Índice de Las leyes de CicerónPresentación de Chantal López y Omar CortésLibro siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO



Indice

Capítulo I.

Capítulo II.

Capítulo III.

Capítulo IV.

Capítulo V..

Capítulo VI.

Capítulo VII.

Capítulo VIII.

Capítulo IX.

Capítulo X.

Capíyulo XI.

Capítulo XI.

Capítulo XII.

Capítulo XIII:

Capítulo XIV.

Capítulo XV.

Capítulo XVI.

Capítulo XVII.

Capítulo XVIII.

Capítulo XIX.

Capítulo XX.

Capítulo XXI.

Capítulo XXII.

Capítulo XXIII.




I

Atico.- Ciertamente, se reconoce aquel bosque y aquella encina de Arpino, frecuentemente leídos por mí en el Mario (1). Si aquella encina permanece; esto es, en verdad, porque es muy vieja.

Quinto.- Permanece, verdaderamente, Atico nuestro, y siempre permanecerá; porque fue plantada por el ingenio, y por el cultivo de ningún agricultor puede ser sembrado un árbol tan duradero como por el verso de un poeta.

Atico.- ¿De qué modo, en fin, Quinto? y ¿qué es eso que siembran los poetas? Porque me pareces, alabando a tu hermano, darte tu voto (2).

Quinto.- Sea así enhorabuena. SIn embargo, mientras hablen las letras latinas, no faltará a este lugar una encina que sea dicha de Mario, y ella, como afirma Scévola (3) del Mario de mi hermano, encanecerá por siglos innumerables.

Si no es que por casualidad ha podido tu Atenas tener en la ciudadela su olivo sempiterno (4), o, porque el Ulises de Homero dijo haber visto él en Delos una palma grande y flexible (5), muestran hoy la misma; y muchas otras cosas permanecen por conmemoración en muchos lugares por más tiempo que pudieron estar por naturaleza. Por lo cual, aquella encina glandífera, de la que en otro tiempo echó a volar, la dorada mensajera de Júpiter, vista con admirable figura.

Ahora sea ésta; pero cuando la tempestad o la vetustez la haya consumido, habrá, con todo, en estos lugares una encina a la cual llamen encina de Mario.

Atico.- No lo dudo, ciertamente; pero, no ya de ti, Quinto, sino del poeta mismo; quiero saber esto: si hayan plantado tus versos esa encina, o hayas aprendido el hecho de Mario; tal como escribes.

Marco.- Te responderé, en verdad; pero no antes que me hayas respondido tú mismo, Atico, si, ciertamente, no lejos de tu casa, paseando Rómulo, después de su muerte, dijere a Julio Próculo que él era un dios, y que se llamaba Quirino, y mandare que en aquel lugar le fuera dedicado un templo (6); y en Atenas, no Iejos asimismo de aquella antigua casa tuya, arrebatare a Oritia el Aquilón (7); porqué así se ha transmitido.

Atico.- ¿Para qué, en fin, y por qué preguntas esas cosas?

Marco.- Para nada, ciertamente, sino para que no inquieras demasiado díligentemente en aquellas cosas que de ese modo hayan sido entregadas a la memoria.

Atico.- Pero muchas cosas que hay en el Mario son indagadas si sean fingidas o verdaderas; y por algunos se pide de ti aun severidad, porque debe exigirse, ya en una memoria reciente, ya en un hombre de Arpino.

Marco.- Y yo deseo ¡por Hércules! no ser reputado yo mentiroso; pero, sin embargo, Tito, lo hacen imperitamente esos algunos que exijan en ese ensayo la verdad, no como de un poeta, sino como de un testigo. Y no dudo que no reputen ellos mismos, ya que Numa tuvo coloquios con Egeria, ya que fue puesto un bonete a Tarquinio por un águila.

Quinto.- Entiendo, hermano, reputar tú que unas leyes han de ser observadas en una historia, otras en un poema.

Marco.- Si, como quiera que en aquélla se refieran á la verdad cada una de las cosas, en éste a la delectación la mayor parte. Aunque tanto en Herodoto, el padre de la historia, como en Teopompo, hay innumerables fábulas.


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Notas

(1) Arpino (Arpinum), en el Lacio, fue patria de Cicerón, y en una aldea inmediata, Cereate, nació Mario. En honor de éste escribió aquél en eu primera juventud un poema del que nos quedan unos pocos versos, en los cuales se encuentra precisamente el pasaje en que Mario, desterrado, pasando por el bosque de Arpino, ve que un águila remonta el vuelo desde una encina, llevando una serpiente en las garras, a la que destroza a picotazos, arrojándola a tierra ensangrentada, y, ante aquel espectáculo, cobra Marío nuevos ánimos.

(2) Esto es, alabarte a ti mismo, porque Quinto era también poeta.

(3) No se sabe si el augur o el pontifice, pero es lo más probable que se trate del primero.

(4) El que, según la tradición, había hecho surgir Atena, cuando se verificó el certamen en que, para merecer el honor de dar su nombre a la ciudad, ella y Neptuno procuraron ofrecer la cosa más útil, dando éste como tal el caballo.

(5) Aquella bajo la cual Latona había dado a luz a Diana y a Apolo.

(6) En el Quirinal, nombre derivado de Quirino, y donde se habia verificado la aparición y edificado el templo, estaba situada la casa Panfiliana, que habitaba Atico.

(7) Según la leyenda, Aquilón ó Bóreas (el viento del Norte) arrebató a Oritia, hija del rey de Atenas Erecteo, junto al río Iliso o al monte Areópago.




II

Atico.- Tengo la ocasión que deseaba, y no la dejo.

Marco.- ¿Cuál, en fin, Tito?

Atico.- Se pide de ti ya hace tiempo, o se exige más bíen, una historia. Porque piensan así, que, tratándola tú, puede efectuarse que en nada cedamos a la Grecia aun en este género. Y para que oigas que sienta yo mismo, no sólo me parece deber este presente a los estudios de aquellos que se deleitan con las letras, sino también a la patria, para que ella, que ha sido salvada por ti, haya sido adornada por ti mismo. Porque falta la historia a nuestras letras, según entiendo yo mismo tanto como oigo de ti con mucha frecuencia. Y, ciertamente, puedes tú satisfacer en ella, tanto más cuanto que, según suele, en verdad, parecerte, es esa una obra grandemente oratoria. Causa por la cual, comienza, te rogamos, y consume tiempo para esta faena, que ha sido hasta aquí o ignorada o abandonada por nuestros hombres. Porque después de los anales de los pontífices máximos, más agradable (1) que los cuales nada puede ser, como vengas o a Fabio (2), o a aquel que para ti siempre está en la boca, a Catón (3), o a Pisón (4), o a Fanio (5), o a Venonio (6), aunque de ellos uno tiene más de fuerzas que otro, sin embargo, ¿qué tan flojo como todos esos? Y Antipater (7), conjunto de Fanio por la edad, sopló un poco más vehementemente, y tuvo él, ciertamente, unas fuerzas agrestes y hórridas, sin brillo ni escuela; pero, con todo, pudo advertir a los restantes, para que escribieran más cuidadosamente. Pero he aquí que sucedieron a éste los Gelios (8), Clodio (9), Aselión (10), que en nada imitaron a Celio, sino más bien la languidez e insipiencia de los antiguos. En efecto, ¿por qué he de contar a Macro? (11) la locuacidad del cual tiene algo de argucias, no ello, sin embargo, de las de aquella erudita abundancia de los griegos, sino de las de librerillos latinos; y, en los discursos, prolijo e inconveniente hasta una extrema impertinencia. Sisena (12), amigo de él, ha superado fácilmente a todos nuestros escritores hasta aquí, si no es acaso los que todavía no han editado, de los cuales no podemos juzgar. Y no ha sido tenido él, sin embargo, nunca como orador en vuestro número; y en historia busca una cosa pueril; puesto que parezca haber leído de los griegos al solo Clitarco (13), y no a ninguno además; querer imitar, en fin, solamente a él; si pudiera alcanzar al cual, estaría lejos, con todo, algún tanto de lo mejor. Por lo cual, es oficio tuyo; eso se espera de ti; si no es que a Quinto parece algo de otra manera.


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Notas

(1) Este calificativo puesto en boca de Atico parece ser irónico, pues los anales de los pontifices, si notables por su exactitud, eran, como nuestros antiguos cronicones, de una forma descarnada y seca.

(2 Quinto Fabio Píctor, del tiempo de la segunda guerra púnica, escribió en griego unos Anales de la historia romana, que íban desde la llegada de Eneas a Italia hasta la época del autor, y de los que no quedan sino escasos fragmentos.

(3) Marco Porcio Catón, llamado el Censor y el Viejo (234-149), para distinguirlo de su biznieto del mismo nombre, apellidado de Útica o el Joven, escribió como historiador un tratado acerca de Los origenes romanos, que completamente se ha perdido.

