Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XXICAPÍTULO XXIIIBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XXII

Carácter de la propiedad eclesiástica - Decisión de los monarcas españoles


A la vez que los reyes españoles mostraban una rara energía para sostener sus prerrogativas reales, desplegaban una gran munificencia en todo lo concerniente a la religión católica. En el siglo XVII los conventos se multiplicaron en España de una manera tan notable, y sus riquezas eran tan prodigiosas, que las Cortes tuvieron queocuparse de estos negocios. Que había en España -decían-, 9088 monasterios, no contándose los de monjas, que iban metiendo con dotaciones, cofradías, capellanías o con compras, a todo el reino en su poder. (Céspedes, Historia de Felipe IV). Igual cosa se podía decir que pasaba en diversas ciudades de Europa, pues en todas ellas se había hecho, por medios semejantes, una grande acumulación de propiedad, que constituía una res sacrae.

Debemos consignar un hecho remarcable, y es que mientras la aristocracia eclesiástica y la aristocracia civil habían ligado estrechamente sus intereses e instituciones, los hombres de buena fe, que no faltan en todas épocas, inspirados del espíritu que animó a los padres de la Iglesia en los siglos III y IV, trataban de separar esa unión que con el tiempo debía ser muy funesta, y restablecer la pobreza y la caridad evangélicas. Los reformadores de las órdenes monacales, y los fundadores de otras nuevas, tenían las mismas máximas de pobreza que se establecieron en los primeros tiempos, y los religiosos que vinieron a la Nueva España en los siglos XVI y XVII, trajeron por toda riqueza unos hábitos polvosos y raídos, y fue necesario que de limosna se les concedieran los primeros solares en que fundaron sus conventos. En el curso del tiempo la acumulación de la res sacrae se formó en México por procedimientos y medios absolutamente idénticos a los que se usaron en España.

Pudiéranse añadir datos y ejemplos que llenarían tomos enteros; pero la simple lectura de los pocos que se han reunido, nos conducen a convenir en diferentes conclusiones:

1a. La propiedad que en conjunto han poseído las comunidades o cuerpos religiosos, forma una propiedad de un carácter especial y enteramente diferente de la propiedad individual.

2a. La aglomeración de propiedad hecha por la comunión cristiana del siglo III en adelante, t1ene, conforme a las reglas de derecho, una identidad muy notable, con la que los romanos llamaban res sacrae.

3a. La propiedad acumulada y que después ha sido llamada bienes eclesiásticos, no ha sido individual según la doctrina de los padres de la Iglesia y las decisiones posteriores de algunos concilios, de manera que ni obispos, ni clérigos, ni monjes, han debido ni podido poseer nada individualmente.

4a. No siendo individual, ha subsistido bajo el patronato del gobierno civil.

5a. Una vez que las instituciones religiosas formaron parte de las instituciones civiles de diversos pueblos cristianos, los soberanos consideraron la res sacrae como perteneciente a la comunidad civil, y para todas las decisiones la trataron en derecho de la misma manera que la res publica o bienes del Estado.

6a. Como hemos visto que los miembros de la Iglesia se mezclaron en el curso de los siglos de una manera directa en la elección de los reyes, en los cambios de la política y en las largas y sangrientas guerras, ya contra del Oriente, ya en las que ha habido en las naciones de Europa, han tenido que seguir de la misma manera que los gobiernos civiles las alternativas de la política, sucumbiendo unas veces, dominando otras, y obteniendo la protección de unos Estados o sufriendo la persecución de otros.

Ya hemos referido las desamortizaciones hechas por Carlomagno y por los reyes y príncipes que tomaron parte en las cruzadas. En el siglo XIII las iglesias de Alemania fueron literalmente saqueadas, y los concilios celebrados en esa época no hablan más que de incendios, de rapiñas y de violencias cometidas con perjuicio de la Iglesia. Toda la Edad Media, que se ha querido hacer pasar a nuestros ojos como la más religiosa, fue un tiempo de lucha de la Iglesia contra la violencia. En Francia y en Inglaterra se cometían los mismos excesos, y como prueba también del carácter especial de esta propiedad, se puede citar en el siglo XIII un decreto del Parlamento de Inglaterra, que dispuso que las corporaciones religiosas no pudieran adquirir ninguna clase de bienes sin la autorización del rey. El Papa Pascual II renunció a todos los bienes temporales de la Iglesia, porque ellos impedían al clero consagrarse a sus trabajos espirituales. En Inglaterra, mezclada la religión estrechamente con la política, tanto los católicos como los protestantes sufrían las consecuencias de la intolerancia de los monarcas, ya papistas, ya protestantes, que alternativamente y por un largo periodo ocuparon el trono.

