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III

III.- EL ARTE Y LA SABIDURÍA CONSTITUCIONALES

Cuando en un país estalla y triunfa la revolución, el derecho privado sigue rigiendo, pero las leyes del derecho público yacen por tierra, rotas, o no, tienen más que un valor provisional, y hay que hacerlas de nuevo.

La revolución del 48 planteaba, pues, la necesidad de instaurar una nueva Constitución escrita, y el propio rey se encargó de convocar en Berlin la Asamblea Nacional, encargada de estatuir esta nueva Constitución, como primero se dijo, o de pactarla con él, que fue la fórmula empleada más tarde.

Ahora bien, ¿cuándo puede decirse que una Constitución escrita es buena y duradera?

La respuesta, señores, es clara, y se deriva lógicamente de cuanto dejamos expuesto; cuando esa Constitución escrita corresponda a la Constitución real, a la que tiene sus raíces en los factores de poder que rigen en el pais. Allí donde la Constitución escrita no corresponde a la real, estalla inevitablemente un conflicto que no hay manera de eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que sucumbir ante el empuje de la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes en el país.

¿Qué debió suceder entonces al triunfar la revolución de 1848?

Pues, sencillamente, debió anteponerse a la preocupación por hacer una Constitución escrita, el cuidado de hacer una Constitución real y efectiva, desarraigando y desplazando en beneficio de la ciudadania las fuerzas reales imperantes en el país.


1.- Lo que debió hacerse el 48

El 18 de marzo demostró, sin duda, que el poder de la nación era ya, de hecho, mayor que el del Ejército. Después de una larga y sangrienta jornada, las tropas no tuvieron más remedio que ceder.

Pero recuerden ustedes aquello que decíamos de que entre el poder de la nación y el poder del Ejército existe una diferencia notable que explica el que el poder del Ejército, aunque en realidad sea menor, resulta a la larga más eficaz que el poder, mucho más grande en verdad, de la nación.

La diferencia a que aludimos consiste, como recordarán ustedes, en que el poder de la nación es un poder desorganizado, inorgánico, mientras que el poder del Ejército constituye una organización perfecta, puesta en pie y preparada para afrontar la lucha en todo momento, razón por la cual es siempre, a la larga, como hemos dicho, más eficaz y acaba siempre, necesariamente, dando la batalla a las fuerzas aunque más pujantes, inorgánicas, y dispersas del país, que sólo se aglutinan y unen en momentos contados de gran emoción.

Si se quería, pues, que la victoria arrancada el 18 de marzo no resultase forzosamente estéril para el pueblo, era menester haber aprovechado aquel instante de triunfo para transformar el poder organizado del Ejército tan radicalmente que no volviera a ser un simple instrumento de fuerza puesto en manos del rey contra la nación.

Era necesario, por ejemplo, haber limitado a seis meses el tiempo de permanencia en las filas, pues la brevedad de este plazo, que según las mayores autoridades militares basta y sobra para dar al soldado una instrucción militar perfecta, evitaria, por otra parte, que se le infundiese ningún espíritu de casta; lejos de eso, permitiría renovar constantemente el Ejército con contingentes del pueblo, transformándolo ya por este solo hecho de Ejército del rey en Ejército de la nación.

Era necesario haber dispuesto que la baja oficialidad, hasta el grado de coronel inclusive, no fuese nombrada de arriba a abajo, sino elegida por los propios cuerpos de tropa, para que estos cargos no se proveyesen con intenciones hostiles al pueblo, y no se contribuyera de este modo a seguir haciendo del Ejército un instrumento ciego de poder en manos de la monarquía.

Era necesario haber sometido al Ejército, respecto de todos aquellos delitos y transgresiones que no tuviesen carácter puramente militar, a los Tribunales ordinarios de la nación, para que de este modo fuera acostumbrándose a sentirse parte del pueblo y no una institución de mejor origen, una casta aparte.

Era necesario, finalmente, haber colocado los cañones y las armas, que sólo deben servir a la defensa del país, en la medida en que no fuesen estrictamente indispensables para la instrucción militar, bajo la custodia de las autoridades civiles, elegidas por el pueblo. Con una parte de esta artillería debieron formarse secciones especiales de la milicia nacional, para de este modo restituir también a manos del pueblo, a quien pertenecen, los cañones, este importantísimo fragmento de Constitución (12).