(4) Lucio Calpurnio Pisón; llamado Frugi (hombre de bien), fue contempóraneo y enemigo de los Gracos.

(5) Cayo Fanio, yerno de Lelio, es uno de los interlocutores de La República y de La Amistad.

(6) De este historiador no se conoce mas que el nombre.

(7) Celio Antipater, contemporáneo de los Gracos, escribíó una historia de la segurida guerra púnica, de la que quedan algunos fragmentos.

(8) Sexto y Cueo Gelio, citados por Cicerón y Dionisio de Halicarnaso como analistas dignos de escaso crédito.

(9) Clodio Licinio, elogiado por Tito Livio, vivió en la primera mitad del siglo II.

(10) Estuvo con Scipión como tribuno militar en el sitio de Numancia, y escribió una especie de memorias.

(11) Cayo Licinio Macer. Acusado de concusión. se dió muerte en el año 66.

(12) Lucio Cornelio Sisena. Compuso una historia en que narraba de un modo particular la guerra social y la de Slla. Fue amigo de Varrón, de Cicerón y de Atico, y rival, en el foro, de Hortensio y de Sulpicio, a los que no pudo igualar.

(13) Fue uno de los historiógrafos que acompañaron a Alejandro en su expedición al Asia, y escribió la relación de la misma.




III

Quinto.- A mí nada, en verdad; y frecuentemente hemos hablado juntos de eso. Pero hay entre nosotros una pequeña dísensión.

Atico.- ¿Cuál, en fin?

Quinto.- De qué tiempos tome el principio de escribir. Porque yo opino que de los más apartados, ya que aquellas cosas han sido escritas de tal modo, que no se lean, ciertamente; pero él mismo pretende una memoria contemporánea de su edad, para que abrace aquellas cosas en las cuales ha intervenido él mismo.

Atico.- Yo, verdaderamente, a esto más bien asiento. Porque hay las cosas más grandes en esta memoria y edad nuestra. Y, además, ilustrará las glorias de un hombre muy amigo, de Cn. Pompeyo; incurrirá también en aquel mismo memorable año suyo (1); mas quiero que sean contadas por éste las cuales cosas que como dicen de Remo y Rómulo.

Marco.- Entiendo, ciertamente, que se pretende de mí esa labor ya hace tiempo, Atico; la cual no rehusaría si me fuera concedido algún tiempo vacuo y libre. Porque ni con la actividad ocupada, ni con el ánimo impedido, puede ser emprendida una cosa de tanta importancia. Es necesaria una y otra cosa, estar vacante, tanto de cuidado como de negocio.

Atico.- ¿Qué? para las demás cosas (que has escrito más numerosas que ninguno de los nuestros) ¿qué tiempo vacuo, en fin, te ha sido concedido?

Marco.- Vienen algunos espacios de sobra, los cuales yo no dejo perder, para que, como hayan sido dados algunos días para estar en el campo, se acomoden al número de ellos las cosas que escribimos. Pero la historia, ni puede emprenderse sin ocio preparado, ni acabarse en tiempo exiguo; y yo suelo estar suspenso de ánimo cuando transfiero a otra ocasión lo que una vez he empezado, y no enlazo tan fácilmente las cosas interrumpidas como termino las comenzadas.

Atico.- Ese discurso pide, sin duda, alguna legación o alguna dejación libre y ociosa de esa índole.

Marco.- Yo, verdaderamente, me confiaba más bien a la vacación de la edad (2), principalmente cuando no rehusaría en modo alguno que, sentado en mi solio a usanza patria, respondiese a los consultantes, y cumpliera con la función grata y honesta de una vejez no inerte. Así, ciertamente, me sería lícito dar cuanto de obra quisiera, tanto a esa labor que deseas, como a muchas más fértiles y mayores.


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Notas

(1) El 63, en que, siendo Cónsul, descubrió y desbarató la conjuración de Catilina.

(2 El servicio militar dejaba de ser obligatorio a los cincuenta años y a los sesenta la asistencia a las sesiones del Senado.




IV

Atico.- Pues temo no sea que nadie reconozca esa causa; y siempre haya necesidad de hablar para ti; y más por esto, porque te has mudado tú mismo, y has instituído otro género de hablar; puesto que, al modo que Roscio (1), tu familiar, había bajado en la vejez las medidas en el canto, y había hecho más tardas a las flautas mismas, así tú disminuyes cotidianamente algo de los sumos esfuerzos de que solías usar, para que un discurso tuyo no diste ya mucho de la lenidad de los filósofos. Como parezca poder sostener lo cual aun una suma vejez, ninguna vacación veo que se te dé de las causas.

Quinto.- Pues ¡por Hércules! yo pensaba que ello podía ser aprobado por nuestro pueblo, si te hubieras dado a responder el derecho. Causa por la cual creo que hay para ti necesidad, cuando te plazca, de hacer experiencia.

Marco.- Eso, si, ciertamente, Quinto, ningún peligro hubiera en hacer experiencia. Pero temo no aumente la labor cuando quiera disminuirla, y a aquella obra de las causas, a la cual yo nunca accedo sino preparado y meditado, se junte esta interpretación del derecho, la cual no sería tan molesta para mí por la labor, sino porque apartaría el pensamiento de hablar, sin el cual nunca me he atrevido a acceder a ninguna causa mayor.

Atico.- ¿Por qué no nos explicas, pues, esas mismas cosas en estos espacios, como dices, de sobra, y escribes acerca del derecho civil más sutilmente que los demás? Porque me acuerdo que desde el primer tiempo de tu edad te aplicabas al derecho, cuando yo mismo iba también con frecuencia a casa de Scévola, y nunca me has parecido haberte dado de tal modo a hablar, que desdeñases el derecho civil.

Marco.- Me llamas a un largo discurso, Atico; el cual, sin embargo, emprenderé, si no es que Quinto quiere más que hagamos nosotros alguna otra cosa; y, puesto que estamos vacantes, hablaré.

Quinto.- Yo oiré verdaderamente con gusto. Porque ¿qué he de hacer más bien? y ¿en qué mejor he de consumir este día?

Marco.- ¿Por qué no proseguimos, pues, en aquellos paseos y asientos nuestros? donde, cuando se hubiere paseado bastante, descansaremos. Y no faltará, ciertamente, delectación a nosotros, que inquiriremos de una cosa otra.

Atico.- Vayamos, en verdad; y, ciertamente, place ir así por aquí, por la orilla y la sombra ... Pero empieza ya a explicar, te ruego, qué sientes acerca del derecho civil.

Marco.- ¿Yo? que ha habido en nuestra ciudad sumos varones que han solido interpretarlo al pueblo y andar respondiendo; pero que ellos, habiendo prometido grandes cosas, se han empleado en cosas pequeñas. Porque ¿qué hay tan importante como el derecho de la ciudad? y ¿qué tan exiguo como es este oficio de aquellos que son consultados, aunque es necesario al pueblo? Y no estimo, verdaderamente, que aquellos que se han dedIcado a este oficio han sido desconocedores del derecho universal; pero en tanto han profesado ese que llaman civil en cuanto han querido proteger al pueblo (2). Pero aquél es desconocido, y menos necesario en el uso. Causa por la cual, ¿a dónde me llamas? y ¿a qué me exhortas? ¿a que confeccione libritos acerca del derecho de goteras y de paredes? (3) ¿o a que componga fórmulas de estipulaciones y de juicios? (4) las cuales cosas, de una parte, han sido escritas diligentemente por muchos, de otra, son más humildes que aquellas que reputo son esperadas por vosotros.


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Notas

(1) Quinto Roscio, comediante famoso, que dió lecciones de accionado oratorio a Cicerón, el cual le defendió una vez en el foro

(2) El derecho civil, denominación con que hoy se designa el derecho privado, es, con arreglo a la etimología de la palabra (jus civile, jus civitatis), el derecho propio de una ciudad, de un estado; asi lo entendían los romanos, que lo distinguían del derecho natural (jus naturale), expresivo de los principios eternos de justicia más fundamentales, y del derecho de gentes (jus gentium), por el que se regulaban las relaciones en que intervenían quienes no eran romanos.

(3) Se referia el primero a recibir o no recibir una finca urbana el agua que caía del tejado de la del vecino, y el segundo a apoyar o no vigas en los muros medianeros, levantar o no los que quitasen visitas, y las demás cuestiones relativas á la contigüidad o comunidad de los mismos; todo lo cual era ocasión de frecuentes litigios.

