Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XVCAPÍTULO XVIIBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XVI

Continuación del capítulo precedente - Rousseau - Declaración de los derechos del hombre - Sieyes - Loustalot - Desmoulins


Tenemos, pues, que detenernos en Rousseau. Jamás ha sido posible a los hombres en ninguna parte y en ninguna época del mundo, formar un contrato como lo hacen dos personas, y vivir y gobernarse con tales o cuales condiciones, y antes bien en el terreno de los hechos, la usurpación, la fortuna, la intriga, y no pocas veces los vicios más degradantes, han dominado las sociedades; pero poniendo a un lado la inexactitud o la ficción que encierra el título, debemos buscar en El contrato social, más que otra cosa, el espíritu del derecho constitucional, que parecía extraño a los grandes, a los reyes, y aun muchos sabios de la época.

Rousseau ha tenido en el mundo muchos prosélitos y discípulos tan fanáticos, que han abdicado toda la independencia de su carácter para no pensar sino con los libros del filósofo de Ginebra, así como toda la gran comunión de creyentes ortodoxos lo consideran como una personificación de las doctrinas más perversas. Ni lo uno ni lo otro. Rousseau era, no un escritor, sino un pensador. La fama y la influencia de los escritores dura lo que su vida. Los pensadores todavía más que en vida después de su muerte, influyen constantemente en los destinos de las sociedades, y al cabo de dos mil años todavía nos están sirviendo de ejemplo los escritores latinos del siglo de Augusto.

En El contrato social debe verse no lo hipotético y lo puramente teórico, sino el recuerdo práctico y metódico de ciertas reglas que, observadas, restablecían la independencia y la libertad perdida de los ciudadanos ante tantos años de guerras y de absolutismo. Ni Rousseau ni Voltaire eran republicanos, ni siquiera demócratas; pero sin pretenderlo establecieron para lo futuro en todo el mundo las baeS de una organización liberal que en la práctica debía concluir por la democracia.

Como hemos rápidamente citado algunos de los principios en que Grecia fundó su derecho público, citaremos también las principales bases del derecho constitucional, establecido en El contrato social, único ensayo serio que acaso pueda citarse después de la Carta Magna, que quedó encerrada en el recinto de las Islas Británicas.

Pretendo indagar -dice Rousseau-, si en el orden civil puede haber alguna regla de administración legítima y segura, tomando a los hombres tales cuales son y a las leyes tales como podían ser.

El hombre nació libre, y sin embargo, en todas paltes está encadenado.

Convengamos en que la fuerza no es el derecho.

Renunciar a la propia libertad es renunciar a la cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad, y aun a sus propios deberes. Un pueblo conquistado ningunas obligaciones tiene hacia su opresor, obedece únicamente en tanto que la fuerza le obliga a ello.

El soberano no está formado sino de los particulares que lo componen.

Conceder a la necesidad y al trabajo los derechos del primer ocupante, no es extenderlos más allá de los límites que pueden tener. ¿Bastará poner el pie en un terreno para pretender erigirse en dueño? ¿Bastará tener la fuerza para arrojar por un momento a los hombres que lo poseen, para quitarles el derecho de volver alguna vez a su heredad?

Llamo República a todo Estado regido por las leyes, cualquiera que sea la forma de la administración, porque entonces solamente el interés público gobierna.

Si se trata de indagar en qué consiste precisamente el mayor bien de todos, que debe ser también el fin de todo sistema de legislación, se encontrará que se reduce a dos objetos principales: libertad e igualdad.

El soberano no tiene más fuerza que el poder de las leyes. No puede obrar sino en virtud de las leyes. Las leyes no son más que el acto auténtico de la voluntad general.

Rousseau no creía en nada, en el sentido absoluto. La duda era el fondo de su carácter y la perfección su objeto ideal, lo mismo en la educación de un niño que en la formación de un Estado.

Si hubiese -decía-, un pueblo de dioses, sin duda se gobernaría democráticamente.

A pocas líneas la duda sobre la posibilidad de la monarquía, Se presentaba a su espíritu, y su pluma tenía que escribir algo.

Para que un Estado monárquico pueda ser bien gobernado, sería menester que su grandeza y su extensión fuesen a la misma medida que las facultades del que gobierna. Es más fácil conquistar que administrar.

Sus dudas respecto de los dos sistemas de gobierno, concluían con una doctrina triste y fatal para una gran parte de la humanidad; pero no por eso menos cierta: LA LIBERTAD NO ES UN FRUTO DE TODOS LOS CLIMAS, NI ESTÁ AL ALCANCE DE TODOS LOS PUEBLOS.

Borremos todo el resto de El contrato social, y con las doctrinas que acabamos de copiar basta para establecer la mejor de las Repúblicas y el más sujeto de los gobiernos.

Rousseau y Voltaire prepararon la tierra y depositaron las semillas de donde brotó la Revolución francesa y que fue necesario regar con sangre humana. Todavía presenta un extraño problema. ¿El mundo dio a causa de la Revolución el gran salto que lo separaba de la verdad y de la civilización, o los torrentes de sangre desde 93 hasta hoy, han corrido inútilmente, dejando a las sociedades con instituciones de diversos nombres, pero con los mismos vicios, tiranía y defectos del antiguo régimen?

Sea de esto lo que fuere, en la forma, el derecho constitucional hizo un poderoso avance en las monarquías. Es una de sus importantes jornadas, y tenemos necesariamente que señalarla.

