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Podría terminar aquí mi escrito, pues mi tema está agotado. Pero el lector me permitirá que llame su atención todavía sobre un problema que está estrechamente vinculado al objeto del escrito, es esto: ¿en qué medida nuestro derecho actual o mejor dicho el actual derecho romano común, sobre el único que me atrevo a emitir un juicio, corresponde a las exigencias desarrolladas en lo expuesto hasta aquí? No vacilo en negar con toda decisión que haya relación alguna. Está muy por detrás de las aspiraciones justificadas de un sano sentimiento del derecho, y no sólo porque aquí y allá no hubiese encontrado lo justo, sino porque en conjunto es dominado por un modo de ver que está en oposición diametral a lo que constituye la esencia del sano sentimiento jurídico según mis expresiones anteriores -me refiero con ello a aquel idealismo que ve en la lesión del derecho no sólo un ataque contra el objeto, sino sobre la persona misma. Nuestro derecho común no ofrece el menor apoyo a ese idealismo; la medida con que mide todas las lesiones del derecho, con excepción de las ofensas al honor, es simplemente la del valor material -es el materialismo chato y desnudo el que llega en él a la expresión más acabada. ¿Pero qué otra cosa debe garantizar el derecho al lesionado si se trata de lo mío y lo tuyo, como el objeto de disputa o de su monto? (1). Si esto fuese justo, se podría dejar también en libertad al ladrón cuando ha devuelto la cosa robada. Pero el ladrón, se objeta, no ataca solamente a la persona robada, sino a las leyes del Estado, el orden jurídico, la ley consuetudinaria. ¿Pero no hace lo mismo el acreedor, que niega a sabiendas el préstamo que se le hizo, o el vendedor, el intermediario, que rompe el convenio, el mandatario que abusa de la confianza que se le ha dado para sacar ventajas sobre mí? ¿Es una satisfacción para mi sentimiento agraviado del derecho, si no recibo de todas esas personas tras larga lucha más que lo que se me debía al comienzo? Pero dejando enteramente de lado esa exigencia de satisfacción, que no vacilo en modo alguno en reconocer por completo justa, ¡qué ruptura del equilibrio natural entre las dos partes! El peligro que le amenaza por el desenlace desfavorable del proceso, consiste para el uno en que pierde lo suyo, para el otro solamente en que tiene que devolver lo retenido de manera irregular; la ventaja que le ofrece el desenlace favorable es para uno que no pierde nada, para el otro que se enriquece a costa del adversario. ¿No equivale esto a provocar la mentira más desvergonzada y a poner un premio a la comisión de deslealtades? Pero con esto en realidad sólo he caracterizado nuestro derecho actual.

Podemos hacer responsable de ello al derecho romano.

Distingo en esta relación tres etapas de desarrono del mismo: la primera la del sentimiento del derecho en el derecho antiguo, todavia completamente desmedida en su violencia, que no llegó al autodominio, -la segunda la de la fuerza moderada del mismo en el derecho intermedio-, la tercera la del debilitamiento y detención en el crecimiento en el período imperial posterior, especialmente en el derecho de Justiniano.

Sobre la violencia que la cosa entraña en aquella primera etapa del desarrollo, hice y publiqué antes investigaciones (2), cuyo resultado resumo aquí en pocas palabras. El sentimiento excitable del derecho del tiempo antiguo abarca toda lesión, o disputa del propio derecho desde el punto de vista de la injusticia subjetiva, sin preocuparse en ello de la inculpabilidad o de la medida de la culpabilidad del adversario, y exige en consecuencia una compensación lo mismo del inocente que del culpable. El que negaba la culpa clara (nexum) o el daño objetivo causado al adversario, pagaba en el caso de perder el litigio el doble, lo mismo el que, en un juicio de reivindicación, ha recogido los frutos como propietario, debe compensar el doble, y además le toca la pérdida del dinero depositado para el litigio (sacramentum). La misma pena sufre el demandante cuando pierde el proceso, pues había pretendido un bien extraño; si se excedía algo en la suma reclamada, aunque la deuda estuviese probada, se le anulaba la demanda entera (3).