(4) El carácter ritualista del pueblo romano se manifestaba en todos sus actos. De la propia manera que una ceremonia religiosa se invalidaba si se omitia o alteraba en su celebración el más mínimo detalle de los muchisimos que para ella estaban prescritos, así también para las estipulaciones y los juicios estaban taxativamente determinadas las palabras que habían de emplearse, siendo nulo cuanto no se ajustaba estrictamente a lo prevenido. De aquí que esto se considerase como objeto más propio del estudio de los abogados que no el fondo mismo de las cuestiones jurídIcas.




V

Atico.- Pues si has de querer saber qué espere yo, ya que se ha escrito por ti acerca del mejor estado de una República, parece ser consiguiente que escribas tú mismo acerca de las leyes. Porque así veo haber hecho aquel tu Platón, a quien tú admiras, a quien antepones a todos, a quien máximamente estimas.

Marco.- ¿Quieres, pues, que, como él, al modo que describe, disputa con el cretense Crinias y con el lacedemonio Megilo, en un día estival, en los cipresales de Cnosos, y en los paseos silvestres, frecuentemente parándose, algunas veces descansando, acerca de las instituciones de las Repúblicas y de las mejores leyes, así nosotros, entre estos altísimos álamos, paseando por la verde y sombría orilla, y, después, sentándonos, inquiramos acerca de esas mismas cosas algo más copiosamente que pide el uso forense?

Atico.- Esas cosas deseo yo oir, en verdad.

Marco.- ¿Qué dice Quinto?

Quinto.- Acerca de ninguna cosa deseo más oir.

Marco .- Y rectamente, por cierto. Porque tened entendido así, que en ningún género de disputar se hace patente más con decoro lo que haya sido atribuído al hombre por la naturaleza; cuánta abundancia de cosas óptimas contenga la mente humana; por causa de cultivar y efectuar qué oficio hayamos nacido y sido sacados a la luz; cuál sea la unión de los hombres, y cuál la sociedad natural entre los mismos. Porque, explicadas estas cosas, puede hallarse la fuente de las leyes y del derecho.

Atico.- Reputas, pues, que la ciencia del derecho ha de ser bebida, no en el edicto del pretor, como los más ahora, ni en las Doce Tablas, como los antepasados, sino enteramente en lo íntimo de la filosofía.

Marco.- No inquirimos, ciertamente, Pomponio, en este discurso, esto, de qué modo nos guardemos en derecho, o qué respondamos acerca de cada consulta. Que sea esa, como es, una cosa importante; la cual, sostenida en algún tiempo por muchos claros varones, sostiénese ahora por uno solo con suma autoridad y ciencia (1); pero, para nosotros, en esta disputación, ha de ser abrazada toda la causa del derecho universal y de las leyes, de tal modo, que éste, que decimos civil, sea encerrado en un pequeño y angosto lugar de la naturaleza. Porque, para nosotros, ha de ser explicada la naturaleza del derecho, y ella ha de ser sacada de la naturaleza del hombre; han de ser consideradas las leyes por las que las ciudades deban ser regidas; después, han de ser tratados esos derechos y mandatos de los pueblos, que han sido compuestos y escritos, entre los cuales no estarán ocultos, ciertamente, los de nuestro pueblo, que se llaman derechos civiles.


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Notas

(1) Creése que Cicerón se refiere a Servio Sulpicio Rufo (105-43), que fue rival de Hortensio y de él mIsmo, y que en la epoca en que se escribió este diálogo estaba en el apogeo de su fama.




VI

Quinto.- Altamente, en verdad, y, como conviene, del punto capital, hermano, vas a buscar lo que inquirimos; y los que de otro modo enseñan el derecho civil, enseñan las vías, no tanto de la justicia como del litigar.

Marco.- No es así, Quinto, y más bien es la litigiosa la ignorancia del derecho que la ciencia. Pero estas cosas vendrán más tarde; veamos ahora los principios del derecho.

Pues ha placido a doctísimos varones partir de la ley; no sé si rectamente, si, con todo, según ellos mismos definen, la ley es la suma razón, ingerida en la naturaleza, que manda aquellas cosas que han de ser hechas, y prohibe las contrarias. Aquella misma razón, cuando ha sido confirmada y confeccIonada en la mente del hombre, es la ley. Y, así, estiman que la prudencia es una ley, de la cual sea aquella la fuerza para que mande obrar rectamente y vede delinquir; y reputan ellos que esa cosa ha sido llamada, con su nombre griego, de atribuir a cada cual lo suyo; yo que, con el nuestro, de escoger (1). En efecto, como ellos la de la equidad, así nosotros ponemos en la ley la fuerza de la elección; y, al fin, una y otra cosa es propia de la ley. Si lo cual es dicho rectamente, tal como a mi ciertamente suele parecerme las más veces, de la ley ha de ser traído el principio del derecho. Porque ella es la fuerza de la naturaleza; ella la mente y la razón del prudente; ella la regla del derecho y de la injuria. Pero puesto que todo nuestro discurso versa sobre una materia perteneciente al pueblo, será necesario hablar algunas veces a la manera del pueblo, y llamar, como el vulgo, ley a aquella que sanciona por escrito (2) lo que quiere, bien mandando, bien prohibiendo. Pero tomemos el principio de constituir el derecho de aquella ley suma que nació para todos los siglos antes que ley escrita alguna y que ciudad constituída enteramente.

Quinto.- Verdaderamente, es lo más cómodo y lo más sabio para el método del discurso empezado.

Marco.- ¿Quieres, pues, que vayamos a buscar el origen del derecho mismo desde su fuente? hallado el cual, no habrá duda adónde hayan de ser referidas estas cosas que inquirimos.

Quinto.- Así creo yo en verdad que debe hacerse.

Atico.- Adscríbeme también a la opinión de tu hermano.

Marco.- Pues toda vez que para nosotros hay necesidad de tener y conservar el estado de aquella República que Scipión, en aquellos seis libros (3), enseñó ser la mejor, y todas las leyes deben ser acomodadas a aquel género de ciudad, y las costumbres han de ser sembradas, y no todas las cosas sancionadas en escritos, iré á buscar la raiz del derecho en la naturaleza, siendo guía la cual hay para nosotros necesidad de que sea explicada toda disputación.

Atico.- Rectísimamente; y en modo alguno puede, por cierto, errarse con esa guía.


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Notas

(1) La palabra griega equivalente a ley es nomos, derivada de nomo, atribuir. La palabra latina lex está formada de la raríz leg (lex = lecs, de leg-s), la cual expresa tanto la idea de elegir como la de leer; pero mientras Cicerón cree que es la primera la que se encuentra en el fondo de la palabra, los fllólogos modernos opinan que es la segunda, y que, por tanto, lex es cosa que se lee, esto es, precepto fijado por medio de la escritura; en oposición a mos (costumbre),que es el precepto que no ha sido escrito. Es digno de notarse que en las lenguas semiticas, ley es lo mismo que escritura.

(2) Aquí recoge Cicerón la idea corrieute en su tiempo de que la ley es lo escrito, lo que se puede leer. De los dos términos de que consta la definición de ley según esta etimologia, género próximo (precepto) y última diferencia (escrito), eliminándose el segundo, se ha venido a convertir la palabra ley en sinónima de precepto. Cicerón, en vez de seguir ese camino para llegar al cambio de acepción, couserva la última diferencia, que es lo expresado en el vocablo mismo, pero hace cambiar la acepción etimológica de éste, tratando de relacionar, algo violentamente, la que prefiere, con el concepto de la ley en general considerada como precepto.

(3) Los seis de que consta el tratado de La República del mismo Cicerón, escrito en forma de diálogo, del que Scipión Emiliano es el principal interlocutor.




VII

Marco.- ¿Nos concedes, pues, Pomponio (porque conozco la opinión de Quinto), esto, que toda la naturaleza está regida por la fuerza, la naturaleza, la razón, la potestad, la mente, el numen, a otra palabra que haya con que signifique más claramente lo que quiero, de los dioses inmortales? porque si no apruebas esto, hay para nosotros necesIdad prIncIpalmente de que la cuestión sea empezada por ello.

Atico.- Lo concedo en hora buena, si lo pretendes; porque, a causa de este concierto de las aves y estrépito de los ríos, no temo no me oiga alguno de mis condiscípulos (1).

Marco.- Pues hay que precaverse; porque suelen, lo cual es propio de varones buenos, irritarse mucho; y no han de tolerar, verdaderamente, que tú hayas traicionado el primer capítulo del óptimo libro, en el cual escribió el maestro que de nada se cuida un dios, ni suyo ni ajeno (2).

Atico.- Prosigue, te ruego; porque quiero saber a qué sea pertinente lo que te he concedido.

