Índice de La lucha por el derecho de Rudolf von IheringCapítulo anteriorBiblioteca Virtual Antorcha

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¡Y ahora volvamos finalmente a nuestro actual derecho romano! Casi quisiera deplorar el haber hecho mención del mismo, pues me he puesto con ello en situación de tener que expresar un juicio al respecto, sin poder fundarlo en este lugar como quisiera. Pero al menos no quiero ocultar mi juicio.

Si he de resumirlo en pocas palabras, coloco en el carácter singular de toda la historia y la valuación del moderno derecho romano en el típico predominio de la mera erudición sobre todos aquellos factores, que por otra parte determinan la formación y el desarrollo del derecho: el sentimiento nacional del derecho, la práctica, la legislación. Un derecho extraño en lenguaje extraño, introducido por los sabios y sólo accesible plenamente a ellos y expuesto de antemano a la antítesis y al intercambio de dos intereses de naturaleza diversa, a menudo en pugna recíproca -me refiero al conocimiento histórico puramente ingenuo y a la adaptación práctica y desenvolvimiento del derecho- frente a él una práctica sin la fuerza necesaria del pleno dominio intelectual de la materia y por tanto condenada a la dependencia permanente de la teoría, es decir, a la tutela, el partícularismo dominante en la jurisprudencia como en la legislación sobre los rudimentos débiles, poco desarrollados para la centralización. ¿No puede maravillar que entre el sentimiento nacional del derecho y semejante derecho aparezca una escisión chocante, que el pueblo no comprenda su derecho y el derecho no comprenda al pueblo? Instituciones y principios que, en las condiciones y costumbres de entonces, en Roma, habrían sido comprendidas, se constituyeron aquí en la ausencia total de sus presunciones precisamente en una maldición, y nunca, desde que el mundo existe, puede haber sacudido tanto una jurisprudencia en el pueblo la fe y la confianza en el derecho como ésta. ¿Qué debe decir la simple y sana razón del hombre del pueblo, cuando aparece con un recibo ante el juez, en el que su adversario confiesa que le es deudor de cien gulden, que el juez como cautio indiscreta declara que no es obligatorio, o que un recibo que menciona expresamente como razón de la deuda no tiene fuerza probatoria antes de transcurridos dos años?

Pero no quiero entrar en pormenores; ¿dónde terminará esto? Me limito más bien a mencionar dos extravíos de nuestra jurisprudencia civil -no puedo designarla de otro modo- que son de naturaleza teórica y que contienen una verdadera siembra de injusticia.

El uno consiste en el hecho que la jurisprudencia moderna no admite el simple pensamiento desarrolIado por mí más arriba, que en una lesión del derecho no se trata sólo del valor pecuniario, sino de una satisfacción del sentimiento jurídico agraviado. Su cartabón es enteramente el del materialismo grosero y chato: el mero interés pecuniario. Recuerdo haber oído de un juez que, dado el monto insignificante del objeto del litigio, para librarse del molesto proceso, ofreció al querellante pagar de su bolsillo y se indignó mucho cuando se rechazó su oferta. Que para el demandante lo que importaba era su derecho, no su dinero, no quería entrar en la cabeza de ese hombre de la ley, y no le atribuímos toda la culpa: podía haber rechazado el reproche sobre la ciencia. La pena pecuniaria, que en manos del juez romano aseguraba los medios más abundantes para indemnizar el interés ideal de la lesión del derecho (1) se ha configurado bajo la influencia de nuestra teoría moderna de las pruebas en uno de los recursos y expedientes más tristes con que la justicia ha tratado de regular jamás la injusticia. Se exige del demandante que demuestre su interés pecuniario exactamente hasta el céntimo. ¡Piénsese en lo que será la protección del derecho si no existe un interés pecuniario! El arrendador cierra al inquilino el jardín al que tiene derecho de goce según el contrato; ¡que demuestre el valor pecuniario que puede reportarle la permanencia en un jardín! O el primero arrienda la habitación, antes de que se haya ido el ocupante, a otro, y éste tiene que esperar medio año en la situación más mísera hasta que el primero halla su comodidad. El hospedero echa a la calle al huésped al que había garantizado un cuarto y éste tiene que recorrer durante horas en la noche para hallar un albergue de emergencia. ¡Inténtese una indemnización pecuniaria por ello ante un tribunal! En Alemania no obtendría nada, pues el juez alemán no pasa de la consideración teórica que las incomodidades, por grandes que sean, no se pueden calcular en dinero, mientras que ello no causa escrúpulo alguno al juez francés. Un profesor que ha tomado un compromiso en un instituto privado, encuentra luego un empleo más ventajoso y viola el contrato, y no se encuentra al comienzo otro para ocupar su lugar. ¿Cómo se puede valuar en dinero el que los alumnos pierdan varias semanas o meses sin la enseñanza de la lengua francesa o de la aritmética que han disfrutado, o cómo calcular los daños pecuniarios del director del instituto? Una cocinera abandona sin motivo el servicio y como no se encuentra en el lugar un sucesor, causa a los patrones un gran trastorno; pruebe uno el valor pecuniario de ese inconveniente. En todos estos casos se está impotente por completo según el derecho común, pues la ayuda que el derecho ofrece a los afectados, presupone una prueba que regularmente no se puede aportar. E incluso si fuese fácilmente aportable, sin embargo la pretensión al simple valor pecuniario no bastaría para contrarrestar eficazmente la injusticia de la otra parte. Esta es pues una condición de ilegalidad. Y lo peor en ello no es lo opresivo y agraviante, sino el sentimiento amargo de que el buen derecho puede ser pisoteado, sin que haya una ayuda contra ello.