De estas instituciones y principios del antiguo derecho ha pasado algo al nuevo, pero las creaciones independientes nuevas del mismo respiran un espíritu completamente distinto (4). Se puede caracterizar con una palabra: la aplicación y el empleo de la medida de la culpa a todas las condiciones del derecho privado. La injusticia objetiva y la subjetiva son estrictamente separadas, la primera contiene sólo la simple restitución del objeto debido, la segunda además una pena, un castigo, tanto una pena pecuniaria, como la marca de infamia, y justamente esta conservación de las penas dentro de límites justos es uno de los pensamientos más sanos del derecho romano de la era intermedia. Los romanos no se contentaban con que un depositario que había cometido la infidelidad de negar o retener el depósito, que el mandatario o el tutor que había aprovechado en beneficio propio la posición de confianza o que hacía abandono conscientemente de sus deberes, cubrieran su responsabilidad con la mera devolución de la cosa o la simple indemnización del daño; exigían además un castigo para los mismos, una vez como satisfacción del sentimiento del derecho agraviado, y al mismo tiempo para el propósito de intimidación de otros ante maldades similares. Entre las penas que se aplicaban, estaban en primer término el de la infamia, una de las más graves que se puede imaginar en las condiciones romanas, pues entrañaba además de la condenación social, la pérdida de todos los derechos políticos: la muerte política. Se aplicaba en todas partes donde la lesión del derecho se podía caracterizar como infidelidad singuIar. Además había penas pecuniarias, de las que se hacía un uso mucho más abundante que entre nosotros. Para el que era sometido a proceso en causa injusta o lo promovía, había todo un arsenal disponible de tales medios de intimidación; comenzaban con fracciones del valor del objeto en disputa (1/10,1/5,1/4,1/2), llegaban hasta varias veces ese monto y aumentaban en ciertas circunstancias donde la obstinación del adversario no podía romperse de otro modo, hasta lo ilimitado, es decir hasta el monto que el querellante consideraba bueno como satisfacción, bajo juramento. En especial había dos instituciones procesales que colocaban al acusado en la altemativa de desistir de su demanda sin ulteriores consecuencias perjudiciales, o bien exponerse al peligro de ser hallado culpable de una violación intencional de la ley y de ser castigado por ello: los interdictos prohibitorios del pretor y las actiones arbitrarie Si no acataba el mandato que le dirigía el magistrado o el juez, había resistencia; en lo sucesivo estaba en litigio no solamente el derecho del acusador, sino al mismo tiempo la ley en la autoridad de sus representantes, y el desprecio de la misma era expiado con penas pecuniarias, que beneficiaban al denunciante.

El propósito de todas estas penas era el mismo que el del castigo en el derecho penal. Es decir el puramente práctico de asegurar también los intereses del derecho privado contra tales lesiones, que no caen bajo el concepto de crímenes, pero al mismo tiempo de procurar la reparación ética del sentimiento del derecho agraviado, de dignificar la autoridad menospreciada de la ley. El dinero no era en ello fin de sí mismo, sino solamente medio para el fin (5).

Según mi modo de ver, esta figura de la cosa en el derecho romano intermedio es un modelo. Igualmente lejos del extremo del antiguo derecho, que ponía la injusticia objetiva sobre la horma de la subjetiva, como del nuestro actual contrapuesto, que ha reducido en el proceso civil la subjetiva al nivel de la objetiva, garantizaba plena satisfacción a las justas demandas de un sano sentimiento del derecho, en tanto que no sólo mantenía estrictamente separadas las dos especies de injusticia, sino que dentro del marco de la subjetiva sabía distinguir con la comprensión más sutil todos los matices de la misma en relación con la forma, la naturaleza, la gravedad de la lesión.

Al volverme hacia la última etapa del desarrollo del derecho romano, que halló su culminación en la compilación de Justiniano, se me impone involuntariamente la observación sobre la gran significación que tiene para la vida del individuo tanto como de los pueblos el derecho de herencia. ¡Qué sería el derecho de ese período moral y políticamente por completo corrompido, si lo hubiese tenido que crear él mismo! Pero lo mismo que ciertos herederos, que apenas habrían podido vegetar penosamente mediante la propia fuerza y viven de la riqueza del testador, así también una generación decadente, débil sobrevive por el capital intelectual de la época vigorosa precedente. No sólo digo esto en el sentido que disfruta sin esfuerzo propio de los frutos del trabajo ajeno, sino principalmente en el sentido que las obras, creaciones, instituciones del pasado, según han surgido de un determinado espíritu, continúan durante un tiempo manteniéndose y renovándose; hay en ellas una provisión de fuerza latente que en el contacto personal se transforma nuevamente en fuerza viviente. En este sentido pudo el derecho privado de la República, en el que se había objetivado el sentimiento germinal, vigoroso del derecho del antiguo pueblo romano, prestar al período del imperio durante un tiempo el servicio de fuente vivificadora y refrescante; en el gran desierto del mundo posterior fue el oasis en que manaba todavía agua fresca. Pero en el aliento agotador del despotismo no creció a la larga ninguna vida independiente, y el derecho privado solo no pudo abrir el camino y afirmar un espíritu que era proscrito en todas partes -cedió también aquí, aun cuando últimamente, al espíritu del tiempo nuevo. ¡Tiene una firma singular ese espíritu del tiempo nuevo! Había que esperar que entrañase los signos del despotismo; severidad, dureza, desconsideración; pero su expresión es la opuesta: dulzura y humanidad. Pero esa dulzura misma es despótica, roba a unos lo que obsequia a otros -es la dulzura de la arbitrariedad y del capricho, no la del carácter- es el humor tétrico que sigue a la violencia, que trata de reparar la injusticia cometida con otra. No es éste el lugar de exponer todas las pruebas que se ofrecen para esa afirmación (6), basta, en mi opinión, cuando destaco un rasgo de carácter especialmente significativo que entraña un rico material histórico, es la dulzura y benevolencia y la indulgencia mostradas al deudor a costa del acreedor (7). Yo creo que se puede hacer la siguiente observación general: es el signo de una época débil el hecho de simpatizar con el deudor. Ella misma llama a eso humanidad. Una época vigorosa cuida ante todo de que el acreedor obtenga su derecho, y no vacila tampoco en la severidad con el deudor si es necesaria, para mantener la seguridad de la circulación, la confianza y el crédito

