Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXIV

De las leyes con relación a la religión establecida en cada país, considerada en sus prácticas y en sí misma.


I. De las religiones en general. II. Paradoja de Bayle. III. El gobierno moderado conviene más a la religión cristiana y el despótico a la mahometana. IV. Consecuencias del carácter de la religión cristiana y del de la mahometana. V. La religión católica es más propia de una monarquía, la protestante se acomoda mejor a una República. VI. Otra paradoja de Bayle. VII. De las leyes de perfección en la religión. VIII. De la coincidencia de las leyes de la moral con las de la religión. IX. De los Esenios. X. De la secta estoica. XI. De la contemplación. XII. De las penitencias. XIII. De los delitos inexplicables. XIV. De cómo la fuerza de la religión se aplica a la de las leyes civiles. XV. Las leyes civiles corrigen algunas veces las religiones falsas. XVI. Las leyes religiosas corrigen los inconvenientes de la constitución politica. XVII. Continuación de la misma materia. XVIII. De cómo las leyes de la religión surten el efecto de las civiles. XIX. La verdad o falsedad de un dogma influye menos en que sea útil o pernicioso que el uso o abuso que se hace de él. XX. Continuación de la misma materia. XXI. De la metempsicosis. XXII. Es perjudicial que la religión inspire horror a cosas indiferentes. XXIII. De las fiestas. XXIV. De las leyes locales de religión. XXV. Inconvenientes de trasladar una religión de un país a otro. XXVI. Continuación de la misma materia.


CAPÍTULO PRIMERO

De las religiones en general

Como entre tinieblas se puede juzgar cuáles son menos espesas y entre abismos cuáles son menos profundos, así también entre las falsas religiones puede apreciarse cuáles sean las más conformes al bien de la sociedad, las que, si no llevan a los hombres a la bienaventuranza en la otra vida, contribuyen en ésta a su felicidad.

No examinemos, pues, las diversas religiones sino en cuanto al bien que se saca de ellas en el orden civil, lo mismo si hablamos de la que tiene su origen en el cielo que si nos referimos a las que tienen su raíz en la tierra.

Como no soy teólogo sino escritor político, podrá haber en esta obra cosas que no sean enteramente verdaderas más que en el sentido humano, en la manera humana de pensar, pues no he necesitado considerarlas con relación a verdades más sublimes.

Respecto a la verdadera religión, será bastante un poco de equidad para comprender que no he pretendido posponer sus intereses a los políticos, sino armonizar los unos con los otros; para lo cual es preciso conocerlos.

La religión cristiana, al ordenar que los hombres se amen entre sí, quiere sin duda que cada pueblo tenga las mejores leyes políticas y las mejores leyes civiles, por ser éstas, después de la religión, el mayor bien que los hombres pueden dar y recibir.


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CAPÍTULO II

Paradoja de Bayle

El señor Bayle ha pretendido probar (1) que más vale ser ateo que idólatra, o, en otros términos, que es menos malo no tener religión que tener una religión falsa. Preferiría, dice, que se negara mi existencia, a que se me tuviera por un hombre malo. Esto no es más que un sofisma: para la humanidad no importa nada que se crea o se niegue la existencia de cierto hombre, pero es muy útil que se crea en la existencia de Dios. De la idea de que no lo hay se deduce la de nuestra independencia; y si esta idea es inconcebible, se concibe a lo menos la de nuestra rebelión. Decir que la religión no es un freno porque no enfrena siempre, es como si se dijera que las leyes civiles tampoco son represivas por no haberlo sido en algún caso. Es mala manera de razonar contra la religión el reunir en un volumen el largo repertorio de los males que ha causado, omitiendo los bienes que ha producido. Si yo me propusiera enumerar todos los males que han ocasionado en el mundo las leyes civiles, la monarquía, la República, diría cosas tremendas. Aunque fuera inútil que los súbditos profesaran una religión, no lo sería que los príncipes creyeran en alguna, la cual sería el único freno que atascara a los que no temen las leyes de los hombres.

El príncipe que ama la religión y que la teme, es un león que se amansa ante la mano que lo acaricia o la voz que aplaca su fiereza; el que la teme sin amarla, y más si la aborrece, es como una fiera encadenada mordiendo la cadena que le impide arrojarse sobre los transeúntes; el que ni la teme ni la ama porque no tiene religión ninguna, es como el animal dañino que no se siente libre sino cuando embiste, despedaza y devora.

La cuestión no está en saber si es preferible que un hombre o un pueblo carezcan de religión o que abusen de ella, sino en saber si es mejor abusar algunas veces de la religión o que no exista ninguna.