Marco.- No lo haré más tarde, porque es pertinente aquí. Este animal próvido, sagaz, múltiple, agudo, dotado de memoria, lleno de razón y de consejo, que llamamos hombre, ha sido engendrado por el Dios supremo en una preclara condición. Porque, de tantos géneros y naturalezas de animales, es él solo partícipe de la razón y del pensamiento, cuando los demás están todos privados. Y ¿qué hay, no diré en el hombre, pero en todo el cielo y la tierra, más divino que la razón? la cual, cuando ha crecido y se ha perfeccionado, se llama rectamente sabiduría. Hay, pues, toda vez que nada hay mejor que la razón, y ella existe tanto en el hombre como en Dios, una primera sociedad de razón para el hombre con Dios. Y entre los que es común la razón, entre esos mismos lo es también la recta razón. Como sea la cual la ley, los hombres hemos de ser reputados consociados también por la ley con los dioses. Además, entre los que hay comunidad de ley, entre ellos hay comunidad de derecho. Y aquellos para quienes hay entre ellos estas cosas comunes, deben ser tenidos también por de la misma ciudad. Si, verdaderamente, obedecen a los mismos imperios y potestades, aún mucho más. Ahora bien, obedecen a esta celeste ordenación, y a la mente divina y a un Dios prepotente; por lo que ya este universo mundo debe ser estimado una ciudad común de dioses y de hombres; y cuando en las ciudades, por una razón de la que se hablará en el lugar idóneo, se distinguen estados de familias por los parentescos, en la naturaleza de las cosas es ello tanto más magnificente y tanto más preciaro, cuanto que los hombres son tenidos por del parentesco y raza de los dioses.


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Notas

(1) Quinto era estoico, y aunque su hermano no lo era puro, pues profesaba en filosofia un verdadero eclecticismo, estaban de acuerdo en este punto. No así Atico, que afectaba ser epicúreo. Los ríos de que se habla son el Liris (Garigliano) y el Fibrenus (Fibreno), entre los cuales estaba situada la casa de campo que Cicerón poseía en el país de su nacimiento, cerca de la cual se supone tenido el diálogo.

(2) El óptimo líbro a que aquí se hace referencia es el de los Principios fundamentales, de Epicuro, que no se posee, como niugún otro de los que escribió su autor.




VIII

En efecto, cuando se inquiere acerca de la naturaleza toda, suele sostenerse (y, ciertamente, las cosas son así, como se sostienen), haber surgido en los perpetuos cursos, en las conversiones celestes, una madurez de sembrar al género humano; el cual, esparcido en las tierras y sembrado, fue enriquecido con el divino presente de las almas. Y, mientras los hombres tomaron de su género mortal las otras cosas, a las cuales están adheridos, que fueran frágiles y caducas, el alma, sin embargo, fue engendrada por Dios; por lo cual, verdaderamente, puede nombrarse por nosotros o el parentesco con los celestes, o el linaje o la estirpe. Y, así, de tantos géneros, ningún animal hay, fuera del hombre, que tenga alguna noticia de Dios; y, entre los hombres mismos, ninguna gente hay ni tan incivilizada ni tan fiera que, aun cuando ignore que Dios esté bien tener, no sepa, sin embargo, que debe tenerse. De lo cual se efectúa esto, que aquel que como que recuerde y conozca de dónde haya salido, reconozca a Dios. Pero, por otra parte, la virtud es la misma en el hombre y en Dios, y en ningún otro ingenio está además. Y la virtud ninguna otra cosa es que la naturaleza perfeccionada en sí misma y conducida a lo sumo. Hay, pues, para el hombre una semejanza con Dios. Como sea así lo cual, ¿qué, parentesco puede, finalmente, ser más cercano y cierto? Y, así, la naturaleza ha dado con largueza para las comodidades y usos de los hombres tanta abundancia de cosas, que aquellas que son producidas parezcan donadas a nosotros de propósito, no nacidas por casualidad; y no sólo aquellas que son derramadas por el parto de la tierra en vegetales y en frutos, sino también los animales; como sea perspicuo haber sido procreados en parte para el uso, en parte para el aprovechamiento, en parte para el comer de los hombres. Verdaderamente, artes innumerables han sido inventadas, enseñando la naturaleza; habiendo imitado a la cual, ha conseguido industriosamente la razón las cosas necesarias para la vida.


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IX

Y no sólo esa misma naturaleza ha adornado al hombre mismo con la celeridad de la mente, sino que también le ha atribuído sentidos, como satélites y nuncios; y le ha explicado las inteligencias necesarIas de muchas cosas oscuras, como unos fundamentos de la ciencia (1); y le ha dado una figura de cuerpo hábil y apta para el ingenio humano. Porque, cuando había inclinado hacia el pasto a los demás animales, sólo al hombre ha puesto derecho, y le ha excltado a la contemplación del cielo, como de su familla y pristlno domicilio; finalmente, ha formado el aspecto de su rostro de tal manera, que retratase en él las inclinaciones profundamente recónditas. En efecto, de una parte, los ojos, demasiado agudos, dicen de qué modo hayamos sido afectados de ánimo; de otra, ese que se llama el semblante, que en ningún animal, fuera del hombre, puede existir, indica las inclinaciones, la fuerza del cual han conocido los griegos, aunque no tienen absolutamente nombre para ella. Omito las conveniencias y aptitudes del resto del cuerpo, la modulación de la voz, la fuerza de la palabra, la cual es máximamente conciliadora de la sociedad humana. Porque no todas las cosas son de esta disputación y momento; y Scipión expresó bastante este punto, según me parece, en aquellos libros que habéis leído.

Ahora, puesto que Dios ha engendrado y adornado al hombre, porque ha querido que sea el principio de las restantes cosas, que sea perspicuo esto (para que no sean disertadas todas las cosas), que la naturaleza progresa muy lejos por sí misma; la cual, aun no enseñándola nadie, habiendo partido de aquellas cosas, de las cuales, por una primera e incoada inteligencia, ha conocido los géneros, ella misma confirma y perfecciona por sí a la razón.


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Notas

(1) Estas inteligencias necesarias (intelligentias necessarias) de que habla aqui Cicerón, son aquellos postulados de evidencia tan clara, que el tratar de demostrarlos produciría, en lugar de mayor claridad, confusión. Son los axiomas en que se basan, en último término, todas las ciencias, puesto que ellos están basados en sí mismos, y de tal manera parecen inherentes a la razón humana y no aprendidos o surgidos, que Platón les llamó por eso ideas innatas.




X

Atico.- ¡Dioses inmortales, cuán lejos vas a buscar tú los principios del derecho! y de tal modo que yo, no sólo no tenga prisa para aquellas cosas que esperaba de ti acerca del derecho civil, sino que toleraré fácilmente que tú consumas este día aun todo en ese discurso. Porque son mayores, probablemente, estas cosas, que por causa de otras hayas explicado, que aquellas mismas por causa de las cuales éstas se preparan.

Marco.- Grandes son, por cierto, estas cosas que ahora brevemente son tocadas; pero, de todas las que se revuelven en la disputación de los hombres doctos, nada es en verdad más importante que ser entendido claramente que nosotros hemos nacido para la justicia, y que no ha sido constituido el derecho por la opinión, sino por la naturaleza. Ello quedará patente al instante si considerares la sociedad y conjunción de los hombres entre ellos mismos. Porque nada es tan semejante lo uno a lo otro, tan par, como somos todos entre nosotros mismos. Porque si la depravación de las costumbres, si la variedad de las opiniones, no torciera y doblase la debilidad de los ánimos a cualquiera parte que hubiera comenzado, nadie seria él mismo tan semejante de si como todos son de todos. Y, así, cualquiera que sea la definición del hombre, vale una para todos. Lo cual es bastante argumento de que ninguna desemejanza hay en el género; si hubiera la cual, no contendría a todos una definición. Porque la razón, por cual sola aventajamos a las bestias, por medio de la cual nos valemos de la conjetura, argumentamos, refutamos, disertamos, confeccionamos algo, concluímos, ciertamente es común, diferente por la ciencia, por la facultad de aprender. En efecto, de una parte, todas las mismas cosas son percibidas por los sentidos; de otra, aquellas que mueven los sentidos, mueven de la misma manera los de todos; y las inteligencias incoadas, de las cuales antes he hablado, que están impresas en las almas, están impresas semejantemente en todas; y el lenguaje es un intérprete de la mente, discrepante en las palabras, congruente en las sentencias. Y no hay hombre de nación alguna, que, habiendo tomado a la naturaleza por guía, no pueda llegar a la virtud.


