Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXIX

Del modo de componer las leyes.


I. Del espiritu del legislador. II. Continuación de la misma materia. III. Las leyes que al parecer se apartan de las miras del legislador, suelen conformarse a ellas. IV. De las leyes que contrarian las miras del legislador. V. Prosecución de la misma materia. VI. Las leyes que parecen idénticas no producen siempre el mismo efecto. VII. Continuación de la misma materia. Necesidad de componer bien las leyes. VIII. Las leyes que parecen iguales no siempre han tenido igual motivo. IX. Las leyes griegas y romanas castigaron el homicidio de sí mismo sin fundarse en los mismos motivos. X. Leyes al parecer contrarias, suelen tener el mismo fundamento. XI. De qué modo pueden compararse dos leyes diversas. XII. De cómo las leyes que parecen iguales suelen ser a veces diferentes. XIII. Las leyes no deben separarse del objeto para que se hicieron. De las leyes romanas acerca del robo. XIV. Las leyes no deben separarse de las circunstancias en que se hicieron. XV. Es bueno a veces que una ley se corrija a sí misma. XVI. Cosas que deben ser observadas en la composición de las leyes. XVII. Mala manera de dar leyes. XVIII. De las ideas de uniformidad. XIX. De los legisladores.


CAPÍTULO PRIMERO

Del espíritu del legislador

Lo digo, y me parece no haber escrito esta obra sino para probarlo: el espíritu de la moderación debe ser el que inspire al legislador; el bien político, lo mismo que el bien moral, está siempre entre dos límites. He aquí el ejemplo.

Para la libertad son necesarias las formalidades de la justicia. Pero podrían ser tantas, que contrariasen la finalidad de las leyes que las hubieran establecido, y los procesos no tendrían término; la propiedad de los bienes quedaría dudosa; daríase a una de las partes, por falta de atento examen, lo que perteneciera a la otra, o se arruinaría a las dos a fuerza de examinar.

Los ciudadanos perderían su libertad y su seguridad; los acusadores no tendrían medios de convencer ni los acusados de justificarse.


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CAPÍTULO II

Continuación de la misma materia

Discurriendo Cecilio, en Auto Gelio (1), acerca de la ley de las Doce Tablas, que permitía al acreedor descuartizar a su deudor insolvente, justifica esta cruel disposición por su misma atrocidad, la cual evitaba que nadie tomara a préstamo lo que excediera de sus facultades (2). ¿Serán, pues, las leyes más duras las mejores? ¿Consistirá lo bueno en el exceso, destruyendo toda proporción entre las cosas?


Notas

(1) Libro XX, cap. I.

(2) Cecilio no había visto ni leido nunca, según dice, que se aplicara semejante ley; puede ser que ni siquiera se hubiese establecido. Algunos jurisconsultos han opinado, y es muy verosímil, que la ley de las Doce Tablas hablaba de descuartizar o dividir el precio del deudor, no al deudor mismo.


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CAPÍTULO III

Las leyes que al parecer se apartan de las miras del legislador, suelen confórmarse a ellas

La ley de Solón, que declaraba infames a los que en una sedición no se sumaban a ningún partido, ha parecido muy extraordinaria; pero han de tenerse en cuenta las circunstancias por que Grecia atravesaba entonces. Dividida en Estados muy pequeños, era de temer. que en una República perturbada por las discordias civiles se llevaran las cosas al extremo si las personas prudentes se desentendían.

En las sediciones que ocurrían en los pequéños Estados, tomaba parte la ciudad entera. En nuestras modernas y grandes monarquías, los partidos están formados por pocas personas y el pueblo puede permanecer inactivo, por lo que es natural atraer los sediciosos al grueso de los ciudadanos en lugar dé ser los ciudadanos atraídos por los sediciosos. En las pequeñas Repúblicas se debe hacer que el escaso número de personas tranquilas y discrétas se unan a los sediciosos: la fermentación de un líquido puede quizá detenerla una gota de otro.


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CAPÍTULO IV

De las leyes que contrarían las miras del legislador

Hay leyes que el legislador no ha meditado mucho y le resultan contrarias a lo que se proponía. Las que establecen, en Francia, que si muere uno de los dos pretendientes a un beneficio se le dé al superviviente, buscan sin duda el evitar litigios o cortarlos; pero resultan contraproducentes, pues vemos a los eclesiásticos embestirse como perros dogos y batirse hasta la muerte.