Para atenuar el horror del ateísmo se pinta la idolatría con colores demasiado negros. No es cierto que los antiguos si erigían altares a algún vicio, demostraran con ello que lo amaban; al contrario, era señal de que lo aborrecían. Cuando los Lacedemonios alzaron un templo al Miedo, esto no quería decir que aquella nación valiente le pidiera al dios Pan que llevara el pánico al corazón de sus guerreros. Había divinidades a las que pedían que les inspirasen tal o cual sentimiento, y otras a las que rogaban que los libraran de él.


Notas

(1) Pensamientos sobre el cometo.


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CAPÍTULO III

El gobierno moderado conviene más a la religión cristiana y el despótico a la mahometana

La religión cristiana se aviene mal con el despotismo puro; la dulzura recomendada por el Evangélio es opuesta a la cólera despótica del soberano, a las crueldades de un déspota.

Como la religión cristiana ha prohibido la pluralidad de mujeres, los príncipes no viven recluídos en sus palacios, están más en contacto con sus súbditos, son más hombres; se hallan más dispuestos a limitar sus facultades y a comprender que no lo pueden todo.

Mientras los príncipes mahometanos dan sin cesar la muerte o la reciben, la religión hace más tímidos o menos crueles a los príncipes cristianos.

El príncipe cristiano cuenta con sus súbditos, y a su vez los súbditos cuentan con su príncipe. La religión cristiana, que al parecer no tiene más objeto que la felicidad en la otra vida, nos hace felices además en ésta.

La religión cristiana, a pesar de la extensión del imperio y del vicio del clima, ha impedido que el despotismo se establezca en Etiopía, llevando a esa parte de Africa las leyes y las costumbres de Europa.

Como cristiano, el príncipe heredero de Etiopía da a los demás súbditos ejemplo de amor, de obediencia, de fidelidad. Bien cerca de allí se ve cómo el mahometismo encierra a los hijos del rey de Senar y que, cuando éste muere, el Consejo los manda degollar en honra y servicio del que sube al trono (1).

Si consideramos los continuos asesinatos y matanzas de los reyes y caudillos griegos y romanos; si recordamos también las ciudades que destruyeron; si no echamos en olvido cómo asolaron el Asia Tamerlán y Gengiskán, veremos que somos deudores al cristianismo de cierto derecho político en el gobierno y de cierto derecho de gentes en la guerra, que la humanidad nunca le agradecerá bastante.

Ese derecho de gentes es el que hace que la victoria, cuando no se ciega en la embriaguez de la sangre deje a los pueblos vencidos lo que más le interesa: la vida, la libertad, las leyes, los bienes, y siempre la religión.

Puede decirse que los pueblos de Europa no están hoy más desunidos que lo estaban los pueblos y los ejércitos, o unos ejércitos de otros, en el imperio romano, cuando éste degeneró en despótico y militar: se recompensaba entonces a los combatientes dejándoles entrar a saco en las ciudades, se despojaba a los vencidos de sus posesiones, se confiscaba las tierras y se repartían entre los vencedores.


Notas

(1) Poncet, Relación de Etiopía. Véase la cuarta colección de las Cartas edificantes.


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CAPÍTULO IV

Consecuencias del carácter de la religión cristiana y del de la mahometana

Visto el carácter de la religión cristiana y el de la mahometana, se debe sin más examen abrazar la una y rechazar la otra; porque es para nosotros mucho más evidente que una religión debe suavizar las costumbres de los hombres, que no el que sea verdadera. Es triste para la humanidad que la religión sea dada por un conquistador. La mahometana, que no habla de otra cosa sino de la violencia, obra siempre en los humanos con el destructor espíritu que la fundó.

La historia de Sabacón, uno de los reyes pastores (1), es admirable. El dios de Tebas se le apareció en sueños y le ordenó matar a todos los sacerdotes de Egipto. Sabacón juzgó que no reinaba a gusto de los dioses, puesto que le mandaban hacer cosas opuestas a su voluntad, y se retiró a Etiopía (2).


Notas

(1) Diodoro, lib. I.

(2) Jamás se ha hecho mejor uso ni aplicación más útil de uno de nuestros errores más desatinados, la fe en los sueños. (Serván).


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CAPÍTULO V

La religión católica es más propia de una monarquía, la protestante se acomoda mejor a una República

Al formarse una religión en un Estado, se adapta por lo común al régimen político, al gobierno exidtente en el país, porque los hombres que la reciben y los que la enseñan no suelen tener otras ideas que las del Estado en que nacieron y viven.

