Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO X

De las leyes en sus relaciones con la fuerza ofensiva

I.- De la fuerza ofensiva. II.- De la guerra. III.- Del derecho de conquista. IV.- Ventajas del pueblo conquistado. V.- Gelón, rey de Siracusa. VI.- De una República invasora. VII.- Continuación del mismo asunto. VIII. Continuación del mismo tema. IX.- De una monarquía invasora. X.- De una monarquía conquistadora de otra monarquía. XI.- De las costumbres del pueblo vencido. XII.- Una ley de Ciro. XIII.- Carlos XII. XIV.- Alejandro. XV. Nuevos medios de conservar la conquista. XVI.- De un Estado despótico invasor. XVII.- Continuación del mismo asunto.


CAPÍTULO PRIMERO

De la fuerza ofensiva

La fuerza ofensiva se encuentra regulada por el derecho de gentes, que es la ley política de las naciones consideradas en las relaciones que tengan entre si.


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CAPÍTULO II

De la guerra

La vida de los Estados es como la de los hombres: éstos tienen el derecho de matar en los casos de defensa propia, y aquéllos lo tienen igualmente de guerrear por su conservación.

En los casos de defensa propia, tengo el derecho natural de dar la muerte porque mi vida es mía, como la vida del que me ataca es suya; lo mismo hace la guerra un Estado, porque es justa su conservación como es legítima toda defensa.

Entre los ciudadanos, el derecho de defensa natural no trae consigo el derecho al ataque. En vez de atacar, deben y pueden recurrir a los tribunales; no pueden por consiguiente ejercer por sí el derecho de defensa, fuera de los casos momentáneos en que se vería perdido quien esperase el auxilio de las leyes. Pero en las colectividades, el derecho de defensa trae consigo muchas veces la necesidad de atacar; por ejemplo, cuando un pueblo advierte que una larga paz pondría a otro en estado de destruirlo, se anticipa a él, atacándole para impedir aquella destrucción.

De aquí se sigue que las naciones pequeñas tienen más a menudo que las grandes el derecho de emprender la guerra, porque sienten con más frecuencia el temor de ser acometidas y destruídas (1).

El derecho de la guerra se deriva, pues, de la necesidad y de la justicia estricta. Si los que dirigen la conciencia y las determinaciones de los príncipes no se amoldan a ella, todo está perdido. Y si los príncipes o sus consejeros en lugar de atenerse a la justicia rígida se guían por principios arbitrarios de gloria, de bien parecer, de utilidad, arroyos de sangre inundarán la tierra.

Sobre todo, que no se hable de la gloria del príncipe: su gloria sería no más que orgullo; una pasión y no un derecho.

Es verdad que la fama de su poder aumentaría tal vez las fuerzas de su Estado; pero la fama de su justicia también las aumentaría.


Notas

(1) Y por no existir aún (mucho menos en tiempo del autor) un tribunal internacional que dirima las diferencias entre las naciones.


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CAPÍTULO III

Del derecho de conquista

Del derecho de la guerra se deriva el derecho de conquista, que es su consecuencia; el espíritu de ambos es, por consiguiente, el mismo.

Cuando un pueblo es conquistado, el derecho que tiene el conquistador con relación al primero se amolda a cuatro clases de leyes: la ley de la naturaleza, por la cual todo tiende a la conservación de las especies; la ley de la luz natural, que nos lleva a no hacer a los demás lo que no querríamos que se nos hiciera; la ley que forma las sociedades políticas, a cuya duración no ha marcado límites la naturaleza; por último, la ley resultante de la cosa misma. La conquista es una adquisición; el espíritu de adquisición lleva consigo el de uso y conservación, no el de destrucción.

Un Estado que conquista otro, le trata de una de las cuatro maneras siguientes: o continúa gobernándolo según sus leyes, no ejerciendo por su parte más que el gobierno político y civil; o le da un nuevo régimen político y civil; o destruye la sociedad y la dispersa en otras; o extermina a todos los ciudadanos.

La primera de las cuatro maneras ajústase al derecho de gentes, según lo entendemos hoy; la cuarta se ajusta más al derecho de gentes de los Romanos: con esto basta para que se vea todo lo que hemos mejorado. Aquí debemos tributar un homenaje a los tiempos modernos, a la razón actual, a la religión de nuestros días (1), a nuestra filosofía y a nuestras costumbres.

