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LIBRO XXII

De las leyes con relación al uso de la moneda.

(SEGUNDO ARCHIVO)


XI. De las operaciones que hicieron los Romanos con las monedas. XII. Circunstancias en que los Romanos hicieron sus operaciones sobre la moneda. XIII. Operaciones sobre las monedas en tiempo de los emperadores. XIV. El cambio es una traba para los Estados despóticos. XV. Usos de algunos países de Italia. XVI. Utilidad que el Estado puede sacar de los banqueros. XVII. De las deudas públicas. XVIII. Del pago de las deudas públicas. XIX. De los préstamos con interés. XX. De las usuras marítimas. XXI. Del préstamo por contrato y de la usura, en Roma. XXII. Sigue la misma materia.


CAPÍTULO XI

De las operaciones que hicieron los Romanos con las monedas

Cualesquiera que sean las medidas aplicadas autoritariamente en Francia a la moneda, más importantes fueron las de los Romanos, y no en la época de la República ya corrompida, ni en la de la República decadente y anárquica, sino cuando se hallaba en la plenitud de su fuerza, tanto por su sabiduría como por su valor, después de haber vencido a las ciudades de Italia y disputado el imperio a los Cartagineses.

Me interesa ahondar un poco en esta materia, con el fin de que no se tome por ejemplo lo que no es tal.

En la primera guerra púnica (1), el as, que valía doce onzas, no pesaba más que dos; y en la segunda guerra púnica no pesaba más que una. Este cercenamiento responde a lo que hoy llamamos Zaumento del valor de las monedas; quitar de un escudo de seis libras la mitad de la plata para hacer dos o darle el valor de doce libras, es la misma cosa.

No quedan antecedentes de cómo los Romanos efectuaron dicha operación durante la primera de las guerras púnicas; pero la manera de hacerla que adoptaron durante la segunda de aquellas guerras descubre una gran sabiduría. La República no podía pagar sus deudas; el as pesaba dos onzas de cobre, y el denario, como valía diez ases, pesaba veinte. Acuñó la República ases de una onza de cobre (2); ganó, pues, la mitad con relación a sus acreedores, pues pagó con diez onzas el valor de un denario. Esta operación perturbó profundamente el Estado y era menester aminorar la perturbación, en lo posible; encerraba una injustcia y debía procurarse atenuarla cuanto se pudiera. Su objeto era liberar a la República para con sus ciudadanos, sin liberar a éstos entre sí. Hízose necesaria una segunda operación, la que consistió en disponer que el denario, en lugar de seguir valiendo diez ases como hasta entonces, valiera diez y seis. Resultó de la doble operación, que mientras los acreedores de la República perdían la mitad (3), los de los particulares no perdían más que un quinto (4). Este mismo fue el aumento que tuvieron las mercaderías y el que tuvo el valor real de la moneda; las demás consecuencias es fácil presumirlas.

Los Romanos, pues, se condujeron con más acierto que nosotros, que hemos englobado en nuestras operaciones la fortuna pública y la de los particulares. Y esto no es todo: vamos a ver que ellos las hicieron en circunstancias más favorables.


Notas

(1) Plinio, Historia natural, lib. XXXIII, art. 3.

(2) Plinio, Historia natural, lib. XXXIII, art. 3.

(3) Recibían diez onzas de cobre por veinte.

(4) Recibían diez y seis onzas de cobre por veinte.


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CAPÍTULO XII

Circunstancias en que los Romanos hicieron sus operaciones sobre la moneda

Antiguamente, en Italia, el oro y la plata escaseaban mucho; es un país donde no se han conocido minas de estos metales, o ha habido muy pocas. Los Galos, cuando se apoderaron de Roma, sólo encontraron allí mil libras de oro (1), aunque los Romanos habían saqueado muchas ciudades llevándose todas sus riquezas a la capital. Durante mucho tiempo se sirvieron solamente de la moneda de cobre, pues hasta la paz de Pirro no tuvieron plata suficiente para acuñarla (2). Entonces fue cuando hicieron monedas de este metal, los denarios, que valían diez ases (3) o diez libras de cobre. La proporción, por tanto, de la plata con el cobre, en aquella época, era de 1 a 960; porque siendo el denario romano de diez ases o diez libras de cobre, valía ciento veinte onzas de cobre; y como era a la vez un octavo de onza de plata, resulta la expresada proporción (4).