Cuando pasó la religión cristiana por la excisión lamentable que la dividió, hace dos siglos, en católica y protestante, los pueblos del Norte se hicieron protestantes y los del Mediodía se mantuvieron católicos.

Y es que los pueblos del Norte siempre han tenido y tendrán un espíritu de independencia que no tienen los meridionales; por eso a los primeros les convenía más una religión que no tiene un jefe visible. Aun dentro de los países en que triunfó la religión protestante, se hicieron las revoluciones según el gobierno existente en cada uno. Lutero, que contaba con príncipes poderosos, no hubiera logrado que encontraran bien una autoridad eclesiástica desprovista de preeminencia exterior; y Calvino, que tenía sus partidarios en pueblos constituídos en Repúblicas o entre gentes obscuras de ciertas monarquías, pudo muy bien prescindir de preeminencias y de dignidades.

Cada una de estas dos religiones se podría creer la más perfecta; el calvinista se consideraba más cristiano, es decir, más dentro de la predicación de Jesucristo; el luterano se creía más conforme a lo que practicaron los apóstoles.


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CAPÍTULO VI

Otra paradoja de Bayle

El señor Bayle, después de haber insultado a todaa las religiones, anatematiza a la cristiana y sostiene, extremando su osadía, que los cristianos verdaderos no formarán nunca un Estado capaz de subsistir. ¿Por qué no? Serían ciudadanos bien conocedores de sus deberes y celosos de cumplirlos; comprenderían los derechos de defensa natural; cuanto más creyeran deber a la religión, tanto más creerían deber a la patria. Algunos principios del cristianismo, bien grabados en el corazón, tendrían mucha más fuerza que el falso honor de las monarquías, las virtudes puramente humanas de las Repúblicas y el temor servil de los Estados despóticos.

Parece mentira que tan grande hombre desconozca el espíritu de su propia religión, que no acierte a distinguir el cristianismo de las reglas para establecerlo, que confunda meros consejos con los preceptos del Evangelio. Cuando un legislador en lugar de dar leyes da consejos, es porque entiende que si los diera como leyes serían contrarias al espíritu de las leyes.


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CAPÍTULO VII

De las leyes de perfección en la religión

Las leyes humanas se dirigen al entendimiento, por lo que deben dar preceptos y no consejos; la religión, que le habla al sentimiento, debe dar consejos y no preceptos.

La religión no da reglas para el bien, sino para lo mejor; no para lo bueno, sino para lo perfecto. Conviene por lo mismo que los suyos sean consejos y no leyes, porque éstas son para todos, y la perfección no es para la universalidad de las personas ni de las cosas. Además, si fueran leyes, serían necesarias otras para hacerlas observar. El celibato fue un consejo del cristianismo; si más tarde se hizo ley para cierta clase de personas, hubo que formular nuevas leyes para que no se eludiera su observancia (1). El legislador se cansó y cansó a la sociedad, en su empeño de que los hombres ejecutaran por precepto lo que por simple consejo hubieran ejecutado los amigos de la perfección.


Notas

(1) Dupin, Biblioteca de autores eclesiásticos del siglo VI, tomo V.


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CAPÍTULO VIII

De la coincidencia de las leyes de la moral con las de la religión

En un país que tiene la desgracia de que su religión no sea la que Dios ha dado, es indispensable que, a lo menos, estén las creencias concordes con la moral; así la religión, aun siendo falsa, es la mejor garantía que pueden tener los hombres de la probidad ajena.

Los puntos principales de la religión que profesan los habitantes de Pegú, son los que siguen: no matar, no robar, huír de la impudicia, no hacer ningún mal al prójimo, sino todo el bien posible (1). Con estos mandamientos creen que hay bastante para salvarse en cualquiera religión, de lo cual resulta que estos pueblos pobres y altivos se muestran generosos y compasivos con los desgraciados.


Notas

(1) Véase el tomo II, primera parte, pág. 63, de la Colección de viajes, obra citada repetidas veces.


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CAPÍTULO IX

De los Esenios

Los Esenios hacían votos de ser justos, de no hacer daño a nadie ni aun por obediencia, de odiar la injusticia, de amar y sostener la verdad abrazando siempre su partido, de guardar fe a todo el mundo y de no buscar ninguna ganancia ilícita (1).


Notas

(1) Prideaux, Historia de los Judíos.


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CAPÍTULO X

De la secta estoica

Las diversas sectas filosóficas de los antiguos podían considerarse religiones. Jamás ha habido ninguna cuyos principios fuesen más dignos del hombre ni más a propósito para formar gente de bien que la de los estoicos, y si yo pudiera olvidar por un momento que soy cristiano, incluiría entre las desgracias del género humano la destrucción de la secta de Zenón.