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CAPÍTULO V

Prosecución de la misma materia

La ley de que voy a hablar está en el juramento que nos ha conservado Esquines (1): Juro no destruir jamás ninguna ciudad de los Anfictiones ni desviar sus aguas corrientes; si algún pueblo osase nacer algo parecido, le declararé la guerra y destruiré sus ciudades. La segunda parte de esta ley, que parece confirmación de la primerá, en realidad la contradice. Anfictión quiere que no se destruyan jamás las ciudades griegas, y su ley amenaza con la destrucción de las mismas. Para establecer un buen derecho de gentes entre los Griegos, hacía falta acostumbrarlos a pensar que era cosa nefanda el destruir una ciudad de Grecia; no se debía destruir ni aun a los destructores. La ley de Anfiction era justa, mas no prudente, lo que se prueba con el abuso mismo que se hizo de ella. ¿No consiguió Filipo que se le autorizara para destruir ciudades so pretexto de que habían infringido las leyes de los Griegos? Anfictión hubiera podido señalar otras penas, como, por ejemplo, ordenar que algunos magistrados de la ciudad destructora, o cierto número de jefes del ejército destructor, pagaran con la vida su delito; que el pueblo destructor no gozara, por algún tiempo, de los privilegios de los Griegos; y que hubiera de satisfacer una multa hasta que se restaurara la ciudad destruída. La ley debía buscar, ante todo, la reparación del daño.


Notas

(1) De falsa legatione.


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CAPÍTULO VI

Las leyes que parecen idénticas no producen siempre el mismo efecto

César prohibió que nadie guardara en su casa más de sesenta sestercios (1). Esta ley se consideró muy oportuna en Roma, para conciliar a los deudores con los acreedores, porque obligando a los ricos a prestar a los pobres, facilitaba a los pobres la manera de satisfacer a los ricos. Una ley idéntica se hizo en Francia en tiempo del sistema y resultó funesta, pero fue por haberla dictado en circunstancias horrorosas. Después de haber quitado todos los medios de colocar el dinero, sé suprimió hasta el recurso de guardarlo en casa, lo cual equivalía a quitarlo por la fuerza. La ley de César tenía por objeto que el dinero circulara. El objeto de la de Francia era acapararlo. El primero, César, dió por el dinero fincas o hipotecas de particulares. El ministro de Francia no daba por él más que efectos sin valor; y no podían tenerlo por su naturaleza, puesto que la ley obligaba a tomarlos.


Notas

(1) Dion, lib. XLI.


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CAPÍTULO VII

Continuación de la misma materia. Necesidad de componer bien las leyes

La ley del ostracismo rigió en Atenas, en Argos y en Siracusa (1). En esta ciudad causó bastantes males porque fue dictada. de una manera imprudente. Los principales ciudadanos se desterraban unos a otros poniéndose una hoja de higuera (2) en la mano (3); de suerte que los hombres de algún mérito abandonaron los negocios. En Atenas, donde el legislador había comprendido la extensión y límites que debía dar a su ley, fue el ostracismo cosa admirable: no se aplicaba nunca más que a una sola persona, y requería tal número de sufragios que era difícil desterrar a alguno como su ausencia no fuera verdaderamente necesaria.

No era cosa de todos los días, pues se desterraba solamente cada cinco años; como que el ostracismo no debía aplicarse a todo el mundo, sino precisamente a los grandes personajes que se hacían peligrosos.


Notas

(1) Aristóteles, República, lib. V, cap. III.

(2) Según Plutarco, una hoja de olivo; lo mismo dice Diodoro de Sicilia, lib. XI.

(3) Plutarco, Vida de Dionisio.


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CAPÍTULO VIII

Las leyes que parecen iguales no siempre han tenido igual motivo

Se han tomado en Francia casi todas las leyes romanas relativas a sustituciones; pero la razón, en Francia, no es la misma que se tuvo en Roma. Entre los Romanos, iban unidos a la herencia algunos sacrificios que había de ejecutar el heredero, y que estaban regulados por el derecho de los pontífices (1). Esto fue causa de que miraran como deshonroso el morir sin herederos y de que instituyesen herederos a los esclavos e inventaran las sustituciones. La sustitución vulgar, que fue la primera de todas y no tenía efecto sino cuando el heredero sustituído no aceptaba la herencia, es prueba de lo que digo; su objeto no era perpetuar la herencia en una familia del mismo nombre, sino encontrar alguno que la aceptara.


