Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XI

De las leyes que forman la libertad política en sus relaciones con la Constitución

I.- Idea general. II.- Distintos significados que tiene la palabra libertad. III.- En qué consiste la libertad. IV.- Continuación del mismo asunto. V.- Del objeto de cada Estado. VI.- De la Constitución de Inglaterra. VII.- De las monarquías que conocemos. VIII.- Por qué los antiguos no tenían una idea bien clara de la monarquía. IX.- Manera de pensar de Aristóteles. X.- Manera de pensar de otros políticos. XI.- De los reyes de los tiempos heroicos entre los Griegos. XII.- Del gobierno de los reyes de Roma y cómo se distribuyeron allí los tres poderes. XIII.- Reflexiones generales sobre el Estado de Roma después de la expulsión de los reyes. XIV.- La distribución de los tres poderes empezó a cambiar desde que los reyes fueron expulsados. XV.- De cómo, en el estado floreciente de la República, Roma perdió su libertad. XVI.- Del poder legislativo en la República romana. XVII.- Del poder ejecutivo en la misma República. XVIII.- Del poder judicial en el gobierno de Roma. XIX.- Del gobierno de las provincias romanas. XX.- Fin de este libro.


CAPÍTULO PRIMERO

Idea general

Distingo las leyes que forman la libertad política, en lo que se refiere a la Constitución, de las que la forman en lo referente al ciudadano. Las primeras serán materia de este libro; las segundas del siguiente.


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CAPÍTULO II

Distintos significados que tiene la palabra libertad

No hay palabra que tenga más acepciones y que de tantas maneras diferentes haya impresionado los espíritus, como la palabra libertad. Para unos significa la facilidad de deponer al mismo a quien ellos dieron un poder tiránico; para otros la facultad de elegir a quien han de obedecer; algunos llaman libertad al derecho de usar armas, que supone el de poder recurrir a la violencia; muchos entienden que es el privilegio de no ser gobernados más que por un hombre de su nación y por sus propias leyes (1). Pueblo existe que tuvo por libertad el uso de luengas barbas (2). Hay quien une ese nombre a determinada forma de gobierno, con exclusión de las otras. Unos la cifran en el gobierno republicano, otros en la monarquía (3). Cada uno llama libertad al gobierno que se ajusta más a sus costumbres o sus inclinaciones; pero es lo más frecuente que la pongan los pueblos en la República y no la vean en las monarquías, porque en aquélla no tienen siempre delante de los ojos los instrumentos de sus males. En fin, como en las democracias tiene el pueblo más facilidad para hacer casi todo lo que quiere; ha puesto la libertad en los gobiernos democráticos y ha confundido el poder del pueblo con la libertad del pueblo.


Notas

(1) He copiado el edicto de Escévola que permite a los Griegos arreglar sus diferencias según sus leyes; lo que hace que se tengan por pueblos libres. (Cicerón).

(2) Los Moscovitas no podían resignarse a que el emperador Pedro I les hiciera cortarse las barbas. Véase Estado presente de la Gran Rusia, por Perry, pág. 187, 188.

(3) Los habitantes de Capadocia no quisieron aceptar la forma republicana que Roma les ofrecia.


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CAPÍTULO III

En qué consiste la libertad

Es verdad que en las democracias el pueblo, aparentemente, hace lo que quiere; mas no consiste la libertad política en hacer lo que se quiere. En un Estado, es decir, en una sociedad que tiene leyes, la libertad no puede consistir en otra cosa que en poder hacer lo que se debe querer y en no ser obligado a hacer lo que no debe quererse.

Es necesario distinguir lo que es independencia de lo que es libertad. La libertad es el derecho de hacer lo que las leyes permitan (1); y si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohiben, no tendría más libertad, porque los demás tendrían el mismo poder.


Notas

(1) Omnes legum servi sumus ut liberi esse possimus. (Cicerón). - Sí; cuanto más sometidos estemos a las leyes más libres somos; pero eso será cuando las leyes sean iguales para todos, cuando se apliquen a todos igualmente, lo que jamás se ha visto desde qUe existen leyes en el mundo. Sí; la sentencia ciceroniana es cierta cuando las leyes son justas pero hay leyes que son trabas, que fundan privilegios, que amparan injusticias.


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CAPÍTULO IV

Continuación del mismo asunto

La democracia y la aristocracia no son Estados libres por su naturaleza. La libertad política no reside fuera de los gobiernos moderados. Pero en los Estados moderados tampoco la encontraremos siempre; sería indispensable para encontrarla en ellos que no se abusara del poder, y nos ha enseñado una experiencia eterna que todo hombre investido de autoridad abusa de ella. No hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación. ¡Quién lo diría! ni la virtud puede ser ilimitada.

Para que no se abuse del poder, es necesario que le ponga límites la naturaleza misma de las cosas. Una constitución puede ser tal, que nadie sea obligado a hacer lo que la ley no manda expresamente ni a no hacer lo que expresamente no prohibe.


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CAPÍTULO V

Del objeto de cada Estado

Aunque todos los Estados tienen en general un mismo objeto, que es conservarse, cada uno tiene en particular su objeto propio. El de Roma era el engrandecimiento; el de Esparta' la guerra; la religión era el objeto de las leyes judaicas; la tranquilidad pública el de las leyes de China (1); la navegación era el objeto de los Rodios; la libertad natural era el único objeto de los pueblos salvajes; los pueblos despóticos tenían por único o principal objeto la satisfacción del príncipe; las monarquías su gloria y la del Estado; la independencia de cada individuo es objeto de las leyes de Polonia, de lo que resulta una opresión general (2).

Pero hay también en el mundo una nación cuyo código constitucional tiene por objeto la libertad, política. Vamos a examinar los principios fundamentales de su constitución. Si son buenos, en ellos veremos la libertad como un espejo.

Para descubrir la libertad política en la constitución no hace falta buscarla. Si podemos verla donde está, si la hemos encontrado en los principios ¿qué más queremos?


Notas

(1) Objeto bien natural en un Estado que no tenía enemigos exteriores, o que los creía impotentes ante sus murallas.

(2) Inconveniente del Liberum veto.


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CAPÍTULO VI

De la constitución de Inglaterra (1)

En cada Estado hay tres cláses de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas relativas al derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas que dependen qel derecho civil.

En virtud del primero, el príncipe o jefe del Estado hace leyes transitorias o definitivas, o deroga las existentes. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía y recibe embajadas, establece la seguridad pública y precave las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos y juzga las diferencias entre particulares. Se llama a este último poder judicial, y al otro poder ejecutivo del Estado.

La libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad; para que esta libertad exista, es necesario un gobierno tal que ningún ciudadano pueda temer a otro.

Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reunen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza, porque puede temerse que el monarca o el Senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente.

No hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como que el juez sería legislador. Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.

Todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma córporación de próceres, la misma asamblea del pueblo ejerciera los tres poderes: el de dictar las leyes; el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre particulares.

En casi todos los reinos de Europa, el gobierno es moderado; porque el rey ejerce los dos primeros poderes dejándoles a sus súbditos el ejercicio del tercero. En Turquía reune el sultán los tres poderes de lo cual resulta un despotismo espantoso.

En las Repúblicas de Italia en que los tres poderes están reunidos, hay menos libertad que en nuestras monarquías. Y los gobiernos mismos necesitan para mantenerse de medios tan violentos como los usuales del gobierno turco; díganlo, sino, los inquisidores de Estado (2) y el buzón en que a cualquiera hora puede un delator depositar su acusación escrita.

Considérese cuál puede ser la situación de un ciudadano en semejantes Repúblicas. El cuerpo de la magistratura, como ejecutor de las leyes, tiene todo el poder que se haya dado a sí mismo como legislador. Puede imponer su voluntad al Estado; y siendo juez anular también la de cada ciudadano.

Todos los poderes se reducen a uno solo; y aunque no se vea la pompa externa que descubre a un príncipe despótico, existe el despotismo y se deja sentir a cada instante.

Así los reyes que han querido hacerse absolutos o despóticos, han comenzado siempre por reunir en su persona todas las magistraturas; y hay monarcas en Europa que han recogido todos los altos cargos.

Yo creo que la aristocracia pura, hereditaria, de las Repúblicas de Italia, no responde precisamente al despotismo asiático. La multiplicidad de magistrados suaviza algunas veces la tiranía de la magistratura; los nobles que la forman no siempre tienen las mismas intenciones y, como constituyen diversos tribunales se compensan los rigores. En Venecia, el gran consejo legisla; el pregadi ejecuta; los cuarenta juzgan. Lo malo es que estos diferentes cuerpos los constituyen personas de una misma casta, de suerte que, en realidad, forman un solo poder.

El poder judicial no debe dársele a un Senado permanente, sino ser ejercido por personas salidas de la masa popular, periódica y alternativamente designadas (3) de la manera que la ley disponga, las cuales formen un tribunal que dure poco tiempo, el que exija la necesidad.