Esta no extremaba sino las cosas en que hay grandeza, como el desprecio de los placeres y del dolor.

Ella sola sabía formar ciudadanos; ella sola hacía los grandes hombres; ella sola modelaba los grandes emperadores.

Haced abstracción por un momento de las verdades reveladas; buscad en toda la naturaleza y no encontraréis nada más grande que los Antonino, Juliano mismo, Juliano (y una declaración tan espontánea no me hará cómplice de su apostasía), no, después de este príncipe no ha habido otro más digno de gobernar a los hombres.

Los estoicos miraban como cosas vanas las riquezas, las grandezas humanas, el dolor, las penas y los placeres, no ocupándose más que en laborar por el bien de los hombres y en cumplir con sus deberes sociales; podría decirse que consideraban aquel espíritu sagrado que creían residir en ellos, como una providencia bienhechora que velaba por el género humano.

Pensaban todos que, nacidos para la sociedad, sú destino era trabajar por ella sin serle nada gravosos, puesto que hallaban su recompensa en sí mismos; su felicidad la hallaban en su filosofía, puesto que solamente podía aumentar la suya la felicidad de los demás.


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CAPÍTULO XI

De la contemplación

Llamados los hombres a conservarse, alimentarse, vestirse y tomar parte en las acciones de la sociedad, no debe la religión obligarles a una vida contemplativa en exceso (1).

Los que profesan la religión de Mahoma se hacen contemplativos por costumbre; rezan cinco veces cada día, y rutinariamente van habituándose a la especulación. Agréguese a esto la indiferencia por las cosas de este mundo inspirada por el dogma de un destino inflexible.

Si al mismo tiempo concurren otras cosas a hacerlos indiferentes a todo, como la dureza del gobierno o las leyes concernientes a la propiedad, entonces puede darse todo por perdido.

La religión de los Güebros, que corregía los malos efectos del despotismo absoluto, hizo en otros tiempos que el reino de Persia prosperase; la religión mahometana es lo que destruye hoy el mismo imperio.


Notas

(1) Este es el inconveniente de la doctrina de Foé y de Laokium.


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CAPÍTULO XII

De las penitencias

Es bueno que las penitencias vayan unidas a la idea de trabajo y no a la de ociosidad; a la idea del bien y no a la idea de lo milagroso; a la idea de sobriedad y no a la de avaricia.


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CAPÍTULO XIII

De los delitos inexpiables

Resulta de un pasaje de los libros de los pontífices, por Cicerón citado (1), que había en Roma delitos inexpiables (2); y en esto funda Zósimo su relación tan acabada para mancillar la célebre conversión de Constantino, como funda Juliano la burla amarga que hizo en sus Césares de la misma conversión.

El paganismo, aquella religión que no vituperaba, que no prohibía más que algunos crímenes groseros, que detenía la mano y dejaba el corazón, podía tener inexpiables. Pero una religión que se extiende a todas las pasiones, una religión que alcanza a todos los actos, y se cuida tanto como de los actos de los deseos y de los pensamientos; que no nos ata con algunas cadenas sino con un sinnúmero de hilos; que deja tras sí la justicia humana para iniciar otra justicia; que es adecuada para llevar del arrepentimiento al amor y del amor al arrepentimiento; que pone entre el juez y el criminal un gran mediador, y entre el justo y el mediador un juez; una religión así no debe tener delitos inexpiables. Mas aunque a todos inspire temores y esperanzas, bien deja entender que si no hay delito por su naturaleza inexpiable, toda una vida puede serlo; que sería peligroso atormentar de continuo la misericordia con nuevos delitos y nuevas expiaciones; que inquietos por las antiguas deudas y nunca en paz con el Señor, debemos temer que deudas nuevas colmen la medida de su bondad paternal.


Notas

(1) En el libro II de Las Leyes.

(2) Sacrum commistum, quod neque expiari poterit, impie commisu mest; quod expíari poterit, publici sacerdotes expianto.


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CAPÍTULO XIV

De cómo la fuerza de la religión se aplica a la de las leyes civiles

Las religiones y las leyes civiles deben tender principalmente a hacer a los hombres buenos ciudadanos; si las unas se apartan de tal fin, las otras deben acercarse más a él; de suerte que, cuanto menos reprima la religión, más deben las leyes civiles refrenar.