La católica España no quedó atrás en toda esa práctica que ha venido a constituir la res sacrae en una extraña especialidad, sujeta enteramente a las decisiones de la ley civil y a los cambios de la política de las naciones.

Carlos V se apoderó de una parte de los bienes de las órdenes militares; Felipe II vendió los bienes de muchas iglesias, y el Papa, a quien por ceremonia se le pedía permiso, no dejaba nunca de concederlo, quizá para no entrar en esta intrincada cuestión que dura hasta el día.

Pues que la propiedad que se llama bienes de la Iglesia, aunque parezca extraño, no es de nadie porque no es individual, y moralmente es de los pobres, ¿quién tiene el derecho de ser el tutor de ella? ¿El pontífice que representa a Dios en la tierra, o el soberano temporal que representa la autoridad civil y está llamado a entender y a legislar en todas las cosas materiales?

Carlos III Y su sucesor Carlos IV, a quien llamaba el pueblo español el piadoso monarca, se encargaron de resolver oficialmente esta cuestión.

Carlos III declaró que los diezmos pertenecían a su real corona, gravó con el 15 por ciento de amortización a todas las adquisiciones de la mano muerta; y por último, aplicó a la corona todos los bienes de los jesuitas que había en España y en las colonias. Fue, quizá, la desamortización más considerable de que hay memoria en la historia, y la energía, firmeza y audacia del conde de Aranda fue tal, que hasta la misma Inquisición tembló, y desde 1746 a 1759, no se atrevió a quemar más que a diez personas.

En lo que se llaman principios, Carlos IV fue más claro y más explícito, y declaró que todos los bienes que su augusto padre había ocupado, eran de su real patrimonio, que por muy útil que fuese el destino que se daba a los bienes eclesiásticos, era mejor dedicados al servicio del Estado, y que desde la fecha en que dictaba su disposición en adelante, los bienes de temporalidades debían considerarse como de su real patrimonio (Real cédula de 19 de septiembre de 1798).

Se viene en conocimiento por todo esto, que la propiedad eclesiástica ha sido acumulada de una manera especial y privativa, por decirlo así, debiéndose toda la protección reglamentaria a la influencia, o más bien dicho, al participio directo que la jerarquía de la Iglesia ha tomado en los asuntos de los laicos, y que la absorción por los Estados o por los reyes de esta misma propiedad, ha sido también por medio de procedimientos especiales y privativos que han representado la reacción laica contra el dominio temporal del clero, sin que nada de esto haya tenido que ver con las reglas comunes y establecidas respecto de la propiedad privada de los ciudadanos. Todas estas acumulaciones y absorciones están señaladas en la historia como grandes acontecimientos que han cambiado las dinastías, encendido largas guerras y hasta variado geográficamente las grandes divisiones territoriales. Es una antigua, larga y laboriosa discusión en que la fuerza civil o el derecho de los laicos ha venido a prevalecer contra las armas espirituales de la Iglesia, y los pontífices dotados de cierta dosis de filosofía y de prudencia, han venido en el curso del tiempo a sancionar cuando menos con su silencio los hechos.

En política, y aun juzgando la cuestión conforme a las reglas de ese derecho privativo y especial de que hemos hablado, la cuestión está resuelta ya, y Laboulaye (Los monjes de occidente, Estudios morales y políticos), con un espíritu de reflexiva imparcialidad, la trata y la resuelve definitivamente en pocas líneas en el sentido civil.

En el sentido religioso, en lo interno de la conciencia del católico ortodoxo, no hay otra manera de resolverla sino como lo hicieron David y Salomón al fundar con todas sus riquezas el templo magnífico de Jerusalén.

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