Los autores de nuestro derecho público, fundándose en las historias antiguas, han caído en grandes errores. Han dado en lo arbitrario; han supuesto en los conquistadores un derecho de matar, del que han sacado consecuencias no menos terribles, estableciendo máximas que los conquistadores mismos han repudiado cuando han tenido un poco de sensatez. Es claro que, realizada la conquista, el conquistador pierde el derecho de matar, puesto que ya no sería en defensa propia.

Los que dicen lo contrario, son los que conceden al conquistador el derecho de destruir la sociedad; del cual derecho han deducido el de acabar con los seres que la constituyen: falsa consecuencia de un principio falso.

De que la sociedad sea destruída, no se sigue que los hombres deban ser exterminados; el ciudadano puede perecer sin que perezca el hombre.

Del derecho de matar en la conquista, han sacado los políticos otro derecho: el de imponer la servidumbre: consecuencia tan mal fundada como el principio de que la deducen.

No se tiene derecho a imponer la servidumbre cuando no sea necesaria para la conservación de la conquista. El objeto de la conquista es la conservación y no la servidumbre: pero ésta puede ser un medio necesario de conservación.

Aun en este caso, es contra naturaleza que la servidumbre sea perpetua. No debe ser eterno lo anormal. Un pueblo esclavo ha de estar en condiciones de dejar de serlo. Esclavitud impuesta por la conquista no puede menos de ser un accidente; debe cesar en cuanto los conquistados se confundan con los conquistadores por las leyes, las costumbres y los casamientos.

El conquistador que impone la servidumbre al pueblo conquistado, se reservará los medios (y éstos son muy numerosos) de sacarlo más o menos pronto de su servidumbre accidental.

No digo cosas vagas, no hablo de memoria. Nuestros padres, que conquistaron el imperio romano (2), así procedieron. Las leyes que formularon en el fuego, en el ímpetu, en el orgullo de la victoria, después las modificaron; si al principio fueron ásperas y duras, luego las suavizaron haciéndolas imparciales. Borgoñones, Godos y Lombardos querían que los Romanos fueran el pueblo vencido; las leyes de Eurico, dé Gundemaro y de Rotaris (3) convirtieron en conciudadanos al Romano vencido y al bárbaro invasor.


Notas

(1) Me inclino a creer que el elogio hecho por Montesquieu de la religión cristiana, es una de las causas por las cuales critica tanto Voltaire el Espíritu de las Leyes. Sin embargo, él es quien ha escrito las hermosas palabras citadas tantas veces: El género humano había perdido sus títulos; Montesquieu los encontró y se los ha devuelto. (La Harpe).

(2) Creo, dice Voltaire, que puedo permitirme aquí una reflexión. Más de un escritor, que se improvisa historiógrafo (y no aludo a Montesquieu), después de llamar a su nación la primera del mundo, y a París la primera ciudad del mundo, y al sillón de brazos de su rey el primer trono del mundo, se descuelga diciendo: Nuestros mayores, nuestros padres, nosotros, cuando habla de los Francos, aquellos que vinieron de los pantanos de más allá del Rin y del Mosa a despojar a los Galos, a apoderarse de todo. El abate Vely, hablando de ellos, dice: nosotros. ¿Estará seguro de que él desciende de un Franco? ¿Por qué no de alguna infeliz familia gala? - Tiene razón Voltaire en censurar la manía, común a tantos pueblos, familias y personas que quieren elegir sus ascendientes; así los Españoles e Hispano americanos presumen, en general, de Latinos, cuando tienen el honor de ser Iberos, Cartagineses, Árabes, Almoravides; de Latinos tienen poco, si es que tienen algo.

(3) Eurico, según lo pintan las antiguas crónicas, era un Godo selvático y un monstruo. Gundemaro, un Borgoñón cualquiera Rotaris, era un bandido lombardo que reinó en Italia, donde hizo codificar algunos de sus caprichos despóticoso ¡Extraños legisladores para ser citados! (Voltaire).