De este modo se consigue que el poder de juzgar, tan terrible entre los hombres, no sea función exclusiva de una clase o de una profesión; al contrario, será un poder, por decirlo así, invisible y nulo. No se tiene jueces constantemente a la vista; podrá temerse a la magistratura, no a los magistrados.

Bueno sería que en las acusaciones de mucha gravedad, el mismo culpable, concurrentemente con la ley, nombrara jueces; o a lo menos, que tuviera el derecho de recusar a tantos que los restantes parecieran de su propia elección.

Los otros dos poderes, esto es, el legislativo y el ejecutivo, pueden darse a magistrados fijos o a cuerpos permanentes, porque no se ejercen particularmente contra persona alguna; el primero expresa la voluntad general del Estado, el segundo ejecuta la misma voluntad.

Pero si los tribunales no deben ser fijos, los juicios deben serlo; de tal suerte que no sean nunca otra cosa que un texto preciso de la ley. Si fueran nada más que una opinión particular del juez, se viviría en sociedad sin saberse exactamente cuáles son las obligaciones contraídas.

Es necesario también que los jueces sean de la condición del acusado, sus iguales, para que no pueda sospechar ninguno que ha caído en manos de personas inclinadas a maltratarle.

Si el poder legislativo le deja al ejecutivo la facultad de encarcelar a ciudadanos que pueden dar fianza de su conducta, ya no hay libertad; pero pueden ser encarcelados cuando son objeto de una acusación capital, porque en este caso quedan sometidos a la ley y por consiguiente la libertad no padece.

Si el poder legislativo se creyera en peligro por alguna conjuración contra el Estado, o por alguna inteligencia secreta con los enemigos exteriores, también podría permitirle al poder ejecutivo, por un tiempo limitado y breve, que hiciera detener a los ciudadanos sospechosos, los que perderían la libertad temporalmente para recuperarla y conservarla después. no dejando por lo tanto de ser hombres libres.

Es el único medio razonable de suplir a la tiránica magistratura de los éforos y a los inquisidores venecianos, que son no menos déspotas.

Como en un Estado libre todo hombre debe estar gobernado por sí mismo, sería necesario que el pueblo en masa tuviera el poder legislativo; pero siendo esto imposible en los grandes Estados y teniendo muchos inconvenientes en los pequeños, es menester que el pueblo haga por sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo.

Se conocen mucho mejor las necesidades de la ciudad en que se vive que las de otras ciudades, y se juzga mejor la capacidad de los convecinos que de la de los demás compatriotas. Importa pues que los individuos del cuerpo legislativo no se saquen en general del cuerpo de la nación; lo conveniente es que cada lugar tenga su representante, elegido por los habitantes del lugar.

La mayor ventaja de las representaciones electivas es que los representantes son capaces de discutir las cuestiones. El pueblo no es capaz; y este es, precisamente, uno de los mayores inconvenientes de la democracia.

No es preciso que los representantes, después de recibir instrucciones generales de los representados, las reciban particulares sobre cada materia, como se practica en las dietas de Alemania. Es verdad que, haciéndolo así, la voz de los diputados sería la expresión exacta o aproximada de la voz de la nación, pero esto acarrearía infinitas dilaciones, sin contar los demás inconvenientes.

Cuando los diputados, como ha dicho con razón Sidney, representan a la masa del pueblo, como en Holanda, tienen que dar cuenta de sus actos y sus votos a sus representados; no es lo mismo cuando representan a las localidades, como en Inglaterra.

Todos los ciudadanos de los diversos distritos deben tener derecho a la emisión de voto para elegir su diputado, excepto aquellos que por su bajeza estén considerados como seres sin voluntad propia.

De un gran vicio adolecían la mayor parte de las Repúblicas antiguas: el pueblo tenía derecho a tomar resoluciones activas que exigen alguna ejecución, de las que es enteramente incapaz. El pueblo no debe tomar parte en la gobernación, de otra manera que eligiendo sus representantes, cosa que está a su alcance y puede hacer muy bien. Porque, sin ser muchos los que conocen el grado de capacidad de los hombres, todos saben si el que eligen es más ilustrado que la generalidad.

El cuerpo representante no se elige tampoco para que tome ninguna resolución activa, cosa que no haría bien; sino para hacer leyes y para fiscalizar la fiel ejecución de las que existan; esto es lo que le incumbe, lo que hace muy bien; y no hay quien lo haga mejor.

Hay siempre en un Estado gentes distinguidas, sea por su cuna, por sus riquezas o por sus funciones; si se confundieran entre el pueblo y no tuvieran más que un voto como todos los demás, la libertad común sería esclavitud para ellas, esas gentes no tendrían ningún interés en defenderla, porque la mayor parte de las resoluciones les parecerían perjudiciales. Así la parte que tengan en la obra legislativa debe ser proporcionada a su representación en el Estado, a sus funciones, a su categoría; de este modo llegan a formar un cuerpo que tiene derecho a detener las empresas populares, como el pueblo tiene derecho a contener las suyas.

Esto quiere decir que el poder legislativo debe confiarse a un cuerpo de nobles, al mismo tiempo que a otro elegido para representar al pueblo. Ambos cuerpos celebrarán sus asambleas y tendrán sus debates separadamente, porque tienen miras diferentes y sus intereses son distintos.

De los tres poderes de que hemos hecho mención, el de juzgar es casi nulo. Quedan dos: el legislativo y el ejecutivo. Y como los dos tienen necesidad de un fuerte poder moderador, servirá para este efecto la parte del poder legislativo compuesta de aristócratas.

Este cuerpo de nobles debe ser hereditario. Lo es, primeramente, por su propia índole; y en segundo término, por ser indispensable que se tenga un verdadero interés en conservar sus prerrogativas, odiosas por si mismas y que, en un Estado libre, están siempre amenazadas.

Pero, como un poder hereditario puede ser inducido a cuidarse preferentemente de sus intereses particulares y a olvidar los del pueblo, es preciso que las cosas en que tenga un interés particular, como las leyes concernientes a la tributación, no sean de su incumbencia; por eso los impuestos los fija y determina la cámara popular. Tiene parte la cámara hereditaria en la obra legislativa, por su facultad de impedir; pero no tiene la facultad de estatuir.

Llamo facultad de estatuir al derecho de legislar por si mismo o de corregir lo que haya ordenado otro. Llamo facultad de impedir al derecho de anular una resolución tomada por cualquiera otro: este era el poder de los tribunos de Roma. Aunque el que tiene el derecho de impedir puede tener también el derecho de aprobar, esta aprobación no es otra cosa que una declaración de que no usa de su facultad de impedir, la cual declaración se deriva de la misma facultad.

El supremo poder ejecutor debe estar en las manos de un monarca, por ser una función de gobierno que exige casi siempre una acción momentánea y está mejor desempeñada por uno que por varios; en cambio lo que depende del poder legislativo lo hacen mejor algunos que uno solo.

Si no hubiera monarca, y el poder supremo ejecutor se le confiara a cierto número de personas pertenecientes al cuerpo legislativo, la libertad desaparecería; porque estarían unidos los dos poderes, puesto que las mismas personas tendrían parte en los dos.

Si el cuerpo legislativo estuviera una larga temporada sin reunirse, tampoco habría libertad; porque, una de dos: o no habría ninguna resolución legislativa, cayendo el Estado en la anarquía, o las resoluciones de carácter legislativo serían tomadas por el mismo ejecutor, resultando entonces el absolutismo.

Sería inútil que el cuerpo legislativo estuviera en asamblea permanente; además de que sería molesto para los representantes, daría mucho trabajo al poder ejecutivo que no pensaría en ejecutar, sino en defender sus prerrogativas y el derecho a ejecutar. Añádase que, si el cuerpo legislativo estuviera continuamente reunido, pudiera suceder que no se ocupara más que en suplir con nuevos diputados los puestos vacantes de los que murieran; y en tal caso, bastaría que el cuerpo legislativo se corrompiera un poco para que el mal ya no tuviese remedio. Cuando los cuerpos legislativos se van sucediendo unos a otros, el pueblo que tenga mal concepto del que está en funciones se consolará con la esperanza de que sea mejor el que siga; pero si siempre es el mismo, el pueblo que ha visto una vez su corrupción ya no espera nada de sus leyes: o se enfurecerá o acabará por caer en la indolencia.

El cuerpo legislativo no debe reunirse por sí mismo, sino cuando es convocado; porque se supone que cuando no está reunido carece de voluntad; y bastaría que no se reuniera todo por impulso unánime, para que no se supiera si el verdadero cuerpo legislativo era la parte reunida o la que no se reuniera. Ni ha de tener el derecho de disolverse él mismo, porque podría ocurrir que no se disolviera nunca: lo que sería peligroso, en el caso de que quisiera atentar contra el poder ejecutivo. Por otra parte, en unos tiempos es más oportuna que en otros la reunión de la asamblea legislativa: de suerte que debe ser el poder ejecutivo quien convoque la asamblea y suspenda sus deliberaciones, con arreglo a circunstancias que debe conocer.