El derecho romano no puede ser hecho responsable de esa deficiencia, pues, aunque él mismo ha mantenido siempre el principio que la sentencia final sólo podía ser fijada en dinero, supo aplicar la pena pecuniaria de una manera que no solamente recibían protección eficaz los intereses pecuniarios, sino también los otros intereses justos. La pena pecuniaria era el medio civilista de presión del juez, para asegurar el cumplimiento de sus fallos; un acusado que se rehusaba a hacer lo que le imponía el juez, no se libraba devolviendo el simple valor de la deuda en dinero, sino que la condena pecuniaria tomaba aquí el carácter de una pena, y también ese resultado del proceso procuraba al acusador algo que en ciertas circunstancias le importaba infinitamente más que el dinero, es decir, la satisfacción moral para la frívola lesión del derecho. Este pensamiento de la satisfacción es del todo extraño a la teoría moderna del derecho romano, que no tiene para él comprensión alguna, no conoce más que valor en dinero de la indemnización incumplida.

De esta insensibilidad de nuestro derecho actual para el interés ideal de la lesión del derecho, depende también la supresión de las penas de derecho privado romanas por la práctica moderna. El depositario o el mandatario infiel no es alcanzado entre nosotros por ninguna marca de infamia; la mayor bribonada, en tanto que se sepa eludir hábilmente la ley penal, anda completamente libre e impune (2). En cambio figuran en los manuales de enseñanza ciertamente todavía penas pecuniarias y los castigos por la mentira frívola, pero en la jurisprudencia apenas aparecen ya. ¿Pero qué significa eso? Nada más que entre nosotros la injusticia subjetiva ha sido rebajada a la etapa de la objetiva. Entre el deudor, que niega desvergonzadamente el préstamo que se le ha hecho, y el heredero que lo hace de buena fe, entre el mandatario, que me ha engañado, y el que lo hace sólo por equivocación, en una palabra, entre la ofensa intencional frívola del derecho y el desconocimiento o la equivocación, nuestro derecho actual no conoce ninguna diferencia -es en todas partes el interés pecuniario desnudo en torno al cual gira el litigio. Que la balanza de Temis también en el derecho privado, lo mismo que en el derecho penal, debe pesar la injusticia, no sólo el dinero, es un pensamiento que está tan lejos de nuestro actual modo de representación jurídica, que yo, si me atrevo a expresarlo, tengo que imaginar la objeción: justamente en ello consiste la diferencia entre el derecho penal y el derecho privado. ¿Para el actual derecho? Sí; agrego, ¡por desgracia! ¿Por el derecho en sí? ¡No! Pues se me debe probar todavía que hay algún dominio del derecho en el que la idea de la justicia no se puede realizar en su plena magnitud, pero la idea de la justicia es inseparable de la realización del punto de vista de la culpabilidad.