Nada de esto se hizo, señores, ni en la primavera ni en el verano de 1848, y no habiéndose hecho, ¿podemos extrañamos de que en noviembre del mismo año empezara a cancelarse y a demostrarse estéril la revolución? No, no podemos extrañamos, pues esto no era más que la consecuencia necesaria, inevitable, del error de haber dejado intactos dentro del país todos los factores reales de poder.

Y es que los reyes, señores, tienen mejores servidores que ustedes. Los servidores de los reyes no son retóricos, como lo suelen ser los del pueblo. Son hombres prácticos, que poseen el instinto de saber lo que la hora exige. El caballero Manteuffel no era, ciertamente, un gran orador. Pero era un hombre de realidades. Cuando, en noviembre de 1848, puso fin a la Asamblea nacional y sacó los cañones a la calle, ¿qué fue lo que creyó más urgente hacer? ¿Poner por escrito una nueva Constitución, una Constitución reaccionaria? ¡Oh, nada de eso, para eso tenia tiempo! Lejos de ello, hasta condescendió a otorgar a ustedes, en diciembre de 1848, una Constitución escrita bastante liberal. ¿Qué fue, pues, lo que en aquel mes de noviembre estimó de más urgencia, en qué consistió su primera medida? Pues consistió, señores, ustedes lo recuerdan, en desarmar a los ciudadanos, en despojarlos de las armas. Ven ustedes cómo, señores, aquel servidor de la monarquia nos trazaba, desde su punto de vista, el camino acertado: desarmar al adversario vencido es el deber primordial de todo vencedor, si no quiere que la guerra vuelva a estallar en el momento menos pensado.


2.- Consecuencias

Al comenzar nuestra investigación, señores, hemos procedido lentamente, con mucha cautela, hasta llegar al verdadero concepto de Constitución. Tal vez a algunos de los que me escuchan se les hiciera el camino un poco largo. Pero ya ven ustedes cómo, una vez en posesión de este concepto, las cosas se han desarrollado aceleradamente, con qué rapidez se nos han ido revelando, una tras otra, las consecuencias más sorprendentes y cómo ahora podemos enfocar ya el problema mucho mejor, más claramente y de muy otro modo de lo que se suele hacer, hasta llegar a consecuencias que realmente no se avienen con aquellas que está acostumbrada a aceptar la opinión pública, al enfrentarse con estas cuestiones.

Examinemos ahora brevemente unas cuantas consecuencias más, derivadas de nuestro punto de vista.


A) EL DESPLAZAMIENTO DE LOS FACTORES REALES DE PODER

Hemos visto que en el año 1848 no se adoptó ninguna de aquellas medidas que se imponían para desplazar los factores reales de poder dentro del país, para convertir al Ejército, de un Ejército del rey, en un instrumento de la nación.

Cierto es que fue formulada una proposición encaminada a ese fin y que representaba un primer paso en el camino para su consecución: me refiero a la proposición de Stein, que tendía a sugerir al Ministerio una orden que había de dar a las tropas y que obligaría a todos los oficiales reaccionarios a pedir el retiro. Pero recuerden ustedes, señores, que apenas la Asamblea nacional de Berlín aprobó esta proposición, cuando ya toda la burguesía y medio país alzaron el grito, diciendo: ¡La Asamblea nacional debe preocuparse de hacer la Constitución, y no de andar importunando al Gobierno, no perder el tiempo con interpelaciones, con asuntos que son de la incumbencia del Poder ejecutivo! ¡Hacer la Constitución, y nada más que hacer la Constitución!, se oía gritar por todas partes, como si se tratase de apagar una hoguera.

Como ven ustedes, señores, aquella burguesía, aquel medio país que así gritaba, no tenía ni la más remota idea de lo que real y verdaderamente es una Constitución.

El hacer una Constitución escrita era lo de menos, era lo que menos prisa corría: una Constitución escrita se hace, en caso de apuro, en veinticuatro horas; pero con hacerla nada se consigue, si es prematura.

Desplazar los factores reales y efectivos de poder dentro del país, inmiscuirse en el Poder ejecutivo, inmiscuirse en él tanto y de tal modo, socavarlo y transformarlo de tal manera que se le incapacitara para ponerse ya nunca mas como soberano frente a la nación, esto, lo que se quería precisamente evitar, era lo que importaba y lo que urgia; esto era lo que había que echar por delante para que la Constitución escrita que luego viniera fuese algo más que un pedazo de papel.