Si el poder ejecutivo no tiene el derecho de contener los intentos del legislativo, éste será un poder despótico, porque pudiendo atribuirse toda facultad que se le antoje, anulará todos los demás poderes.

Pero no conviene la recíproca; el poder legislativo no debe tener la facultad de poner trabas al ejecutivo, porque la ejecución tiene sus límites en su naturaleza y es inútil limitarla: por otra parte, el poder ejecutor se ejerce siempre en cosas momentáneas. Y el poder de los tribunales de Roma era vicioso porque no se paraba solamente en la legislación, sino que se extendía a la ejecución, de lo que resultaban grandes males.

Pero si el poder legislativo, en un Estado libre, no debe inmiscuirse en las funciones del ejecutivo ni paralizarlas, tiene el derecho y debe tener la facultad de examinar de qué manera las leyes que él ha hecho han sido ejecutadas. Es la ventaja que tiene este gobierno sobre el de Creta y el de Lacedemonia, donde el cosmos y los éforos (4) no daban cuenta de su administración.

De todas maneras, y sea cual fuere su fiscalización, el cuerpo legislativo no debe tener el derecho de juzgar a nadie y mucho menos al que ejecuta: la conducta y la persona de éste deben ser indiscutibles, sagradas, porque siendo su persona tan necesaria al Estado, para que el cuerpo legislativo no se haga tiránico, desde el momento que fuera acusada y juzgada la libertad desaparecería.

En este caso el Estado dejaría de ser una monarquía: sería una República sin libertad. Pero como el que ejecuta no puede hacerlo mal, sino por culpa de malos consejeros, que odian las leyes como ministros, éstos son los que deben ser perseguidos y penados. A no ser así, el pueblo no recibiría jamás satisfacción ni podría pedir cuenta de las injusticias que se hicieran (5).

Aunque en general no debe juzgar el poder legislativo, hay aquí tres excepciones fundadas en el interés particular del que haya de ser juzgado.

Los grandes siempre están expuestos a la envidia, y si fueran juzgados por el pueblo correrían peligro, pues no tendrían el privilegio que el último de los ciudadanos tiene en las naciones libres: el de ser juzgado por sus iguales. Es preciso, pues, que los nobles comparezcan, no ante los tribunales ordinarios, sino ante la parte del cuerpo legislativo formada por los nobles.

Podría ocurrir que la ley, que es al mismo tiempo previsora y ciega, fuese, en casos dados, excesivamente rigurosa. Pero los jueces de la nación, como es sabido, no son ni más ni menos que la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden mitigar la fuerza y el rigor de la ley misma. Por eso es necesario que se constituya en tribunal, y juzgue, la parte del cuerpo legislativo a que dejamos hecha referencia, porque su "autoridad suprema puede moderar la ley en favor de la ley misma, dictando un fallo menos riguroso que ella.

También podría suceder que algún ciudadano, en el terreno político, violara los derechos del pueblo y cometiera delitos que los magistrados ordinarios no supieran o no pudieran castigar; pero, en general, no juzga el poder legislativo, no puede hacerlo, y menos en este caso particular en el que se representa a la parte interesada, que es el pueblo. El poder legislativo no puede ser más que acusador. ¿Y ante quién ha de acusar? ¿Habrá de rebajarse ante los tribunales ordinarios, inferiores a él, y que por esa misma inferioridad habrían de inclinarse ante la autoridad de tan alto acusador? No: es indispensable, para conservar la dignidad del pueblo y la seguridad de cada uno, que la parte popular del cuerpo legislativo acuse ante la parte del mismo cuerpo que representa a los nobles, ya que esta parte no tiene las mismas pasiones que aquélla ni los mismos intereses.

Tal es la ventaja que ofrece este gobierno, si se le compara con la mayor parte de las Repúblicas antiguas, en las cuales se daba el abuso de que el pueblo era, al mismo tiempo, juez y acusador.

El poder ejecutivo, como dicho queda, toma parte en la labor legislativa por su facultad de restricción o veto, sin la cual se vería pronto despojado de sus prerrogativas. Pero si el poder legislativo interviniera en las funciones del ejecutivo, este último perdería su autoridad y eficacia.

Que tuviera el monarca la menor parte en la obra legislativa, por la facultad de estatuir, y no habría libertad. Pero como necésita defenderse, la toma por la facultad de resistir, de impedir.

La causa del cambio de gobierno en Roma, fue que el Senado, teniendo una parte del poder ejecutivo, y los magistrados otra, no poseía como el pueblo la facultad de impedir.

He aquí, pues, la constitución fundamental del gobierno de que hablamos. Compuesto de dos partes el poder legislativo, la una encadenará a la otra por la mutua facultad del veto. Ambas estarán ligadas por el poder ejecutivo, como éste por el legislativo.

Estos tres poderes (puesto que hay dos en el legislativo) se neutralizan produciendo la inacción. Pero impulsados por el movimiento necesario de las cosas, han de verse forzados a ir de concierto.

Como el poder ejecutivo no forma parte del legislativo más que por su facultad de impedir, está incapacitado para entrar en el debate de las diversas cuestiones que surjan en los asuntos de gobierno. Es innecesario que proponga, pues facultado para rechazar toda clase de proposiciones, puede muy bien desaprobar las que considere inconvenientes.

En algunas Repúblicas de la antigüedad, en las que el pueblo en masa discutía la cosa pública, era natural que el poder ejecutivo presentara mociones para discutirlas con el pueblo: de no ser así, hubiera habido en las resoluciones del gobierno una confusión extraña.

Si el poder ejecutivo estatuyera sobre imposición de cargas o tributos de otro modo que por consentimiento, ya no habría libertad, puesto que se haría poder legislativo en el punto más importante de la legislación.

Si el poder legislativo estatuye sobre las cargas públicas, no para cada año sino para siempre, se arriesga a perder su libertad: porque ya no dependerá el poder ejecutivo del legislativo. En posesión el primero del derecho de cobrar los impuestos votados por el segundo, ya aquél no necesita de éste. Lo mismo ocurre si el poder legislativo estatuye de una vez para siempre, y no de año en año, las fuerzas terrestres y marítimas que debe confiar al poder ejecutor.

Para que este poder no sea opresor, es necesario que las tropas a él confiadas sean pueblo, que tengan el mismo espíritu que el pueblo, como en Roma hasta la época de Mario. Para que suceda así, no hay más que dos medios: o que los alistados en el ejército dispongan de bienes suficientes para responder de su conducta, y se alisten sólo por un año, como se hacía en Roma; o que si ha de haber un ejército permanente en el que se enganche lo más vil de la nación, tenga el poder legislativo la facultad legal de disolverlo cuando lo crea necesario y que los soldados vivan entre los ciudadanos, sin campamento separado, ni plazas de guerra, ni cuarteles.

Una vez constituído el ejército, no debe ya depender inmediatamente del cuerpo legislativo sino del poder ejecutivo; y esto es natural, pues la acción es más propia de la ejecución que la deliberación.

Por su manera de pensar, los hombres hacen más caso del valor que de la timidez, de la actividad que de la prudencia, de la fuerza que de las razones. El ejército menospreciará siempre al Senado y respetará a sus oficiales. No obedecerá las órdenes que le de una corporación de gentes que se considera tímidas y, a su entender, indignas de mandarlo. Tan pronto como el ejército dependa únicamente del cuerpo legislativo, el gobierno será militar. Y si alguna vez ha sucedido lo contrario, sería por circunstancias no comunes: que el ejército se hallaba diseminado, que cada cuerpo estaba en diferente provincia, que las capitales eran plazas bien situadas en las cuales no había tropas.

Holanda está aun más segura que Venecia; levantando las esclusas, las tropas sublevadas serían sumergidas o se morirían de hambre, porque no residen en las ciudades que podrían suministrarles víveres. Si gobernado el ejército Dor el cuerpo legislativo hubiera circunstancias particulares que impidieran la transformación del gobierno civil en gobierno militar, se caería en otros inconvenientes; una de dos: o el ejército derribaría al gobierno o el gobierno debilitaría al ejército.

Quien lea la admirable obra de Tácito sobre las costumbres de los germanos (6), verá que de ellos han tomado los Ingleses la idea de su gobierno político. Un sistema tan hermoso nació en las selvas.

Como todas las cosas humanas tienen fin, el Estado que decimos perderá su libertad, perecerá. Roma, Lacedemonia y Cartago perecieron. Perecerá cuando el poder legislativo esté más viciado que el ejecutivo.

No me propongo examinar aquí si los Ingleses gozan actualmente de esa libertad o no. Me basta consignar que la tienen establecida en sus leyes; no quiero saber más.

Yo no pretendo con lo dicho, ni rebajar a los demás gobiernos ni suponer que esa extremada libertad política deba mortificar a los que gozan de una libertad moderada. ¿Cómo es posible que yo diga eso, creyendo como creo que ni el exceso de razón es siempre deseable, y que los hombres se acomodan casi siempre a los medios mejor que a los extremos?