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CAPÍTULO IV

Ventajas del pueblo conquistado

En lugar de sacar del derecho de conquista unas consecuencias tan fatales, hubieran hecho mejor, los políticos, en hablar de las ventajas que el mismo derecho puede aportar1es, a veces, a los vencidos. El pueblo conquistado puede salir ganancioso, y lo comprenderían mejor los tratadistas si se observara nuestro derecho de gentes en la tierra toda y con rigurosa exactitud.

Los Estados que se conquistan no están ordinariamente en la fuerza de su institución; suelen estar en decadencia o sensiblemente quebrantados; la corrupción ha penetrado en ellos, las leyes no se cumplen, el gobierno se ha hecho más o menos opresor. ¿Quién duda que un Estado en esas condiciones encontrará ventaja én la conquista, si no fuere destructora? Un gobierno que ha llegado al punto de no poder reformarse por si mismo, ¿qué perdería en que una invasión lo refundiera? El conquistador que entra en un pueblo, donde con mil ardides y artificios practican los ricos una infinidad de medios de usurpar; donde gimen los pobres viendo convertidos en leyes los abusos; donde reina la desconfianza y no se cree en la justicia, ¿no puede el conquistador acabar ante todo con la hipócrita y sorda tiranía reinante?

Ha habido Estados oprimidos por los traficantes, que han sido salvados por un conquistador desligado de los compromisos y de las necesidades del príncipe legítimo. Los abusos quedaban de hecho corregidos sin que el conquistador los corrigiera.

Algunas veces, la frugalidad del pueblo conquistador le ha permitido dejarle al pueblo vencido lo necesario para su existencia y que el príncipe legítimo le habría quitado.

Una conquista, además, pudiera destruir preocupaciones añejas y nocivas, cambiando así hasta el genio de la nación conquistada.

¡Cuánto bien hubieran podido hacerles los Españoles a los Mejicanos! Podían haberles llevado una religión más blanda que la suya: les llevaron una superstición furiosa. Pudieron hacer libres a los que eran esclavos; hicieron esclavos a los que eran libres. Pudieron hacerles ver que los sacrificios humanos eran ilícitos: prefirieron exterminarlos. No acabaría nunca si quisiera decir todo lo bueno que no hicieron y todo lo malo que pusieron en ejecución.

Al conquistador le toca reparar, en parte, los daños que haya hecho. He aquí mi definición del derecho de conquista: Es un derecho legítimo y un mal necesario, que siempre le deja al conquistador una deuda inmensa contraída con la naturaleza humana. ¿Y por qué no ha de pagar esa deuda?


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CAPÍTULO V

Gelón, rey de Siracusa.

El más hermoso tratado de paz de que haya hablado la historia, creo que es el que hizo Gelón con los Cartagineses. Exigía que éstos abolieran la costumbre de inmolar a sus hijos (1). ¡Cosa admirable! Después de haber derrotado a trescientos mil cartagineses, imponerles una condición más útil para ellos que para quien la imponía, mejor dicho, que no interesaba más que a ellos. Estipulaba, no en provecho propio, sino del género humano.

Los Bactrianos hacían que sus padres, en la vejez, fueran comidos por los perros; Alejandro les prohibió que así lo hicieran (2); fue un triunfo conseguido sobre la superstición.


Notas

(1) Véase la Colección de Barbeyrac, art. 112.

(2) Estrabón, lib. XI.


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CAPÍTULO VI

De una República invasora

En una República federativa, no es natural que uno de los Estados invada otro, como se ha visto recientemente en Suiza. En las confederaciones mixtas, esto es, de pequeñas Repúblicas y pequeñas monarquías, la cosa no sería tan rara.

También es contrario a la naturaleza el que una República democrática pretenda conquistar ciudades que no quepan en la esfera de su democracia. Es preciso que el pueblo conquistado pueda gozar de los privilegios de su soberanía, como en sus comienzos lo establecieron los Romanos.

Si una democracia invade y conquista un pueblo para gobernarlo, como vasallo suyo, se expone a perder su propia libertad, porque dará un poder excesivo a los magistrados que destine al país conquistado por la fuerza.

¡Qué peligros no hubiera corrido la República de Cartago, si Aníbal hubiese entrado en Roma! ¡Qué no hubiera hecho en su patria después de la victoria, el que fue causante de tantas revoluciones después de su derrota! (1)

Jamás hubiera logrado Hanón que el Senado cartaginés le negara a Aníbal los refuerzos que necesitaba, si hubiera hablado solamente su animosidad. Aquel Senado, que tan sabio era según nos dice Aristóteles (y así lo demuestra la prosperidad de su República), no es posible que cediera a celos y rivalidades de los hombres; sin duda atendió a razones más sensatas.