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XI

Y no sólo en las cosas rectas, sino también en las vicios, es insigue la semejanza del género humano. En efecto, todos, por ejemplo, son cogidos por la voluptuosidad; la cual, aunque es el atractivo de la torpeza, tiene, sin embargo, algo semejante del bien natural; pues, deleitando por su lenidad y suavidad, es tomada así, por un error de la mente, como algo saludable. Y, por una ignorancia semejante, es rehuída la muerte, como una disolución de la naturaleza; es apetecida la vida, porque nos mantIene en el estado en que hemos nacIdo; se pone el dolor entre los más grandes males, ora por su aspereza, ora porque parece ir seguido de la destrucción de la naturaleza. Y, por la semejanza de la honestidad y de la goria, parecen dichosos los que han sido colmados de honores, y míseros los que están desprovistos de gloria. Las molestias, las alegrías, los deseos, los temores, vagan semejantemente por las mentes de todos; y si otras opiniones hay entre otros, no por eso los que rinden culto como a dioses al perro y al gato dejan de estar afligidos por la misma superstición que las demás gentes. Y ¿qué nación no estima la cortesanía, no la benignidad, no el ánimo agradecido y que se acuerda del beneficio? ¿cuál no desprecia, no odia, a los soberbios, cuál a los maléficos, cuál a los crueles, cuál a los ingratos? Como se entienda que todo el género de los hombres está asociado entre sí según las cuales cosas, es, últimamente, ello porque la razón de vivir rectamente los hace mejores. Si aprobáis las cuales cosas, pasaré a las restantes; pero si preguntáis algo, lo explicaremos primero.

Atico.- Nosotros, verdaderamente, nada; para que responda yo por uno y otro.


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XII

Marco.- Síguese, pues, que la naturaleza nos ha hecho justos para participar el uno del otro y comunicar entre todos (y así quiero que sea entendido en toda esta disputación esto, cuando diga que es la naturaleza); pero que tanta es la corruptela de la mala costumbre, que sean extinguidas por ella esas como chispas dadas por la naturaleza, y nazcan y se confirmen los vicios contrarios. Porque si, del modo que es por naturaleza, así los hombres, por su juicio, nada de lo humano reputasen ajeno de sí, como dice un poeta (1), sería respetado el derecho igualmente por todos. Pues a quienes ha sido dada por la naturaleza la razón, a ellos mismos ha sido dada también la recta razón; luego también la ley, la cual es la recta razón en el mandar y prohibir; si la ley, también el derecho; es así que a todos ha sido dada la razón, luego el derecho ha sido dado a todos. Y rectamente Sócrates solía execrar a aquel que primero hubiera separado de la naturaleza a la utilidad, pues se quejaba de que aquello era la cabeza de todas las desdichas. De donde viene también aquella frase de Pitágoras: Las cosas de los amigos son comunes, y amistad es igualdad. Por lo cual se ve claramente que cuando un varón sabio haya juntado en alguien dotado de una virtud igual esta benevolencia tan amplia y largamente difundida, entonces se efectúa esto, lo cual parecerá a algunos increíble, pero es necesario, que en nada se estime a sí mismo más que al otro. Pues ¿qué es lo que ha de diferir, cuando todas las cosas sean iguales? porque si pudiere haber diferencia tan solamente en algo, el nombre de amistad habrá muerto al instante; la virtud de la cual es ésta, que, en cuanto quiera más algo para sí que para otro, sea nula.

Todas las cuales cosas son preparadas para el restante discurso y disputación vuestra, para que pueda entenderse más fácilmente que el derecho está puesto en la naturaleza. Cuando haya dicho muy pocas cosas de lo cual, entonces vendré al derecho civil, del cual ha nacido toda esta peroración.


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Notas

(1) La frase, de la cual se ha abusado mucho, es de Terencio, y dice textualmente: Homo sum, humani nihil a me alienum puto.




XIII

Quinto.- Muy pocas, es claro, tienes tú ya, en verdad, que decir; porque, según esas que has dicho, parece a Atico, y a mí verdaderamente por cierto, que el derecho ha salido de la naturaleza.

Atico.- ¿Acaso me podría parecer de otra manera, cuando han sido concluídas ya estas cosas: primero, que nosotros estamos provistos y adornados como de presentes de los dioses; y en segundo lugar, que hay una regla del vivir de los hombres igual y común entre ellos mismos; después, que todos están contenidos entre sí por una natural indulgencia y benevolencia, y además también por la sociedad del derecho? Cuando hemos concedido, rectamente, según opino, que las cuales cosas son verdaderas, ¿cómo sería lícito ya para nosotros separar de la naturaleza las leyes y los derechos?

Marco.- Rectamente dices, y así se halla la cosa. Pero, según la costumbre de los filósofos, no, ciertamente, de aquellos viejos, sino de estos que han establecido como oficinas de sabiduría, las cosas que en otro tiempo se disputaban difusa y libremente, se dicen ellas articulada y distintamente ahora. Y no creen, ciertamente, satisfacer a este punto, que ahora está entre nuestras manos, a no ser que hayan disputado separadamente esto mismo, que hay un derecho de la naturaleza.

Atico.- Se ha perdido, pues, ciertamente, tu libertad de disertar, ¿o eres tú tal que al disputar no sigas tu juicio, sino que obedezcas a la autoridad de los otros?

Marco.- No siempre, Tito; pero ves cuál sea el camino de este discurso: toda nuestra peroración tiende a afirmar las Repúblicas, y a estabilizar sus fuerzas, a sanar a los pueblos. Por lo cual temo cometer que sean puestos principios no bien previstos y diligentemente explorados; y no, sin embargo, para que por todos sean aprobados (porque ello no puede realizarse), pero para que lo sean por aquellos que han creído dignas de ser apetecidas por sí mismas todas las cosas rectas y honestas, y que o nada absolutamente debe ser contado entre los bienes, sino lo que fuera laudable por sí mismo o, ciertamente, ningún bien ha de ser tenido por grande, sino el que pudiera ser alabado en verdad por su propia naturaleza. Por todos estos (sea que hayan permanecido en la vieja Academia, con Speusipo, Jenócrates, Polemón (1); sea que hayan seguido a Aristóteles y Teofrasto (2), concordando con ellos en el fondo, difiriendo un poco en la forma de enseñar; sea que, como pareció a Zenón (3), no habiendo sido mudadas las cosas, hayan mudado los vocablos; sea aún que hayan seguido la difícil y ardua, pero ya, sin embargo, quebrantada y convicta, secta de Aristón (4), para que, exceptuadas las virtudes y los vicios, pusieran en una suma igualdad las demás cosas), por todos estos son aprobadas estas cosas que he dicho. En cuanto a los indulgentes para sí, y que sirven a su cuerpo, y que ponderan todas las cosas que han de perseguir en la vida, y las que han de rehuir, por las voluptuosidades y por los dolores, aun si dicen cosas verdaderas (pues para nada hay necesidad de pendendias en este lugar), mandémosles a que hablen en sus huertecillos, y aun roguémosles que se retiren por un momento de toda sociedad de República, de la cual ni han conocido, ni han querido nunca conocer, parte alguna (5). En cuanto a esta reciente Academia de Arcesilao y Carneades (6), perturbadora de todas estas cosas, pidámosle que guarde silencio. Porque si invadiere en estas cosas que nos parecen bastante sabiamente construídas y dispuestas, producirá demasiadas ruinas. A la cual, ciertamente, deseo yo aplacar, no me atrevo a rechazar.

(Se echan de menos aquí algunas cosas)


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Notas

(1) Los filósofos Speusipo, de 347 a 339, Jenócrates, de 339 á 314, y Polemón, de 314 a 273. fueron los sucesores de Platón en la dirección de la Academia, fundada por él, y aunque siguieron las doctrinas del maestro, tendieron cada vez más a conciliarlas con las de la escuela pitagórica.

(2) Teofrasto de Eresos, en la isla de Lesbos, fue, desde 322, el sucesor de Aristóteles en la dirección del Liceo, que éste habia fundado.

(3) Zenón de Citio, en la isla de Chipre, (360-263), fue el fundador del estoicismo o filosofía del Pórtico (de stoa, pórtico), lugar donde él abrió su escuela en Atenas.

(4) Aristón de Quios, filósofo estoico del siglo III, que se apartó mucho de los principios fundamentales de la escuela.

(5) Se refiere Cicerón a los epicúreos. Epicuro (341-270), el fundador de la escuela, daba su enseñanza en Atenas en un jardín que había adquirido, donde él y sus discípulos vivían en común.

(6) Después de Polemón, dirigieron la Academia Crantor y Crates. A la muerte de éste, le sucedió Arcesilao (315-241), que, profesando un escepticismo mitigado, que se llamó probabilismo, fundó la segunda Academia, llamada media. Le sucedieron Lacides, Telecles, Evandro y Hegesimo. El sucesor de éste, Carneades (215-125), exageró las doctrinas de la escuela, fundando así la tercera Academia, o nueva, de la que muchos no distinguen la anterior.