Harrington, en su Oceana, ha examinado también hasta qué grado de libertad puede llevarse la constitución política de un Estado. Pero de él puede decirse que no ha buscado esa libertad sino después de haberla desconocido, y que ha edificado Calcedonia teniendo a la vista la playa de Bizancio.


Notas

(1) Casi todo este capítulo, es decir, los principios sustentados en él, los sacó Montesquieu del Tratado del Gobierno civil, de Locke, cap. XII.

(2) En la República de Venecia.

(3) Como en Atenas.

(4) Véase La República de Aristóteles, lib. II, cap. IX y X.

(5) A los magistrados romanos se les podía acusar después de terminada su magistratura. Véase Donisio de Halicarnaso, lib. IX, donde se refiere al tribuno Genucio.

(6) De minoribus rebus principes consultant, de majoribus omnes: ita tamen ut ea quoque, quorum penes plebem arbitrum est, apud principes pertractentur. - ¿Será posible, dice Voltaire, que la Cámara de los Pares, la de los Comunes. el Tribunal de Justicia y el del Almirantazgo vengan de la Selva Negra? Con igual razón podríamos decir que los sermones de Tillotson y de Smalridge proceden de los que compusieron antaño las brujas tudescas, aquellas que juzgaban de los resultados de la guerra según la manera de correr la sangre de los prisioneros inmolados. ¿Vendrán también las manufacturas de Inglaterra de las selvas en que los Germanos, al decir de Tácito, preferían vivir de la rapiña a trabajar para vivir? ¿Por qué no haber descubierto que la dieta de Ratsbona, más bien que el parlamento de Inglaterra, nació en los bosques de Alemania? Ratisbona ha podido, más que Londres, aprovechar un sistema de origen alemán.


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CAPÍTULO VII

De las monarquías que conocemos

Las monarquías que conocemos no tienen, como la de que hablamos, la libertad por objeto directo; a lo que tienden es a la gloria de los ciudadanos, del Estado y del príncipe. Más de esa gloria resulta un espíritu de libertad que, en dichos Estados, puede hacer cosas grandes y contribuir a la felicidad tanto como la misma libertad.

Los tres poderes no están organizados en esas monarquías según el modelo de la constitución de que tratamos. En ellas tiene cada uno su función particular, pues se distribuyen de manera que se acerquen más o menos a la libertad política; y si no se acercaran, la monarquía no podría menos de degenerar en despotismo.


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CAPÍTULO VIII

Por qué los antiguos no tenían una idea bien clara de la monarquía

Los antiguos no conocieron el gobierno fundado en una asamblea de nobles, y menos todavía el fundado en un cuerpo legislativo formado por los representantes de una nación. Las Repúblicas de Grecia y las de Italia eran ciudades que tenían cada una un gobierno y que reunían todos sus ciudadanos dentro de sus muros. Antes que los Romanos hubieran englobado todas las Repúblicas, puede decirse que no había reyes en ninguna parte, ni en Italia, ni en las Galias, ni en España, ni en Germania (1); en todos estos países había distintos pueblos que eran pequeñas Repúblicas; el Africa misma estaba sometida a una República grande; el Asia Menor estaba ocupada por las colonias griegas. No había ejemplo de diputados de las ciudades ni de asambleas de los Estados; había que ir hasta Persia para encontrar el gobierno de uno solo.

Es verdad que hubo Repúblicas federativas, esto es, federaciones de ciudades, algunas de las cuales enviaban diputados a una asamblea. Pero digo que no hubo monarquía ninguna ajustada a este modelo.

Ved de qué modo se formaron las primeras monarquías: Las naciones germánicas, invasoras y conquistadoras del imperio romano, bien sabido es que eran muy libres. No hay más que leer lo que nos dice Tácito sobre las Costumbres de los Germanos. Los conquistadores se esparcieron por el país: vivían en los campos, muy poco en las ciudades. Cuando estaban en Germania, toda la nación podía reunirse; cuando se dispersaron conquistando, ya no pudieron. Sin embargo, necesario fue que la nación deliberase, como antes de la conquista: lo hizo por medio de representantes. He aquí, pues, el origen del gobierno gótico entre nosotros. Fue al principio una mezcla de aristocracia y monarquía. Tenía el inconveniente de que el pueblo era esclavo: con todo, era un buen gobierno, porque llevaba en sí la capacidad de reformarse. Empezó a establecerse la costumbre de otorgar patentes de liberación; y muy pronto la libertad civil del pueblo, combinada con las prerrogativas de la nobleza y del clero y con el poder de los monarcas, dió por resultado un admirable concierto; no creo que haya existido en el mundo un gobierno tan bien equilibrado como lo fue el de cada parte de Europa, mientras aquel gobierno subsistió. Es sorprendente que la corrupción del gobierno de un pueblo conquistador haya formado la mejor especie de gobierno que los hombres hayan podido imaginar.


Notas

(1) Pero en la misma época había reyes en Macedonia, en Siria, en Egipto, etc. (Crévier).


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CAPÍTULO IX

Manera de pensar de Aristóteles

Visiblemente aparecen las dudas de Aristóteles cuando trata de la monarquía. Establece cinco especies: no las distingue por la forma de su constitución, sino por cosas que son accidentales, como los vicios o las virtudes del príncipe; o bien por cosas extrañas, como la usurpación de la tiranía o la transmisión de la tiranía de unas a otras manos.

Aristóteles pone entre las monarquías el imperio de los Persas y el reino de Lacedemonia. Pero, ¿quién no ve que el uno es el imperio despótico y el otro una República?

Los antiguos, que no conocían la distribución de los tres poderes en el gobierno de uno solo, no podían tener una idea exacta de la monarquía.


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CAPÍTULO X

Manera de pensar de otros políticos

Para dar alguna elasticidad al gobierno de un solo hombre, imaginó Arribas, rey de Epiro, una monarquía que era más bien una República (1).

Los Molosos no sabiendo cómo limitar el mismo poder, acordaron tener dos reyes en lugar de uno (2); pero lejos de debilitar el mando, lo que debilitaron fue el Estado; querían reyes rivales y tuvieron reyes enemigos. Dos reyes, reinando conjuntamente, nO eran tolerables más que en Lacedemonia; allí no formaban ellos la constitución, sino que eran una parte de la constitución.


Notas

(1) Véase Justino, lib. XVII. - El monarca citado por Montesquieu no renuncoó al trono de Epiro; al contrario quiso dar a su monarquía mayor estabalidad, promulgando leyes sabias cuyo espíritu había él bebido en Atenas. Creó un Senado y estableció magistrados, no para someterse a ellos, sino en calidad de súbditos. Vivió y murió como rey, dejando por sucesor a su hijo Neoptolemo que fue padre de Olimpia, la madre de Alejandro Magno. Los reyes de Epiro subsistieron hasta que Paulo Emilio destruyó el Estado que regían.

(2) Aristóteles, Política, lib. V, cap. IX. - Montesquieu parece haber sacado una consecuencia falsa de lo que dice Aristóteles, pues los Molosos no tuvieron nunca más de un rey.


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CAPÍTULO XI

De los reyes de los tiempos heroicos, entre los Griegos

. En sus tiempos heroicos, fundaron los Griegos una monarquía que no subsistió. Los que habían inventado artes, combatido por el pueblo, reunido gentes dispersas o dádoles tierras para que las labraran, obtenían el reino para ellos y lo transmitían a sus hijos. Eran reyes, sacerdotes y jueces. Aquella era una de las cinco especies de monarquía de que nos habla Aristóteles (1); y la única en verdad que puede despertar la idea de la constitución monárquica. Pero el plan de aquélla constitución es opuesto al de nuestras monarquías actuales.En aquélla, los tres poderes estaban repartidos de manera que el pueblo tenía el poder legislativo, y el rey el poder ejecutivo con la facultad de juzgar (2), mientras en las monarquías de hoy, el monarca tiene el poder ejecutivo y el legislativo, a lo menos en parte el legislativo, pero no juzga.

En el gobierno de los reyes de los tiempos heroicos, los tres poderes estaban mal distribuídos. Aquellas monarquías no podían subsistir, pues legislando el pueblo, tenía en su mano cuando se le antojara suprimir la realeza, como al fin lo hizo en todas partes.

Un pueblo libre que tenía el poder legislativo, un pueblo encerrado en una ciudad, donde todo lo que es odioso había de serle más odioso todavía, no era fácil que encontrara buenos jueces: la obra maestra de la legislación es saber dar con acierto el poder de juzgar. Pero en ninguna mano podía estar peor que en la que tenía ya el poder ejecutivo. Terrible monarca el que junta ambos poderes; pero al mismo tiempo, no poseyendo el tercero, mal podía defenderse contra la legislación; tenía sobrado poder y no tenía bastante.

