Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXV

De las leyes con relación a la religión de cada país y a su política exterior.


I. Del sentimiento de la religión. II. Del motivo de adhesión a las diversas religiones. III. De los templos. IV. De los ministros de la religión. V. De los límites que deben poner las leyes a las riquezas del clero. VI. De los monasterios. VII. Del lujo de la superstición. VIII. Del pontificado. IX. De la tolerancia en materia de religión. X. Continuación de la misma materia. XI. Del cambio de religión. XII. De las leyes penales. XIII. Humilde exposición a los inquisidores de España y Portugal. XIV. Por qué la religión cristiana es tan odiada en el Japón. XV. De la propaganda de la religión.


CAPÍTULO PRIMERO

Del sentimiento de la religión

El hombre piadoso y el ateo hablan siempre de religión: el uno habla de lo que ama, el otro de lo que teme.


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CAPÍTULO II

Del motivo de adhesión a las diversas religiones

Las diversas religiones existentes no inspiran a sus adictos iguales motivos de adhesión; esto depende en gran parte de la manera de conciliarse en cada hombre la manera de pensar con la manera de sentir.

Somos inclinados a la idolatría, y aunque propensos a ella, no tenemos apego a las religiones idolátricas; tienen poco atractivo para nosotros las ideas espirituales, y sin embargo, nos atraen las religiones que nos hacen adorar un ser espiritual. Este feliz sentimiento se deriva de la satisfacción que nos produce el haber sido bastante inteligentes para elegir una religión que saca a la divinidad de la humillación en que la tenían las otras religiones. Miramos la idolatría como una religión propia de pueblos groseros; y la religión que concibe un ser espiritual, como la más digna de pueblos civilizados.

Si a la idea de un ser supremo puramente espiritual que constituye el dogma, podemos unir algunas ideas sensibles que entran en el culto, será mayor el apego que sintamos a la religión, porque a los motivos expresados se añadirá nuestra inclinación natural a las cosas sensibles. He aquí la razón de que los católicos sean más afectos a su religión y más amigos de propagarla que los protestantes, pues aquéllos tienen más apego al culto.

Cuando el pueblo de Efeso se enteró de que los padres del Concilio habían acordado que a la Virgen podía llamársela madre de Dios, mostró una alegría desbordante; la gente besaba las manos a los obispos, se abrazaba a sus rodillas, vitoreaba al Concilio de Efeso y no cesaba en sus aclamaciones (1).

Es más fácil identificarse con una religión en la que abundan las prácticas y las ceremonias visibles, porque en ellas se da mucha importancia a las cosas que de continuo hacemos, lo prueba la tenaz obstinación de los Mahometanos y de los Judíos, y también la suma facilidad con que mudan de religión los pueblos bárbaros y salvajes que, siempre ocupados en la guerra o en la caza, no se acuerdan siquiera de prácticas religiosas.

Los hombres tienen marcada propensión a esperar y temer, y no puede gustarles una religión que no les hable de un paraíso y de un infierno. Esto lo prueba la facilidad que han encontrado las religiones extrañas para penetrar en el Japón, y el amor con que han sido acogidas (2).

Para que una religión se apodere de la voluntad, es menester que enseñe una moral pura. Los hombres, aun siendo malos individualmente, son buenos en colectividad: aman la honradez; y si la materia no fuera tan grave, diría que esto se ve admirablemente en el teatro, donde puede tenerse la seguridad de que el público ha de mostrarse complacido con los sentimientos nobles y descontento con los inmorales, que reprueba siempre.

La magnificencia del culto exterior nos lisonjea y aumenta el cariño que tengamos a la religión. Impresionan mucho las riquezas del templo y de los sacerdotes. La miseria misma de los pueblos es motivo de adhesión a las creencias que han explotado los causantes de la ruina de los mismos pueblos.


Notas

(1) Epístola de San Cirilo.