Y como no se hizo a su debido tiempo, la Asamblea nacional se encontró con que no la dejaban vagar para poner por escrito tranquilamente su Constitución; se encontró con que el Poder ejecutivo aquel, a quien tanto se preocúpara de respetar, lejos de pagarle en la misma moneda, le daba un puntapié y la mandaba a casa, valiéndose de aquellas fuerzas que, con delicadeza exquisita, no le había querido menoscabar.


B) CAMBIOS EN EL PAPEL

Segunda consecuencia. Supongamos por un momento que la Asamblea Nacional no hubiera sido disuelta, sino que hubiera llegado, sin contratiempo, al término del viaje, a elaborar y votar una Constitución.

De haber ocurrido así, ¿qué habría cambiado sustancialmente en la marcha de las cosas?

Absolutamente nada, señores: no habría cambiado absolutamente nada, y la prueba la tienen ustedes en los mismos hechos. Cierto es que la Asamblea nacional fue licenciada, pero el propio rey, recogiendo los papeles póstumos de la Asamblea nacional, proclamó el 5 de diciembre de 1848 una Constitución que en la mayorla de los puntos correspondía exactamente a aquella Constitución que de la propia Asamblea Constituyente hubiéramos podido esperar.

Fíjense ustedes bien. Esta Constitución era el propio rey quien la proclamaba; no se le obligaba a aceptarla, no se le ímponía, la decretaba él voluntariamente, desde su plataforma de vencedor. A primera vista, parece como si esta Constitución, por haber nacido así, hubiera de ser más viable y vigorosa.

Pero no hay nada de eso. ¡Antes al contrario! Ya pueden ustedes plantar en su huerto un manzano y colocar un papel que diga: Este árbol es una higuera. ¿Bastará con que ustedes lo digan y lo proclamen para que se vuelva higuera y deje de ser manzano? No. Y aunque congreguen ustedes a toda su servidumbre, a todos los vecinos de la comarca, en varias leguas a la redonda, y les hagan jurar a todos solemnemente que aquello es una higuera, el árbol seguirá siendo lo que es, y a la cosecha próxima lo dirán bien alto sus frutos, que no serán higos, sino manzanas.

Pues lo mismo acontece con las Constituciones. De nada sirve lo que se escriba en una hoja de papel si no se ajusta a la realidad, a los factores reales y efectivos de poder.

Con aquella hoja de papel que lleva la fecha del 5 de diciembre de 1848, el rey, espontáneamente, se avenía a un gran número de concesiones, pero todas ellas chocaban contra la Constitución real, es decir, contra los factores reales de poder que el rey seguía teniendo, íntegros, en sus manos. Y con la misma imperiosa necesidad que envuelve la ley de la gravitación, tenía que ocurrir lo que ocurrió, que la Constitución real fuese abriéndose camino, paso a paso, hasta imponerse a la Constitución escrita.

Y así, a pesar de haber sido aprobada por la Asamblea revisora la Constitución del 5 de diciembre de 1848, el rey no tardó en verse movido, sin que nadie se lo impidiese, a ponerle la primera cortapisa, con la ley electoral de 1849, por la cual se implanta en el censo la división tripartita de que más arriba hablábamos. La Cámara creada con ayuda de esta ley electoral era el instrumehto con el cual podían introducirse en la Constitución las reformas más urgentes y sustanciales, para que el rey pudiese jurarla en el año 1850, y ya una vez jurada, seguir cortándola y menoscabándola sin ningún pudor. Desde 1850 no pasa un año en que no se ponga alguna cortapisa a la Carta constitucional. No hay bandera, por vieja y venerable que sea, por cientos de batallas que haya presidido, que presente tantos agujeros y jirones como nuestra famosa Constitución.


C) LA CONSTlTUCIÓN VIGENTE DESAHUCIADA

Tercera consecuencia. Como saben ustedes, señores, hay en nuestra ciudad un partido cuyo órgano en la Prensa es el Volkische Zeitung, un partido que se agrupa con angustia febril y ardoroso celo en torno a ese guiñapo de bandera, en torno a nuestra agujereada Constitución, partido al que le gusta llamarse, por esto mismo, el de los leales a la Constitución y cuyo grito de guerra es: ¡Dejadnos nuestra Constitución, por lo que más queráis; la Constitución, nuestra Constitución, socorro, auxilio, fuego, fuego!