No se había descubierto aún la verdadera función del príncipe, que es la de elegir los jueces y no juzgar él mismo. Lo contrario hacía verdaderamente insoportable el gobierno de uno solo. Todos estos reyes fueron expulsados. Los Griegos no imaginaron la buena distribución de los tres poderes en el gobierno de uno solo; Unicamente la encontraron en el gobierno de varios y llamaron policía a esta clase de constitución (3).


Notas

(1) Aristóteles, Política, lib. III, cap. XIV.

(2) Véase lo que nos dice Plutarco en la Vida de Teseo. Véase también el lib. I de Tucidides.

(3) Aristóteles, Política, lib. IV, cap. VIII.


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CAPÍTULO XII

Del gobierno de los reyes de Roma y cómo se distribuyeron alli los tres poderes

El gobierno de los reyes de Roma tenía alguna semejanza con el de los reyes de los tiempos heroicos de Grecia. Cayó, como los otros, por su vicio general, aunque por sí mismo era muy bueno.

Para que se comprenda lo que era aquel gobierno, distinguiré el de los cinco primeros reyes, el de Servio Tulio y el de Tarquino.

El rey era electivo; y en la elección de los cinco primeros tomó gran parte el Senado.

A la muerte del rey, discutía el Senado, ante todo, si había de conservarse la forma de gobierno establecida. Si acordaba mantenerla, procedía a nombrar un magistrado de su propio seno para que eligiera al que había de ceñir la Corona (1). El Senado aprobaba la elección; le tocaba al pueblo confirmarla; a los augures garantirla. Si faltaba alguna de estas tres condiciones, había que proceder a otra elección.

La constitución era, a la vez, monárquica, aristocrática y popular: gracias a esta armonía, jamás hubo discusiones, rivalidades ni celos en los primeros reinados. El rey mandaba los ejércitos y presidía los sacrificios, tenía la facultad de juzgar en materia civil (2) y en materia criminal (3): convocaba el Senado; reunía el pueblo; sometía a éste determinadas cuestiones y resolvía otras con aquél.

Gozaba el Senado de gran autoridad. Los reyes, para juzgar, se asociaban con frecuencia algunos senadores. No llevaban cuestión alguna a la aprobación del pueblo sin que el Senado la hubiera discutido.

El pueblo tenía el derecho de elegir los magistrados, de aceptar o no las leyes nuevas, y cuando el rey lo permitía, el de declarar la guerra y hacer la paz. Lo que el pueblo no tenía era el poder de juzgar; cuando Tulio Hostilio dejó al pueblo el juicio de Horacio, fue por razones particulares que Dionisio de Halicarnaso expone (4).

La constitución cambió con Servio Tulio (5); el Senado no tuvo parte en su elección; se hizo proclamar por el pueblo. Se despojó de los juicios civiles y no se reservó más que los criminales (6); llevó directamente a la sanción del pueblo casi todos los asuntos; y le alivió de impuestos, haciendo que pesaran exclusivamente sobre los patricios. De este modo, a medida que debilitaba el poder real y la autoridad del Senado, iba aumentando el poder del pueblo (7).

Tarquino, que miraba a Servio Tulio como un usurpador, no se hizo elegir por el Senado ni por el pueblo; tomó la Corona como por derecho hereditario; exterminó a la mayoría de los senadores y no consultó jamás a los que dejó con vida. Su poder aumentó; pero lo que el poder real tenía de odioso, en él se hizo más odioso aún; usurpó el poder del pueblo; hizo leyes por sí, no solamente sin el pueblo, sino contra el pueblo. Hubiera reunido los tres poderes en su persona; pero llegó un momento en que el pueblo, acordándose de que era legislador, acabó para siempre con Tarquino.


Notas

(1) Dionisio de Halicarnaso, lib. II, pág. 120, Y lib. IV, págs. 242 y 243.

(2) Véase Tito Livio, lib. I. Véase Dionisio de Halicarnaso, lib. IV, pág. 229.

(3) Dionisio de Halicarnaso, lib. II, pág. 118, Y lib. III, pág. 171.

(4) D. de H., lib. III, pág. 159.

(5) D. de H., lib. IV.

(6) Se privó de la mitad del poder real, dice Dionisio de Halicarnaso, lib. IV, pág. 229.

(7) Se creyó que, a no ser por tarquino, Servio Tulio hubiera establecido el gobierno popular. D. de H., lib. IV.


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CAPÍTULO XIII

Reflexiones generales sobre el Estado de Roma después de la expulsión de los reyes

No es posible desentenderse de los romanos: hoy mismo, al ir a Roma se prescinde de los palacios modernos para buscar y ver las viejas ruinas; así la mirada que ha contemplado el esmalte de las praderas, gusta de ver las rocas y las montañas.

Las familias patricias habían tenido en todo tiempo grandes distinciones y prerrogativas. Si éstas fueron grandes en tiempo de los reyes, se hicieron más importantes después de su expulsión. Esto descontentaba a los plebeyos y quisieron limitarlas. Hubo contiendas y disputas sobre la constitución, que no perjudicaban en forma alguna a la forma de gobierno, pues con tal que las magistraturas conserven su autoridad, poco importa que los magistrados sean de unas familias o de otras.

Una monarquía electiva, como la de Roma, supone forzosamente un cuerpo aristocrático bastante poderoso para sostenerla, sin lo cual la monarquía se trueca sin tardar en tiranía o en Estado popular; pero un estado popular no tiene necesidad de familias distinguidas para mantenerse, lo que motivó que los patricios, tan necesarios a la constitución del tiempo de los reyes, llegaron a ser una parte superflua de la constitución en tiempo de los cónsules: el pueblo pudo rebajarlos sin perjuicio alguno y cambiar la constitución sin corromperla.

Cuando Servio Tulio hubo rebajado a los patricios, Roma hubo de pasar de las manos de los reyes a las del pueblo. Pero el pueblo podía rebajar a los patricios sin temor de caer en manos de los reyes.

Un Estado puede cambiar de dos maneras; por reforma de la constitución, y porque la misma se corrompa. Cuando cambia la constitución, conservando sus principios, es reforma, es corrección; cuando pierde sus principios, es que degenera: cambio es corrupción.

Roma, después de la expulsión de los reyes, debía ser una democracia. El pueblo tenía ya el poder legislativo; el sufragio unánime del pueblo había echado a los reyes, y si no persistía en su voluntad unánime, en cualquier instante podían volver los Tarquinos. Pretender que había querido echarlos para caer en la esclavitud de unas cuantas familias, no es razonable. Exigía la situación de las cosas que Roma fuera desde entonces una verdadera democracia; no lo era, sin embargo. Fue preciso tener a raya el poder de los magnates, poner límites al tradicional influjo de los primates y de los pudientes, y que las leyes fueran democráticas.

Sucede a menudo que los Estados florecen más en el tránsito insensible de una constitución a otra, que lo harían con una u otra constitución. Y es que entonces funcionan con regularidad todos los resortes de gobierno; que todos los ciudadanos abrigan pretensiones; que unos a otros se atacan, o se acarician; que existe, en fin, una noble emulación entre los defensores de la constitución que acaba de pasar y los que prefieren la nueva constitución.


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CAPÍTULO XIV

La distribución de los tres poderes empezó a cambiar desde que los reyes fueron expulsados

Cuatro cosas, principalmente, impedían la libertad de Roma.

Primera, que únicamente los patricios obtenían los empleos religiosos, políticos, civiles y' militares; segunda, qúe se dieron al consulado facultades desmedidas, un poder exorbitante; tercera, que el pueblo era despreciado; cuarta, que al mismo pueblo se le dejaba escasa influencia o ninguna en los sufragios.

Estos fueron los cuatro abusos que el pueblo corrigió.

1° Estableciendo que los plebeyos podían aspirar a ciertas magistraturas; poco a poco pudo conseguirse que tuvieran participación en todas, excepto a la de entrerrey.

2° Descomponiendo el consulado en varias magistraturas; creando los pretores (1) a los que se dió poder para juzgar en los asuntos privados; nombrando cuestores, que juzgaban los delitos públicos, estableciendo ediles, que se cuidaban de la política, y tesoreros, encargados de administrar los fondos públicos; por la creación de los censores se les quitó a los cónsules una parte del poder legislativo. Las principales prerrogativas que se les dejaron a los cónsules, fueron: presidir los altos cuerpos del Estado, convocar el Senado y mandar los ejércitos.

3° Las leyes sacras establecieron tribunos que podían en todos instantes refrenar a los patricios; y no impedían solamente las injurias particulares, sino también las generales.

4° Aumentando la influencia de los plebeyos en las decisiones públicas. El pueblo romano estaba dividido de tres maneras: por centurias, por curias y por tribus; y cuando daba sus votos, se reunía y votaba de una de estas tres maneras.

En las centurias, los patricios, los ricos y el Senado tenían casi toda la autoridad; en las curias tenían menos; en las tribus casi ninguna. La influencia electoral de los patricios era mayor o menor, según que el pueblo formara de una o de otra manera.