El partido de Hanón quería dejar a Aníbal a merced de los Romanos (2); por el momento no se temía a los Romanos tanto como a Aníbal.

Se dice que no podíía creerse en las victorias de Aníbal; pero ¿cómo era posible que las pusieran en duda? Los Cartagineses, que estaban esparcidos por toda la tierra, ¿podían ignorar lo que pasaba en Italia? Precisamente por no ignorarlo se le negaban a Aníbal los refuerzos. Hubiera sido necesario ser demasiado estúpido para no ver que un ejército, peleando a trescientas leguas de allí, había de tener inevitables pérdidas que debían ser reparadas.

Hanón se afirma en su resistencia después de Trebia, después de Trasimeno, después de Canas: no es su incredulidad lo que aumenta, es su temor.


Notas

(1) Estaba a la cabeza de un partido.

(2) Hanón queria entregar Anibal a los Romanos, como quiso Catón que fuese entregado César a los Galos.


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CAPÍTULO VII

Continuación del mismo asunto

Un inconveniente más ofrecen las conquistas hechas por las democracias; que siempre se hacen odiosas a los Estados sometidos. Su gobierno es, por ficción, el de una monarquía constitucional; pero realmente es más duro que el monárquico. Así nos lo hace ver la experiencia de todos los tiempos y de todos los países (1).

Triste suerte la de todos los pueblos conquistados; no gozan de las ventajas de la monarquía ni de las de la República, sea cual fuere el gobierno del conquistador.

Lo que digo del gobierno popular se puede aplicar al gobierno aristocrático.


Notas

(1) Asi lo prueba también la frase proverbial, aplicable a toda tirania: Como en pais conquistado.


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CAPÍTULO VIII

Continuación del mismo tema

Cuando una República tiene a otro pueblo bajo su dependencia, debe hacer por corregir los inconvenientes que resultan de la naturaleza de la cosa dándole un buen derecho político y buenas leyes civiles.

Una República de Italia tenía varias islas bajo su obediencia; pero su legislación civil y su derecho político eran viciosos respecto a los insulares. Recuérdese el acta de amnistía (1) en la que se expresa que nadie sería condenado a penas aflictivas sobre la conciencia informada del gobernador. Se ha visto a menudo pueblos que piden privilegios: aquí el soberano concede el derecho de todas las naciones.


Notas

(1) Acta del 18 de octubre de 1738, impresa en Génova por Franchelli, cuyo artículo 69 dice así: Vietiamo al nostro general-gobernatore indetta isola di condannare in avenire solamente ex informata conscientia persona alcuna nazionale in pena afflittiva. Potra ben si far arrestare ed incarcerare le persone che gli saranno sospette; salvo di renderme poi a noi collecitamente.


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CAPÍTULO IX

De una monarquía invasora

Si una monarquía puede actuar durante mucho tiempo sin que el engrandecimiento la debilite, antes que esto ocurra se hará temible; y su fuerza durará según la presión de las monarquías vecinas.

No debe, pues, conquistar sino mientras se mantenga en los límites naturales de su gobierno. La prudencia quiere que se detenga tan pronto como rebase estos límites.

En esta clase de conquistas, es necesario que la monarquía invasora deje las cosas como las encuentre: los mismos privilegios, las mismas leyes, los mismos tribunales; no ha de verse más cambio que el del ejército y el del nombre del soberano.

Cuando la monarquía extiende sus límites por medio de la conquista más allá de sus fronteras, ha de tratar con dulzura las nuevas provincias que incorpore, sobre todo siendo países vecinos.

En una monarquía muy trabajada por la duración de sus conquistas, las provincias de su antiguo territorio han de haber sido muy atropelladas; y lo más probable es que sigan siéndolo; se agregarán abusos nuevos a los antiguos abusos, y acaso las despueble una gran capital que se lo trague todo. Ahora bien, si después de haber conquistado nuevos dominios se trata a los pueblos vencidos como a los antiguos súbditos, ya puede el Estado darse por perdido: los tributos que envíen las provincias conquistadas, absorbidos por la capital, no llegarán a las provincias antiguas; las fronteras quedarán arruinadas y, por consiguiente, serán débiles; se acentuarán en los pueblos el descontento y la desafección; la subsistencia de los ejércitos que en ellos han de vivir será precaria.