Roma, al hacerse dueña de la parte de Italia más próxima a Grecia y a Sicilia, se encontró poco a poco entre dos pueblos ricos: los Griegos y los Cartagineses. Dispuso de más plata, y no pudiendo sostenerse ya la proporción de 1 a 960 entre la plata y el cobre, realizó diversas operaciones con las monedas que no conocemos. Se sabe únicamente que, al comenzar la segunda guerra púnica, el denario romano no valía más que veinte onzas de cobre (5) y que, por consiguiente, la proporción de la plata con el cobre era de 1 a 160. La reducción fue considerable, puesto que la República ganó cinco sextas partes sobre toda la moneda de cobre; pero no se hizo sino lo que exigía la naturaleza de las cosas, es decir, restablecer la proporción entre los metales utilizados como moneda.

La paz que puso término a la primera guerra púnica hizo a los Romanos dueños de Sicilia. No tardaron en ir a Cerdeña y empezaron a conocer a España. La masa de plata aumentó en Roma, y se hizo entonces la operación que redujo el denario de plata de veinte onzas a diez y seis (6), con lo cual volvió a establecerse la proporción de la plata con el cobre, que de 1 a 160 pasó a ser de 1 a 128.

Estúdiese a los Romanos, y se verá que en nada fueron tan superiores como en la oportunidad, esto es, en la elección de las circunstancias en que hicieron lo mismo lo bueno que lo malo.


Notas

(1) Plinio, lib. XXXIII, art. 5.

(2) Freinshemio, lib. 5° de la segunda década.

(3) Idem. Acuñaron también, escribe este mismo autor, medios denarios con el nombre de quinarios, y cuartos de denario a los que daban el nombre de sestercios.

(4) Un octavo de onza de plata, según Budeo; un séptimo, al decir de otros autores.

(5) Plinio, Historia natural, lib. XXXIII, art. 8.

(6) Plinio, Historia natural, lib. XXXIII, art. 3.


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CAPÍTULO XIII

Operaciones sobre las monedas en tiempo de los emperadores

En las operaciones de que fueron objeto las monedas en tiempo de la República, se procedió por disminución del peso: el Estado notificaba al pueblo sus necesidades y no abusaba de su confianza. En tiempo de los emperadores se le engañaba conservando el peso y alterando la liga: aquellos principes, arruinados por sus mismas liberalidades, tuvieron que adulterar las monedas, medio indirecto de atenuar el mal sin parecer tocarlo; se retiraba una parte del don y se ocultaba la mano: sin hablar de reducción en las donaciones a las pagas, el hecho era que se las reducia.

Aun se ven en los museos (1) medallas que no tienen más que una lámina de plata recubriendo el cobre. Se habla de estas monedas en un pasaje del libro LXXVII de Dion (2).

Didio Juliano empez6 a bajar la ley de la moneda. La de Caracalla (3) tenía más de la mitad de aleación; la de Alejandro Severo dos terceras partes (4). En los días de Galiano ya no había más que cobre plateado (5).

Se comprende bien que estas falsificaciones son imposibles en la actualidad; el príncipe se engañaría a sí mismo sin engañar a nadie. El cambio ha enseñado a los banqueros a conocer y comparar todas las monedas del mundo y a darle a cada una su valor exacto; la ley de las monedas no es ya un secreto. Si un príncipe comienza a emitir bellón, todos los demás siguen su ejemplo; si baja la ley de la plata sin bajar la del oro, éste desaparecería quedándose él reducido a su plata enferma. El cambio, como dije en el libro anterior (cap. XVI), ha impedido estos abusos de autoridad o, a lo menos, las malas consecuencias de semejantes abusos.


Notas

(1) Véase la Ciencia de las medallas, del P. Joubert, pág. 59, edición de Paris, 1739.

(2) Extracto de Las virtudes y los vicios.

(3) Véase Savot, parte II, cap. XII; y el Journal des Savanst del 28 de julio de 1681, sobre el descubrimiento de cincuenta mil medallas.

(4) Idem, ídem.

(5) ldem, ídem.


