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EL ARBITRO JUDICIAL

1. Jurisprudencia humana

Una figura peculiar dentro de la magistratura judicial es la del francés Magnaud, presidente del Tribunal de Primera Instancia de Chateau-Thierry. Este juez inició hace unos cuantos decenios un tipo dc jurisprudencia a la que él mismo dió el nombre de humana. Se hizo popular con un asunto criminal, que de por sí no podía ser más sencillo. Se trataba de una muchacha que, impulsada por el hambre, había sustraído un pan de una panadería para comerlo con su familia, siendo acusada dc robo. El Código penal francés no admite la eximente del estado de necesidad. El recurso de acogerse a la irresponsabilidad del acusado falla muchas veces. Magnaud absolvió a la muchacha, alegando que nadie debía pasar hambre no siendo por su culpa y, que el juez debía interpretar y aplicar la ley en un sentido humano. El Tribunal de apelación revocó la sentencia y condenó a la procesada. Pero Magnaud siguió ejerciendo sus funciones en el sentido indicado, lo mismo en materia penal que en materia civil.

Concedía una acción de daños y perjuicios contra el que seducía a su novia y luego la abandonaba; hacía a los ferrocarriles, imperativamente, responsables por los contratos de transporte; suavizaba el carácter estrictamente unilateral del régimen matrimonial de bienes vigente en Derecho francés y seguía, en general, no pocas veces- seguramente sin advertirlo- las huellas del moderno Derecho civil alemán. Machos alababan a este juez y le llamaban le bone juge; otros, en cambio, incluyendo a casi toda la jurisprudencia francesa, se mostraban adversos a este modo de administrar la justicia.

Muchas sentencias de este juez han sido recogidas en varios volúmenes. El mismo publicó en lengua alemana, hace unos veinte años, en una revista que ha dejado de editarse, su modo de concebir la magistratura judicial. Pero, en sus manifestaciones no acierta a remontarse sobre el simple tópico de la humanidad. ¿En qué se conoce cuándo una sentencia es humana? ¿En qué consiste la humanidad y cómo puede razonarse este pensamiento?

Si damos un trato humano a un delincuente común, podemos fácilmente pecar de inhumanos contra su víctima y, en último resultado, contra la propia sociedad. El favorecer unilateralmente a una de las partes no puede ser la misión de un juez justiciero. También el postulado de humanidad, evidente de suyo, necesita apoyarse y fundamentarse en un criterio racional de enjuiciamiento.

A pesar de todo, este tópico se ha abierto paso de diversos modos. Hace algunos años, se publicó en la Deutsche Juristen Zeitung un caso comentado desde diversos puntos de vista por los lectores bajo el título de Destrucción de objetos por humanidad. Un perrito había caído en una alcantarilla, de donde no era posible sacarlo. Los bomberos, después de intentar en vano salvarlo, enchufaron las bombas de agua en la alcantarilla y ahogaron al perro, librándolo así de sufrir inútilmente. El dueño del perro pidió una indemnización y se planteó también el aspecto penal del asunto.

El honroso sentimiento de humanidad no resuelve esos problemas jurídicos. ¿Qué sentimiento humano es el que debe tomarse en consideración? Evidentemente, aquel que responda a un fundamento objetivo. He aquí cómo la cuestión más sencilla nos lleva necesariamente, salvando el peligro de la mera fraseología, a nuestro problema de lo fundamentalmente recto. Y la solución, en este punto, sólo puede consistir en que el derecho exclusivo del propietario no puede conver tirse en un capricho subjetivo y arbitrario. En nuestro ejemplo, su afán de impedir la muerte del perro y la demanda de indemnización consiguiente aparecen informados, en última instancia, por la directriz formal de un capricho puramente subjetivo. En efecto no tiene ninguna razón objetiva de ser el aferrarse a un derecho real cuando, según las circunstancias del caso, la posibilidad de recobrar el objeto sobre que recae se halla completamente excluída.