Notas

(1) Cuando la herencia estaba muy gravada, se eludia el derecho de los pontífices con ciertas ventas, de donde vino la frase sine sacris haereditas.


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CAPÍTULO IX

Las leyes griegas y romanas castigaron el homicidio de sí mismo sin fundarse en los mismos motivos

Debe castigarse, dice Platón (1), al hombre que mata a aquel que le está más estrechamente unido, es decir, al que se mata a sí mismo, no por orden del magistrado ni para librarse de la ignominia, sino por flaqueza de ánimo. La ley romana castigaba esta acción cuando no se había ejecutado por debilidad, por cansancio de la vida, por no poder soportar el dolor, sino por la desesperación a consecuencia de algún crimen. La ley romana absolvía cuando la ley griega condenaba, y condenaba cuando la otra absolvía.

La ley de Platón se inspiraba en las instituciones de Lacedemonia, donde las órdenes del magistrado eran absolutas, donde se reputaba la ignominia como la mayor de las desgracias, dónde la debilidad era el más grave delito. La ley romana se diferenciaba mucho de tan hermosas ideas, no siendo otra cosa que una ley fiscal.

En tiempo de la República no había en Roma ninguna ley que castigara a los suicidas; los historiadores citan siempre los suicidios como acciones laudables, y no vemos en ningún autor que se castigara a los que los cometían (2).

En tiempo de los primeros emperadores, las familias más distinguidas eran sin cesar exterminadas por medio de las sentencias de los tribunales. Se introdujo entonces la costumbre de eludir el fallo condenatorio dándose la muerte, lo que ofrecía ventajas muy apreciables: obteníase el honor de la sepultura, no concedido a los ejecutados, y se lograba que fuese cumplido el testamento (3). Provenía todo ello de que en Roma no había ley civil contra los que se mataban. Pero luego, cuando los emperadores se hicieron tan avaros como antes habían sido crueles, privaron a las personas de que deseaban deshacerse, del medio que tenían para conservar sus bienes, declarando delito el suicidarse por el remordimiento de haber perpetrado otro crimen.

Es tan cierto que no fue otro el motivo, que los emperadores consintieron en no confiscar los bienes de los suicidas cuando el delito porque se mataban no llevaba consigo la pena de confiscación (4).


Notas

(1) Libro IX de Las Leyes.

(2) Al contrario, se consideraba el suicidio como un bello final de la existencia. Séneca mismo lo recomendaba.

(3) Eorum qui de se atatuebant, humabantur corpora, manebant testamenta, pretium festinandi. {Tácito).

(4) Rescripto del emperador Pío, en la ley III, párrs. 1 y 2, ff. de bonis eorum qui ante sententiam mortem sibi consciverunt.


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CAPÍTULO X

Leyes al parecer contrarias, suelen tener el mismo fundamento

Hoy se va a la casa de un hombre para citarlo a juicio; esto no podía hacerse entre los Romanos (1). La citación judicial (2) la consideraban ellos como una especie de coacción física (3), y no se podía ir al domicilio de un hombre para emplazarlo, como hoy no se puede ir para prenderlo cuando sólo ha sido condenado por deudas civiles.

Como las nuestras, las leyes romanas (4) admitían el principio de que el ciudadano tiene su domicilio por asilo, en el que no puede ser objeto de violencia alguna.


Notas

(1) Leg 18, ff. de in jus vocando.

(2) Véase la Ley de las Doce Tablas.

(3) Rapit in jus. Horacio, lib. I, sátira IX. Por esto no debía citarse a juicio a los que eran merecedores de cierto respeto.

(4) Véase la ley 18, ff. de in juz vocando.