Tal es, necesariamente, el estado a que llega una monarquía conquistadora: en la capital, desenfrenado lujo; en las provincias lejanas, la miseria.


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CAPÍTULO X

De una monarquía conquistadora de otra monarquía

A veces una monarquía invade y conquista otra. Cuanto más chica sea la conquistada, mejor se la contendrá levantando fortalezas; cuanto más grande sea, mejor será conservada fundando en ella colonias.


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CAPÍTULO XI

De las costumbres del pueblo vencido

En esas conquistas, no basta dejar1e sus mismas leyes al pueblo conquistado; es más necesario todavía respetarle sus costumbres, porque todo pueblo conoce, ama y defiende sus costumbres más que sus leyes.

Los Franceses han sido arrojados de Italia nueve veces: al decir de los historiadores (1), por su insolencia con las mujeres y las mozas. Ya es bastante para una nación el tener que sufrir la presencia y el orgullo de los vencedores; si éstos añaden la incontinencia y la indiscreción, llegan a hacerse insufribles.


Notas

(1) Véase la Historia del Universo, por Puffendorf.


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CAPÍTULO XII

Una ley de Ciro

No considero buena la ley dictada por Ciro para que los Lidios no pudieran ejercer más que oficios viles o profesiones infames. Se va a lo más urgente; se piensa en posibles alzamientos, no en probables invasiones. Pero las invasiones vienen más tarde o más temprano; y entonces los dos pueblos se juntan y ambos se corrompen. Más acertado sería mantener por las leyes la rudeza del pueblo vencedor, que fomentar por ellas la molicie del pueblo dominado.

Aristodemo, tirano de Cumes (1), procuró el afeminamiento de los jóvenes. Quiso que los varones se dejasen crecer el cabello como las hembras; que se adornaran con flores y se pusieran vestidos de colores diferentes que les bajaran hasta los talones; que cuando iban a las escuelas de música y de baile, fueran acompañados por mujeres que les llevaran quitasoles, perfumes y abanicos; por último, que en el baño se les dieran peines y espejos. Esta educación duraba hasta la edad de veinte años. Una educación así no podía convenirle más que a un tiranuelo, que expone su soberanía por defender la vida miserable.


Notas

(1) Dionisio de Halicarnaso, lib. VII.


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CAPÍTULO XIII

Carlos XII

Este príncipe, sin aliados y no empleando más que sus solas fuerzas, determinó su caída al formar designios que no podían tener ejecución de otro modo que por una guerra larga: no podía su reino sostenerla.

El que intentó derrumbar no era un Estado en decadencia, era un imperio que nacía. Los Moscovitas se sirvieron de la guerra que él les hacía, como de una escuela. A cada derrota se acercaban más a la victoria; y los reveses que tenían en el exterior les enseñaban a defenderse en el interior.

Carlos se creyó dueño del mundo en los desiertos de Polonia, por los que andaba errante, y en los cuales se dispersaba Suecia mientras su enemigo principal se fortificaba contra él, le estrechaba, estableciéndose en el mar Báltico, y se apoderaba de Livonia.

Suecia se asemejaba a un río al que se le cortaran las fuentes al mismo tiempo que se le diera nuevo cauce.

No fue la batalla de Poltava lo que perdió a Carlos XII; de no haber sido allí, en otro lugar cualquiera hubiese tenido la catástrofe. Los reveses de la fortuna se enmiendan fácilmente; lo que no tiene enmienda es lo que nace de la naturaleza misma de las cosas.

Pero ni la náturaleza ni la fortuna fueron tan decisivas contra Carlos como lo fue él mismo.

No se conducía con arreglo a la actual disposición de las cosas, había tomado un modelo y a él quería ajustarse; pero lo imitaba mal. Es que él no era Alejandro, aunque ciertamente hubiera sido el mejor soldado de Alejandro.