El segundo de los extravíos arriba mencionados, de la jurisprudencia moderna, que se han vuelto verdaderamente funestos, consiste en la teoría de las pruebas establecidas por ella (3). Se quisiera creer que la misma sólo ha sido ideada con el propósito de malograr el derecho. Si todos los deudores del mundo se hubiesen conjurado para privar a los acreedores de su derecho, no habrían podido hallar medio más eficaz para ese objeto que el que halló nuestra jurisprudencia con aquella teoría de las pruebas. Ningún matemático puede presentar un método más exacto de la prueba que la que aplica nuestra jurisprudencia. El punto culminante de la irracionalidad la alcanza en el proceso por daños y perjuicios y en las demandas de intereses. El espantoso desorden que se practica bajo la apariencia del derecho con el derecho mismo, para usar el giro de un jurista romano (4), y el contraste benéfico que constituye en ello el modo racional de los tribunales franceses, ha sido descripto de manera tan drástica en varios escritos modernos que puedo ahorrarme toda palabra ulterior: sólo una cosa no puedo reprimir: ¡Ay, en tal litigio, del acusador, dichoso el acusado!

Resumiendo todo lo que he dicho hasta aquí, quisiera caracterizar esta última exclamación como la consigna de nuestra moderna jurisprudencia y práctica. Ha avanzado firmemente por el camino que había tomado Justiniano; el deudor, no el acreedor, es el que merece su simpatia: es preferible causar injusticia notoria a cien acreedores antes que tratar severamente a un deudor.

Un inexperto apenas creería que esta ilegalidad parcial, a la que debemos la teoría opuesta de los civilistas y procesalistas, habría sido capaz de un aumento, y sin embargo, es ella misma superada todavía por un extravío de anteriores criminalistas, que se puede calificar justamente como un atentado contra la idea del derecho y como la violación más horrible contra el sentimiento jurídico que haya sido cometida jamás por parte de la ciencia. Me refiero a la descomposición vergonzosa del derecho de legítima defensa, aquella injusticia del hombre que, como dice Cicerón, es una ley congénita de la naturaleza humana, y de la cual los juristas romanos eran bastante ingenuos para creer que no se podía negar en ningún derecho del mundo (Vim vi repellere omnes leges omniaque jura permittunt). ¡En los últimos siglos y hasta todavía en nuestro siglo habrían podido persuadirse de lo contrario! Ciertamente en principio reconocían los ilustrados señores ese derecho, pero animados por la misma simpatía por los criminales, como los civilistas y procesalistas por los deudores, trataron de limitarla y de recortarla en el ejercicio de una manera que en la mayoría de los casos el criminal era protegido, el atacado desprovisto de defensa. ¡Qué abismo de degradación de la personalidad, de indignidad humana, de total degeneración y de embotamiento del simple y sano sentimiento del derecho se abre, cuando se cae en la literatura en esa doctrina! (5) -se podría creer que se encuentra uno en una sociedad de eunucos morales. El hombre a quien amenaza un peligro o un agravio de su honor, debe retirarse, huir (6); es pues deber del derecho dejar el campo libre a la injusticia; sólo al respecto estaban los sabios en desacuerdo, si también lo militares, los nobles y las personas de las clases superiores debían huir (7) -un pobre soldado que, obedeciendo a esa indicación, se retiró dos veces, pero que a la tercera vez, perseguido por su enemigo, se defendió y lo mató, era para sí mismo una lección saludable, pero para otro un ejemplo intimidatorio y fue condenado a muerte.