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CAPÍTULO XIV

El cambio es una traba para los Estados despóticos

Moscovia querría librarse del despotismo y no puede. El establecimiento del comercio exige el del cambio, y las operaciones del cambio tropiezan con toda la legislación de aquel país.

En 1745, la zarina (1) dió una ordenanza expulsando a los Judíos por haber enviado a países extranjeros los caudales de los Moscovitas relegados en Siberia y los de los extranjeros, que servían en la milicia. Los súbditos del imperio son esclavos, y por lo mismo no les permiten las leyes ni salir del país ni hacer salir sus bienes sin licencia del monarca. Por eso el cambio, que facilita la traslación del dinero de un país a otro, se halla en oposición con las leyes moscovitas.

El comercio también las contradice. El pueblo se compone de siervos del terruño y de otros que se llaman eclesiásticos o caballeros por ser los señores inmediatos de aquellos siervos, pero todos son esclavos; no existe, por lo tanto, lo que llamamos el tercer estado, que debe componerse de artesanos y de comerciantes.


Notas

(1) Isabel, hija de Pedro I, nacida en 1710 y muerta en 1762.


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CAPÍTULO XV

Usos de algunos países de Italia

En algunas comarcas italianas han dictado leyes que impiden a los súbditos vender sus propiedades, para que no puedan llevarse al extranjero sus fortunas. Estas leyes acaso fueran buenas cuando las riquezas de cada Estado eran tan suyas que era difícil llevárselas a otro Estado; pero desde que, gracias al cambio, las riquezas no puede decirse que sean de un Estado particular, pueden trasladarse fácilmente de un país a otro y es mala cualquiera ley que lo impida. Si cada cual dispone de su dinero, ¿por qué no ha de disponer de sus fincas? Es una ley mala, porque hace más ventajosos los bienes muebles que los inmuebles, porque les quita a los extranjeros el deseo de establecerse en el país y, en fin, porqué puede eludirse con facilidad.


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CAPÍTULO XVI

Utilidad que el Estado puede sacar de los banqueros

La función de los banqueros es cambiar dinero, no prestarlo (1). Si el príncipe no se sirve de ellos más que para el cambio de su dinero, como sus operaciones (las del príncipe) son siempre de consideración, por poco que les dé, les proporciona un considerable beneficio. Como le pidan grandes créditos, puede estar seguro de que tiene la culpa la administración. Cuando, por el contrario, se acude a los banqueros para tomar anticipos, su arte consiste en sacar provecho de sus fondos sin que pueda acusárseles de usura.


Notas

(1) Cambiar monedas es la función del cambista; el banquero tiene otras funciones.


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CAPÍTULO XVII

De las deudas públicas

Algunos han creído que es bueno para un Estado el deberse a sí mismo, por pensar que el aumento de circulación multiplica las riquezas.

Yo creo que se confunde el papel circulante representativo de la moneda, o el que es signo de las ganancias de una compañía, con el que representa una deuda. Los dos primeros son muy útiles al Estado; el último no, ya que sólo puede servir de prenda a los particulares para que la nación pague su deuda. Pero he aquí sus inconvenientes.

1° Si los extranjeros poseen muchos títulos que representan una deuda, sacan del país una suma anual considerable en concepto de intereses.

2° En una nación que tiene deuda perpetua, el cambio debe de estar muy bajo.

3° Los impuestos que se exigen para el pago de los intereses de la deuda, perjudican a los fabricantes porque encarecen la mano de obra.

4° Se les quitan las verdaderas rentas del Estado a los activos que fomentarían la industria; para dárselas a la gente ociosa, esto es, se facilitan medios de trabajar y se priva de ellos a los que trabajan.

Quedan expresados los inconvenientes; no conozco las ventajas.

Diez personas tienen cada una mil escudos de renta en fincas o en industria: esto representa para la nación, al cinco por ciento, un capital de doscientos mil escudos. Si las diez personas gastan la mitad de sus rentas, esto es, cinco mil escudos, en pagar los intereses de cien mil que han pedido prestados a otras personas, para el Estado no hay diferencia, pues podría decirse en el lenguaje de los matemáticos: 200.000 escudos - 100.000 + 100.000 = 200.000.

