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LA JUSTICIA

I. De la rectitud fundamental de un querer

La palabra justicia tiene dos significados:

1. En un sentido, indica la observancia y la aplicación fiel de un Derecho positivo. El Derecho ha de salvaguardarse, ante todo, contra ingerencias arbitrarias. Este es el sentido que hay que atribuir al Salmo 94, 15, con sus tan conocidas y recias palabras: El Derecho debe mantenerse como tal Derecho, y ganará todos los corazones virtuosos. La observancia de esta modalidad de justicia ha sido ensalzada como una gran virtud en todos los tiempos; en el antiguo Testamento se expresa también esto de un modo magnífico, sobre todo con palabras de Isaías.

2. ¿Por justicia se entiende, en otro sentido, el objeto final del Derecho. Aquí, la palabra justicia expresa la idea de que todo querer jurídico, sin excepción, se halla supeditado a un pensamiento unitario fundamental. A éste hay que atenerse para juzgar el Derecho que surge, como producto histórico. El es el que nos da la pauta para reconocer o rechazar la razón fundamental de un querer jurídico dado.

Es evidente que, para cumplir plenamente su misión, el juez debe profesar activamente ambas modalidades de justicia. Las consideraciones que exponemos a continuación nos dirán cómo tiene que proceder prácticamente, para ello. Comenzaremos describiendo con cierto detalle las dos direcciones de pensamientos a que no puede ser ajeno nadie que se ocupe en lo más mínimo de asuntos jurídicos. Es éste uno de los puntos cruciales de la investigación referente a las actividades del juez.

Las dos direcciones de pensamientos a que nos referimos, son las siguientes:

Lo primero que pregunta cualquiera que razone jurídicamente es sí su querer y su hacer concuerdan o no con el articulado concreto de las normas vígentes. Entonces el juez indaga los artículos del Código, los preceptos de una ley especial, tal vez las normas cristalizadas y técnicamente plasmadas del Derecho consuetudinario.

El resultado a que puede llegarse por este camino no es nunca la meta final absoluta de las consideraciones que en esta materia cabe hacer y que se abren paso siempre. De suyo se comprende que lo que responde a las normas concretas de orden jurídico positivo puede, a pesar de ello, examinarse críticamente para ver si, además, es legítimo, en el plano de los principios. Es necesario que el resultado de las consideraciones jurídicas sea, además, justo.

Este fallo lo emite una instancia nueva y superior, a cuya crítica intrínseca no escapa nÍnguna sentencia judicial. Ningún juez puede dejar de hacerse esa suprema reflexión, si quiere que su magístratura y su actuación especial aparezcan justificadas. Tiene que demostrar que su fallo se halla a tono con Ia justicia objetiva o por qué no pudo ajustarse a ella, por razones convincentes. De otro modo, se vería abochornado escuchando el elogio muy relativo que se hace en el Wilhelm Meister de un burócrata: Un hombre bueno y leal que, preocupado con el Derecho, no alcanza a ver nunca la justicia.

Pero este punto de vista, proyectado sobre los principios, no se circunscribe a lo que queda expuesto. Se traduce, para el juez, como vamos a ver, en una consecuencia práctica inmediata. El legislador, que establece sus normas en forma de preceptos técnicamente moldeados, no puede por menos de comprender que le es imposible abarcar de antemano todos los cabos litigiosos que puedan presentarse. Aunque se apoye en la rica experiencia de un largo pasado, la vida sigue su curso; surgen nuevos problemas, nuevas tareas, planteadas por la nueva situación social. Esto mueve al legislador a seguir un segundo camino, para llegar a buenos resultados. Este camino consiste en encomendarse a las partes interesadas, a sus consejeros y a los juzgadores para que, en los futuros casos litigiosos, indaguen y descubran por sí mismos cuál es, en cada caso, la solución fundamentalmente justa.

Este segundo camino de enjuiciamiento ex aequo et bono aparece desde la antigüedad al Iado del ius strictum. En la terminología jurídica actual, lo mismo que en la jurisprudencia romana, existen muchos términos para expresar esta segunda posibilidad. Se habla de buena fe, criterio de equidad, buenas costumbres, razones importantes, deberes morales, evitacion e abusos, de lo prudencial , o lo viable, etc. Pero todo esto no son más que expresiones inseguras. Todas ellas reflejan el pensamiento objetivo que más arriba expresábamos, como si dijésemos: ¡Juzgad con arreglo a la pauta de la rectitud fundamental!

¿Cómo asegurar metódicamente esto? Para verlo, no tenemos más remedio que remontarnos un poco, en nuestras consideraciones.