A las gentes de los altos estamentos o de elevado nacimiento como también a los militares se les permitirá en defensa de su honor una legítima defensa (8), pero, agrega otro inmediatamente restringiendo, en la simple injuria verbal no deben llegar a dar muerte al adversario. A otras personas en cambio e incluso a los funcionarios del Estado no se les puede reconocer el mismo derecho; a los empleados de la justicia civil se les dice que como simples hombres de la ley con todas sus exigencias deben ser sometidos al contenido de las leyes del país y no pueden tener ninguna pretensión más. Pero peor parados resultan los comerciantes. Los comerciantes, incluso los más ricos -se dice-, no constituyen ninguna excepción, su honor es su crédito, tienen honor sólo en tanto que tienen dinero, pueden soportar tranquilamente, sin peligro de perder su honor o su reputación, que se les apliquen nombres injuriosos, y si pertenecen a las clases inferiores recibir una bofetada poco dolorosa. Si el desdichado es un campesino vulgar o judío, estará sujeto a la pena ordinaria de la defensa personal prohibida a causa de la violación de este precepto; mientras otras personas sólo serán castigadas en lo posible benignamente.

Singularmente aleccionador es el modo como se trata de excluir la legítima defensa para los fines de la afirmación de la propiedad. La propiedad, opinaban unos, es justamente como el honor un bien reemplazable, aquélla es garantizada por la reivindicatio, éste por la actio injuriarum. ¿Pero cómo, si los bandidos han huído con la cosa, y no se sabe quiénes son y dónde están? La respuesta tranquilizadora dice: El propietario tiene de jure siempre la reivindicatio, y es sólo la consecuencia de circunstancias casuales, del todo independientes de la naturaleza del derecho de propiedad mismo, si en casos individuales la demanda no conduce al fin (9). Con ello puede consolarse aquél que entrega sin resistencia toda su fortuna y que lleva consigo en documentos de valor; conserva siempre el derecho de propiedad y la reivindicatio, ¡el bandido no tiene más que la posesión de hecho! Esto recuerda al robado que se consolaba diciendo que el ladrón no tenía en sus manos la indicación para el uso. Otros permiten, en el caso en que se trata de un valor muy importante, aunque forzados, el empleo de la violencia, pero imponen al atacado el deber de reflexionar exactamente a pesar de la más alta emoción cuanta fuerza es necesaria para rechazar el ataque -si rompe la cabeza del atacante de modo inútil, donde habría tenido que investigar antes exactamente la fortaleza del cráneo y habría podido ejercitarse convenientemente en los golpes exactos, y por un golpe menos violento habría podido inutilizarlo, tendrá que responder de su acción. Se imaginan la situación del atacado algo así como la de Odiseo, que se prepara para el duelo con Iros (Odisea, XVIII, 90 y sigts.):

Entonces reflexionó el paciente Odiseo:

Si le pegaría con fuerza, para que quedase en seguida inanimado;

O si le pegaría suavemente y sólo lo derribase al suelo.

Este pensamiento le pareció al que dudaba finalmente el mejor.

En objetos menos valiosos, en cambio, por ejemplo, un reloj de oro o una bolsa con algunos gulden o también algunos cientos de gulden, el amenazado no debe causar ningún mal en el cuerpo del adversarío. ¿Pues qué es un reloj frente al cuerpo, la vida y los miembros sanos? Es un bien perfectamente reemplazable, éstos un bien completamente irreemplazables. ¡Una verdad irrebatible! -en la que sólo es pasada por alto la pequeñez que el reloj pertenece al atacado, los miembros al ladrón, que éstos tienen para él un alto valor, pero para aquél ninguno, e incluso en relación con la reposición del todo indiscutible del reloj la pregunta: ¿quién lo repone? ¿El juez tal vez que hace esa indicación?

¡Pero basta de tontería y de perversión sabias! ¡Qué profunda vergüenza tiene que suscitar en nosotros el percibir cómo aquella simple idea del sano sentimiento jurídico que en todo derecho, aunque el objeto sea tan sólo un reloj, es atacada la persona misma con todo su derecho y aparece agraviada toda su personalidad, la ciencia abdicó de una manera que pudo elevarse a deber jurídico el abandono del propio derecho, la fuga cobarde ante la injusticia! ¿Puede maravillar si en un tiempo en que pueden atreverse a salir a la luz del día en la ciencia tales opiniones, el espíritu de la cobardía y la tolerancia apática de la injusticia determinó también la historia de la nación? Felices de nosotros que hemos experimentado que el tiempo ha cambiado; tales opiniones se han vuelto ahora imposibles, sólo pudieron prosperar en el pantano de una vida nacional política y jurídicamente igualmente corrompida.