2. El derecho de libre interpretación judicial

A poco de entrar en vigor el Código civil alemán que rige desde el 1 de enero de 1900, se formó en Alemania una corriente jurídica a la que se da, desde entonces, el nombre de movimiento del Derecho libre. Esta tendencia no se distingue sustancialmente de la seguida por el juez Magnaud, a que nos hemos referido más arriba, aunque surgió y se desarrolló por cuenta propia, sin invocar y tal vez sin conocer la actuación de este juez. El criterio fundamental que informa esta corriente es que el juez, al fallar los litigjos que se le someten, debe proceder con absoluta libertad. La ley, con su articulado plasmado técnicamente, sólo puede expresarse en términos optativos, limitándose a formular propuestas, por decirlo así. Tan pronto como el resultado que de ella se derive en el caso concreto no parezca acertado, el juez debe considerar autorizado y a la par obligado a apartarse de ella y fallar libremente.

El movimiento del Derecho de libre interpretación surgió, principalmente, en la práctica jurídica, sobre todo entre los abogados. Llegó a adquirir gran extensión, en la época indicada, pero luego decayó y parece que se halla ya en franco deacenso. No tenemos por qué seguirlo aquí, en la parte en que se limita a criticar algunas sentencias judicialea vueltas, aunque sean de la suprema jurisdicción. Pero si debemos analizarlo críticamente, en lo que tiene de método de alcance general, de concepción fundamental tanto de la función del juez como del papel del legislador.

Se ha dicho si estaríamos, sencillamente, ante un renacimiento de la jurisdicción del Pretor. No estará demás, pues, recordar brevemente aquella modalidad de creación de Derecho y administración de justicia, para llegar luego, por la vía del análisis sistemático, a conclusiones prácticas y teóricas respecto al movimiento del Derecho de libre interpretación.

Antes, conviene indicar que una corriente análoga al movimiento del Derecho libre es la llamada jurisprudencia sociológica. También ésta sostiene que el juez no debe atenerse tanto a las normas fijas de carácter jurídico como a su libre apreciación de la vida económica.

Este criterio presenta dos matices distintos.

Unas veces, se indaga el llamado Derecho vivo. Hay normas que perduran en el Derecho vigente sin haber sido aplicadas jamás. En Derecho hereditario, por ejemplo, hay numerosos artículos, sobre todo en lo que se refiere a la interpretación de los testamentos, sin valor alguno, porque no se aplican nunca. El usufructo de objetos concretos carece casi de toda importancia práctica. De los negocios jurídicos de comisión se dice que van desapareciendo gradualmente. La institución específica del contrato de depósito es superflua, pues los contratos de alquiler, mandato y scrvicios permiten alcanzar todos los fines perseguidos por aquél. En cambio, surgen constantemente nuevos tipos de contrato que no figuran en el Código, y en general puede decirss que la legislación va renqueando detrás del pulso de la vida real. Contra este modo jurídico de ver, nada puede objetarse. Lo que pasa es que presupone precisamente la posibilidad de un conocer y un enjuiciar jurídicos de carácter científico. El criterio a que nos referimos se reduce a subrayar ciertos problemas concretos, que pueden, sin duda, ser muy interesantes.

Lo que ya no resulta tan claro es esa referencia pretendidamente autoritaria a los fenómenos económicos como las normas decisivas para el juez. Aquí hay un error, que el análisis crítico debe despejar. Los fenómenos económicos no tienen una existencia substantiva e indendiente del orden jurídico a que se hallan sujetos. Sólo se los puede coneebir en un plano de ejecución del Derecho vigente allí donde se producen. Si suprimimos estas posibilidades jurídicas, por ejemplo, la propiedad, los contratos, el dinero, etc., no quedará en pie absolutamente nada del punto de vista económico. En cambio, el punto de vista jurídico es independiente de toda proyección económica. De aquí se deduce que el criterio fundamental para estudiar la actuación del juez estriba en el conocer y el enjuiciar jurídicos. Que en la aplicación de este método puede ser útil, en los casos concretos. observar los fenómenos económicos, se comprende perfectamente, pero esto no significa ningún camino fundamentalmente nuevo en la función del llamado a velar como juez por la convivencia jurídicamente ordenada.