(2) Han sido bien recibidas en el Japón la religión de los cristianos y la de los Indos, que ambas tienen infierno y paraíso; la de los Sintos no los tiene.


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CAPÍTULO III

De los templos

Casi todos los pueblos civilizados viven en casas. De esto nació naturalmente la idea de que Dios tenga la suya, y los hombres se la han edificado para tener una en que poder adorarle y donde acudir en busca de consuelo.

En efecto, nada tan consolador para los hombres como tener un sitio donde esté más presente la divinidad, donde cada cual y todos juntos puedan hacer que hablen su debilidad y su miseria.

Pero esta idea tan natural no se les ocurre sino a los pueblos que labran el terruño; no se verá construir templos a los pueblos que no tienen casas.

Esto explica el desprecio que tan ostensiblemente mostró Gengiskán a las mezquitas (1). Interrogó a los Mahometanos y aprobó todos sus dogmas, excepto el que les prescribe la peregrinación obligatoria a la Meca; no comprendía que no se pudiese adorar a Dios en todas partes. Como los Tártaros no vivían en casas, no conocían los templos.

Todo pueblo sin templos tiene escaso apego a su religión; por eso mismo los Tártaros han sido siempre tolerantes (2); por eso los bárbaros conquistadores del imperio romano abrazaron sin vacilación el cristianismo; por eso los salvajes de América se han desprendido tan fácilmente de su propia religión, y desde que los misioneros les hicieron edificar iglesias en el Paraguay, muestran allí tanto celo por la religión católica.

La divinidad es el refugio de los desgraciados; y como no hay gentes más desgraciadas que los criminales, se ha pensado que los templos debían ser asilos para ellos; esta idea fue todavía más natural en Grecia, donde los homicidas, arrojados de la ciudad y de la presencia de los hombres, no tenían más casas que los templos ni más amparo que el de los dioses.

Esto, al principio, no se refería más que a los homicidas involuntarios; pero andando el tiempo se aplicó a los grandes criminales, incurriéndose en una contradicción grosera: los que habían ofendido a los hombres, mucho más habían ofendido a los dioses.

Los asilos se multiplicaron en Grecia, dice Tácito (3). Los templos se llenaban de deudores insolventes y de esclavos insumisos; los magistrados casi no podían cumplir con su deber; el pueblo protegía los crímenes de los hombres como las ceremonias de los dioses; el Senado acabó por limitar el número de templos.

Más sabias las leyes de Moisés, declaraban inocentes a los homicidas involuntarios, pero debían ser alejados de los parientes del muerto; se instituyó un asilo para ellos. Los grandes criminales no merecen asilo y no se les concedió; los Judíos no tenían más que un tabernáculo portátil, y transportándolo continuamente de un lugar a otro, alejaba toda idea de asilo. Es verdad que debían tener un templo; pero como los delincuentes hubieran acudido a él de todas partes, habrían podido turbar el culto divino. Si los homicidas hubieran sido expulsados como en Grecia, era de temer que en otros países adorasen a dioses extranjeros. Por todas estas razones se establecieron ciudades de refugio, donde se asilaban los culpables hasta la muerte del soberano pontífice.


Notas

(1) Al entrar en la mezquita de Bukara, cogió el Corán y lo tiró a los pies de sus caballos. Historia de los Tártaros, tercera parte, pág. 273.

(2) La misma disposición de ánimo ha pasado a los Japoneses que son descendientes de los Tártaros, como se puede probar.

(3) Libro III de los Anales.


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CAPÍTULO IV

De los ministros de la religión

Los primeros hombres, dice Porfirio (1), no sacrificaban más que hierba. Con tan sencillo culto, podía ser pontífice cualquiera. El natural deseo de agradar a la divinidad multiplicó las ceremonias, lo cual hizo imposible que las practicaran todas y atendieran a todos sus detalles los hombres ocupados en los quehaceres de la agricultura. Se hizo preciso que hubiera lugares destinados a los dioses exclusivamente, y ministros que cuidaran de los mismos lugares y de todo lo que se hacía en ellos, como cada vecino cuida de su casa y de sus propios asuntos. Los pueblos sin sacerdotes suelen ser bárbaros, como antiguamente los Pedalios (2) y en nuestros días los Wolgusky (3).