En la teoría de la cobardía que se acaba de desarrollar, en el deber del abandono del derecho amenazado he tocado la antítesis científica más extrema de la opinión por mí defendida, que eleva en cambio a deber la lucha por el derecho. No tan bajo, pero siempre bastante bajo con respecto a la altura del sano sentimiento del derecho, está el nivel de la opinión de un nuevo filósofo, Herbart, sobre la última razón del derecho. Lo ve en, no se puede decir de otro modo, un motivo estético: el desagrado de la lucha. No es éste el lugar para exponer la completa inconsistencia de esta manera de ver, pero me encuentro en la situación feliz de referirme a las manifestaciones de un amigo (10). Si estuviese justificado el punto de vista estético en la dignificación del derecho, no sabría si la belleza estética en el derecho debería colocarse de modo que excluyese la lucha, o más bien justamente en el hecho que entraña la lucha. El que encuentra fea la lucha como tal estéticamente, en lo cual es dejado de lado la justificación ética de la misma, tiene que romper con toda la literatura y el arte desde la Ilíada de Hornero y los trabajos escultóricos de los griegos hasta nuestra época actual, pues apenas hay una materia que haya conservado para ellos una fuerza de atracción tan alta como la lucha en todas sus diversas formas, y hay que buscar aún el espectáculo de la suprema tensión de la fuerza humana, que el arte plástico y el arte poético han magnificado, en lugar del sentimiento de la satisfacción estética que inspiró el desagrado estético. El mayor problema y el más eficaz para el arte y la literatura es siempre la manifestación del hombre en favor de la idea, se llame la idea derecho, patria, fe, verdad. Pero esta manifestación es siempre una lucha.

Pero no la estética, sino la ética tiene que dar información al respecto sobre lo que corresponde o contradice la esencia del derecho. Pero la ética, lejos de rechazar la lucha por el derecho, la señala a los individuos y a los pueblos allí donde rigen las condiciones desarrolladas por mí en este escrito, como un deber. El elemento de la lucha, que Herbart quiere separar del concepto de derecho, es el más primigenio, inherente eternamente en él -la lucha es el trabajo eterno del derecho. Sin lucha no hay derecho, como sin trabajo no hay propiedad. La norma: Comerás el pan con el sudor de tu frente, está con la misma verdad frente a la otra: En la lucha hallarás tu derecho. Desde el momento en que el derecho abandona su disposición combativa, se sacrifica a sí mismo -también para el derecho vale la sentencia del poeta:

Esta es la última conclusión de la sabiduría:

Sólo merece la libertad y la vida,

El que tiene que conquistarlas diariamente.



Notas

(1) Citado por mí en un ensayo de mis Jahrbüchern, vol. 18, n. 1. Era el mismo modo en que el buen tacto de los tribunales franceses aplican la pena pecuniaria, en contraposición ventajosa con la manera completamente opuesta en que esto ocurre en los tribunales alemanes.

(2) Recuérdese que hablo del actual derecho romano. Si acentúo esto en el pasaje presente todavía de modo especial lo hago porque se me ha hecho por un sector el reproche que habría olvidado en la exposición anterior en el texto el código penal alemán, págs. 246, 266. Si quisiera someter a una crítica el actual derecho romano, el hombre lo habría olvidado ya cinco páginas más adelante.

(3) Recuérdese que la siguiente manifestación se refiere a nuestro proceso de derecho común, que en la época en que apareció este escrito (1872) existía aún, y del cual nos ha liberado tan sólo la ley de proceso civil para el Reich alemán (en vigor desde el 1° de octubre de 1879).

(4) Paulus en 1,91, 3 de V.O. (45,1) ... In quo genere plerumque sub autoritate juris scientiae perniciose erratur, el jurista tenía aquí otro extraavío en vista.

(5) Se encuentra resumida en el escrito de K. Levita, Das recht der nothwehr, 1856 pág. 158 y sigts.

(6) Levita, en otro lugar pág. 237.

(7) Id., id., pág. 240.

(8) Id., id., págs. 205 y 206.

(9) Id., id., pág. 210.

(10) Jul. Gläser, Gesanmelte kleinere schrifren über strafrecht, civil-und strafprocess. Wien, 1868, vol. I, pág. 202 y sigts.


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