Si realizó Alejandro su proyecto, fue porque el proyecto era sensato (1). Los reveses de los Persas en sus invasiones de Grecia, las conquistas de Agesilao y la retirada de los Diez mil, habían dado a conocer la superioridad de los Griegos en armamentos y en táctica; y se sabía que los Persas eran demasiado grandes para corregirse.

Ya no podían debilitar a Grecia fomentando intestinas divisiones: estaba unida, tenía un jefe; y éste no podía encontrar mejor medio de ocultarle al pueblo su servidumbre, que deslumbrarlo con la destrucción del enemigo eterno y con la ilusión de conquistar el Asia.

Un imperio cultivado por la nación más industriosa del mundo, que labraba las tierras por precepto de su religión, fértil y abundante, ofrecía toda suerte de facilidades para que un enemigo subsistiera en él.

Podría juzgarse por el orgullo de sus reyes, siempre mortificados por las derrotas, que ellos mismos precipitarían su caída no cesando de presentar batallas; que escarmentaran no podía creerse, pues la adulación no les permitía dudar de su poder.

Y no solamente era acertado el proyecto de Alejandro, sino que fue ejecutado con acierto y discreción. Alejandro, aún en la rapidez de sus acciones y en el fuego de las pasiones mismas, tenía un destello de razón que le guiaba, un fundamento de sus actos que no han podido ocultarnos los que han pretendido hacer de su historia una novela. Hablemos de él a nuestra guisa.


Notas

(1) El obstinado prejuicio de no ver en Alejandro nada más que un ambicioso, un desenfrenado aventurero de temerario valor y acompañado por una fortuna ciega, explica la sorpresa que han tenido muchos al leer los juicios de los autores modernos, juicios que obligan a reflexionar sobre los sucesos de su historia. Alejandro fue el más sesudo, el más prudente, el más moderado de los conquistadores, y el menos funesto a la humanidad. Para convencerse de ello, bastará leer con atención todo lo que de Alejandro dice Montesquieu. También Voltaire es uno de los historiadores que han vuelto por la fama de Alejandro; y el primero, sin duda, en devolverle sus derechos a la admiración de la posteridad. Después de Voltaire, Robertson (en su Historia de América) también hace justicia a aquel hombre tan extraordinario.


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CAPÍTULO XIV

Alejandro

No partió hasta que hubo asegurado la integridad de Macedonia, amenazada antes por los pueblos bárbaros vecinos y por las rivalidades de los Griegos; hizo impotente la de los Lacedemonios; atacó las provincias marítimas; mandó marchar a su ejército por la orilla del mar para estar en contacto con su flota y no perderla de vista; se sirvió admirablemente de la disciplina contra el número; no careció de subsistencias: es verdad que la victoria se las facilitaba, pero él hizo lo necesario para procurarse la victoria.

En los comienzos de su empresa, es decir, cuando todavía hubiera podido deshacer sus planes el menor revés, lo calculaba todo, no dejando a la suerte casi nada; cuando la fortuna lo puso por encima de los acontecimientos, ya entonces tuvo repetidas veces por uno de sus medios la temeridad. Cuando antes de emprender la gran expedición, marcha contra los Tribalianos y los Ilirios, vemos una guerra como la que después les hizo César a los Galos (1). De vuelta a Grecia toma y destruye Tebas (2), como a su pesar; acampado en las cercanías de la ciudad, espera allí que los Tebanos quieran hacer la paz; y son ellos los que, por no quererla, precipitan su desastre. Cuando se trató de rechazar las fuerzas navales de los persas, fue más bien Parmenio el que mostró su audacia y Alejandro el que tuvo más prudencia. La habilidad de Alejandro consistió en separar a los Persas de la costa y obligarlos a abandonar sus naves, con las cuales eran superiores. Tiro, por propia conveniencia, favorecía a los Persas que necesitaban de su comercio y de su marina; Alejandro se la destruyó. Se hizo dueño de Egipto, que Darío había dejado sin tropas mientras reunía en otra parte innumerables ejércitos.

El paso del Gránico hizo que Alejandro se apoderase de las colonias griegas; la batalla de Iso le abrió las puertas de Tiro y le dió la posesión de Egipto; la de todo el mundo se la debió a la batalla de Arbela.

