Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XICAPÍTULO XIIIBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XII

Estado de la civilización en los siglos XV y XVI - Ataques a la propiedad - Sus resultados


Es difícil que un lector cualquiera que viva en medio del siglo XIX, pueda comprender que trescientos años antes de su nacimiento, el espíritu público estuviese todavía hundido en las más espesas tinieblas. Así comienza Buckle uno de los capítulos de su admirable obra sobre la civilización de Inglaterra, y más adelante añade que considera que realmente desde el reinado de Carlos II, con todo y los defectos personales del monarca, comenzó la era de la civilización, y durante ese periodo se cuentan algunas reformas más útiles que cuanto se hizo en el suelo de la Bretaña doce siglos antes.

Apenas basta la reflexión más prolija para comprender la lentitud y dificultades con que ha marchado y marcha en el mundo la civilización moral, interrumpida en su camino natural por los malos instintos de los hombres.

En los siglos xv y XVI la navegación, las artes, y aun las ciencias, habían hecho notables progresos. Colón había descubierto ya la América; Magallanes y Vasco de Gama, habían hecho sus prodigiosos viajes marítimos; Leonardo de Vinci, Rafael, Tiziano y Rubens, habían pintado sus telas; Harvey había descubierto la circulación de la sangre; Baffin había explorado las regiones polares; el movimiento de los astros y la posición de las estrellas habían sido determinados por los astrónomos, y sin embargo, todo lo que se refería a los actos morales, al sistema de gobierno, a los derechos naturales del hombre, estaba cubierto con el denso velo de las tinieblas y de la superstición. Los reyes católicos, tan célebres por su bondad y sentimientos religiosos, apenas acababan de tomar a Granada, cuando decretaron bárbaramente la expulsión de todos los moros y las confiscación de sus bienes. Algunos historiadores hacen subir hasta ochocientas mil el número de las personas que fueron arrojadas de España, Y privadas de sus propiedades, y este hecho, ejecutado por los que conocían las doctrinas del Evangelio, es más horrible que todas las proscripciones y confiscaciones de Mario y de Sila.

Entre los años de 1520 a 1550, cosa de cien mil personas acusadas de herejía fueron quemadas, ahorcadas o enterradas vivas en los Países Bajos, confiscándoseles todos sus bienes; y Carlos V, pocos días antes de su muerte, recomendaba que no se perdonase a ningún hereje y se quemasen o ahorcasen a todos. El duque de Alba se jactaba de haber condenado a muerte más de dieciséis mil herejes.

En 1609, bajo el reinado de Felipe III, se registra una expoliación más escandalosa y otro acto de barbarie más inaudito. Más de un millón de habitantes, que llamaban moriscos, pacíficos, industriosos, y una parte de ellos ricos a fuerza de perseverancia y de trabajo, fueron expulsados de España y maltratados, asesinados en el camino y echados al mar en la travesía. Los que lograron llegar a las costas de África fueron robados y asesinados por los beduinos.

La situación moral de Inglaterra, la nación hoy más adelantada en las prácticas del derecho civil, no era por cierto más lisonjera a juzgar por las reformas obtenidas durante el reinado de Carlos II. Fue entonces cuando se derogó la bárbara ordenanza que facultaba a los obispos y a sus subdelegados para quemar vivos a todos los que no tuviesen la misma religión que ellos. Entonces se reconoció también el derecho del pueblo para no poder ser gravado con contribuciones, sino por medio de sus representantes. En virtud del habeas corpus, se aseguró la libertad individual, y el estatuto llamado de los Fraudes y Perjurios, dio a la propiedad privada ciertas garantías de que hasta entonces no había gozado.

Pero las mismas naciones eran víctimas de la ignorancia y se extraviaban en las espesas tinieblas que envolvían a la razón humana. Todas esas grandes expoliaciones, todos esos ataques bárbaros a la propiedad, no quedaron impunes. Las ciudades de España se convirtieron en desiertos, la yerba creció en las calles, el comercio se retiró y la desconfianza se apoderó de todas las gentes; grandes partidas de salteadores se establecieron en las sierras y en los desfiladeros; las gentes se morían literalmente de hambre en las cercanías de Madrid, y esta plaga horrible invadió por fin la capital, llegando las cosas al punto que tuvo que salir el condestable de Castilla acompañado de una fuerza armada y del verdugo para obligar a los campesinos a que llevasen algunas provisiones a las ciudades. Hacia el fin del siglo XVII, más de las dos terceras partes de las casas de las, en otro tiempo, opulentas ciudades de España, caían en ruinas. Los esqueletos de los moriscos esparcidos en las playas africanas se vengaban de la barbarie de los españoles.

Los demás reinos de Europa no estaban en mejores condiciones, y tal era en lo general el estado del mundo que se llamaba civilizado en esa época. Ni los judíos, ni los moriscos, ni los herejes, ni los simplemente sospechados de herejía, eran propietarios. Se les sorprendía en las tinieblas de la noche, se les arrojaba a un calabozo, y familias que eran opulentas amanecían al día siguiente en la miseria, sin que hubiese ni tribunal ni autoridad alguna que pudiese oír sus quejas. La Inquisición reasumía y absorbía todo, hombres, mujeres, cosas, bienes. Con semejantes instituciones y con un atraso quizá mayor que el que había diez siglos antes, el derecho romano, y los mismos códigos bárbaros, se habían olvidado, y el imperio de la superstición y de la tiranía regulaban las leyes civiles relativas a la propiedad particular. Es fácil concebir, echando una ojeada a este sombrío cuadro, que la propiedad no ha podido ser ni la obra ni la hechura de la ley civil, cuando ésta ha atropellado todos los derechos de la naturaleza y de la justicia. La propiedad existe en su determinación general por sí sola, antigua, respetable, imperecedera, mientras haya sociedades humanas. La ley civil la ataca unas veces, la arranca de unas manos para pasarla precisamente a otras, la protege y la sanciona en las épocas de mayor adelanto y cultura, y la modifica únicamente en los términos justos y estrictos en cuanto no dañe a otros o interrumpa las leyes de la libertad y derechos individuales y comunales.

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