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CAPÍTULO XI

De qué modo pueden compararse dos leyes diversas

En Francia se les impone pena capital a los testigos falsos; en Inglaterra, no. Para juzgar cuál de estas leyes es mejor, debe añadirse: en Francia se da tormento a los reos, en Inglaterra no; en Francia no puede el acusado presentar testigos y es raro que se admitan hechos justificativos, y en Inglaterra se reciben los testimonios de las dos partes. Las tres leyes francesas forman un sistema lógico, y lógicamente se enlazan entre sí las tres leyes inglesas. Como en Inglaterra no se aplica el tormento, la ley no espera que el acusado llegue a confesar su crimen; por eso busca toda clase de testimonios, y no desalienta a los testigos por el temor de una pena capital. La ley francesa, como cuenta con un recurso más, no teme tanto intimidarlos; todo lo contrario, la razón exige que los intimide, pues no se oye más que a los testigos de una parte (1), a los presentados por el acusador público, y la suerte del acusado depende de su solo testimonio. Pero en Inglaterra se oye a los testigos de las dos partes, que discuten la cosa, por decirlo así. El falso testimonio, por lo tanto, es menos terrible en Inglaterra, pues el acusado tiene para rechazarlo un recurso que no existe en nuestra legislación. Por consiguiente, para juzgar cuáles de estas leyes son más razonables, es preciso no compararlas una a una, sino reunirlas y compararlas en su conjunto.


Notas

(1) Por la antigua jurisprudencia francesa eran oídos los testigos de ambas partes; la pena del falso testimonio era pecuniara, como puede verse en los Establecimientos de San Luis, lib, I, cap. VII.


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CAPÍTULO XII

De cómo las leyes que parecen iguales suelen ser a veces diferentes

Las leyes griegas y romanas castigaban al encubridor, en el delito de robo, con la misma pena que al ladrón (1); la ley francesa, lo mismo. Aquéllas eran razonables, ésta no. Como en Grecia y Roma se imponía al ladrón una pena pecuniaria, lo mismo había de hacerse con el encubridor, porque todo el que de cualquier modo contribuye a causar daño, queda obligado a la reparación. Pero siendo pena capital, la señalada en Francia para el robo; no se ha podido aplicar al encubridor la misma pena. El que recibe una cosa robada, puede recibirla inocentemente; el que la robó siempre es culpable. En todo caso, el primero obra pasivamente; el segundo ejecuta la acción culpable. Es necesario que el ladrón venza mayores obstáculos y que su alma esté mucho más endurecida.

Los jurisconsultos han llegado a considerar el encubrimiento más odioso todavía que el robo, pues éste, dicen, no quedaría oculto mucho tiempo sin el encubridor. Este razonamiento, lo repito, podía ser bueno cuando la pena era pecuniaria; se trataba entonces de reparar un perjuicio, y comúnmente, el encubridor es quien mejor puede repararlo. Pero trocada la pena en capital, es indispensable fundarse en otros principios.


Notas

(1) Leg. I, ff. de Receptatoribus.


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CAPÍTULO XIII

Las leyes no deben separarse del objeto para que se hicieron. De las leyes romanas acerca del robo

Entre los Romanos, cuando el ladrón era sorprendido con la cosa robada y antes de llevarla al sitio donde quería esconderla, llamábase robo manifiesto; y se llamaba robo no manifiesto, cuando el ladrón no era descubierto sino después de efectuar la ocultación.

La ley de las Doce Tablas disponía que, en los casos de robo manifiesto, fuera azotado el ladrón y cayera en esclavitüd, si era púber; y solamente azotado si era impúber. Al autor del robo no manifiesto lo condenaba únicamente a pagar el doble de lo que valiera la cosa robada.

Cuando la ley Porcia abolió el uso de azotar con varas a los ciudadanos y el de reducirlos a la esclavitud, se condenaba al ladrón, si el robo era manifiesto, a pagar el cuádruplo (1); si se trataba de robo no manifiesto, la pena siguió siendo la misma.

Parece raro que las citadas leyes establecieran una diferencia tan grande entre estos dos delitos y las penas que los castigaban; en efecto, en nada modificaba la naturaleza del delito el hecho de que el ladrón fuera sorprendido antes o después de llevar la cosa robada al lugar de su destino. Es indudable que toda la teoría, en las leyes romanas sobre el robo, se tomó de las instituciones espartanas. Recuérdese que Licurgo, con el propósito de dotar a sus conciudadanos de destreza, astucia y actividad, dispuso que se ejercitara a los niños en el hurto y que se azotara rudamente a los que eran sorprendidos. Esto fue lo que hizo, primero en Grecia y después en Roma, que se apreciaran de manera tan distinta el robo manifiesto y el robo no manifiesto (2).