Así en el Japón, no teniendo casi ningún dogma la religión dominante, que no hable de paraíso ni de infierno, son las leyes de una gran severidad y se ejecutan con una puntualidad extraordinaria.

Cuando la religión establece el dogma de la necesidad de las acciones humanas, deben ser las penas legales más severas y la policía más vigilante para que los hombres sean determinados por estos motivos, sin los cuales se descuidarían; pero si la religión establece el dogma de la libertad, eso es otra cosa.

De la pereza del alma nace el dogma de la predestinación mahometana, como del dogma de la predestinación nace la pereza del alma. Se dice: todo lo que ocurre está en los decretos de Dios, por consiguiente crucémonos de brazos. Cuando así se piensa, las leyes deben excitar a los hombres adormecidos por la religión.

Si la religión condena cosas que las leyes civiles deben permitir, es peligroso que las permitan; faltaría la armonía, tan necesaria entre las leyes y la religión.

Los Tártaros, en tiempo de Gengiskán, tenían por pecado y hasta por crimen capital poner el cuchillo en el fuego, apoyarse en el látigo, golpear al caballo con la rienda, romper un hueso con otro, y no creían cometer pecado alguno al violar la fe, al apoderarse de lo ajeno, al injuriar a un hombre ni al matarlo (1). En una palabra, las leyes que hacen mirar como necesario lo que es indiferente, hacen que se miren como indiferente lo que es verdaderamente necesario.

Los isleños de Formosa creen en una especie de infierno (2), pero lo suponen destinado únicamente a castigar a los que andan desnudos en ciertas estaciones, o se ponen vestidos de lienzo y no de seda, o van a coger ostras, o se permiten hacer alguna cosa sin consultar el canto de las aves; y no tienen por pecados la embriaguez ni la lujuria; al contrario, piensan que el desarreglo con las mujeres y aun el libertinaje de sus hijos son cosas gratas a la divinidad.

Cuando la religión aprueba o justifica por cosas externas o accidentales, pierde inútilmente lo que la hacía el resorte más poderoso entre los hombres. Los habitantes de la India creen que las aguas del Ganges poseen una virtud santificadora (3), y que quien muere a la orilla de este río se salva de las penas de la otra vida y encuentra en ella una mansión deliciosa que le sirve de morada eterna; por eso envían desde los lugares más distantes las cenizas de los muertos para echarlas al río. ¿Qué importa el vivir o no virtuosamente? Lo importante es el ser arrojado al Ganges (4).

La idea de un lugar de recompensas lleva consigo necesariamente la de una mansión de penas; y cuando se espera el uno sin temer la otra, las leyes civiles no tienen fuerza. Hombres que creen seguro el premio en la otra vida nada temen del legislador, porque desprecian la muerte. ¿Cómo han de contener las leyes al hombre que se cree seguro de que durará un solo momento la mayor pena que los magistrados puedan infligirle y de que al infligírsela le abren las puertas de la felicidad?


Notas

(1) Puede verse la relación de fray Duplán Carpin, enviado a Tartaria por el Papa Inocencio IV el año 1246.

(2) Colección de viajes, tomo V, primera parte, pág. 192.

(3) Cartas edificantes, colección décimoquinta.

(4) No es la única religi6n en que se da más importancia a exterioridades y meros formulismos que a la integridad de la conciencia.


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CAPÍTULO XV

Las leyes civiles corrigen algunas veces las religiones falsas

El respeto a las cosas antiguas, la sencillez o la superstición, han establecido alguna vez ceremonias o misterios que podían ser molestos para el pudor. Los ejemplos de esto no son raros en el mundo. Aristóteles dice que en tal caso la ley permite que vayan a los templos a celebrar esos misterios los padres de familia, en lugar de sus hijos y de sus mujeres (1). ¡Ley civil admirable, que conserva las buenas costumbres contra la religión!

Augusto prohibió que la gente moza de uno y otro sexo concurriera a ceremonias nocturnas, como no fuera cada uno acompañado por un pariente de más edad (2); y al establecer las fiestas lupercales, no consintió que los jóvenes corrieran desnudos (3).


Notas

(1) Política, lib. VII, cap. XVII.

(2) Suetonio, in Augusto, cap. XXXI.

(3) Idem.


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CAPÍTULO XVI

Las leyes religiosas corrigen los inconvenientes de la constitución política

Por su parte la religión puede ser apoyo del Estado cuando no bastan las leyes.