Lo que puede hacer que se incurra en un error es que un título representativo de una deuda nacional sea signo de riqueza, porque solamente un Estado rico puede soportar semejante carga sin caer en el descrédito; si no sucede así, es que tiene grandes riquezas de otra clase. Dicen algunos que no hay mal cuando se conocen los medios de combatirlo, y aun agregan que el mal es un bien cuando aquellos medios son sobrados.


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CAPÍTULO XVIII

Del pago de las deudas públicas

Es menester que haya proporción entre el Estado acreedor y el Estado deudor. Un Estado puede ser acreedor hasta lo infinito, pero no puede ser deudor sino hasta cierto punto; y pasado este punto, el título de acreedor se desvanece.

Cuando el Estado ha mantenido su crédito sin menoscabo alguno, puede hacer lo que ha hecho con fortuna cierta nación de Europa (1), es decir, proporcionarse gran cantidad de especies y ofrecer el reembolso a los particulares, a menos que no quieran reducir el interés. En efecto, los particulares son los que fijan la tasa del interés cuando el Estado toma a préstamo; pero cuando quiere pagar es el Estado quien la establece.

No basta reducir el interés: es indispensable que con el beneficio de la reducción se constituya un fondo de amortización para pagar anuá1mente parte de los capitales, operación de éxito tanto más feliz por cuanto da cada año mejores resultados.

Si ha padecido el crédito del Estado, razón de más para que se procure constituir un fondo de amortización, porque tan luego como este fondo exista renacerá la confianza.

1° Si el Estado es una República, la cual permite por la índole de su gobierno que se hagan proyectos para largo, el fondo de amortización puede ser de poca monta; en una monarquía tiene que ser un capital importante.

2° Los reglamentos han de ser tales que todos los ciudadanos soporten la carga impuesta por la creación del expresado fondo, puesto que la deuda pesa igualmente sobre todos; el acreedor del Estado se paga a sí mismo con las sumas que entrega.

3° Hay cuatro clases de personas que pagan las deudas del Estado: los terratenientes, los industriales, los labradores y artesanos, por último, los rentistas del Estado o de particulares. De estas cuatro clases, la última debiera ser, en caso de apuro, la menos considerada, por ser una clase enteramente pasiva en el Estado, el cual está sostenido por la fuerza activa de las otras clases. Pero siendo imposible recargarla sin destruir la confianza pública, de que tanto necesitan el Estado, en general, y las clases activas en particular; siendo imposible que falte la confianza a una clase, o a cierto número de ciudadanos sin faltar a todos; y como los acreedores son siempre los más amenazados por los proyectos de los ministros, preciso es que el Estado les conceda una protección especial y que la parte deudora no tenga nunca la menor ventaja sobre la parte acreedora.


Notas

(1) Inglaterra.


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CAPÍTULO XIX

De los préstamos con interés

El dinero es el signo de los valores, y claro está que quien tenga necesidad de este signo se ha de ver precisado a alquilarlo, como haría en igual caso con otra cosa cualquiera. No hay más diferencia que esta: cualquiera otra cosa puede alquilarse o comprarse, y el dinero, que es el precio de todas las cosas, no se compra, sino que se alquila (1).

Es sin duda buena acción la de prestar dinero al que lo necesita y prestárselo sin interés; pero esto puede ser una máxima religiosa, no una ley civil.

Para que el comercio viva, es necesario que el dinero tenga un precio, pero que éste no sea considerable. Si es muy alto, el negociante nada emprenderá, viendo que no ganará con sus operaciones lo que ha de pagar por intereses; y si el dinero no tiene precio, tampoco hará nada el negociante porque nadie le prestará dinero.

Me engaño al decir que en este último caso nadie presta. Los negocios de la sociedad no pueden omitirse; lo que sucede es que se plantea la usura, con todos los desórdenes que ha demostrado la experiencia de todos los países y de todas las edades.

La ley de Mahoma confunde la usura con el préstamo; prohibe como usurario todo préstamo con interés. Así crece en los países mahometanos el interés usurario de los préstamos, proporcionalmente a la severidad de la prohibición: el prestador se indemniza del riesgo que corre contraviniendo a la ley.