Dejando que cada uno forme el juicio filosófico de la Revolución francesa que más acomode a su conciencia, ella presenta un hecho grandioso, y es la declaración de los derechos del hombre en 1789, formando parte de la constitución del Estado encabezando de una manera imperecedera el derecho constitucional. No es que esos derechos del hombre fuesen una cosa nueva ni hubiesen dejado de hablar de ellos los filósofos, sino que ni Roma ni Grecia, ni ninguna otra nación de la Antigüedad, había formulado su política ni constituido su Estado, comenzando por sentar como una religión infalible esas doctrinas. Hoy nos parece que estOS derechos debieron consignarse hace dos mil, hace mil añoS, por lo menos, en la fórmula matemática, necesaria para la existencia de las naciones.

La Carta Magna era acaso una concesión local arrancada al tiranuelo de una isla; los derechos del hombre proclamados por la Asamblea francesa; fueron la gran voz de la civilización que resonó en los dos polos del mundo. Ésta es la gloria de la Revolución y de la Francia.

La Constitución política cambió; el espíritu de ella quedó vivo. Es la base y también el fundamento de las constituciones modernas. La Asamblea Nacional abrió sus sesiones, declarando en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los derechos del hombre y del ciudadano.

1° Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden tener fundamento sino en la utilidad común.

El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro. Así los derechos naturales de cada hombre no tienen más límites que los que aseguren a los otros miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos. Los límites serán determinados por la ley.

La ley no puede impedir más que los actos perjudiciales a la sociedad. Todo lo que no está prohibido por la ley se entiende permitido.

Ninguno debe ser molestado por sus opiniones, aun las religiosas, con tal que su manifestación no turbe el orden público.

La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones, es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente, quedando responsable del abuso de esta libertad en lo casos que determine la ley.

Ningún hombre puede ser acusado, preso ni detenido, sino en los casos prevenidos por la ley, según las formas prescritas. Los que soliciten, expidan, ejecuten o hagan ejecutar estas órdenes arbitrarias, serán castigados.

Sin necesidad de leer dos veces esta declaración, y poniendo aparte los demás artículos que se refieren a los derechos políticos, a primera vista se conoce el inmenso adelanto, la justicia, la claridad de las doctrinas referentes a la propiedad. Es el código de la propiedad al mismo tiempo que el fundamento del derecho constitucional.

Abolida para siempre la esclavitud, quedó garantizada la propiedad del trabajo.

Declarado libre el ejercicio de la palabra y del pensamiento, quedó asegurada plenamente la propiedad de las facultades morales del hombre.

Consignado el precepto de que nadie pueda ser preso ni detenido sin causa justa y determinada por la ley, quedó asegurada la propiedad de todos los elementos físicos del hombre.

Establecido como un derecho general el de la propiedad, quedó asegurada la propiedad territorial, sin que pudiese jamás pensarse en ninguna ley agraria tomada en el equivocado y torcido concepto que a estas divisiones territoriales romanas daban los hombres de 89, y damos todavía los hombres de 69.

El sentido de la discusión en la Constituyente confirma nuestra apreciación. No vamos a trasladar todos los discursos; bastarán, para conocer los pensamientos de los hombres de la época, unos cuantos renglones.

El abate Sieyes definía así una de las declaraciones que acabamos de citar, y esta definición es, quizá, la que más conviene para nuestra defensa, el punto más culminante de la historia de la propiedad.

Es libre -decía-, el que tiene la seguridad de no ser inquietado en el ejercicio de su propiedad personal y en el uso de su propiedad real. La propiedad de su persona es el primero de sus derechos. De este derecho natural y primitivo se deriva la propiedad de las acciones y del trabajo, porque el trabajo no es más que el uso útil de sus facultades. La propiedad de los objetos exteriores o la propiedad real no es más que una consecuencia o una extensión de la propiedad perspnal.

¿Cuáles son los límites de la libertad ...? Los límites de la libertad individual, respondía, terminan desde el momento en que empieza el daño de otro. Una sociedad en la cual un hombre fuese más o menos libre que otro, seguramente estaría muy mal organizada. La sociedad -decía Mirabeau-, no se ha establecido para aniquilar nuestros derechos naturales, sino antes bien, para asegurar su ejercicio.

Loustalot, que redactaba un periódico titulado Las Revoluciones de parís, formulaba con una admirable claridad su pensamiento:

La libertad individual consiste en que cada particular no pueda ser molestado en su persona y en sus bienes, ni por el Poder Ejecutivo ni por sus agentes, ni por los ministros y oficiales, sean civiles, municipales o militares.

En Una historia de la Revolución, publicada en ese tiempo por dos amigos de la libertad, estaba también definido de una manera categórica el derecho de propiedad:

¿Qué se entiende por ser libre? Es tener la propiedad de su persona, de sus acciones y de sus bienes, bajo el único imperio de las leyes, que es lo que constituye la libertad civil.

Camilo Desmoulins rechaza con la misma firmeza las acusaciones que se hacían contra la revolución.

¿Qué, exclama, haría la nobleza si ocurriese a la pluralidad de la Francia tener una ley agraria, sería necesario que el resto de ella se dejase despojar?

La posibilidad de una ley agraria, responde Camilo, no es, como vos creéis, una consecuencia del principio.

La sociedad no tiene más derechos que los que le han dado los asociados. ¿No sería una cosa absurda pretender que los hombres que se han reunido en sociedad para defenderse de los ladrones, les diesen el derecho de despojarlos? No hay ningún poder sin límites en la tierra, ni aun en el cielo. ¿No reconocemos todos que la Divinidad misma no podría atormentar al inocente? Sobre la voluntad general hay el derecho natural. El derecho de hacer una ley agraria no puede jamás pertenecer a la mayoría.

Tales eran las doctrinas y fundamentos del derecho constitucional francés, y cualquier cosa que añadiéramos sería débil y pálida, comparada con la fuerza de las doctrinas que acabamos de copiar, y con el prestigio y quizá misterioso temor con que han llegado hasta nosotros los nombres de los revolucionarios de 89 y 93.

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