Si el Estado, como sucede a menudo, es victima de las agitaciones engendradas por las discordias civiles, mucho hará la religión si logra que se mantenga en calma una parte del pais. En Grecia, los Eleos, como sacerdotes de Apolo, gozaban de eterna paz. En el Japón, siempre dejaban en paz la ciudad santa (1): la religión consigue este resultado; y aquel imperio aislado que parece único en la tierra, que no recibe ni quiere recibir nada de los extranjeros, mantiene en su seno un comercio que las guerras no arruinan.

En los Estados donde no se hace la guerra por acuerdo general y donde las leyes no ofrecen ningún medio de concluirla o de evitarla, establece la religión ciertos periodos de tregua para que el pueblo ejecute aquellas faenas sin las cuales el Estado no podria subsistir, como la siembra y la recolección.

Entre las tribus árabes, todos los años se suspendían las hostilidades durante cuatro meses (2); en ese periodo, el menor disturbio hubiese parecido una impiedad. Y en Francia, cuando los señores hacian la guerra y la paz, la religión señaló treguas que debian guardarse en determinadas estaciones.


Notas

(1) Colección de viajes, tomo IV, primera parte, pág. 127.

(2) Prideaux, Vida de Mahoma, pág. 64.


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CAPÍTULO XVII

Continuación de la misma materia

Cuando hay muchos motivos de odio en un Estado, es preciso que la religión dé muchos medios de reconciliación. Los Arabes, pueblo de ladrones, se hacían unos a otros daños frecuentes, injurias e injusticias. Mahoma dió esta ley (1): Si alguno perdona la sangre de su hermano (2), podrá perseguir al malhechor por daños y perjuicios: pero el que haga daño al malo, después de haber recibido satisfacción de él, padecerá el día del juicio tormentos dolorosos.

Entre los Germanos se heredaban los odios y enemistades de los parientes, pero no a perpetuidad. Se expiaba el homicidio entregando cierta cantidad en ganado, y toda la familia recibía la satisfacción: cosa muy útil, dice Tácito (3), porque las enemistades son muy peligrosas en un pueblo libre. Entiendo que en estas reconciliaciones intervenían los ministros de la religión, que gozaban de tanto crédito entre los Germanos.

Entre los Malayos (4) no existe la reconciliación, y el que mata a otro, como está seguro de ser asesinado por los parientes o amigos del muerto, se entrega al furor y hiere o mata a cuantos encuentra.


Notas

(1) En el Corán, lib. 1, cap. De la vaca.

(2) Renunciando a la ley del Talión.

(3) De Moribus Germanorum.

(4) Colección de viajes, tomo VII, pág. 303. - Véanse también las Memorias del Conde de Forbin y lo que en ellas dice de los Macasarienses.


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CAPÍTULO XVIII

De cómo las leyes de la religión surten el efecto de las civiles

Formaban los Griegos primitivos pequeñas agrupaciones, pueblos pequeños, dispersos casi siempre, sin leyes, sin policía, que pirateaban en el mar y eran injustos en la tierra. Las grandes acciones de Hércules y de Teseo nos hacen ver en qué estado se encontraba aquel pueblo naciente. ¿Qué mas podía hacer la religión que lo que hizo para inspirar horror al homicidio? Estableció que el hombre muerto violentamente se enfurecía contra el matador, le perseguía iracundo y quería que le abandonase los lugares que había frecuentado (1); no se podía tocar al culpable ni hablar con él sin quedar mancillado (2); la ciudad había de expiar la presencia del homicida y librarse de ella.


Notas

(l) Platón, De las leyes, lib. IX.

(2) Véase la tragedia Edipo.


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CAPÍTULO XIX

La verdad o falsedad de un dogma influye menos en que sea útil o pernicioso que el uso o abuso que se hace de él

Los más verdaderos y más santos dogmas pueden tener funestas consecuencias cuando no están ligados con los principios de la sociedad, y a la inversa, los más falsos pueden tener consecuencias admirables cuando están relacionados con estos principios.

La religión de Confucio niega la inmortalidad del alma; tampoco en ella creía la secta de Zenón. Pues bien, ambas sectas dedujeron de sus malos principios consecuencias admirables para la sociedad. La religión de los Tao y de los Foe cree en la inmortalidad del alma; pero de un dogma tan santo ha sacado consecuencias espantosas.

En todas las épocas y en todas partes, la creencia mal entendida en la inmortalidad del alma ha sido causa de que las mujeres, los esclavos, los súbditos, los amigos, se hayan matado para acompañar o servir en otro mundo al que era objeto de su veneración o de su amor. Así pasaba en las Indias de Occidente; así entre los Dinamarqueses (1). Todavía sucede en el Japón (2), en Macasar (3) y en otros lugares de la tierra.