Los Romanos, al esclavo ladrón lo precipitaban desde lo alto de la roca Tarpeya; no había aquí influencia de las instituciones espartanas. Como las leyes de Licurgo acerca del robo no se habían hecho para los esclavos, el separarse de ellas era seguir su espíritu.

En Roma, cuando a un impúber se le sorprendía robando, el pretor mandaba que le dieran azotes, como se hacía en Esparta. El uso tenía un origen más remoto. Los Espartanos habían copiado los usos de los Cretenses; y Platón (3), para probar que las instituciones de Creta se habían hecho para la guerra, cita la facultad de soportar el dolor en los combates singulares y en los hurtos que obligan a esconderse.

Como las leyes civiles dependen de las políticas, porque unas y otras se dictan para la misma sociedad, sería conveniente que no se trasladase ninguna ley civil de una nación a otra sin ver antes que las dos naciones tuvieran iguales instituciones y el mismo derecho político.

De modo que cuando las leyes concernientes al robo pasaron de Creta a Lacedemonia, como iban acompañadas del gobierno y la constitución, encajaron bien en ambos pueblos; pero al llevarse de Lacedemonia a Roma, como las constituciones eran diferentes, fueron en Roma un elemento extraño sin relación alguna con las demás leyes civiles.


Notas

(1) Véase lo que dice Favorino (sobre Aulo Gelio), lib. XX, cap. I.

(2) Compárese lo que dice Plutarco en la Vida de Licurgo, con las leyes del Digesto, en el titulo de Furtis y con las Instituciones, lib. IV, tit. I.

(3) Leyes, libro I.


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CAPÍTULO XIV

Las leyes no deben separarse de las circunstaneias en que se hicieron

Una ley de Atenas disponía que cuando estuviera sitiada la ciudad se matara a las personas inútiles (1). Era una ley abominable, hija de un abominable derecho de gentes. En Grecia, los habitantes de una ciudad tomada perdían la libertad civil y eran vendidos como esclavos; la toma de una ciudad llevaba consigo su destrucción completa; he aquí la explicación de aquellas defensas obstinadas, de aquellos actos crueles y de las leyes atroces que no pocas veces se dictaron.

Las leyes romanas disponían que se pudiera castigar a los médicos culpables de negligencia o de impericia (2). En estos casos, al médico de condición elevada se le condenaba al destierro y al de condición humilde se le condenaba a muerte. En este punto, nuestras leyes no siguen a las romanas.

Estas últimas se dictaron en circunstancias distintas de las nuestras, porque en Roma era libre el ejercicio de la medicina y en Francia no; se obliga a nuestros médicos a estudiar determinadas materias y a graduarse, por lo que todos poseen conocimientos en el arte o se les supone.


Notas

(1) Inutilis actas occidatur.

(2) Instit. lib. IV, tit. III, de 1696 Aquilia. - Véase además la Ley Cornelia (de Sicariis).


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CAPÍTULO XV

Es bueno a veces que una ley se corrija a si misma

La Ley de las Doce Tablas autorizaba a matar al ladrón nocturno (1), y también al que de día se aprestaba a la defensa al verse perseguido; pero la misma ley mandaba que el que matara al ladrón llamara a voces a los ciudadanos (2). Este es un requisito que deben exigir todas las leyes cuando autorizan al individuo a hacerse la justicia por su mano; es el grito de la inocencia que, en el momento de obrar, llama testigos y jueces. Preciso es que el pueblo tenga conocimiento del acto y que lo tenga en el instante de su realización, cuando todo habla, cuando cada palabra y cada gesto condena o absuelve. Una ley que puede ser tan peligrosa para la seguridad y la libertad de los ciudadanos, debe aplicarse en presencia de éstos.


Notas

(1) La ley IV, párr. ad lege Aquilia.

(2) Idem. - Véase el decreto de Tasilión, añadido a la ley de los Bávaros de Popularibus legibus, art. 4.