Después de la batalla de Iso deja escapar a Darío, no pensando siquiera en perseguirlo, sino en afirmar sus conquistas y ordenarlas; después de la batalla de Arbela, tan de cerca le persigue que no le deja un refugio dentro de su imperio. No entra Darío en ninguna de sus ciudades y de sus provincias sino para evacuarlas inmediatamente. Las marchas de Alejandro son tan rápidas, que el imperio del mundo más parece el premio de la carrera, como en los juegos olímpicos de Grecia, que el premio de la victoria.

Así efectuó sus conquistas; ahora veámos cómo las conservó.

Se resistió a los consejos de los que querían que tratara a los Griegos como señores y a los Persas como esclavos (3); no pensó más que en unir a las dos naciones, para que no hubiera distinción del pueblo conquistador y del pueblo conquistado; desechó después de la conquista, los prejuicios que le habían servido para hacerla; tomó las costumbres de los Griegos; mostró el mayor respeto a la mujer y a la madre de Darío; por las muestras que dió de continencia fue por lo que los Persas le lloraron. ¿Cuándo se ha visto que un pueblo sometido vierta lágrimas de reconocimiento por el conquistador? ¿Era ese un conquistador vulgar? ¿Era un usurpador el que a su muerte fue llorado por la familia que él arrancó del trono? Este rasgo de su vida es de los que no nos cuentan los historiadores que otro conquistador haya podido alabarse.

Nada afirma una conquista como la fusión de dos pueblos por los matrimonios. Alejandro supo elegir sus mujeres en la nación vencida; quiso que lo mismo hicieran sus cortesanos; los Macedonios, en general, imitaron el ejemplo. Estos casamientos los efectuaron también los Francos y los Borgoñones (4); los Visigodos los prohibieron en España, aunque al fin los permitieron (5); los Lombardos hicieron algo más que permitirlos, pues los recomendaron (6); cuando los Romanos se propusieron debilitar a Macedonia, decretaron que no se unieran en matrimonio los de diferentes pueblos.

Alejandro, que se proponía realizar la unión de los dos pueblos, quiso establecer en Persia colonias griegas en crecido número; edificó ciudades; cimentó el nuevo imperio de una manera tan sólida, que al ocurrir su muerte, y en la confusión y los trastornos de las guerras civiles, cuando los Griegos se habían ellos mismos aniquilado, por decirlo así, no se sublevó ninguna de las provincias persas (7).

Para que Grecia y Macedonia no se despoblaran, envió Alejandro a Alejandría una colonia de Judíos; las costumbres de los pueblos no le importaban, con tal que fueran fieles. Y no solamente respetó las costumbres de los pueblos vencidos, sino que les dejó sus leyes civiles y a veces hasta los reyes y los gobernadores que en ellos había encontrado. Puso jefes macedonios al frente de las tropas y hombres del país al frente del gobierno. Prefirió exponerse a alguna infidelidad particular (que no faltó), que a correr el riesgo de un alzamiento general.

En todos los países conquistados respetó Alejandro las tradiciones antiguas y todos los monumentos conmemorativos de la gloria de los pueblos o de su vanidad. Los reyes de Persia habían destruído los templos de los Griegos, de los Babilonios y de los Egipcios: Alejandro los reedificó (8); pocas naciones se le sometieron en cuyos altares no celebrara él sus sacrificios. Parecía como si las hubiese conquistado para ser el monarca particular de cada nación y el primer ciudadano de cada pueblo. Así como los Romanos lo conquistaban todo para destruirlo, él quiso conquistarlo todo para fortalecerlo. En todos los países que recorrió, su primera idea, su primer designio, fue siempre hacer las cosas que pudieran aumentar la importancia y la prosperidad de cada país. El medio de lograrlo fue, en primer lugar, su propio genio; en segundo lugar, su sobriedad y su particular economía no incompatible con su inmensa prodigalidad para las grandes cosas, que contribuyó en tercer lugar al logro del mismo objeto. Su mano se cerraba para los gastos privados; se abría para las obras públicas. Para el arreglo de su casa era un Macedonio; para pagar las deudas de sus soldados o labrar la fortuna de sus hombres era Alejandro.

Hizo dos malas acciones: incendiar Persépolis y matar a Clito; las hizo famosas su arrepentimiento, de suerte que se han olvidado sus actos criminales para recordar su respeto a la virtud, pues se considera aquellos crímenes más bien como desgracias que como hechos propios; de suerte que la posteridad descubre la belleza de su alma hasta en sus arrebatos y flaquezas; de suerte que si hay motivo para compadecerlo no hay ninguno para odiarlo.