Todo el pueblo estaba dividido en ciento noventa y tres centurias (2), que tenían cada una un voto. Los patricio s y primates formaban las noventa y ocho primeras centurias; el resto de los ciudadanos estaba repartido en las noventa y cinco restantes. Por consiguiente, los patricios eran los dueños del sufragio cuando se votaba por centurias.

No tenían los patricios tanta ventaja en la división por curias (3), pero tenían alguna. Había que consultar a los auspicios, dependientes de los patricios; y no podía presentarse al pueblo ninguna proposición que no hubiera sido presentada antes al Senado y aprobada por un senado consulto. Pero en la división por tribus no había consultor de auspicios ni del Senado, y los patricios no eran admitidos en ellas.

El pueblo procuró siempre celebrar por curias los comicios que se acostumbraba celebrar por centurias, y por tribus los que se efectuaban por curias; así fue la influencia pasando poco a poco de los patricios a los plebeyos.

Y cuando los plebeyos alcanzaron el derecho de juzgar a los patricios, lo que empezó en la cuestión de Coroliano, quisieron juzgarlos reuniéndose por tribus, no por centurias; y luego, al concederse al pueblo el derecho de desempeñar las nuevas magistraturas (tribunicias y edilicias), obtuvo el mismo pueblo que, para nombrarlas, se celebraran las asambleas por curias; por último, cuando se hubo afirmado su poder, consiguió que todos los nómbramientos se hicieran en una asamblea por tribus.


Notas

(1) Véase Tito Livio, década primera, lib. VI.

(2) Véase Tito Livio, lib. I. - Véase Dionisio de Halicarnaso, libs. IV y VII.

(3) Dionisio de Halicarnaso, libro IX, pág. 598.


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CAPÍTULO XV

De cómo, en el estado floreciente de la República, Roma perdió su libertad

En el fuego de las disputas entre los patricios y la plebe, pidieron los plebeyos que se les diera leyes fijas para que les juicios no obedecieran a la voluntad caprichosa de un poder arbitrario. Después de bastante resistencia, el Senado consintió. Para formular con la aquiescencia del Senado, las leyes que se pedían, fueron designados los decenviros. Se suspendió el nombramiento de todos los magistrados. Al principio se creyó que debía darse gran poder a los decenviros, puesto que habían de dar leyes a gentes casi incompatibles unas con otras. Suspendida la elección de la magistratura, no se eligió más que administradores de la República. Estos se encontraron, pues, en posesión del poder consular y del poder tribunicio. El primero les daba derecho a reunir el Senado, el segundo los investía de la facultad de convocar al pueblo; pero no convocaron al pueblo ni al Senado. Diez hombres nada más reunían los tres poderes: el legislativo; el ejecutivo, el judicial. Roma se vió sometida a una tiranía tan dura, tan cruel como la de Tarquino. Cuando Tarquino ejercía sus vejaciones, se indignaba Roma del poder que aquél había usurpado; cuando las cometieron los decenviros, Roma se asombró del poder que había dado ella misma.

¿Pero qué sistema de tiranía era aquél, producido por gentes que habían obtenido el poder político y militar por su conocimiento de los asuntos civiles y que, en aquellas circunstancias, necesitaban en el interior, de la cobardía de los ciudadanos para que se dejaran gobernar, y en el exterior de su bravura para que las defendieran?

El espectáculo de la muerte de Virginia, inmolada por su padre al pudor y a la libertad, hizo que el poder de los decenviros se desvaneciera. Cada cual se sintió libre, por haber sido ofendido cada cual. Todo el mundo se declaró ciudadano, porque todo el mundo se sentía padre. El Senado y el pueblo recuperaron una libertad que había sido confiada a unos tiranos ridículos.

El pueblo romano, más que ninguno, se impresionaba, se conmovía por los espectáculos; el del cuerpo ensangrentado de Lucrecia puso término a la monarquía; el deudor que, lleno de heridas, se presentó en la plaza, fue lo bastante para hacer cambiar la forma de la República; la inmolación de Virginia hizo que los decenviros fuesen expulsados. Para hacer que se condenara a Manlio, fue preciso que se le quitara al pueblo la vista del Capitolio; la toga ensangrentada de César volvió a sumir a Roma en la servidumbre.


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CAPÍTULO XVI

Del poder legislativo en la República romana

No había derechos que disputarse en el gobierno de los decenviros; pero al renacer la libertad, las rivalidades se reprodujeron; mientras los nobles conservaron algunos privilegios, los plebeyos se los disputaron.

Si los plebeyos se hubieran contentado con privar a los patricios de sus privilegios, el mal no hubiera sido muy grave; pero hasta en su calidad de ciudadanos llegaron a ofenderlos. Cuando el pueblo se reunía por curias, o por centurias, concurrían senadores, patricios y plebeyos. En las discusiones lograron los plebeyos que ellos solos pudieran hacer leyes, a las que se dió el nombre de plebiscitos (1); los comicios en que se hacían las leyes plebiscitarias se celebraban por tribus, y comicios por tribus se llamaban. Así hubo casos en que los patricios (2) no tuvieron parte en el poder legislativo, como la tenía el último de los plebeyos; quedaron sometidos al poder legislativo de otro cuerpo del Estado: fue un delirio de la libertad. El pueblo, para establecer la democracia, faltaba a los principios mismos de la democracia. Con un poder tan exorbitante de la plebe parece que hubiera debido desaparecer la autoridad del Senado; no fue así; Roma tenía instituciones admirables; dos principalmente: la que daba al pueblo el poder legislativo y la que lo limitaba.

Los censores, y antes de ellos los cónsules, creaban cada cinco años los cuerpos de la nación, los renovaban; puede decirse que legislaban sobre el cuerpo que tenía el poder de legislar. Tiberio Graco censor, dice Cicerón, transfirió los libertos a las tribus de la ciudad, no por el vigor de su elocuencia, sino con una palabra, con un gesto; y si no lo hubiera hecho, esta República que con tanto trabajo sostenemos hoy, ya no la tendríamos.

Por otra parte, el Senado tenía poder para arrancar, digámoslo así, la República de las manos del pueblo, nombrando un dictador, ante el cual bajaba la cabeza el pueblo soberano y enmudecían las leyes (3).


Notas

(1) Dionisio de Halicarnaso, lib. XI, pág. 725.

(2) En virtud de las leyes sacras, pudieron los plebeyos, solos, celebrar plebiscitos, en asambleas de que los nobles eran excluidos. (Dionisio de Halicarnaso). - Por leyes posteriores a la expulsión de los decenviros, los patricios quedaban sometidos a los plebeyos, aunque no habían dado su voto. (Tito Livio). - La ley que excluía de todo poder a los patricios, fue confirmada por la de Publio Filo, dictador, el año 416 de Roma. (Tito Livio).

(3) Entre ellas las que permitían al pueblo reclamar contra las órdenes de todos los magistrados.


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CAPÍTULO XVII

Del poder ejecutivo en la misma República

Si el pueblo fue celoso de su poder legislativo, no lo fue tanto de su poder ejecutivo. Se lo dejó casi entero al Senado y a los cónsules, no reservándose más que el derecho de elegir los magistrados y el de confirmar los actos del Senado y de los generales.

Roma, cuya pasión era mandar, cuya ambición era dominarlo todo, que siempre había sido usurpadora y lo era todavía, se hallaba continuamente mezclada en difíciles empresas: o sus enemigos conspiraban contra ella, o ella conspiraba contra sus enemigos.

Obligada a conducirse con valor heroico al mismo tiempo que con prudencia exquisita, el estado de cosas exigía que el Senado tuviera la dirección de todo. El pueblo le disputaba al Senado el poder legislativo, porque era celoso de su libertad; no le disputaba el poder ejecutivo porque era celoso de su gloria.

Era tan grande la parte que se tornaba el Senado con el poder ejecutivo, que, según Polibio, todos los extranjeros tenían a Roma por una aristocracia. El Senado disponía de los caudales públicos: era el árbitro de las alianzas y negociaciones exteriores; decidía de la guerra Y de la paz y, a estos efectos, dirigía a los cónsules; fijaba el número de las tropas romanas y de las tropas aliadas; daba las provincias y los ejércitos a los cónsules y a los pretores, y al año de mando podía sustituírlos; concedía los honores del triunfo; enviaba embajadores y recibía embajadas; nombraba reyes, los premiaba, los castigaba, los juzgaba, les daba o les quitaba el título de aliados del pueblo romano.

Los cónsules hacían las levas de tropas que debían seguirles a la guerra; mandaban los ejércitos terrestres o marítimos; disponían de los aliados; ejercían en las provincias toda la autoridad de la República; daban la paz a los pueblos vencidos, les imponían condiciones, o los sometían a las que quisiera imponerles el Senado.