Semejantes hechos no emanan tan directamente del dogma de la inmortalidad del alma como del de la resurrección de los cuerpos, del cual se ha sacado la consecuencia de que el individuo tiene después de muerto las mismas necesidades, sentimientos y pasiones. Desde este punto de vista, el dogma de la inmortalidad produce en los hombres una impresión prodigiosa; y es porque la idea de una simple mudanza de vivienda está más al alcance de nuestro entendimiento y es más grata a nuestro corazón que la idea de una transformación nueva.

Para una religión no es bastante el establecer un dogma: le es necesario, además, el dirigirlo. Es lo que hace de una manera admirable la religión cristiana en lo que se refiere a los expresados dogmas; nos hace esperar un estado en que creíamos aunque no lo conociéramos ni lo sintiéramos: todo en ella, hasta la resurrección de los cuerpos, nos conduce a ideas espirituales.


Notas

(1) Bartholin, Antigüedades dinamarquesas.

(2) Colección de viajes. - Lo que aun sucedía en tiempo de Montesquieu, se ha repetido en el siglo XX: por haber fallecido el emperador se suicidó un general.

(3) Forbin, Memorias.


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CAPÍTULO XX

Continuación de la misma materia

Los libros sagrados de los antiguos Persas decían: Si quieres ser santo instruye a tus hijos, porque todas las cosas buenas que ellos hagan te serán imputadas. Aconsejaban también casarse, porque los hijos serían como un puente el día del juicio y quien no tuviera hijos no podría pasar. Estos dogmas eran falsos, pero muy útiles.


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CAPÍTULO XXI

De la metempsicosis

El dogma de la inmortalidad del alma se divide en tres ramificaciones: la de la inmortalidad pura, la de un simple cambio de morada y la de la metempsicosis, es decir, la de los Cristianos, la de los Escitas y la de los Indios. Acabo de hablar de las dos primeras: en cuanto a la tercera, esto es, el sistema de los Indios, diré que produce buenos o malos efectos según que haya sido bien o mal dirigido. Como inspira a los hombres cierto horror el derramamiento de sangre, hay pocos homicidios, y aunque no se castiga a nadie con la pena de muerte, vive en paz todo el mundo.

Por otra parte, las mujeres allí mueren quemadas al quedarse viudas: las personas inocentes son las únicas que no fenecen de muerte natural.


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CAPÍTULO XXII

Es perjudicial que la religión inspire horror a cosas indiferentes

Por ciertas preocupaciones religiosas, las cartas de la India se miran con horror unas a otras. Hay un honor fundado en la religión únicamente; distinciones de familia que en el orden civil no son tales distinciones: un indio cualquiera pudiera creerse deshonrado si comiera con su rey.

Esta clase de distinciones va unida a cierta aversión a los demás hombres, sentimiento muy distante del que deben engendrar las diferencias de clase, las cuales entre nosotros inspiran y mantienen el afecto a los inferiores.

Las leyes de la religión deben impedir que se sienta más desprecio que el del vicio y evitar, sobre todo, que se entibie o se pierda el amor que qeben sentir los hombres a sus semejantes.

Las religiones indica y mahometana tienen en su seno pueblos numerosos: los Indios detestan a los Mahometanos porque éstos comen carne de vaca; los Mahometanos odian a los Indios porque comen carne de cerdo.


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CAPÍTULO XXIII

De las fiestas

Cuando una religión ordena la suspensión del trabajo, debe atender a las necesidades de los hombres antes que a la grandeza del ser a quien pretende honrar.

En Atenas, el excesivo número de fiestas ofrecía inconvenientes graves (1). Aquel pueblo dominador, al que sometían sus diferencias todas las ciudades griegas, carecía de tiempo algunas veces para sus negocios.

Constantino, al disponer que los domingos se holgara, mandó que se observara su disposición en las ciudades y no en los campos (2): comprendía que el trabajo, si es útil en aquéllas, es indispensable en éstos.

Por la misma razón, en los países comerciales debe ajustarse el número de días festivos a las necesidades del comercio.

Los países protestantes, por su misma situación, necesitan más trabajo que los países católicos (3); por eso la supresión o reducción de fiestas ha sido más necesaria en los primeros que en los últimos.

Observa un escritor (4) que las diversiones de los pueblos varían según los climas. Como los climas cálidos producen en abundancia frutos delicados, los habitantes encuentran con facilidad lo necesario y dedican más tiempo a divertirse. Los Indios de los países fríos no pueden holgar tanto, pues necesitan pescar y cazar continuamente; por eso tienen menos danzas, menos músicas, menos festines que los meridionales. Estas diferencias debe tenerlas en cuenta una religión que hubiera de establecerse en unos u otros países.