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Notas

(1) Así he considerado yo mismo antes la cosa, así en mi Schuldmoment in romischen privatrecht (Giesen, 1867), pág. 61 (Vermischte schriften, Leipzig, 1879, pág. 229). El que ahora piense diversamente lo debo a la larga preocupación con el tema presente.

(2) En el escrito citado en la nota anterior.

(3) Otros ejemplos en la pág. 14 del escrito citado.

(4) Sobre esto trata el segundo capitulo del escrito citado, pág. 20 y sigts.

(5) Esto se halla acentuado de modo particularmente agudo en las llamadas actiones vindictam spirantes. El punto de vista ideal de que se trata en ellas no del dinero y la propiedad, sino de una satisfacción del sentimiento del derecho y de la personalidad agraviada (magis vindictae, quam pecuniae habet rationen, I, 2, 4, de coll. bon. 37,6) ha sido realizado con plena consecuencia. Por eso eran rehusados a los herederos, por eso no podían ser cedidos y en caso de concurso no eran ofrecidos a la masa de los acreedores, por eso se extinguían en tiempo proporcionalmente breve, por eso no tienen lugar, cuando se ha mostrado que el lesionado no ha sentido la injusticia cometida contra él (ad animum suum non revocavebit, I, 11, 1 de injur. 47,10).

(6) A ellas pertenece entre otras la abolición de las penas procesales más graves -la sana severidad del tiempo viejo desagradó al carácter blando de los tiempos posteriores.

(7) Pruebas de ello la ofrecen las disposiciones de Justiniano, por las cuales se garantiza a los ciudadanos el beneficio de la discusión, a los codeudores el beneficio de la división, establece para la venta de la prenda el plazo absurdo de dos años y concede además al deudor, después de la adjudicación de la propiedad, todavía un plazo de retracto de dos años, incluso después del término del mismo un derecho al sobreprecio de la cosa vendida por el acreedor; la extensión desmedida del derecho de compensación, la datio in solutum, así como el privilegio de las iglesias en el mismo, la limitación de las quejas de intereses en la relación contractual doble, la extensión absurda de la prohibición de la usurae sufra alterum tantum, la posición excepcional concedida al heredero en el benef inventarii en relación con la satisfacción del acreedor. La moratoria por resolución mayoritaria de los acreedores, que procede igualmente de Justiniano, tenía por antecedente ya, como digno modelo, la institución de las moratorias que aparece primeramente en Constantino, y también en la querela non numeratae pecuniae y la llamada cautio indiscreta así como en la Lex anastasiana tiene que ceder el mérito de la invención a sus predecesores en el Imperio, mientras que la gloria de haber proscrito el primero el castigo personal por toda supuesta inhumanidad y desde el punto de vista de la humanidad, le corresponde a Napoleón III. Ciertamente éste no se escandalizaba por el funcionamiento de la guillotina seca en Cayenne, como los ulteriores emperadores romanos tampoco se cohibían de preparar a los hijos completamente inocentes de los traidores de lesa majestad un destino que ellos mismos caracterizaban con las palabras ut his perpetua egestate sordentibus sit et mors solatium et vita supplicium (1, 5 Cod. ad leg. Jul. maj. 9, 8) -¡pero no por eso resaltaba más la humanidad con los deudores! ¡No hay ninguna manera más cómoda de ajustarse a la humanidad que a costa ajena! También el derecho privilegiado de prenda que concede Justiniano a la esposa, procedia de aquel rasgo humano de su corazón, sobre el cual no dejó de felicitarse altamente en cada nueva veleidad; pero esa era la humanidad de san Crispín, que robaba a los ricos el cuero para hacer con él zapatos a los pobres.


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