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CAPÍTULO XVI

Cosas que deben ser observadas en la composición de las leyes

Los que poseen bastantes luces para poder dar leyes a su nación o a otra, han de tener a la vista ciertas reglas en la manera de formarlas.

El estilo debe ser conciso. Las leyes de las Doce Tablas son un dechado de precisión: los niños las aprendían de memoria (1). Las de Justiniano eran difusas, por lo que fue necesario compendiarlas (2).

Además de lacónico, el estilo de las leyes ha de ser sencillo; la expresión directa se comprende siempre mejor que la figurada. Las leyes del Bajo Imperio carecen de majestad: el príncipe se expresa en ellas como un retórico. Si es hinchado el estilo de las leyes, parecen éstas una obra de ostentación.

Lo esencial es que la letra de las leyes despierte las mismas ideas en todos. El cardenal Richelieu convenía en que a un ministro pudiera acusársele ante el rey (3); pero agregaba que era preciso castigar al acusador si no eran impórtantes los cargos comprobados. El concepto de la importancia es relativo: lo importante para uno puede no serlo para otro.

La ley de Honorio castigaba con la pena de muerte al que comprara un manumiso como siervo o hubiese querido inquietarlo (4). No debió usarse d~ una expresión tan vaga: la inquietud sentida por un hombre depende del grado de su sensibilidad.

Cuando la ley debe causar alguna vejación, es necesario evitar que se traduzca en dinero. Por circunstancias mil, se altera el valor de la moneda; así es que no siempre con el mismo nombre se tiene la misma cosa. Recuérdese la historia de aquel impertinente que iba en Roma dando bofetadas (5) a cuantas personas encontraba y que, inmediatamente, él mismo les ponía en la mano los veinticinco sueldos que la ley de las Doce Tablas imponía por un bofetón.

Si la ley expresa las ideas con fijeza y claridad, no hay para qué volver sobre ellas con expresiones vagas. En la ordenanza criminal de Luis XIV (6), después de enumerar los casos regios, se añade: y todos aquellos de que en todo tiempo han conocido los jueces reales; con lo que se vuelve a caer en lo arbitrario de que se acababa de salir.

Carlos VII dice haber sabido que las partes apelaban cuatro y seis meses después de dictada la sentencia, contra la costumbre establecida (7); y ordena que se apele incontinente, si no hay dolo o fraude del procurador o no existe causa grave y evidente para dispensar al apelante (8). Las últimas palabras de esta ley destruyen las primeras; tan cierto es, que ha habido apelaciones al cabo de treinta años (9).

La ley de los Lombardos (10) prohibe casarse a la mujer que haya vestido el hábito de religiosa, aunque no haya profesado; porque, dice, no pudiendo el hombre que se ha comprometido con una mujer por la simple entrega de un anillo desposarse con otra sin incurrir en delincuencia, menos puede hacerlo la desposada de Dios o de la Virgen ... Por mi cuenta digo que, en las leyes, se debe raciocinar de lo real a lo real y no de lo figurado a lo real ni de lo real a lo figurado.

Una ley de Constantino dispone que sea bastante el testimonio del obispo, sin que haya necesidad de más testigos (11). El príncipe citado no andaba con melindres; juzgaba de los asuntos por las personas y de las personas por las dignidades.

Las leyes no deben ser sutiles: se hacen para gentes de entendimiento mediano; han de estar al alcance de la razón vulgar de un padre de familia y del sentido común, sin ser un arte de lógica ni una exposición de sutilezas.

Cuando en una ley no son indispensables las excepciones, las limitaciones, y las modificaciones, más vale no ponerlas. Tales detalles conducen a más detalles.

No conviene introducir modificaciones en ninguna ley, sin razón suficiente. Justiniano legisló que un marido pudiera ser repudiado sin perder su dote la mujer, si en dos años no había podido consumir el matrimonio (12). El mismo emperador más adelante reformó esta ley, concediendo que fuera a los tres años; pero es el caso que en semejante asunto dos años valen tanto como tres y tres años no valen más que dos.

Si se quiere dar la razón de una ley es preciso que sea digna de ella. Una ley romana dispone que el ciego no pueda abogar porque no ve los ornamentos de la magistratura. Se necesita haberse propuesto dar precisamente una razón tan mala cuando había tantas buenas.