Las personas consagradas a la divinidad debían ser honradas, sobre todo en pueblos que creían necesaria la pureza corporal para acercarse a los sitios más gratos a los dioses, pureza que según ellos dependía de ciertas prácticas.

Como el culto de los dioses exigía una atención constante, la mayoría de los pueblos se inclinó a que el clero constituyera un cuerpo separado. Así los Egipcios, los Judíos y los Persas dedicaron al sacerdocio determinadas familias en las que se perpetuaba el servicio de la religión. Y hubo religiones en que no solamente se alejó a los sacerdotes de los asuntos públicos, sino que se quiso evitarles hasta los cuidados de familia: es lo que practica la religión católica.

No hablaré aquí de las consecuencias que acarrea la ley del celibato; pero sí diré que indudablemente llegaría a ser perjudicial donde el clero fuese demasiado numeroso.

Por la naturaleza del entendimiento humano, en materia de religión nos gusta lo que supone esfuerzo; como en materia de moral nos place especulativamente lo que representa caracteres de severidad. El celibato ha sido más agradable precisamente a los pueblos en que podía ser nocivo, a los que era menos conveniente y de más difícil observancia, como pasa por el clima en los más meridionales de Europa, que son los que lo conservan. En los países más septentrionales, donde son menos vivas las pasiones, ha sido proscrito. Hay más: se acepta el celibato en países de pocos habitantes, donde es más peligroso, mientras se ha rechazado en países de muchos habitantes. Claro es que todas estas reflexiones se refieren a la excesiva extensión del celibato, no al celibato mismo.


Notas

(1) De abstinentia animal, lib. II, párr. 6.

(2) Lilio Giraldo, pág. 726.

(3) Pueblo de Siberia. Véase la Colección de viajes al Norte, tomo VIII, por Everard Isbrand.


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CAPÍTULO V

De los límites que deben poner las leyes a las riquezas del clero

Las familias particulares pueden extinguirse, por lo cual sus riquezas no se perpetúan. El clero es una familia inextinguible; si sus bienes se vinculan en él, ya no se pueden transmitir a nadie.

Las familias particulares pueden tener aumento; es útil, por lo tanto, que puedan aumentarse sus riquezas. El clero es una familia que no debe crecer; por lo mismo sus bienes deben tener limitación.

Hemos conservado las disposiciones del Levítico sobre los bienes del clero, excepto aquellas que los limitan. En efecto, no sabemos nunca hasta donde puede acumular riquezas una comunidad religiosa.

Los pueblos consideran tan fuera de razón las adquisiciones de dichas comunidades, que tendrían por imbécil al que las defendiera.

Las leyes civiles suelen encontrar obstáculos para poner remedio a los abusos, cuando estos abusos están unidos a cosas que deben ser respetadas. En este caso, alguna disposición indirecta revelaría mejor el buen sentido del legislador que otra directamente encaminada al objeto perseguido. En lugar de prohibir las adquisiciones del clero, se debe procurar que le disgusten: dejar el derecho, pero quitar el hecho.

En ciertos países de Europa se ha establecido, teniendo en cuenta las prerrogativas señoriales, un derecho de indemnización a favor de los señores sobre los inmuebles adquiridos por manos muertas. El interés del príncipe le ha hecho exigir en igual caso un derecho de amortización. En Castilla, donde no existe semejante derecho, el clero lo ha invadido todo; en Aragón, donde hay algún derecho de amortización, no ha adquirido tanto; en Francia, donde este derecho y el de indemnización están establecidos, ha adquirido todavía menos, y bien se puede decir que la prosperidad del Estado se debe en parte al ejercicio de estos dos derechos. Bueno será que se aumenten, y conténgase la mano muerta si es posible.