3. El Pretor

La actuación peculiar del Pretor respondía a las condiciones especiales de la antigua Roma. Al fundarse, esta magistratura judicial sólo era asequible a los patricios, a la nobleza ptimitiva. Su competencia abarcaba la jurisdicción ordinaria en asuntos civiles. En el ejercicio de sus funciones, el Pretor estaba obligado, naturalmente, a observar y guardar las leyes generales del Estado. Base de estas leyes eran las XII Tablas, aquella curiosa codificación que sigue siendo todavía hoy un misterio, pues nunca ha podido saberse claramente cómo en una colectividad como la de la antigua Roma, que en conjunto presentaba, indudablemente, un nivel cultural bastante bajo, pudo surgir una legislación concebida y formulada con tanta claridad. La tentativa de situar sus orígenes en una fecha posterior no puede considerarse acertada. Lejos de ello, en la época histórica se veía ya que el contenido de las XII Tablas empezaba poco a poco a envejecer. Roma crecía y su influencia hacia el exterior era cada vez mayor. Dejaba de ser una pequeña colonia campesina para desarrollar u tráfico y un comercio cada día más intensos en todas las direcciones a que llegaban las actividades de la época. Las luchas contra la plebe, que era la nueva nobleza y los patres, no cesaban; las complicaciones guerreras en el exterior no tenían fin, y el templo de Jano, en el que se imploraba la paz, estaba constantemente abierto. Todo esto hacía que, de una parte, el desarrollo perogresivo del derecho antiguo respondiese a una evidente necesidad, mientras que, de otra parte, existían las mayores dificultades para que los Comicios pudiesen acometer la reforma constante de las leyes. Esto impuso a los pretores una misión especial en sus actividades judiciales, la cual influyó considerablemente, a su vez, en el carácter de estas actividades.

El punto jurídico de apoyo para la peculiar actuación de los pretores lo daba el hecho de que el Pretor figuraba entre los titulares del poder público, el populus romano le confirió el imperium para el ejercicio de su cargo. Esto permitía al Pretor, mientras estuviese en funciones, seguir para el enjuiciamiento de los litigios ordinarios del Derecho civil normas distintas a las prescritas por el ius civile. A juzgar por lo que de esto nos dicen las fuentes, el pretor era, por lo que a esto se refiere, libre, en el sentido de que no necesitaba invocar ninguna razón.

Ya hemos recordado más arriba (III, 4) que el Derecho romano se asimiló a lo largo del tiempo las mejores y más probadas instituciones de los pueblos de la antigüedad, estructurándose incluso en el campo de Derecho privado de un modo abstracto. El camino para esto lo facilitó precisamente la jurisdicción del Pretor, cuya posición formal, a la que acabamos de aludir, se traducía en importantes consecuencias materiales. Tal acontecía, por ejemplo, con los viejos requisitos formales del primitivo Derecho romano. Los requisitos de la in iure cessio y la mancipatio para adquirir la propiedad pasan a segundo plano y el Pretor se contenta con el hecho de la tradición, exenta de toda formalidad, para reconocer y garantizar la posición jurídica del poseedor en caso de litigio, exactamente lo mismo que si fuese propietario. El régimen agnaticio de las XII Tablas no reconocía derechos hereditarios entre madre e hijo, pero el Pretor les concedía, a condición de que se presentasen dentro de plazo, la bonorum possesio, ni más ni menos que si fuesen herederos con arreglo a la ley. de este modo, fue produciéndose un desdoblamiento entre el derecho legal y el Derecho pretorio, que era el que prácticamente decidía en cuanto a los intereses.

Sin embargo, el Pretor sólo gozaba de tan amplia libertad siempre y cuando que no se hubiese pronunciado ya acerca de una cuestión jurídica. En otro caso, se hallaba vinculado a la norma establecida mientras permanecía en el cargo. Su sucesor era perfectamente libre y podía sentar normas distintas. Pero, en la práctica, los Edictos enm los que un Pretor formulaba las normas jurídicas establecidas por él formaban una masa cerrada que venía a ser una especie de Código acrecentado sin cesar y que pasaba de un Pretor a otro, renovándose formalmente todos los años.

Esta libertad judicial del Pretor encerraba peligros incluso para él. Fácilmente podían surgir recelos contra su actuación. Los Tribunales del Pueblo podían vetar sus fallos y la publicidad plena de la administración de justicia en el Foro romano le colocaba, por así decirlo, bajo la vigilancia de la colectividad. Indudablemente, en los tiempos antiguos el ejercicio de las funciones judiciales del Pretor se guiaba por una prudente objetividad, a la que servía de sostén, en lo exterior, la modestia de las condiciones de la época. No se tiene noticia de ningún proceso criminal en el que el Pretor fuese condenado, por abusar de sus funciones, a ser arrojado de la de la roca Tarpeya. Pero la firmeza de los viejos tiempos fue relajándose poco a poco. En la época de Sila se dictó una ley que prohibía expresamente a los Pretores apartarss de las normas establecidas ya en sus Edictos. No sabemos hasta qué punto sería esto un remedio eficaz.