El jurisconsulto Paulo dice (13) que el niño nace perfecto a los siete meses y que así lo prueba la razón de los números de Pitágoras. Es singular que se invoquen los números de Pitágoras para juzgar de estas cosas.

Algunos jurisconsultos franceses han dicho que cuando el rey adquiría un territorio, las iglesias que hubiera en él quedaban sujetas al derecho de regalía por ser redonda la Corona real. No discutiré aquí los derechos del rey, ni si en el supuesto caso la razón de la ley civil o de la eclesiástica debe ceder a la razón de la ley política; lo que sí diré es que derechos tan respetables deben ser defendidos con máximas más serias. ¿Quién ha visto fundar nunca en la figura del signo de una dignidad los derechos efectivos de esta dignidad?

Dávila (14) dice que Carlos IX fue declarado mayor de edad por el parlamento de Ruán cuando entró en los catorce años, porque las leyes ordenan que el tiempo se cuente de momento en momento cuando se trata de la administración y de la restitución de los bienes del pupilo; pero se considera cumplido el año comenzado cuando se trata de adquirir honores. No intento censurar una disposición que, hasta ahora, parece no haber suscitado inconveniente; sólo diré que la razón alegada por el canciller no es la verdadera: dista mucho de ser verdad que el gobierno de los pueblos no sea más que un honor.

En materia de presunción, la de la ley vale más que la del hombre. La ley francesa declara fraudulentas las operaciones realizadas por un mercader en los diez días anteriores al de la quiebra (15): esta es la presunción de la ley. La ley romana castigaba al marido que conservara consigo a su mujer adúltera, a menos que le impulsara a tal condescendencia el temor a un litigio o la negligencia de un propio decoro: esto es presunción del hombre, pues el juez había de conjeturar los móviles de la conducta del marido y resolver acerca de un proceder tan extraño. Cuando el juez presume, los fallos son arbitrarios; cuando presume la ley, ella misma da al juez una regla fija.

La ley de Platón, como he dicho, disponía que se castigara al que se matara por debilidad y no por evitar la ignominia (16). Era una ley viciosa, porque en el único caso en que no podía obtenerse del delincuente la confesión de los motivos determinantes de su acción, quería que el juez decidiera acerca de ellos.

Como las leyes inútiles quitan fuerza a las leyes necesarias, las que pueden eludirse se la quitan a la legislación. Una ley debe producir su efecto y no debe permitirse que la derogue un convenio particular.

En Roma, la ley Falcidia mandaba que al heredero le quedara siempre la cuarta parte de la herencia; otra ley (17) permitió que el testador prohibiese al heredero la retención de la misma cuarta parte: esto es burlarse de las leyes. La ley Falcidia resultaba inútil; porque si el testador quería favorecer a su heredero, para nada necesitaba éste de la ley Falcidia; y si era otra su voluntad, le bastaba prohibirle que se aprovechara de ella.

Es menester que las leyes no estén en pugna con la naturaleza de las cosas. Felipe II, al proscribir al príncipe de Orange, prometía dar al que lo matara o a sus herederos veinticinco mil escudos y la nobleza; y lo prometía bajo palabra de rey y como siervo de Dios. ¡Prometer la nobleza por una acción semejante! ¡Ordenar un homicidio como servidor de Dios! Trastorna todo esto las ideas del honor, las de la moral y las de la religión.

Es raro que sea preciso prohibir una cosa buena con el pretexto de perfeccionarla.

En las leyes ha de haber cierto candor. Como dictadas para castigar las maldades de los hombres, han de brillar por la inocencia. Puede verse en las leyes de los Visigodos (18) la petición ridícula en virtud de la cual se obligaba a los Judíos a comer todas las cosas condimentadas con cerdo, con tal que no comieran el cerdo. Esto era una ley contraria a la suya, no dejándoles de ésta más que lo que servía de señal para conocer que eran Judíos.


Notas

(1) Ut carmen necesarium. (Cicerón, de Legibus, lib. II).

(2) Es lo que hizo Irnerio.

(3) Testamento político.

(4) Aut qualibet manümissione donatum inquietare voluerit. (Apéndice al Código Teodosiano, en las Obras del P. Sirmond, tomo I, pág. 737).