XIV

En efecto, aun respecto de aquellas cosas quedamos expiados sin los sahumerios de él (1). Pero, verdaderamente, ninguna expiación hay de los atentados contra los hombres y de las impiedades. Y, así, pagan penas, no tanto por virtud de los juicios (los cuales, en algún tiempo, en ninguna parte existían; hoy, en muchos lugares, ningunos hay; donde los hay, finalmente, son falsos con mucha frecuencia), cuanto porque los agiten y persigan las furias, no con ardientes teas, como en las fábulas, sino con la angustia de la conciencia y el tormento de su crimen. Porque si la pena, no la naturaleza, debiera apartar a los hombres de la injusticia, ¿qué inquietud, quitado el miedo de los suplicios, agitaría a los culpables? ninguno de los cuales ha sido, sin embargo, nunca tan audaz, que no o negase haber sido cometida por él la fechoría, o fingiese alguna causa de un justo resentimiento suyo, y buscase la defensa de su acción en algún derecho procedente de la naturaleza. Si los impíos osan apelar a las cuales cosas, ¿con cuánta aplicación deben ser, finalmente, reverenciadas por los buenos? Porque si la pena, si el miedo del suplicio, no la torpeza misma, aparta de una vida injusta y facinerosa, nadie es injusto, sino que los no probos deben ser tenidos más bien por incautos. Y, entonces, los que, cuando somos varones buenos, no somos movidos por lo honesto mismo, sino por alguna utilidad y fruto, somos astutos, no buenos. Porque ¿qué hará en las tinieblas aquel hombre que a nada teme sino al testigo y al juez? ¿qué, habiendo encontrado débil y sólo en un lugar desierto a quien pueda despojar de mucho oro? Ciertamente, este nuestro varón justo y bueno por naturaleza, todavía conversará con él, le ayudará, le reducirá a su camino; pero aquél que nada hace por causa de otro, y mide todas las cosas por sus comodidades, veis, creo, lo que haya de hacer. Porque si negase que él le había de arrebatar la vida y quitar el oro, nunca lo negará por esta causa, porque juzgue aquello torpe por naturaleza, sino porque tema no cunda, esto es, no tenga algún mal. ¡Oh cosa digna de que en ella sientan rubor, no sólo los doctos, sino aun los rústicos!


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Notas

(1) Del sacrificio en que se quemaba una sustancia para obtener la purificación. No se sabe a qué cosas se referiría Cicerón al decir esto.




XV

Por otra parte, es verdaderamente estultísimo aquello de estimar que son justas todas las cosas que hayan sido decretadas en las instituciones y leyes de los pueblos. ¿Aun cuando las cuales leyes sean de tiranos? Si aquellos treinta tiranos hubieran querido imponer en Atenas leyes, y aunque todos los atenienses se deleitasen en aquellas leyes tiránicas, ¿acaso por eso aquellas leyes serían tenidas por justas? En nada, creo, mas que aquella que dió nuestro interrey para que el dictador pudiera matar impunemente, sin causa celebrada, a quien quisiere de los ciudadanos (1). Hay. pues, un solo derecho, por el cual ha sido ligada la sociedad de los hombres, y al cual ha constituído una sola ley; ley que es la recta razón de mandar y de prohibir; el que ignora la cual, aquel es injusto, ya si ha sido escrita ella en alguna parte, ya si en ninguna. Porque si la justicia es la obediencia a las leyes escritas y a las instituciones de los pueblos, y si, como aquellos mismos (2) dicen, todas las cosas han de ser medidas por la utilidad, descuidará las leyes y las quebrantará, si pudiere, aquel que repute haber de ser esa una cosa fructuosa para sí. Así sucede que sea enteramente nula la justicia, si no está en la naturaleza, y aquella que es constituída por causa de utilidad, por otra utilidad es destruída. Y si el derecho no ha de ser confirmado por la naturaleza, todas las virtudes serán disipadas. Porque ¿dónde podrá existir la liberalidad, dónde el amor a la patria, dónde la piedad, dónde la voluntad o de merecer bien de otro o de volverle gratitud? porque estas cosas nacen de aquello, que por naturaleza somos propensos a estimar a los hombres; lo cual es el fundamento del derecho. Y no sólo se disipan los obsequios para con los hombres, sino también las ceremonias y religiones para con los dioses; las cuales reputo deben ser conservadas, no por el miedo, sino por aquella conjunción que hay con Dios para el hombre.


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Notas

(1) La ley de que aqui se habla fue propuesta por Lucio Valerio Flaco, siendo interrey, en el año 82, en favor de Sila, al ser nombrado dictador.

(2) Los secuaces de Aristipo, discípulo infiel de Sócrates y fuudador de la escuela cirenaica, y los de Epicuro, todos los cuales hacian consistir el sumo bien en el placer.




XVI

Porque si por los mandatos de los pueblos, si por los decretos de los príncipes, si por las sentencias de los jueces, fueran constituídos los derechos, sería derecho latrocinar, derecho adulterar, derecho suponer testamentos falsos, si estas cosas fueran aprobadas por los sufragios u ordenanzas de la multitud. Si la cual potestad tan grande hay en las sentencias y mandatos de los necios, que por los sufragios de ellos sea subvertida la naturaleza de las cosas, ¿por qué no sancionan que las cosas que son malas y perniciosas sean tenidas por buenas y saludables? y ¿por qué, cuando la ley puede hacer un derecho de una injusticia, no puede hacer ella misma una cosa buena de una mala? Es que nosotros por ninguna otra norma sino la de la naturaleza podemos distinguir una ley buena de una mala. Y no sólo son discernidos por la naturaleza el derecho y la injusticia, sino absolutamente todas las cosas honestas y torpes. Porque también la común inteligencia nos ha hecho notorias esas cosas, y las ha incoado en nuestras almas, para que las honestas sean puestas en la vírtud, las torpes en los vicios. Y estimar puestas estas cosas en la opinión, no en la naturaleza, es propio de un demente. En efecto, ni la que se dice (en lo cual, abusamos del nombre) virtud de un árbol, ni de un caballo, está situada en la opiníón, sino en la naturaleza. Si es así lo cual, también las cosas honestas y las torpes han de ser discernidas por la naturaleza.

En efecto, sí la virtud universal fuese aprobada por la opinión, por la misma serían aprobadas también las partes de aquélla. ¿Quién, pues, juzgará al prudente y, para que lo diga así, avisado, no según la conducta del mismo, sino según alguna cosa externa? En realidad, la virtud es la razón perfeccionada; la cual está ciertamente en la naturaleza. Luego del mismo modo está toda honestidad.


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XVII

Porque así como las cosas verdaderas y las falsas, como las consiguientes y las contrarias, se juzgan por su índole, no por la ajena, así la constante y perpetua razón para la vida, que es la virtud, y lo mIsmo la lnconstancla, que es el vicio, se prueba por su naturaleza. ¿No juzgamos nosotros lo mismo los caracteres de los jóvenes? Y juzgando los caracteres según la naturaleza, ¿serán juzgados de otro modo las virtudes y los vicios que nacen de los caracteres? y si estas cosas no se juzgan de otro modo, ¿no será necesario que sean referidas a la naturaleza las honestas y las torpes? Lo que es laudable, es bueno; es necesario que tenga en sí por qué sea alabado. Porque el bien mismo no está en las opiniones, sino en la naturaleza; pues si así fuera, los dichosos lo serían también por la opinión; más necio que lo cual ¿qué puede decirse? Por lo cual, cuando tanto el bien como el mal es juzgado por la naturaleza, y ellos son principios de la naturaleza, también, ciertamente, las cosas honestas y las torpes, deben ser discernidas por un método semejante, y referidas a la naturaleza. Pero la variedad de opiniones, la disensión de los hombres, nos perturba; y como no acontece lo mismo en los sentidos, reputamos a éstos ciertos por naturaleza; aquellas cosas que parecen de esta manera a unos, de otra manera a otros, y no a los mismos siempre de un solo modo, deducimos que son fingidas. Porque es muy de otro modo. En efecto, no deprava nuestros sentidos el padre, no la nodriza, no el maestro, no el poeta, no la escena, no los aparta de lo verdadero el consenso de la multitud; todas las insidias son tendidas a las almas, ya por aquellos que ahora he enumerado, los cuales, como las han recibido tiernas y rudas, las instruyen y doblan como quieren, ya por aquella imitadora del bien, pero madre de todos los males, la voluptuosidad, que está implicada profundamente en todo sentIdo; corrompidos por los halagos de la cual, no distinguimos bastante las cosas que son buenas por naturaleza, porque carecen de esta dulzura y atractivo.