En los países de Oriente, la mayor parte de los hombres no tienen nada seguro; si se presta, no hay proporción entre la posesión actual de una cantidad y la esperanza de recobrarla un día; por eso la usura aumenta en razón del riesgo de insolvencia.


Notas

(1) Salvo los casos en que la plata y el oro se consideran mercancias.


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CAPÍTULO XX

De las usuras marítimas

La usura marítima es tan extremada, por dos cosas: el riesgo del mar, causa de que nadie aventure su dinero sin el incentivo de una ganancia extraordinaria, y las facilidades que da el comercio al prestatario para hacer rápidamente buenos negocios. La usura terrestre, no disculpándose por ninguna de estas dos razones, o está prohibida por los legisladores, o lo que es más discreto, se halla reducida a justos límites.


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CAPÍTULO XXI

Del préstamo por contrato y de la usura, en Roma

Además del préstamo comercial, hay otra especie de préstamo que se hace mediante un contrato civil y del cual resulta un interés o usura.

Como el poder del pueblo romano aumentaba de día en día, los magistrados le adularon incitándole a hacer las leyes más a su gusto. Y así redujo los capitales, rebajó los intereses, prohibió recibirlos y suprimió la prisión por deudas. Y se discutía la abolición de las deudas cada vez que algún tribuno pretendía la popularidad.

Las continuas mudanzas que se hicieron, unas veces por leyes y por plebiscitos otras veces, acabaron por establecer la usura en Roma; porque al ver los acreedores que el pueblo era su deudor, su legislador y su juez, perdieron la confianza en los contratos; nadie quería prestar al pueblo sin el aliciente de un interés desmedido, tanto más por cuanto las leyes se dictaban de tarde en tarde y las quejas del pueblo eran continuas, lo cual intimidaba a los acreedores. Así quedaron abolidos en Roma todos los medios honrados de prestar y de pedir prestado, introduciéndose una usura escandalosa (1) condenada siempre sin cortarse nunca (2). El mal procedía de las mismas leyes por haberlas extremado. Cuando las leyes persiguen el sumo bien engendran el mayor mal (3). Había que pagar por el préstamo y por el riesgo de las penas que imponía la ley.


Notas

(1) Cicerón nos dice que en su tiempo era la usura de treinta y cuatro por ciento en Roma y de cuarenta y ocho por ciento en las provincias.

(2) Tácito, Anales, lib. VI.

(3) Lo mejor suele ser enemigo de lo bueno; quien busca lo perfecto puede perder lo aceptable.


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CAPÍTULO XXII

Sigue la misma materia

Entre los primeros Romanos, la usura no estaba limitada por ninguna ley (1). En las cuestiones que hubo acerca de esto, en la misma sedición del Monte Sacro (2), no se alegó por los plebeyos ni por los patricios más que la dureza de los contratos por los unos y la fe por los otros.

Los prestamistas se atenían a las convenciones ordinarias; el interés corriente, en mi opinión, era de doce por ciento al año. La razón que tengo para creerlo así, es que, en el lenguaje antiguo de los Romanos, el interés de seis por ciento se llamaba media usura y el de tres por ciento cuarto de usura (3); esto quiere decir que la usura o interés total era de doce por ciento.

Si se pregunta cómo pudo fijarse un interés tan alto en un pueblo que apenas tenía comercio, responderé que aquel pueblo, frecuentemente obligado a ir a la guerra sin soldada alguna, tenía necesidad de pedir dinero a rédito; y a menudo pagaba puntualmente con el fruto del botín, pues las expediciones solían ser afortunadas. Esto se comprende bien leyendo el relato de las desaveniencias que surgían, pues si no se niega la avaricia de los prestadores, también se dice que los deudores habrían podido pagar sobradamente si su conducta hubiera sido ordenada (4).

Se hacían, por lo tanto, leyes que no influían más que en la situación actual: se ordenaba, por ejemplo, que los alistados para una guerra que iba a emprenderse no fueran perseguidos por sus acreedores; que si estaban presos se les pusiera en libertad; que a los indigentes se les mandara a las colonias; algunas veces eran socorridos por el tesoro público. El pueblo se calmaba con el momentáneo alivio de sus males presentes; y como no pedía nada para después, el Senado no se cuidaba de lo porvenir.