Con el Principado, le salió a la jurisdicción dc los Pretores una competidora en la jurisdicción de los funcionarios imperiales. Los magistrados republicanos, aunque subsistentes, fueron perdiendo constantemente influencia, en la práctica las intervenciones judiciales al modo antiguo habían quedado casi completamente eliminadas por los edicta tralaticia, a que nos hemos referido ya. La codificación de todo el derecho pretorio de interés práctico para formar el Edictum perpetuum, en la época de Adriano, liquidó en lo fundamental aquella antigua y curiosa mezcla de creación de derecho y administración de justicia.

El Pretor y su magistratura judicial constituyen una fase interesantísima en la evolución del Derecho romano. Jamás se ha vuelto al régimen aquel. En los movimientos y en las propuestas de los tiempos actuales no se admite tampoco el punto de vista peculiar de aquella época histórica.


4. Sobre El estadista de Platón

La característica esencial del movimiento del Derecho de libre interpretación consiste en que pretende suprimir en absoluto los preceptos del Derecho imperativo. Si se limitase a pedir que el número de estos preceptos se redujese, no pasaría de ser un criterio relativo a cuestiones de detalle, que no podría reivindicar un interés general en cuanto a la concepción fundamental del Derecho y la justicia.

Algunos de los adversarios de esta corriente han creído impugnarla alegando que es inadmisible, puesto que pone al juez por encima de la ley. Esto no es cierto. El movimiento del Derecho de libre interpretación pide, por el contrario, que sea la propia ley la que señale las facultades del juez. A su juicio, la ley debe hacer extensivo a todos los casos, con carácter general y absoluto, las normas en quc hoy encomienda al juez fallar con arreglo a la buena fe y al Derecho justo en general. Mientras la ley no haga esto, aquel movimiento no discute que el juez se halla, indudablemente, obligado por los preceptos imperativos de la ley y que es precisamente ésta la que debe eximirle de esa supeditación.

Pero esto tropieza con las más serias objeciones. Los preceptos que nuestra legislación establece para detenninados casos de un modo tan imperativo, que no deja el menor margen al arbitrio judicial, proceden de una vieja y probada experiencia. Así, por ejemplo, cuando el Código civil dice (art. 544) que el inquilino de uua vivienda malsana puede rescindir el eontrato sin sujetarse, a plazo alguno, aun cuando al cerrar el contrato conociese las condiciones antihigiénicas de la vivienda o hubiese renunciado a invocarlas, es indudable que no deja margen para enjuiciar la conducta del arrendatario con arreglo a la buena fe. Si se permitiese presentar y discutir alegaciones dilatorias de este género, no sería posible luchar contra las viviendas malsanas con la energía expeditiva con que quiere luchar la ley. La prohibición de toda restricción contractual puesta a la libertad de testar (Código civil, art. 2302) salvaguarda el respeto debido a la última voluntad del testador mejor que lo haría la apteciación de las circunstancias del caso con arreglo al libre arbitrio, y se comprende fácilmente porqué los romanos declaraban contra bonas mores hasta la mera posibilidad de un pacto hereditario. Ejemplos de éstos para probar la conveniencia de las normas legales de carácter imperativo podrían ponerse a montones.

En ciertas cuestiones jurídicas, sería sencillamente imposible pretender juzgar el caso concreto con arreglo al libre arbitrio del juez. Tal, por ejemplo, cuando se trata de señalar plazos o límites de edad. Aquí entra en juego lo que ya Jhering llamó el requisito de la practicabilidad del Derecho. Tratándose de la declaración de mayoría de edad de un menor, podrá el tribunal tutelar examinar lo que mejor convenga a aquél, según las circunstancias especiales del caso concreto (Cód. civil arts. 3-5). En cambio, sería sencillamente grotesco pretender que se dejasen al libre arbitrio del juez, en el sentido de la corriente jurídica que venimos criticando, las cuestiones de la mayoría de edad en general, de la capacidad para el matrimonio, de la capacidad para testar, de la capacidad para ejercitar los derechos electorales activos y pasivos, etc.