(5) Aulo Gelio, lib. XX, cap. I.

(6) En el expediente de esta Ordenanza están consignados los motivos que hubo para esto.

(7) Ordenanza de Montel-les-Tours, de Carlos VII, en 1453.

(8) Se podia castigar al procurador sin alterar el orden.

(9) La Ordenanza de 1667 contiene algunas reglas sobre este particular.

(10) Libro II, tit. XXVIII.

(11) Véase el Apéndice al Código Teodosiano, tomo I, por el P. Sirmond.

(12) Leg. 1I, cód. de Repudiis.

(13) En sus Sentencias, lib. VI, tít. IX.

(14) De la guerra civil de Francia, pág. 96.

(15) Es del 18 de noviembre de 1702.

(16) Las Leyes; libro IX.

(17) La auténtica, Sed cum testator.

(18) Libro XII, tit. II, párr. 16.


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CAPÍTULO XVII

Mala manera de dar leyes

Los emperadores romanos, como nuestros reyes, manifestaban su voluntad por medio de decretos y de edictos; pero, además, permitían que los jueces, y aun los particulares, les consultaran por escrito sobre sus diferencias; las respuestas que daban a estas consultas se llamaban rescriptos. Hablando con propiedad, las decretales de los Papas son rescriptos. Se comprende que este modo de legislar no es bueno. Los hombres que piden esta clase de leyes son malos guías para el legislador: nunca exponen los hechos con fidelidad. Trajano, dice Julio Capitolino (1), rehusó diferentes veces el dar esta especie de rescriptos a fin de que no pudiera extenderse a muchos casos o a todos, una decisión particular, quizá un favor. Macrino tenía resuelto abolir estos rescriptos, no pudiendo soportar que se considerasen como leyes las respuestas dadas por Cómodo, Caracalla y otros muchos príncipes indoctos. Justiniano pensó de otra manera y llenó de rescriptos su compilación.

Yo quisiera que todos los que leyesen las leyes romanas distinguieran bien estas hipótesis, y no las confundieran con los senadoconsultos, con los plebiscitos, con las constituciones generales de los emperadores ni con las leyes que se fundan en la índole de las cosas, como las que hacen referencia a la fragilidad femenina, a la debilidad de los menores y a la utilidad pública.


Notas

(1) Véase J. Capitolino, in Macrino.


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CAPÍTULO XVIII

De las ideas de uniformidad

Ciertas ideas de uniformidad, con las que a veces los hombres superiores se connaturalizan (buen testigo es Carlomagno), son infaliblemente inseparables del vulgo desde que descubre sus ventajas, fáciles de descubrir: los mismos pesos en el mercado, las mismas medidas en el comercio, las mismas leyes en el Estado, en el Estado la misma religión. ¿Pero es buena siempre esta uniformidad sin excepción alguna? ¿Es siempre menor mal el de cambiar que el de sufrir? ¿No sería más propio del buen sentido, saber en qué casos es conveniente la uniformidad y en cuáles convendrían las diferencias? En China se gobiernan los Chinos según el ceremonial chino y 10s Tártaros según el ceremonial tártaro; y sin embargo, no hay pueblo que más se haya propuesto la tranquilidad por principal objeto. Si los ciudadanos acatan las leyes y las cumplen, ¿qué importa que sean o no sean las mismas?


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CAPÍTULO XIX

De los legisladores

Aristóteles quería satisfacer, ya los celos que tenía de Platón, ya su pasión por Alejandro. Platón estaba indignado con la tiranía del pueblo de Atenas. Maquiavelo no pensaba más que en su ídolo, el duque de Valentinois. Tomás Moro, que hablaba de lo que había leído más bien que de lo que había pensado, quería que todos los Estados se gobernaran con la sencillez de una ciudad griega (1). Otro inglés, Hárrington, no veía más que la República de Inglaterra, cuando la mayor parte de los publicistas creían que todo era desorden donde no veían el brillo de la Corona. Las leyes se encuentran siempre con las pasiones y los prejuicios del legislador: unas veces pasan a través de ellos y toman cierta tintura; otras veces, detenidas por las preocupaciones y por las pasiones, se incorporan a ellos.


Notas

(1) En su Utopia.


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