En el tiempo en que el Senado defendía con ardor la causa de la usura, en Roma eran extremadas la frugalidad, la medianía y la pobreza; pero tal era la constitución, que todas las cargas dél Estado pesaban sobre los ciudadanos principales sin que el pueblo bajo pagara cosa alguna. ¿Cómo privar a aquéllos del derecho de perseguir a sus deudores y de pedirles que contribuyeran a subvenir a las necesidades apremiantes de la República?

La ley de las Doce Tablas fijó el interés de uno por ciento al año (5), según Tácito; pero Tácito se engañó, indudablemente, cuando tomó la ley de las Doce Tablas por otra de que hablaré. Si así lo hubiera estatuído la ley de las Doce Tablas, ¿cómo en las disputas que hubo después entre acreedores y deudores no se habrían invocado sus preceptos? En dicha ley no se encuentra nada relativo al préstamo con interés; quien esté algo versado en la historia de Roma comprenderá que tal disposición no podía ser obra de los decenviros.

La ley Licinia, que se hizo ochenta y cinco años más tarde (6), fue una de las medidas transitorias a que antes nos referimos; ordenó que se rebajara del capital debido lo que se hubiera pagado por intereses y que el resto se pagara en tres plazos iguales.

El año 398 de Roma, los tribunos Duelio y Menenio hicieron pasar una ley que reducía el interés del dinero al uno por ciento al año (7). Esta es la ley que Tácito (8) confunde con la de Doce Tablas y la primera dictada en Roma para limitar el interés. Diez años más tarde (9), la usura se redujo a la mitad (10); al fin se abolió completamente, y si hemos de creer a varios autores leídos por Tito Livio, ocurrió esto en el consulado de C. Marcio Rutilio y de Q. Servilio (11), el año 413 de la fundación de Roma.

Sucedió con esta ley lo que con todas aquellas en que se extreman las cosas: que se buscó la manera de eludirIa. Hubo necesidad de dictar otras para confirmarIa, corregirIa, moderarla. Tan pronto se abandonaban las leyes para ajustarse a los usos, como se dejaban los usos para cumplir las leyes (12); pero en este último caso, acababa el uso por prevalecer. Cuando un hombre toma dinero a préstamo, encuentra obstáculos en la misma ley dictada en su favor, de modo que ésta tiene en contra al favorecido por ella y al desfavorecido. El pretor Sempronio Aselio permitió a los deudores proceder según las leyes (13); pero los acreedores lo mataron (14) por haber querido renovar una rigidez ya insostenible.

Dejo ahora la ciudad para dirigir una ojeada a las provincias.

He dicho en otra parte (15) que las provincias romanas se veían desoladas por un gobierno duro y despótico; ahora agrego que padecían, además, los rigores de una usura horrible.

Cuenta Cicerón (16) que los de Salamina querían tomar dinero a préstamo en Roma y que no pudieron hacerlo a causa de la ley Gabinia. Veamos qué era lo que mandaba esta ley. Cuando se prohibieron en Roma los préstamos a interés, se pensó en todos los medios posibles de burlar aquella prohibición (17); y como quiera que ni los aliados (18) ni los propios Latinos estaban sujetos a las leyes civiles de los Romanos, valíanse los usureros de un provinciano latino o de un aliado que diera su nombre y pasara por ser el acreedor. Así la ley no tuvo más consecuencia que imponerles un trámite más a los acreedores, sin alivio alguno para el pueblo.

Este se quejó de semejante fraude por la voz de su tribuno Marco Sempronio, quien logró que se votara un plebiscito (19) en el que se preceptuaba que las leyes prohibitivas del préstamo a interés rigieran lo mismo para los aliados y para cualquiera que para un ciudadano de Roma.

Se llamaba aliados en aquel tiempo a los pueblos de Italia propiamente dicha, que se extendía hasta el Arno y el Rubicón y no estaba gobernada como provincia romana.

Tácito dice (20) que continuaron los fraudes a pesar de las leyes dictadas contra la usura. Cuando no fue ya posible tomar el nombre de un aliado para prestar o recibir dinero, se recurrió a provincianos que daban su nombre.