Declárese inviolable y sagrado el antiguo y necesario patrimonio del clero; que sea fijo y eterno como él; pero que salgan de sus manos sus nuevas posesiones.

Permítase quebrantar la regla cuando ha degenerado en abuso; aguantad el abuso cuando vuelve a la regla.

Siempre se recuerda en Roma una memoria publicada allí con motivo de ciertas disputas a que el clero había dado ocasión. En aquella memoria se contenía esta máxima: El clero debe contribuir a las cargas del Estado, aunque diga otra cosa el Antiguo Testamento. De esto se dedujo que el autor de la memoria entendía mejor el lenguaje administrativo que el canónico.


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CAPÍTULO VI

De los monasterios

El más vulgar buen sentido basta para comprender que estos cuerpos que se perpetúan indefinidamente, no deben ni vender sus bienes por vida ni hacer empréstitos por vida, como no se pretenda que sean herederos de todos los que no tienen parientes y de todos los que no quieren tenerlos. Estas gentes juegan contra el pueblo, llevando la banca contra él.


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CAPÍTULO VII

Del lujo de la superstición

Son impíos respecto de los dioses los que niegan su existencia; o la admiten, pero sostienen que no se mezclan en las cosas de aquí abajo; o piensan que se les aplaca mediante sacrificios: tres opiniones igualmente perniciosas (1).

Con esto, dijo Platón, cuanto la luz natural nos dicta de más sensato en materia religiosa.

La magnificencia del culto externo guarda mucha relación con la constitución del Estado. En las buenas Repúblicas se ha reprimido no solamente el lujo de la vanidad, sino también el lujo de la superstición, promulgando leyes suntuarias de carácter religioso. A este género pertenecían varias leyes de So1ón, algunas de Platón relativas a los funerales, adoptadas por Cicerón, y otras de Numa concernientes a los sacrificios (2).

Pájaros, dice Cicerón, y pinturas hechas en un día, son dones muy divinos (3). Ofrecemos cosas comunes, como decía un Espartano, para tener siempre a nuestra disposición el medio de honrar a los dioses.

Una cosa es el culto que los hombres deben a la divinidad, y otra muy diferente la magnificencia de ese culto.

No le ofrezcamos nuestros tesoros si no queremos hacerle ver que estimamos demasiado las cosas que debemos despreciar.

¿Qué pensarán los dioses de las ofrendas de los impíos, dice admirablemente Platón (4), puesto que los hombres de bien se ruborizarían al recibir presentes de los malos?

Es necesario que la religión, so pretexto de dones a la divinidad, no exija de los pueblos lo que les dejan las necesidades del Estado; como dice Platón (5), hombres castos y piadosos deben ofrendar cosas que se les parezcan.

También es necesario que la religión no fomente costosos funerales. ¿Hay cosa más natural que prescindir de la diferencia de fortunas en una ocasión en que la suerte las iguala todas?


Notas

(1) Platón, De las leyes, lib. X.

(2) Rogum vino ne respergito. (Ley de las Doce Tablas).

(3) Divinissima autem dona aves, et formae ab uno pictore no absolutae die. (De las leyes, lib. II). Cicerón copia aqui las mismas palabras de Platón.

(4) De Las Leyes, lib. IV.

(5) Idem, lib, XII.


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CAPÍTULO VIII

Del pontificado

Cuando la religión tiene muchos ministros, es natural que haya un jefe y que se establezca un pontificado. En la monarquía, donde es necesaria la mayor separación posible entre los órdenes del Estado y que no recaigan todas las potestades en la misma persona, es conveniente que el pontificado no esté unido al imperio. Esta necesidad no existe en el gobierno despótico, pues por su propia índole debe reunir todos los poderes en una sola mano. Pero en tal caso, podría suceder que el príncipe creyera que la religión era ley suya y simple efecto de su voluntad. Para evitar este inconveniente, es preciso que haya monumentos de la religión, como libros sagrados que la fijen y establezcan. El rey de Persia es el jefe de la religión, pero el Corán le marca reglas; el emperador de China es sumo pontífice, pero hay libros que están en todas las manos y a los cuales se ha de ajustar él mismo; intentó abolirlos un emperador, pero fue en balde: ellos triunfaron de la tiranía.