Cuando ustedes, señores, donde y cuando quiera que ello sea, ven que se alza un partido que tiene por grito de guerra ese grito angustioso de ¡agruparse en torno a la Constitución! ¿qué piensan, qué debemos todos pensar? Al hacer a ustedes esta pregunta, señores, no apelo a sus deseos, no me dirijo a ustedes llamando a su voluntad. Les pregunto, pura y simplemente, como a hombres conscientes: ¿Qué inferirán ustedes, qué deberá nesesariamente inferirse de espectáculo semejante?

Estoy seguro, señores, de que, sin necesidad de ser profetas, dirán, cuando tal observen: esa Constitución está dando las boqueadas; ya podemos darla por muerta, unos cuantos años más y habrá dejado de existir.

La razón es sencillísima. Cuando una Constitución escrita corresponde a los factores reales de poder que rigen en el país, no se oye nunca ese grito de angustia. Ya todos se cuidarán mucho de acercarse demasiado a semejante Constitución, de no guardarle el respeto debido. Con Constituciones de éstas, a nadie que este en su sano juicio se le ocurre, jugar, si no quiere pasarlo mal. Con ellas no valen bromas. No, allí donde la Constitución escrita refleja los factores reales y efectivos de poder, no se dará jamás el espectáculo de un partido que tome por bandera el respeto a la Constitución. Mala señal que ese grito resuene, pues ello es indicio seguro e infalible de que es el miedo quien lo exhala. indicio infalible de que en la Constitución escrita hay algo que no se ajusta a la Constitución real, a la realidad, a los factores reales de poder. Y si esto sucede, si este divorcio existe, la Constitución escrita está perdida, y no hay Dios ni hay grito capaz de salvarla.

Esa Constitución podrá ser reformada radicalmente, girando a derecha o a izquierda, pero mantenida, nunca. Ya el solo hecho de que se grite que hay que conservaria es clara prueba de su caducidad, para cualquiera que sepa ver claro. Podrá desplazarse hacia la derecha, si el Gobierno cree necesaria esta transformación para oponer la Constitución escrita, aconsonantándola con los factores reales de poder, al poder organizado de la sociedad. Otras veces es el poder inorgánico de ésta el que se alza para demostrar una vez más que es superior al poder organizado. En este caso, la Constitución se transforma y se cancela girando a la izquierda, como antes en sentido derechista. Pero tanto en uno como en otro caso, la Constitución perece, está perdida y no hay quien la salve.


IV.- CONCLUSIONES PRÁCTICAS

Si ustedes, señores, no se han limitado a seguir y meditar cuidadosamente la conferencia que he tenido el honor de desarrollar aqui, sino que, llevando adelante las ideas que la animan, deducen de ellas todas las consecuencias que entrañan, se hallarán en posesión de todas las normas del arte y de la sabiduria constitucionales. Los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder: la verdadera Constitución de un pais sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese pais rigen, y las Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social, de ahí los criterios fundamentales que deben ustedes retener. En esta conferencia me he limitado a desarrollarlos de un modo especial en relación con el Ejército. Por dos razones: la primera es que la premura del tiempo no me permitiría más, y la segunda que el Ejército constituye el más importante y decisivo de todos los resortes del poder organizado. Pero ya comprenderán ustedes, sin necesidad de que yo se los explique, que lo mismo que hemos dicho del Ejército acontece con la organización de los funcionarios de justicia, los empleados de la administración pública, etc.; también éstos son resortes orgánicos de poder de una sociedad. Si no olvidan ustedes esta conferencia, señores, y vuelven a verse alguna vez en el trance de tener que darse a sí mismos una Constitución, espero que sabrán ustedes ya cómo se hacen estas cosas, y que no se limitarán a extender y firmar una hoja de papel, dejando intactas las fuerzas reales que mandan en el país.

Hasta que ese día llegue, y provisionalmente, para el uso diario, como si dijéramos, esta conferencia servirá también para abrirles los ojos, aunque yo no haya aludido a ello, acerca de la verdadera necesidad a que responden esos nuevos proyectos militares de aumentos de efectivos que reclaman su aprobación. Ustedes mismos sin más que aplicar lo que han oído aquí, pondrán el dedo en la fuente recóndita de que brotan esas reformas solicitadas.

La monarquía, señores tiene servidores prácticos no retóricos y grandes oradores, servidores prácticos como yo los desearía para ustedes.

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