Voy a compararlo a César. Cuando César quiso imitar a los reyes asiáticos, desesperó a los Romanos por una cosa de mera apariencia, de pura ostentación; cuando Alejandro quiso imitar a los mismos reyes de Asia, lo hizo en algo que entraba en el plan de su conquista.


Notas

(1) Arriano, Expedición de Alejandro, lib. I.

(2) Idem.

(3) Este era el consejo de Aristóteles. Véase Plutarco, De la fortuna de Alejandro (Obras morales).

(4) Véase la Ley de los Borgoñones, título XII, art. 5.

(5) Véase la Ley de los Visigodos, lib. III, tít. v, párr. 1.

(6) Véase la Ley de los Lombardos, lib. II, tít. VII.

(7) Los reyes de Siria, abandonando el plan de los fundadores del imperio, quisieron obligar a los Judíos a adoptar las costumbres de los Griegos; lo que produjo en aquel Estado tremendas sacudidas.

(8) Véase Arrio, Expediciones de Alejandro, lib. III y otros.


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CAPÍTULO XV

Nuevos medios de conservar la conquista

Cuando un monarca conquista un gran Estado, hay una práctica admirable, tan buena para conservar la conquista como para moderar el despotismo: los conquistadores de China la han usado.

Para no desesperar al pueblo vencido ni enorgullecer al vencedor, para impedir que el gobierno se haga militar, para contener a los dos pueblos en los límites del deber, la familia tártara que actualmente impera en China ha establecido que cada cuerpo de tropas se componga en partes iguales de Chinos y de Tártaros, a fin de que los unos estén contenidos por los otros. Los tribunales son igualmente mitad chinos, mitad tártaros. Esto produce varios buenos efectos: 1° las dos naciones están contenidas la una por la otra; 2° ambas ejercen el poder civil y el militar, y no queda humillada ninguna de las dos; 3° la nación conquistadora puede esparcirse por todo el imperio sin perderse ni debilitarse, haciéndose capaz de resistir a las guerras civiles y extranjeras. Institución tan sensata, que precisamente por no haberla establecido se han perdido casi todos los conquistadores.


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CAPÍTULO XVI

De un Estado despótico invasor

Una conquista, si es inmensa, lleva aparejado el despotismo. El ejército, disperso por las provincias, no es bastante; siempre hay al lado del príncipe un cuerpo más adicto que los otros, dispuesto a caer rápidamente sobre la parte del imperio que se pudiera agitar; Esta milicia especial debe tener a raya, así a las restantes fuerzas como a todos los que en el imperio han ejercido funciones de las cuales se les ha desposeído. Al lado del emperador de China hay un cuerpo de Tártaros bastante numeroso y dispuesto siempre para acudir adonde sea necesario. En el Mogol, en el Japón, en Turquía, hay una tropa a sueldo del príncipe y distinta de las demás tropas. Estas fuerzas particulares tienen en respeto a los caudillos.


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CAPÍTULO XVII

Continuación del mismo asunto

Hemos dicho que los Estados que un monarca despótico conquista deben ser feudatarios. Las historias están llenas de elogios a la generosidad de los conquistadores que han devuelto la Corona a los príncipes vencidos. Los Romanos, pues, eran generosos cuando en todas partes hacían de los reyes instrumentos de servidumbre (1). Era un acto necesario. Si el conquistador incorpora al suyo el reino conquistado, ni los gobernadores que él designe podrán contener a los vasallos ni él a sus gobernadores. Se verá obligado a desguarnecer de tropas su antiguo patrimonio para guardar el nuevo. Todas las desdichas de los dos Estados serán comunes; la guerra civil en el otro. Si, por el contrario, el conquistador le deja o le devuelve el trono al rey legítimo, tendrá en él un aliado que con las fuerzas propias aumentará las suyas. Acabamos de ver al Sah Nadir conquistar los tesoros del Mogol y dejarle el Indostán.


Notas

(1) Ut haberem instrumenta servitutis et reges. - Tácito dice muy sencillamente que los Romanos se valían de los reyes como instrumentos de servidumbre. (Crevier).


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