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CAPÍTULO IX

De la tolerancia en materia de religión

Somos aquí políticos y no teólogos; y aun para los teólogos, hay gran diferencia entre tolerar una creencia y aprobarla.

Cuando las leyes de un Estado toleran diversas religiones, ha de obligarlas a que ellas se toleren entre sí. Toda religión reprimida se hace represora; al salir de la opresión combate a la religión que la oprimía, no por su doctrina sino por su tiranía.

Es útil, por consiguiente, que las leyes impongan a todas las religiones, además del deber de no perturbar la marcha del Estado, el de respetarse las unas a las otras. El ciudadano está lejos de cumplir si se contenta con no agitar el cuerpo del Estado; es menester, además, que no inquiete ni moleste a otro ciudadano, sea quien fuere.


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CAPÍTULO X

Continuación de la misma materia

Como las religiones intolerantes son las más invasoras, las que ponen más empeño en propagarse, pues las que saben tolerar no aspiran a extenderse, bueno será que donde el Estado esté contento con la religión establecida no permita que se establezca otra (1).

He aqui el principio fundamental de las leyes politicas en materia de religión: cuando se es árbitro de admitir o no admitir en un Estado una religión nueva, lo mejor es no admitirla; pero una vez establecida, es menester tolerarla.


Notas

(1) No me refiero en este capitulo a la religión cristiana, que es el mayor de los bienes.


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CAPÍTULO XI

Del cambio de religión

A mucho se expone el principe que intente cambiar o destruir la religión dominante. Si su gobierno es despótico, puede provocar una revolución más fácilmente que con otras tiranias. En semejantes Estados, una revolución no es cosa nueva por causa religiosa. Y es que los pueblos no admiten de repente mudanzas de religión, de usos, de costumbres por el mero hecho de que el principe lo mande.

Por otra parte, la religión antigua se halla ligada a la constitución política y la nueva no; aquélla es conforme al clima, ésta puede ser y es a menudo opuesta a él. Mudar de religión ofrece un inconveniente más: los ciudadanos sienten desconfianza a las leyes, desafecto al gobierno establecido, menosprecio y duda para ambas religiones, de suerte que se le da al Estado, por poco o por mucho tiempo, malos fieles y malos ciudadanos.


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CAPÍTULO XII

De las leyes penales

Conviene evitar que haya leyes penales en materia religiosa. Es verdad que infunden miedo; pero como la religión tiene también leyes penales que asustan, el efecto de las unas destruye el de las otras. Las almas, presas entre dos temores diferentes, se vuelven atroces.

La religión fulmina tan tremendas amenazas y promete a la vez tantas delicias, que si pensamos en ellas, por más que haga el magistrado para que la abandonemos, parécenos que no nos deja nada cuando nos la quita y que no nos quita nada cuando nos la deja.

No se consigue apartar al hombre de este gran objeto llenando con él su espíritu y acercándolo al momento en que más importancia debe darle; es más seguro minar una religión por medio de las comodidades de la vida y de la esperanza en la fortuna; es más eficaz valerse, no de lo que pone en guardia, sino de lo que predispone al olvido; no de lo que indigna, sino de lo que produce indiferencia o tibieza cuando otras pasiones mueven nuestras almas. Regla general: para cambiar de religión, son más eficaces las invitaciones que las penas.

El carácter del humano espíritu se descubre en el orden mismo de las penas empleadas. Recuérdense las persecuciones del Japón (1) y se verá cómo indignaron más los suplicios crueles que las penas prolongadas, las cuales fatigan más que sublevan, siendo más difíciles de sobrellevar por lo mismo que parecen más soportables.