Tanto en el comercio jurídico como en la práctica judicial, no es posible prescindir de las formalidades y de los plazos imperativos, si no se quieren ver reinar la inseguridad y el desorden. no representaría, por ejemplo, ningún progreso para la vida comercial la supresión del rigor cambiarios, dejar que se juzgase con arreglo a la buena fe si una letra de cambio o un cheque han sido librados válidamente o aquélla protestada dentro del plazo. Los preceptos imperativos sobr prescripción y los plazos forzosos qie la ley establece en interés de la seguridad del comercio jurídico. y no es posible renunciar a los requisitos formales en el otorgamiento de disposiciones de última voluntad o en el modo de llevar los registros judiciales, sin correr el riesgo de falsificaciones y de la incertidumbre en cuanto a los efectos jurídicos.

Tampoco en los fallos de la jurisdicción contenciosa se puede confiar en el principio del arbitrio judicial, el cual sólo puede dar resultados verdaderos y satisfactorios cuando haya razones para suponer que los órganos del Estado llamados a administrar justicia son realmente competentes para el desempeño de esa misión.

No existe, pues, ninguna razón que justifique, en las condiciones actuales, el criterio unilateral de la escuela del Derecho de libre interpretación. Un buen legislador utilizará cabalmente ambos medios y caminos: el de los preceptos de carácter imperativo y el de los de carácter dispositivo. No hay ningún Derecho histórico que no proceda asi (v. infrá. VIII, 2). El arte del legislador consiste precisamente en saber trazar, en cada situación dada, la línea divisoria entre ambas posibilidades. Todo gira, necesariamente, en torno a una cuestión de cantidad y de proporción entre ambos métodos. Con lo cual los postulados del Derecho libre quedan reducidos a simples postulados limitados y concretos y pierden, como dccíamos al comienzo de este apartado, el valor de doctrinas de principios.

Todo esto hubo de ser subrayado ya, en el fondo, por Platón, cuya obra sobre el Estadista es de provechosa lectura para este problema y cuya tesis podemos transcribir aquí como resumen de cuanto queda dicho:

Pero lo mejor es que el poder no corresponda a las leyes, sino al hombre sabio designado por el rey. La ley no puede abarcar lo más justo para todos, porque los hombres y sus actos son demasiado diferentes entre sí y nada se está quieto, por decirlo así, en las cosas humanas. Sin embargo, vemos que la ley, como esos hombres satisfechos de sí mismos y faltos de ventura, quiere que todo se haga como ella lo dispone, no quiere que se consulte a nadie, aun cuando alguien tenga que decir algo nuevo y mejor; no quiere más orden que el establecido por la misma ley.

No obstante esto, es necesario que haya leyes. Al legislador le pasa como a los que prescriben reglas de ejercicios físicos adaptables a muchos. Creen que es posible desarrollarlos en detalle para que se adapten exactamente al cuerpo de cada cual; creen que es así, burdamente como pueden hacerse extensivas a muchos las reglas del ejercicio corporal.

Pero quien se atreva a atentar sin razónn alguna contra las leyes que responden a una larga experiencia y en las que siempre algunos consejeros han dejado oír su consejo racional, cometerá, para no incurrir en un error, otro mucho más grande y será para nosotros un obstáculo todavía más embarazoso que los mismos preceptos de la ley.


5. Fallos fundamentados

Nuestras leyes procesales prescriben que los fallos judiciales han de ir acompañados de sus fundamentos (Ley Proc. Pen., art. 313; Ley, Proc. Penal, arts. 3.1 y 266). La ausencia de fundamentos en la sentencia debe ser considerada siempre como una infracción de la ley y justifica la revisión del proceso (Ley Proc. Civil, art. 551, 7; Ley Proc. Pen., artículo 377, 7. V. suprá, V, 3). Esto rige también, evidentemente, en todas las sentencias judiciales basadas en el criterio de la buena fe, de las buenas costumbres, de la equidad, del Derecho justo, en general. Indudablemente, la fórmula de que el juez, en estos casos, falla libremente no es una fórmula muy feliz, en el aspecto a que nos estamos refiriendo. La libertad del juez aparece limitada en el sentido de que tiene que indicar los fundamentos por virtud de los cuales considera fundamentalmente justa o ilegítima una determinada exigencia o denegación.