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XVIII

Síguese (para que esté ya concluído para mí todo este razonamiento) esto, lo cual está ante los ojos después de las cosas que han sido dichas, que tanto el derecho como todo Io honesto debe ser apetecido por su propia índole. En efecto, todos los varones buenos aman la misma equidad y el derecho mismo; y no es de un varón bueno errar, y estimar lo que por sí no sea digno de ser estimado. Por sí, pues, es el derecho digno de ser apetecido y reverenciado. Si el derecho es lo cual, también la justicia; de este modo, las restantes virtudes que están en ella han de ser cultivadas también por sí. ¿Qué? ¿es la liberalidad gratuita, o mercenaria? Si es benigna sin premio, gratuita; si con merced, alquilada; y no es dudoso que no persiga el deber, no el provecho, aquel que se dice liberal y benigno. Pues asimismo la justicia nada apetece de premio, nada de precio. Por sí, pues, es apetecida. Y la misma causa y sentencia hay de todas las virtudes.

Y, además, si la virtud es apetecida por los emolumentos, no por su índole, será una virtud que será dicha rectísimamente malicia. Porque cuanto más refiere cada uno a su comodidad todas las cosas que hace, así es menos buen varón; puesto que los que miden la virtud por el premio, ninguna virtud la reputan, sino malicia. Porque ¿dónde está el beneficio, si nadie obra benignamente por causa de otro? ¿Dónde el agradecido, si no miran los agradecidos a aquel mismo a quien refieren su gratitud? ¿Dónde aquella santa amistad, si no es amado el amigo mismo por sí de todo corazón, como se dice? el cual aun ha de ser abandonado y desechado, no siendo ya esperados emolumentos y provechos; ¿qué puede ser dicho más inhumano que lo cual? Pues si la amistad debe ser cultivada por sí, también la sociedad de los hombres, y la igualdad, y la justicia, debe ser por sí apetecida. Porque si no es así, la justicia es enteramente nula; pues es injustísimo eso mismo de buscar una merced de la justicia.


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XIX

Pero ¿qué diremos de la modestia; qué de la templanza, qué de la continencia, qué de la vergüenza, pudor y castidad? ¿Diremos que no hay deshonestos por miedo de la infamia, o por miedo de las leyes y de los juicios? ¿Los inocentes, pues, y los vergonzosos, lo son para que oigan hablar bien de ellos? ¿y para que recojan un buen rumor enrojecen los púdicos aun de hablar del pudor? Pues a mí me da vergüenza mucho de esos filósofos que ningún vicio disponen evitar sino el notado por el juicio mismo de un tribunal. Pues ¿qué? ¿podemos decir púdicos a aquellos que se apartan del estupro por miedo de la infamia, cuando esa misma infamia se consigue por causa de la torpeza de la cosa? En efecto, ¿por qué reputarás digno de ser o alabado o vituperado lo que rectamente puede o alabarse o vituperarse, si te apartares de la naturaleza de ello? ¿Acaso los vicios del cuerpo, si son muy señalados, tendrán algo de ofensividad, y no lo tendrá la deformidad del alma? la torpeza de la cual facilísimamente puede percibirse con arreglo a los vicios mismos. Porque ¿qué puede decirse más feo que la avaricia, qué más inhumano que la liviandad, qué más vil que la timidez, qué más abyecto que la estupidez y la necedad? Pues ¿qué? ¿decimos que son míseros aquellos que sobresalen en cada uno de esos vicios, o aun en varios, por causa de los daños o detrimentos o algunas torturas, o por causa de la fuerza y torpeza de los vicios? Lo cual puede decirse del mismo modo para la alabanza contraria respecto de la virtud.

Por último, si la virtud es apetecida por causa de otras cosas, es necesario que haya algo mejor que la virtud. ¿Lo es, pues, el dinero? ¿los honores? ¿la hermosura? ¿la salud? cosas que, de una parte, cuando están presentes, son muy pequeñas; de otra, de ningún modo puede saberse cierto cuánto tiempo hayan de estar presentes. ¿Lo es, lo cual es torpísimo para ser dicho, la voluptuosidad? pero, ciertamente, en el despreciarla y repudiarla se discierne la virtud aun del modo más grande.

¿Veis cuán grande sea la serie de cosas y de sentencias, y cómo de una van siguiéndose otras? ¡Qué más lejos no pasaba si no me hubiera contenido!


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XX

Quinto.- ¿Adónde, finalmente? Porque de buena gana, hermano, pasaría adelante contigo a ese discurso.

Marco.- AI fin de los bienes, al cual se refieren y por causa de conseguir el cual deben ser hechas todas las cosas; cosa controvertida, y llena de disensión entre los más doctos, pero que ha de ser juzgada, sin embargo, algún día (1).

Atico.- ¿Cómo puede realizarse eso, muerto L Gelio?

Marco.- ¿Qué le hace eso, al fin, a la cuestión?

Atico.- Porque me acuerdo haber oído yo en Atenas de mi amigo Fedro (2) que Gelio (3), tu familiar, como hubiera ido a Grecia como procónsul después de su pretura, convocó a un lugar a los filósofos que había entonces en Atenas, y fue inspirador para los mismos con gran empeño, a fin de que hicieran alguna vez algún término de sus controversias; porque si estaban de tal ánimo, que no querían consumir la vida en pendencias, podía quedar convenida la cosa; y al mismo tiempo les prometió su ayuda, si podía convenirse algo entre ellos.

Marco.- Ciertamente, es chistoso eso, Pomponio, y ha sido reído por muchos frecuentemente. Pero yo abiertamente querría ser dado yo como árbitro entre la antigua Academia y Zenón.

Atico.- ¿De qué modo, en fin, es eso?

Marco.- Porque sólo disienten acerca de una cosa; respecto de las demás concuerdan admirablemente.

Atico.- ¿Dices, al cabo, que la diecusión es sólo acerca de una cosa?

Marco.- Que en verdad sea pertinente a la cuestión, una; porque cuando todos los antiguos decretaron que era bueno lo que sería según la naturaleza que fuésemos deleitados por lo cual en la vida, éste nada reputó bueno sino lo que fuera honesto.

Atico.- Muy pequeña, verdaderamente, controversia dices, y no tal que dirima todas las cosas.

Marco.- Bien, por cierto, opinas si disienten en la cosa misma, y no en las palabras.


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Notas

(1) Anuncia aquí Cicerón el tratado De Anibus bonorum et malorum, que escribió siete años despés, el 45.

(2) Filósofo epicúreo de Atenas, que florecia a mediados del siglo I. Fue uno de los primeros maestros de Cicerón, asi como de Atico, que siguió siendo discipulo suyo.

(3) Lucio Gelio Poplicola, cónsul el año 72 y censor dos años después.




XXI

Atico.- Asientes, pues, a mi familiar Antioco (1) (porque no me atrevo a decir a mi maestro), con el cual viví, y que casi me sacó fuera de nuestros huertecillos, y me llevó unos muy poquitos pasos por la Academia.

Marco.- Varón fue aquel, por cierto, prudente y agudo, y en su género perfecto, y para mí, como sabes, familiar; al cual, sin embargo, veré luego si asiento yo en todas las cosas, o no; digo esto, que toda esa controversia puede aplacarse.

Atico.- ¿Cómo ves eso en fin?

Marco.- Porque si, como dijo Aristón de Quios, dijera Zenón que sólo era bueno lo que fuese honesto, y malo lo que torpe, que todas las demás cosas eran enteramente iguales, y que no interesaba ciertamente lo mínimo si estuvieran presentes o estuvieran ausentes, discreparía mucho de Jenócrates, y Aristóteles, y de aquella familia de Platón, y habría entre ellos disensión acerca de una cuestión máxima y respecto de todo el vivir. Pero, ahora, como la virtud, que los antiguos dijeron ser el bien sumo, dIga éste que es el solo bIen, del mIsmo modo que el vicio, que aquéllos dijeron ser el mal sumo, diga éste que es el solo mal; que llame cosas cómodas, no buenas, a las riquezas, a la salud, a la pulcritud, e incómodas, no malas, a la pobreza, a la debilidad, al dolor, siente lo mismo que Jenócrates, que Aristóteles; habla de otro modo. Y de esta discordia, no de cosas, sino de palabras, ha nacido la controversia acerca de los fines; en la cual, puesto que las Doce Tablas no quisieron que hubiera usucapión dentro de cinco pies, no dejaremos que la vieja posesión de la Academia sea devorada por este agudo hombre; y no trazaremos los límites sendos árbitros, según la ley Manilia, sino tres, según aquéllas (2).

Quinto.- ¿Qué sentencia dictaremos, pues?

Marco.- Mandar que sean buscados los términos que Sócrates plantó, y respetarlos (3).

Quinto.- Preclaramente, hermano; ya ahora son usadas por ti palabras del derecho civil y de las leyes, acerca del cual género espero tu disputación. Porque, en verdad, ese es un gran litigio, como frecuentemente he aprendido de ti mismo. Pues, ciertamente, así se halla la cosa, que el sumo bien sea vivir según la naturaleza, esto es, disfrutar de una vida módica y de una virtud proporcionada, o seguir a la naturaleza y vivir como por la ley de ella, esto es, nada omitir, cuanto en el mismo esté, para que la naturaleza consiga menos aquellas cosas que pretenda, toda vez que quiera vivir entre estas cosas según la virtud como según una ley (4). Por lo cual, no sé si esto será decidido alguna vez, pero en este discurso ciertamente no puede serlo, si verdaderamente hemos de llevar a cabo aquello que hemos emprendido.