En una palabra, la historia nos enseña sobradamente que las leyes penales no han producido jamás otro efecto que el de destruir.


Notas

(1) Véase la Colección de Viajes, tomo V, primera parte, pág. 192.


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CAPÍTULO XIII

Humilde exposición a los inquisidores de España y Portugal

Una judía de diez y oého años, quemada en Lisboa en el último auto de fe, dió ocasión a este documento, quizá el más inútil que se haya escrito jamás. Cuando se trata de probar cosas tan claras, puede uno estar seguro de no llegar a convencer.

Su autor declara que, aun siendo judío, respeta la religión cristiana y la ama lo bastante para quitar a los príncipes no cristianos un pretexto plausible para perseguirla.

Os quejáis, les dice a los inquisidores, de que el monarca del Japón haga quemar a fuego lento a los cristianos que viven en sus Estados; pero él os contestará: os tratamos a los que no creéis lo que nosotros, como tratáis a los que no creen lo que vosotros; no podéis quejaros sino de vuestra debilidad, que os impide exterminarnos y nos permite exterminaros.

Pero es justo confesar que sois mucho más crueles que aquel monarca. Nos hacéis morir, a nosotros que creemos lo mismo que vosotros, porque no creemos todo lo que creéis. Bien sabéis que nuestra religión fue grata a Dios; pensamos que El la ama todavía y vosotros pensáis que ya no la ama; y por pensar así condenáis al hierro y al fuego a los que incurren en el error perdonable de creer que Dios ama todavía lo que amó.

Si sois crueles con nosotros, lo sois aun más con nuestros hijos, pues los mandáis a la hoguera por acatar y obedecer las inspiraciones de los que la ley natural y las leyes de todos los pueblos enseñan a respetar como dioses.

Os priváis de la ventaja que os ha dado sobre los mahometanos, la manera que tuvieron éstos de implantar su religión: Cuando ellos dicen que sus fieles son muy numerosos, les contestáis que lo deben a la fuerza, que han propagado su religión por la espada; ¿por qué, pues, la propagáis vosotros por el fuego?

Cuando queréis atraernos, os decimos que nuestro origen es el mismo del que os gloriáis descender; nos respondéis que la actual religión vuestra es nueva, pero divina, y lo probáis por haber crecido con la persecución de los paganos y la sangre de vuestros mártires; pero hoy tomáis el papel de los Diocleciano, obligándonos así a tomar el vuestro.

Nosotros os conjuramos, no en nombre del Dios todopoderoso, a quien servimos vosotros y nosotros, sino en nombre del Cristo que nos decís que tomó figura humana para daros ejemplos y que los imitarais; en nombre del Cristo, os conjuramos a que os portéis con nosotros como él mismo lo haría si estuviese aún en la tierra. Queréis que seamos cristianos y vosotros no queréis serlo.

Pero, si no queréis ser cristianos, a lo menos sed hombres: conducíos con nosotros como lo haríais no teniendo de la justicia más que las débiles luces que da la naturaleza, por carecer de religión que os guiara.

Si el cielo os ha amado lo bastante para daros a conocer la verdad, os ha favorecido con una gracia inmensa; pero, ¿les toca a los hijos que han recibido la herencia de sus padres el aborrecer a sus hermanos que no la recibieron?

Si poseéis la verdad, no nos la ocultéis con la manera de proponerla. El carácter de la verdad es el triunfo en los corazones y los entendimientos, no es la impotencia que confesáis queriendo imponerla con suplicios.

No es razonable que nos condenéis a muerte por no querer engañaros. Si Cristo es hijo de Dios, él nos recompensará por habernos negado a profanar sus misterios, y creemos que el Dios a quien servimos vosotros y nosotros, no ha de castigarnos por haber muerto en defensa de una religión que nos dió hace mucho tiempo.