Si el postulado del Derecho de libre interpretación hubiese de interpretarse en el sentido de que el juez pudiera fallar siempre sin dar razones, esto no representaría ningún progreso. Equivaldría a implantar el sistema de la arbitrariedad. Cuando le preguntasen por las razones de su fallo, el partidario del arbitrio judicial sólo podría contestar como contestó Shakespeare en la comedia de los dos Veroneses: No hay más razón que una razón de mujer: y creo que es así porque a mí me parece así.

Tal vez se nos replique que aquí no se tiende al subjetivismo, y que cuando se libere al juez de los preceptos imperativos será precisamente cuando se alcance lo objetivamente justo, lo cual se derivará del sentimiento natural del Derecho de cada cual.

En realidad, este último giro se emplea con mucha frecuencia. Es usual contraponer el llamado sentimiento del Derecho a las normas del Derecho positivo; y con ello no se trata de expresar simplemente el sentimiento de aprobación o reprobación de un fallo judicial concreto, es decir, una mera emoción subjetiva, sino que pretende elevarse el sentimiento del Derecho a instancia racional, a fuente de lo fundamentalmente justo.

En las sentencias judiciales es más raro encontrarse con la referencia vulgar al sentimiento. Un ejemplo interesante de otro modo de proceder es la sentencia dictada por el Tribunal Supremo alemán en el famoso proceso sobre la fotografía del cadáver del príncipe de Bismarck.

La verdad es que, invocando el sentímiento del Derecho, resulta completamente imposible sustraerse a resultados de validez meramente subjetiva. Nadie nace trayendo al mundo consigo este sentimiento del Derecho. El hombre recién nacido es un ser natural que nada sabe todavía de Derecho ni de justicia. Tiene que adquirir la conciencia de ello. Y nadie podrá afirmar razonablemente que todos los hombres se asimilan esas nociones a través de un proceso uniforme. Este proceso depende en cada hombre de innumerables e incontrolables complicaciones. Y el problema de la rectitud objetiva se plantea aquí, como siempre, en el transcurso de la evolución humana total y por medio de la reflexión crítica.

Además, cuando alguien afirma que precísamente su sentimiento personal del Derecho es el que indica lo que es objetivamente justo, cae en el frecuente error de confundir la génesis y desarrollo de un pensamiento con la que este pensamiento es y significa. Aquella pretensión da ya por supuesta, en su sistemática posibilidad, el pensamiento de lo objetivamente justo. Se halla ya, por tanto, en posesión de este pensamiento. Siendo así, ¿por qué no ha de ser posible, a fuerza de meditar sobre ello, esclarecer la permanente peculiaridad y las condiciones necesarias de dicho pensamiento, del pensamiento de la rectitud objetiva en general, y ponerlo luego en práctica, una vez esclarecido?

El hecho de que este análisis critico y esta introspección reflexiva sean lo posterior en el tiempo, carece de importancia. Tampoco ofrece duda que se echa de menos en muchas sentencias judiciales, excelentes, por lo demás, en cuanto a su contenido material. Hace unos 80 años, un jurista de Baden, publicó una crestomatía de casos jurídicos de la jurisprudencia romana clásica, con arreglo a un plan propio. En ella cada caso aparecía desdoblado, exponiéndose en la primera parte de la obra los hechos y la cuestión jurídica y en la segunda parte, con el número correspondíente, la solución. El resultado era sorprendente. La primera parte se caracteriza por su claridad y su agudeza; la segunda adolece no pocas veces de falta de coordinación y de otros defectos. Con harta frecuencia se echa de menos todo fundamento, y a veces éste es, indudablemente, falso o formalísticamente mezquino. Y, sin embargo, en cuanto al contenido, apenas en ningún caso considera uno justificado apartarse de la decisión.

Seguramente que tal acontece hoy también, por regla general, con los mejores fallos de nuestros Tribunales. Con esto, queda indicado en qué sentido se puede introducir un progreso, progreso tan posible como necesario. Este progreso consiste en que el juez esclarezca críticamente ante sí mismo el contenido de su propio fallo, en que ahonde en los métodos de pensamiento que de aquí resultan, en que lleve a la práctica las condiciones uniformes y siempre reiteradas que informan la rectitud objetiva de las sentencias judiciales.

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