necesario dictar diversas leyes para la protección de los indios, leyes que se eludían frecuentemente o se interpretaban al antojo de la codicia y de los intereses de los españoles. Esto es, en compendio, lo que pasó con las personas; veamos lo más averiguado y verídico, relativamente a la propiedad territorial.

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