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Notas

(1) Antíoco de Ascalón, filósofo académico que floreció en la segunda mitad del siglo I y entre cuyos oyentes se contaron Cicerón y Atico. Trató de conciliar las diferencias existentes entre académicos, peripatéticos y estoicos, sosteniendo que no habia disidencia sino en las palabras. Fue considerado como el fundador de una quinta Academia. La cuarta habia sido fundada por su maestro y antecesor en la dirección de la escuela, Filón de Larisa, discípulo y sucesor de Clitomaco, que, a su vez, lo había sido de Carneades.

(2) Hay aquí un juego de palabras fundado en las dos acepciones en que puede tomarse la palabra finis, como límite o confin y como objeto o finalidad. Según las Doce Tablas, entre los limites (fines) de dos predios vecinos debia dejarse un espacio de cinco pies de anchura, que ninguno de los dos propietarios podia apropiarse por prescripción (usucapio, de usu-capere, coger, adquirir por medio del uso), sino que debía utilizarse en común por ambos, siendo decididas por tres árbitros las cuestiones que pudieran surgir. La ley Manilia, dada el año 111, a propuesta del tribuno Cayo Manilio, fljó la anchura del espacio libre entre cinco y seis pies, y redujo el número de los árbitros a dos. Cicerón quiere que entre los fines (doctrina acerca del objeto de la vida humana) de los dominios de académicos y estoicos haya igualmente un espacio libre, el cual no pueda apropiarse el estoico Aristón, en menoscabo de la Academia, y se dispone a juzgar el litigio en unión de Atico y de Quinto.

(3) Esto era, en el fondo, dar la razón a los académicos, ya que éstos eran considerados como los depositarios de la más pura tradicción socrática.

(4) Este pasaje resulta tan inintelegible que ha hecho suponer que el texto está alterado.




XXII

Atico.- Pues yo no me desviaría ahí contra mi voluntad.

Quinto.- Lícito será en otro tiempo; tratemos ahora de aquello qne hemos empezado, especialmente cuando en nada pertenece a ello esta discusión acerca del sumo mal y bien.

Marco.- Prudentísimamente dices, Quinto. En efecto, las cosas que por mí hasta ahora han sido dichas ... (1)

Quinto.- Ni deseo las leyes de Licurgo, ni de Solón, ni de Carondas (2), ni de Zaleuco (3), ni nuestras Doce Tablas, ni los plebiscitos; sino que estimo que tú en el discurso de hoy has de dar unas leyes del vivir y una disciplina, cuando para los pueblos, entonces también para los individuos.

Marco.- Verdaderamente, Quinto, eso que esperas es lo propio de esta disputación; ¡y ojalá fuera también de mi facultad! Pero, ciertamente, así se presenta la cosa, que, puesto que es necesario que haya una ley enmendadora de los vicios y recomendadora de las virtudes, de ella ha de deducirse la doctrina del vivir. Así ocurre que la sabiduría sea la madre de todas las buenas artes; en el amor de la cual, con palabra griega, ha encontrado su nombre la filosofía (4), nada más fecundo que la cual, nada más brillante, nada más excelente ha sido dado por los dioses inmortales para la vida de los hombres. Porque ella sola nos ha enseñado, al mismo tiempo que todas las demás cosas, también, lo que es dificilísimo, a que nos conociéramos a nosotros mismos; la fuerza del cual precepto es tanta, tanta la sentencia, que fuera atribuída ella, no a hombre alguno, sino al dios délfico (5). En efecto, el que se conozca a sí mismo, sentirá, primero, que tiene él algo divino, y reputará consagrado en él su ingenio como un simulacro, y siempre hará, tanto como sentirá, algo digno de tan gran presente de los dioses; y cuando se haya examinado él mismo y mirado bien todo, entenderá de qué modo haya venido a la vida pertrechado por la naturaleza, y cuántos instrumentos tenga para obtener y conseguir la sabiduría, ya que desde el principio habrá concebido en el alma y en la mente como unas inteligencias bosquejadas de todas las cosas, ilustrado por las cuales, discierna que él ha de ser un varón bueno, y por esa misma causa dichoso, siendo su conductora la sabiduría.


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Notas

(1) Hay aquí una laguna que los comentaristas han tratado de llenar de varios modos, ninguno de los cuales puede considerarse como completamente satisfactorio.

(2) Legislador de Catana (Catania), en Sicilia, y de Rhegium (Reggio) y Sybaris o Thuril (Torre Brodognato), en el mediodia de Italia, colonias fundadas por los griegos. Vivía hacía el año 600.

(3) Legislador de los locrios epizefirienses (Gerace), colonos griegos establecidos en el mediodia de Italia. Vivia hacia el año 650.

(4) )Sabido es que la palabra griega filosofía significa literalmente amor a la sabiduria.

(5) La famosa sentencia, Conócete a ti mismo (Noscete ipsum en latín), es atribuída a Quilón de Lacedemonia, que vivió en la primera mitad del siglo VII, y fue tenido por uno de los Siete sabios de Grecia. Estaba grabada en letras de oro en el vestíbulo del templo de Apolo en Delfos, pues se creyó que, por ser tanta su excelencia, debía de haber sido directamente inspirada por el mismo dios de la sabiduria. Sabido es que Sócrates hizo de ella el principio de su filosofía.




XXIII

En efecto, cuando el alma, conocidas y percibidas las virtudes, se haya apartado del obsequio e indulgencia para con el cuerpo, y haya destruido la voluptuosidad, como una mancha de deshonor, y formado con los suyos una sociedad de caridad, y considerado a todos como sus conjuntos por naturaleza, y aceptado el culto de los dioses y una religión pura, y aguzado, así como la de los ojos, aquella viveza del ingenio, para elegir las cosas buenas y rechazar las contrarias, virtud que, de providendo, ha sido llamada prudencia, ¿qué podrá decirse o pensarse más dichoso que ella?

Y cuando la misma haya mirado bien el cielo, las tierras, los mares y la naturaleza de todas las cosas, y de dónde hayan sido engendradas ellas, adónde vuelvan, cuándo, de qué modo han de perecer, visto qué haya en ellas mortal y caduco, qué divino y eterno, y casi aprehendido al mismo que las modera y rige, y se haya reconocido ciudadana, no de un lugar circundado de murallas, sino de todo el mundo, como de la ciudad única; ella, en esta magnificencia de las cosas, y en esta vista y conocimiento de la naturaleza, ¡dioses inmortales! ¡cómo se conocerá ella misma, según preceptuo Apolo Pitio? ¿Cómo despreciará, cómo desdeñará, cómo tendrá por nada aquellas cosas que son dichas amplísimas por el vulgo?

Y cercará todas estas cosas, como con una muralla, con el método de disertar, con la disciplina y la ciencia de juzgar lo verdadero y lo falso, y con un arte de entender qué siga a cada cosa y qué sea contrario a cada una. Y cuando se haya sentido nacida para la sociedad civil, reputará que no sólo debo usar de sí en aquella sutil disputación, sino también en un lenguaje perpetuo más ampliamente difundido, con el cual rija a los pueblos, con el cual haga estables las leyes, con el cual castigue a los no probos, con el cual defienda a los buenos, con el cual alabe a los claros varones, con el cual, de una manera apta para persuadir, ofrezca a sus conciudadanos preceptos de salud y de gloria, con el cual pueda exhortar al honor, retraer del vicio, consolar a los afligidos, y publicar en monumentos sempiternos, con la ignominia de los no probos, los hechos y los proyectos de los fuertes y de los sabios. Tantas y tan grandes como sean las cuales cosas, que han de ser bien vistas estar en el hombre por aquellos que quieran conocerse ellos mismos, la sabiduría es la productora y la educadora de ellas.

Atico.- Ha sido alabada, ciertamente, por ti con gravedad y verdad. Pero ¿adónde van a parar estas cosas?

Marco.- Primeramente, Pomponio, a aquellas de que hemos de tratar ahora, las cuales pretendemos que son tan grandes; porque no lo serán, a no ser que aquellas de donde ellas dimanan fueren amplísimas. Después, obro tanto con gusto como, según espero, rectamente, cuando no puedo pasar en silencio aquella por el estudio de la cual soy retenido y que me ha hecho aquel que soy.

Atico.- Lo haces, en verdad, tan merecidamente como por ti mismo; y ello ha debido ser hecho, como dices, en este discurso.


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