Era preciso, pues, corregir el nuevo abuso, y Gabinio (21), al hacer la ley que tenía por objeto contener la corrupción electoral, pensaría que el medio de lograrlo era evitar los préstamos, ya que ambas cosas estaban ligadas entre sí, puesto que se hacían más préstamos en época de elecciones (22) sin duda por la necesidad de dinero para pagar los votos. La ley Gabinia fue causa de que los de Salamina encontraran difícil contraer empréstitos en Roma. Bruto les prestó por medio de tercera persona, al cuatro por ciento mensual (23); pero obtuvo dos senadoconsultos en los que se declaraba que este préstamo no se debía considerar fraudulento y que el gobernador de Cilicia juzgaba de conformidad con las convenciones expresadas en el recibo que dieron los de Salamina.

Prohibido por la ley Gabinia el préstamo a interés entre los provincianos y los vecinos de Roma, y teniendo estos últimos a su disposición todo el dinero del mundo, fue preciso que se les tentara con usuras tan crecidas que compensaran el riesgo de perder lo prestado. Y como en Roma había personas influyentes cuyo poder intimidaba a los magistrados y desdeñaba las leyes, se decidieron a prestar exigiendo intereses desmedidos. La exorbitancia de la usura fue causa de que las provincias fueran asoladas sucesivamente por todos los que tenían crédito en Roma; y como cada gobernador al llegar a su provincia publicaba un edicto fijando a su voluntad la tasa de la usura, resultaba que la avaricia ayudaba a la legislación y la legislación a la avaricia.

Es menester que haya negocios; donde no los hay, el Estado se verá perdido. Algunas veces, en Roma, era necesario que las ciudades, las corporaciones y los particulares tomasen dinero a préstamo; necesidad apremiante, aunque no fuese más que para remediar los estragos de las guerras, las rapiñas de los magistrados, las concusiones y las malas costumbres. El Senado, que tenía el poder ejecutivo, otorgaba por necesidad y a veces por favor, la autorización indispensable para tomar prestado de los ciudadanos romanos, dando senadoconsultos para ello. Pero aun los mismos senadoconsultos se habían desacreditado, pudiendo dar ocasión a que el pueblo pidiera nuevas tablas, con lo cual, aumentando el riesgo de perder el capital, crecía más la usura. No me cansaré de repetirlo: gobierna a los hombres la templanza, no los excesos.

Paga menos, dice Ulpiano, el que paga más tarde. Este principio guió a los legisladores después de la destrucción de la República romana.


Notas

(1) Entre los Romanos, interés y usura tenían idéntica significación.

(2) Véase Dionisio de Halicarnaso, que tan bien la describe.

(3) Usurre semisis, trientes, quadrantes. Véase el Código de Usuris, ley XVII. El interés del préstamo se pagaba el día de los idus de cada mes, es decir, el 13 o el 15; ordinariamente no pasaba dicho interés de uno por ciento mensual.

(4) Véanse los discursos de Apiano, en Dionisio de Halicarnaso.

(5) Tácito, Anales, lib. VI.

(6) El año 379 de Roma.

(7) Unciaria usura. (Tito Livio, lib. VI).

(8) Anales, lib. VI.

(9) Durante el consulado de Manlio Torcuato y de C. Plancio; véase Tito Livio, lib. VII. Esta es la ley de que habla el autor de los Anales.

(10) Semiunciaria usura.

(11) Esta ley se hizo a propuesta de M. Genucio, tribuno del pueblo. (Véase Tito Livio, lib. VII, al final).

(12) Veteri fam more frenus receptum crat. (Apiano, De la guerra civil, lib. I).

(13) Permisit eos legibus agere. (Apiano, De la guerra civil, lib. I; Tito Livio, Epitome, lib. LXIV).

(14) El año 663 de Roma.

(15) Libro XI, cap. XIX.

(16) Cartas a Átipo, lib. V, carta XXI.

(17) Tito Livio.

(18) Idem.

(19) El año 559 de Roma.

(20) En el lib. VI de los Anales.

(21) El año 615 de Roma.

(22) Cicerón, Cartas a Ático, lib. VI, cartas XV y XVI.

(23) Pompeyo, que había prestado al rey Arlobarsanes seiscientos talentos, le cobraba treinta y tres talentos áticos cada treinta días. (Cicerón, Cartas a Ático, libs. V y VI).


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