En los primeros tiempos cuando el pueblo tornaba alguna parte en los asuntos de la guerra y de la paz, ejercla más su poder legislativo que su poder ejecutivo: casi no hacía más que ratificar lo que habían hecho los reyes; y andando el tiempo, los cónsules o el Senado. Lejos de ser el pueblo árbitro de la guerra, vemos que a menudo la emprendían los cónsules o el Senado a pesar de la oposición de los tribunos. Pero en la embriaguez de las prosperidades aumentó su poder ejecutivo. El mismo creó los tribunos para las legiones (1), que antes eran nombradas por los generales; y poco antes de la primera guerra púnica, se arrogó el derecho de declarar la guerra él solo (2).


Notas

(1) El año 444 de Roma. - Pareciendo peligrosa la guerra contra Perseo, ordenada fue la suspensión de esta ley por un senado-consulto; el pueblo consintió. (Véase Tito Livio, quinta década, lib. XLII).

(2) Se lo arrancó al Senado, dice Freinshemius.


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CAPÍTULO XVIII

Del poder judicial en el gobierno de Roma

El poder de juzgar se le dió al pueblo, al Senado, a los magistrados, a ciertos jueces. Conviene ver cómo fue distribuído.

Empiezo por los asuntos civiles.

Extinguidos los reyes, juzgaron los cónsules, como después de los cónsules juzgaron los pretores. Servio Tulio se había despojado de la jurisdicción en materia civil; los cónsules no la ejercían tampoco, salvo casos raros (1) que por esa razón fueron llamados extraordinarios. Se contentaron con nombrar los jueces y formar los tribunales que debían juzgar.

El pretor formaba cada año una lista (2) de los que él escogía para la función de jueces durante el año de su magistratura. De aquella lista, se tomaba, para cada proceso, el número suficiente de jurados; es casi lo mismo que ahora se practica en Inglaterra. Y lo más favorable a la libertad, era que el pretor designaba los jueces con el consentimiento de los interesados (3). El gran número de recusaciones que pueden hacerse hoy en Inglaterra, son para las partes una equivalente garantía.

Los jueces designados entre los inclusos en la lista no decidían más que en las cuestiones de hecho. Las de derecho, que exigen alguna mayor capacidad, se llevaban al tribunal de los centunviros (4).

Los reyes se habían reservado la jurisdicción en materia criminal; lo mismo hicieron los cónsules. A consecuencia de esta autoridad, el c6nsul Bruto hizo morir a sus hijos y a todos los conjurados por los Tarquinos. Era un poder exorbitante. Los cónsules ya tenían el poder militar, y lo ejercían a veces en cuestiones de orden cívico; sus procedimientos, despojados de las formas de la justicia, más que juicios eran actos de violencia. Estas violencias consulares dieron motivo para que se hiciera la ley Valeria, que concedía al pueblo el derecho de apelación contra todas las disposiciones de los cónsules cuando amenazaban la vida de un ciudadano cualquiera. Desde entonces ya no pudieron los cónsules imponer una pena capital a ún ciudadano romano sin la voluntad del pueblo (5).

Así vemos, en la primera conjuración para restablecer a los Tarquinos, que el cónsul Bruto juzga a los culpables; pero en la segunda se convoca al Senado y a los comicios para que juzguen (6). Las leyes sacras (así se las llamó) dieron tribunos a la plebe, los que formaron un cuerpo que al principio tuvo inmensas pretensiones. Tan excesivo fue en los plebeyos el atrevimiento en el pedir como en el Senado la facilidad en conceder. La ley Valeria permitía que se apelara al pueblo, es decir, al pueblo compuesto de senadores patricios y plebeyos. Los plebeyos entendían que el pueblo eran ellos solos, y establecieron que ante ellos solamente se apelara. En breve se planteó la cuestión de si los plebeyos podían juzgar a un patricio, disputa que surgió por una reclamación de Coriolano. Acusado éste por los tribunos para que fuera juzgado por el pueblo, sostuvo el acusado, contra el espíritu de la ley Valeria, que siendo patricio no podía ser juzgado más que por los cónsules; y contra el espíritu de la misma ley pretendían por su parte los plebeyos que debía ser juzgado por ellos solos. Y ellos le juzgaron.

La ley de las Doce Tablas modificó esto. Ordenó que no podría sentenciarse a muerte a un ciudadano si no lo acordaba el pueblo (7). Así los plebeyos, o lo que es lo mismo, los comicios por tribus, ya no pudieron juzgar otros delitos que aquellos cuya pena no podía pasar de una multa pecuniaria. Se necesitaba de una ley para infligir una pena capital: para imponer una pena pecuniaria bastaba un plebiscito.

Esta disposición de la ley de las Doce Tablas fue sapientísima. Estableció una conciliación admirable del cuerpo de plebeyos y el Senado. Como la competencia de los unos y de los otros dependía de la gravedad de la pena y de la índole del delito, fue preciso que se concertaran ambos cuerpos.

La ley Valeria acabó con lo que en Roma quedaba del régimen antiguo, con todo lo que se asemejaba al gobierno de los monarcas griegos de los tiempos heroicos. Los cónsules se encontraron sin poder para castigar los crímenes. Aunque todos los crímenes sean públicos, es menester distinguir los que interesan más a los particulares entre sí, de los que interesan más al Estado en sus relaciones con un ciudadano. Los primeros son crímenes privados, los otros son crímenes públicos. El pueblo juzgó los crímenes de carácter público; respecto a los privados, nombró para cada delincuencia una comisión particular que designara un cuestor para formar el proceso. Este cuestor solía ser uno de los magistrados, algunas veces era un particular que el pueblo escogía. Se llamaba cuestor del parricidio. De él se hace mención en la citada ley de las Doce Tablas.

El cuestor nombraba un juez y éste sacaba por sorteo los demás jueces que formaban el tribunal (8).

Bueno es que aquí hagamos observar la parte que tomaba el Senado en el nombramiento del cuestor para que se vea cómo los poderes estaban en esto equilibrados. Algunas veces el Senado hacía elegir un dictador que designaba un cuestor (9); otras veces ordenaba que un tribu no convocara al pueblo para que lo nombrara (10); por último, otras veces nombraba el pueblo un magistrado para que informara al Senado respecto a determinado crimen y le propusiera el nombramiento de un cuestor, como sucedió en la causa de Lucio Escipión, según puede verse en Tito Livio (11).

El año 604 de Roma se declararon permanentes algunas de estas comisiones (12). Se dividió poco a poco la materia criminal en diversas partes, a las que se dió el nombre de cuestiones perpetuas. Para cada una de ellas hubo un pretor, al que se le daba por un año la facultad de juzgar los crímenes correspondientes; después de juzgarlos se iba a gobernar su provincia.

En Cartago, el Senado de los ciento se componía de jueces vitalicios (13), pero en Roma, los pretores lo eran por un año y los jueces ni por un año siquiera, puesto que se les nombraba para cada proceso. Ya hemos dicho en el capítulo VI lo favorable que es a la libertad en ciertos gobiernos, esta disposición.

Los jueces pertenecían a la orden de senadores, de la cual salían; así fue hasta el tiempo de los Gracos. Tiberio Graco hizo ordenar que se les tomara en la orden de los équites: cambio tan considerable que el tribuno se alabó de haber, con tal medida, cortado los nervios a la orden de senadores.

Conviene hacer notar que los tres poderes pueden estar muy bien distribuídos respecto a la libertad de la constitución, aunque lo estén menos bien respecto a la libertad del ciudadano. En Roma donde el pueblo tenía la mayor parte del poder legislativo, una parte del poder ejecutivo, y otra del de juzgar, era una gran potencia que se hacía necesario equilibrar por otra. Es cierto que el Senado tenía también una parte del poder ejecutivo y alguna intervención en el legislativo (14); pero esto no bastaba para neutralizar, digámoslo así, la omnipotencia del pueblo; era preciso que tuviera participación en el poder judicial, y la tuvo cuando los jueces fueron elegidos entre los senadores. En cuanto los Gracos les quitaron a los senadores el poder de juzgar, ya no pudo el Senado resistir al pueblo. Minaron la libertad constitucional por favorecer la libertad individual; pero ésta se perdió con aquélla.

Resultaron de esto males infinitos. Se cambió la constitución en un tiempo que, por el fuego de las discordias civiles, apenas había constitución. Los équites no fueron ya orden intermedia que unía el pueblo al Senado, y quedó rota la cadena de la constitución.

Hasta había razones particulares que debían impedir la intervención en los juicios de los équites. La constitución de Roma estaba fundada en este principio: que debían ser soldados los que tenían bastantes bienes para responder de su conducta. Los más ricos formaban la caballería de las legiones. Pero acrecentada la dignidad de estos équites, no quisieron servir más que en aquella milicia y fue necesario reclutar otra caballería; Mario admitió en las legiones toda clase de gentes y se perdió la República (15).