Notas

(1) Jenofonte, De la República de Atenas.

(2) Código De Feriis. Esta ley, sin duda, no era aplicable más que a los paganos.

(3) Los católicos están más al Mediodia, los protestantes más al Norte.

(4) Dampierre, Viajes alrededor del mundo.


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CAPÍTULO XXIV

De las leyes locales de religión

Hay muchas leyes locales en los diferentes religiones. Moctezuma, al obstinarse en afirmar que la religión de los Españoles era buena para España y la de los Mexicanos buena para México, no decía un absurdo; porque, en efecto, los legisladores no pueden enmendar lo que es obra de la naturaleza.

La creencia en la metempsicosis es propia del clima indiano. Quema los campos el excesivo calor (1); es poco el ganado que puede mantenerse, escaseando a veces para la labranza; los bueyes se multiplican poco (2) y están sujetos a muchas enfermedades: una ley religiosa que los conserve es muy conveniente para la buena marcha del país (3).

Al mismo tiempo que el sol abrasa las praderas, crecen lozanos con el riego el arroz y las legumbres, única alimentación que la ley religiosa allí permite.

Además, la carne del ganado es harto insípida en aquellas latitudes; lo más que allí se aprovecha para alimento del hombre es la leche y la manteca.

La antigua Atenas tenía una población muy numerosa, y por ser su territorio estéril se estableció la máxima religiosa de que eran más gratas a los dioses las ofrendas más pequeñas; se los honraba más con ofrendas diminutas que inmolándoles bueyes (4).


Notas

(1) Viaje de Bernier, tomo II, pág. 137.

(2) Cartas edificantes, duodécima colección, pág. 95.

(3) Y por eso los Indios tienen prohibido el comer carne de vaca.

(4) Eurípides, en Ateneo, lib. II, pág. 40.


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CAPÍTULO XXV

Inconvenientes de trasladar una religión de un país a otro

De lo dicho se desprende que resultan inconvenientes graves de trasladar la religión de un país a otro (1).

El cerdo, ha dicho Boulanvilliers (2), debe escasear mucho en Arabia, donde casi no hay substancias convenientes para alimento de estos animales; además, sería nocivo allí donde las aguas salobres ya predisponen a padecer enfermedades cutáneas. La ley local que prohibe comer carne de cerdo no sería buena para otros países (3), donde el cerdo es alimento casi universal y en cierta manera necesario. Una reflexión: hizo notar Santorio (4) que la carne de cerdo que se come, se transpira poco y aun impide en gran parte la transpiración de los demás alimentos; según sus observaciones, es de un tercio la disminución; sabido es que la falta de transpiración produce o irrita las enfermedades de la piel. Está bien, por lo tanto, que se prohiba comer carne de puerco en los climas en que se está expuesto a dichas enfermedades, como Arabia, Palestina, Egipto y Libia.


Notas

(1) El autor advierte en una nota que se exceptúa la religión cristiana.

(2) Vida de Mahoma.

(3) Como China, por ejemplo.

(4) Medicina estática, sección III, aforismo 23.


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CAPÍTULO XXVI

Continuación de la misma materia

Dice Chardin (1) que no hay río navegable en Persia, como no sea el Kur, en los confines del imperio. La antigua ley de los Güebros, que prohibía la navegación fluvial, no presentaba ningún inconveniente en su país, pero en otros hubiera sido la ruina del comercio.

En los países cálidos se hacen continuas abluciones. Por lo mismo las ordenan las religiones mahometana e india. Entre los Indios se tiene por acto meritorio el de orar a Dios en el agua corriente (2); ¿cómo podría hacerse lo propio en otros climas?

Cuando una religión cuyas prácticas se fundan en el clima repugna en otro país; no ha podido establecerse en él y si ha llegado a imponerse, al fin ha sido expulsada. Podría decirse, humanamente hablando, que los límites de la religión cristiana y de la mahometana los ha marcado el clima.

Resulta, pues, que lo mejor casi siempre es que una religión tenga dogmas particulares y un culto general. En las leyes concernientes a las prácticas del culto se necesitan bien pocos detalles; por ejemplo, ordenar mortificaciones sin prescribir una mortificación determinada. El cristianismo no carece de buen sentido: es de derecho divino la abstinencia, pero una abstinencia particular es cuestión de policía y puede cambiarse.


Notas

(1) Viaje a Persia, tomo II.

(2) Bernier, Viajes, tomo II.


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