Vivís en un siglo en que la luz natural es más viva que nunca, la filosofía ilumina los entendimientos, la moral de vuestro Evangelio es más conocida, los derechos respectivos de los hombres se hallan mejor establecidos, como el imperio de una conciencia sobre otra. Por lo tanto, si no desecháis las antiguas preocupaciones, vuestras propias pasiones, es menester declarar que sois incorregibles, incapaces de toda luz, de toda instrucción, de toda enmienda. Y bien desgraciada es la nación que concede autoridad a hombres así.

¿Queréis que os digamos ingenuamente nuestro pensamiento? Nos consideráis como enemigos vuestros más bien que como enemigos de vuestra religión; porque si amarais vuestra religión, no permitiríais que la corrompiera una grosera ignorancia.

Hemos de advertiros otra cosa: que si en la posteridad hay quien se atreva a decir que los pueblos de Europa eran civilizados en el siglo presente, alguien le responderá citando vuestro ejemplo para probar que eran bárbaros; y la idea que se tenga de vosotros ha de ser tal, que manchará vuestro siglo y hará odiosos a vuestros contemporáneos.


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CAPÍTULO XIV

Por qué la religión cristiana es tan odiada en el Japón

He hablado ya (1) del carácter atroz de las almas japonesas.

Los magistrados consideraron sumamente peligrosa la firmeza que inspira el cristianismo cuando se trata de renunciar a la fe, creyendo que esa firmeza haría aumentar la audacia. La ley del Japón castiga con severidad la menor desobediencia. Ordenóse abandonar la religión cristiana; como el no abandonarla era desobedecer, impusiéronse castigos a los desobedientes; Y como continuara la desobediencia, aplicáronse nuevos castigos.

Los castigos se miran en el Japón como la venganza de un insulto al príncipe. Los cantos de alegría de los mártires cristianos se miraron como un atentado contra él. Indignó a los magistrados el título de mártires cuando a su juicio no había más que rebeldes, y emplearon toda clase de medios para que nadie lo obtuviera. Entonces fue cuando las almas se crecieron, entablándose una lucha terrible entre los tribunales que condenaban y los acusados que padecían, entre las leyes civiles y las leyes religiosas.


Notas

(1) En el libro VII, cap. XIII.


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CAPÍTULO XV

De la propaganda de la religión

Todos los pueblos de Oriente, excepto los Mahometanos, creen que las religiones son indiferentes en sí mismas. Lo que temen no es el establecimiento de otra religión, sino el cambio que produzca en el régimen gubernamental. En el Japón, donde son muchas las sectas y donde el Estado ha tenido hace tiempo un jefe eclesiástico, no se disputa nunca sobre religión (1). Sucede lo mismo entre los Siameses (2). Los Kalmukos hacen más: es cuestión de conciencia para ellos el consentir todo género de religiones (3). En Calicut es regla de Estado que cualquiera religión es buena.

Pero de esto no se deduce que una religión llevada de un país remoto y enteramente distinto en clima, leyes y usanzas, haya de tener el éxito que de su santidad podía esperarse. Esto es aún más cierto en los imperios despóticos: se empieza por tolerar a los extranjeros, porque no se presta ninguna atención a lo que al parecer no menoscaba la autoridad del príncipe ni ofende a su persona. Todo se ignora: por lo mismo un Europeo consigue hacerse grato con los conocimientos que divulga. Al principio todo va bien; pero cuando se notan los efectos, alguno sobresale y se suscita alguna dicusión, y como el Estado por su naturaleza lo primero que busca es la tranquilidad, que puede ser destruída por cualquier turbulencia, proscribe inmediatamente la nueva religión y sus propagandistas. Luego estallan las disputas entre los que la predican, y surge el desagrado respecto a una religión en la que no están acordes los mismos que la propagan y la recomiendan (4).


Notas

(1) Véase Kempfer.

(2) Forbín; Memorias.

(3) Historia de los tártaros, parte 5a.

(4) Viaje de Francisco Pirard, cap. XXV.


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