Además, los équites eran ávidos y explotaban la República; sembraban desgracias en las desgracias, hacían brotar necesidades públicas de las mismas necesidades públicas. Lejos de dar a aquella gente la facultad de juzgar, hubiera debido tenérsela sin cesar a la vista de los jueces. Digámoslo en alabanza de las antiguas leyes francesas: éstas consideran a los hombres de negocios con tanta desconfianza como a los enemigos. Cuando en Roma fueron jueces los negociantes, se acabó la virtud, desapareció la policía, no hubo equidad, ni leyes, ni magistratura, ni magistrados.

De esto encontramos una pintura ingenua en varios fragmentos de Diodoro de Silicia y de Dion. Mucio Escevola, dice Diodoro, quiso que se volviera a las antiguas costumbres y que viviera cada uno con integridad. Sus predecesores habían constituido una sociedad con los tratantes, que eran a la sazón jueces en Roma, y que habían llevado a las provincias todos los crímenes imaginables. Pero Escevola contuvo a los publicanos y puso presos a los que pervertían a los demás.

Dion nos dice (16) que Publio Rutilio, su lugarteniente, fué acusado de haber admitido dádivas y que se le condenó a una multa.

Inmediatamente hizo entrega de sus bienes, de cuanto poseía, y así quedó probada su inocencia, pues tenía mucho menos de lo que le acusaban de haber robado y recibido, y presentó sus títulos de propiedad. No quiso vivir entre aquella gente enredadora y se alejó de la ciudad.

Los Italianos, dice también Diodoro, compraban en Sicilia cuadrillas de esclavos que les labraran sus tierras y cuidaran sus rebaños, pero les negaban el sustento (17). Los infelices no tenían más remedio que robar en los caminos, armados de lanzas, vestidos de pieles y rodeados de canes tan hambrientos como ellos mismos. Toda la provincia fue devastada y los hijos del país no podían decirse dueños de lo suyo fuera del recinto de las ciudades. No había ni procónsul ni pretor que pudiera ni quisiera oponerse a tal desorden, ni que se atreviera a castigar a unos esclavos que pertenecían a los que en Roma juzgaban (18). Esta fue, a pesar de todo, una de las causas de la guerra de los esclavos. No diré más que una cosa: una profesión que no tiene ni puede tener más fin que el lucro, una profesión que siempre pide y a la que nunca se le pide nada, una profesión insensible, sorda, inexorable, que acaba con las riquezas Y empobrece a la miseria misma, no debía tener en Roma el derecho de juzgar.


Notas

(1) La Justicia extraordinaria de los tribunos fue lo que más contribuyó a que se les aborreciera. (Dionisio de Halicarnaso, lib. XI).

(2) Album judicium.

(3) En las leyes Servilia, Cornelia y otras puede verse de qué modo se procedía a la designación de los jurados; a menudo por elección, a veces por sorteo, o bien combinando el sorteo con la elección.

(4) Otros magistrados, los decenviros, presidían las deliberaciones del jurado.

(5) Quoniam de capite civis Romani injussu populi Romani, non erat permissum consulibus jus dicere. (Pomponio).

(6) Dionisio de Halicarnaso, lib. V., pág. 322.

(7) En los comicios por centurias. En estos comicios fue juzgado Manlio Capitalino. (Tito Livio, década primera, lib. VI).

(8) Véase un Fragmento de Ulpiano que contiene otro de la ley Cornelia. Puede verse en la colación de las leyes Mosaicas y Romanas, tít. 1, de Sicarios y homicidas.

(9) Esto sucedía cuando los crímenes se habían cometido en Italia, donde el Senado tenía la principal inspección. Véase Tito Livio, primera década, sobre la conjuración de Capua.

(10) Así ocurrió cuando el proceso por la muerte de Postumío, el año 340 de Roma. Véase Tito Livio.

(11) Libro VIII. La causa de Lucio Escipión fue juzgada el año 567 de Roma.

(12) Cicerón.

(13) Esto se prueba por Tito Livio, quien dice en el libro XXXIII que Aníbal estableció la magistratura anual.

(14) Los senados consultos tenían fuerza por un año, aunque no los confirmara el pueblo. (Dionisio de Halicarnaso, lib. IX, pág. 595, Y lib. XI, pág. 735).

(15) Capite censos plerosque. (Salustio, Guerra de Jugurta).

(16) Fragmento de Dion, lib. XXXVI, en la colección de Constantino Porfirogenetes, de las Virtudes y de los Vicios.

(17) Extracto de las Virtudes y los Vicios.

(18) Penes quos Romae tum judicis erant, atque ea: eqUestri ordine soerent sortito judices eligi in causa preatorum et proconsulorum, quibus, post administratam provinciam, dies dicta erat.


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CAPÍTULO XIX

Del gobierno de las provincias romanas

Dicho queda cómo fueron distribuídos los tres poderes en la ciudad; pero en las provincias fue otra cosa. La libertad en el centro, la tiranía en las extremidades.

Mientras Roma no dominó más que en Italia, se gobernaron los pueblos como Repúblicas confederadas, conservando cada uno sus propias leyes. Pero cuando llevó más lejos sus conquistas, cuando el Senado no pudo velar inmediatamente sobre las provincias, cuando los magistrados que residían en Roma tuvieron desde allí que gobernar al imperio, fue necesario enviar pretores y pro cónsules. Cesó entonces la armonía de los tres poderes. Los enviados a las provincias lejanas, tenían en sus manos cada uno más poderes que todas las magistraturas romanas. ¿Qué digo? tenían todo el poder del Senado, todo el del pueblo (1). Eran gobernantes despóticos y ejercían los tres poderes; si me atreviera diría que eran los bajaes de la República.

Ya hemos dicho en otra parte (2) que los mismos ciudadanos en la República, por la naturaleza de las cosas, tenían los empleos civiles y militares. Esto hace que una República conquistadora no puede llevar su forma de gobierno a países conquistados ni aplicar en ellos su constitución. En efecto, el magistrado que envía para gobernar, teniendo el poder ejecutivo, civil y militar, necesariamente ha de tener también el poder legislativo; porque ¿quién legislaría sin él? Y ha de tener también el poder de juzgar, porque si él, ¿quién juzgaría con independencia? Es indispensable que el gobernador enviado por la República, tenga los tres poderes, y así fue en las provincias romanas.

Una monarquía puede más fácilmente llevar sus instituciones a la tierra conquistada, porque los funcionarios que envía tienen los unos el poder ejecutivo civil, los otros el poder ejecutivo militar; lo cual no produce necesariamente el despotismo.

Era un privilegio de gran consecuencia para un ciudadano romano el de no ser juzgado más que por el pueblo. Sin esto hubiera estado en las provincias el poder arbitrario de un procónsul o de un pretor. La ciudad no sentía la gobernación tiránica ejercida solamente sobre las naciones sometidas.

Así pues, en el mundo romano, como en Lacedomonia, los libres eran extraordinariamente libres y los esclavos extremadamente esclavizados.

Mientras pagaron tributos, los ciudadanos vieron que se les imponían co equidad. Se observaban las reglas de Servio Tulio, que había distribuido los ciudadanos en seis clases por orden de sus riquezas, y fijándose a cada uno su parte del impuesto en proporción a la parte que en el gobierno tenía. De aquí la satisfacción de todos, unos soportaban lo grande del tributo porque los engrandecía; otrosse consolaban de su pequeñez porque pagaban poco.

Había otra cosa admirable; que la división de Servio Tulio, sendo, por decirlo así,el principio fundamental de la constitución, ocurría que la equidad en el reparto de impuestos dependía del principio fundamental del gobierno y sólo podía desaparecer con el gobierno.

Pero mientras la ciudad pagaba los tributos sin esfuerzo, o no pagaba ninguno (3), las provincias eran saqueadas por los agentes de la República. Ya hemos hablado de sus vejaciones que llenan muchas páginas de la historia.

Toda el Asia me espera como a un libeortador, decía Mitrídates, que las rapiñas de los proconsules, las exacciones de los negociantes y las calumnias de las sentencias, han exacerbado el odio contra los Romanos.

He aquí la causa de que la fuerza de las provincias no aumentara la fuerza de la República; al contrario, la debilitó. He aquí también lo que hizo que las provincias mirasen el fin de la libertad de Roma como el comienzo de su propia libertad (4).


Notas

(1) Daban sus edictos al entrar en las provincias que iban a gobernar.

(2) Libro V. can. XTX. de esta misma obra. Véanse también los libros II, III, IV y V.

(3) Después de la conquista de Macedonia cesaron en Roma los tributos.

(4) Acerca de las rapiñas de los procónsules, mencionadas por Mitrídates, léanse las Oraciones contra Verres. En cuanto a las calumnias de los tribunales, sabido es que motivaron en Germania una sublevación.


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CAPÍTULO XX

Fin de este libro

Quisiera examinar, en todos los gobiernos moderados que conocemos, cuál es la distribución de los tres poderes, para calcular por ella el grado de libertad que cabe en cada uno. Pero no debo agotar el tema de tal suerte que no le deje nada al lector. Lo importante no es hacerIe leer, sino hacerle pensar.


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