2. El método de enjuiciamiento fundamental

El Derecho es una modalidad del querer humano. Más arriba (II), expusimos con toda precisión sus características conceptuales; aquí, se trata de enjuiciar críticamente el contenido del Derecho positivo. Para que una aspiración o una exigencia sean fundamentalmente legítimas, no basta con que existan; tienen que demostrar que son fundadas, en su existencia concreta, a la luz de un criterio fijo.

Pues bien: el pensamiento de la rectitud fundamental de una experiencia de vida concreta consiste en la representación ideal de una armonía completa entre cuantas pretenciones y aspiraciones puedan presentarse. Una voluntad determinada será, por tanto, objetivamente justa cuando se oriente en el sentido de una armonía absoluta con todas las aspiraciones concebibles. Y así, volvemos a preguntamos: ¿es posible esto?

Un fin concreto perseguido dentro de una situación dada no puede encerrar, por su alcance limitado, la ley suprema para toda voluntad imaginable. Esa validez incondicional sólo puede reclamarla para sí un método formal uniforme que trace una directriz en línea recta a las aspiraciones limitadas. Tenemos que representarnos, pues, como pauta ideal, un querer libre de todo lo que hay de peculiar en el querer de cualquier hombre.

Las aspiraciones históricamente dadas de los hombres son todas condicionadas y responden, en su modo real de manifestarse, a fines limitados. Pero media entre ellas una distinción, según la orientación de principio que las infonne y guíe: según que vean su fin último para cuya consecución todos los medios son lícitos en el fin inmediato que persiguen, o, que se orienten en la línea del querer puro, que lleva hacia el infinito. Ambas cosas son posibles; en el primer caso, la aspiración limitada no se considera como materia elaborable, sino como principio del querer; sólo en el segundo caso puede hablarse de la fundamental rectitud de esta aspiración condicionada.

Así, pues, el pensamiento del querer libre sólo indica la noción de un método ideal aplicable uniformemente en todos los casos para enjuiciar aspiraciones materialmente condicionadas. No se trata, aquí, de una libertad causal, sino de un querer intrínsecamente libre. La idea de la libertad de la voluntad no es ninguna fuerza mágica que, saliendo de una situación enigmática, intervenga libremente, con mano fuerte, en la cadena de las causas y los efectos. No se refiere absolutamente para nada a la génesis de una voluntad concreta. Su misión consiste en servir de pauta segura a la que se ajuste en el plano lógico un contenido de voluntad suministrado por la naturaleza.

Queda así esclarecido el método unitario que seguimos incesantemente para juzgar y enjuiciar los fines condicionados. En su aspecto genético, es indudable que las distintas aspiraciones brotan a través de procesos que incumbe a las ciencias naturales analizar; pero, una vez nacidas, así, por vía natural, han de pesarse y medirse en un sentido sistemático. En este método de juzgar, método necesariamente condicionante, la idea abarca, en su pureza, la materia condicionada y funciona prácticamente dentro de la realidad limitada como modalidad absoluta de la conciencia normativa.


3. El ideal social

La ley fundamental sistemática de los fines humanos, la idea de la pureza de voluntad, ha de aplicarse ahora al querer jurídico. Este pertenece al querer social o vinculatorio, que convierte los fines de unos hombres en medios de otros, y viceversa. De aquí se desprende, como misión ideal del Derecho la comunidad de hombres libremente volentes.

Damos a esta fónnula el nombre de ideal social. No es más que una descripción del pensamiento fundamental que acompaña como directriz crítica a todo querer jurídico, cuando se sigue consecuentemente su trayectoria lógica hasta el final. Cuando decimos quc un determinado contenido de Derecho es fundamentalmente justo, o cuando le denegamos esta cualidad, nos limitamos a decir, en último resultado, que este especial querer jurídico sigue o no, en la situación dada de que se trata, el pensamiento de la comunidad.

Tampoco aquí se trata, por consiguiente, de la descripción de ciertos actos jurídicos reales ni del sentido limitado de un contenido cualquiera concreto de Derecho, ni siquiera de ciertos postulados de reformas jurídicas, sino que responde, sencillamente a esta pregunta: ¿cuál es la característica lógicamente condicionante del concepto de la justicia? La contestación es esta: Justicia es la orientación de un determinado querer jurídico en el sentido de la comunidad pura.

Aunque incurramos en una repetición, no del todo superflua, tal vez por la mentalidad hoy reinante, insistiremos en que las afirmaciones que acabamos de dejar sentadas no encierran ninguna utopía, ni la fantasía de ningún Estado ideal. La fórmula del ideal social entraña un seco concepto lógico: no nos dice, por tanto, lo que debiera ser, sino que se limita a reflejar críticamente lo que realmente se piensa cuando se dice, refiriéndose a una aspiración, que es un Derecho fundamentalmente justo.

Una primera aplicación de esto la tenemos en las Constituciones modernas, cuando dicen que nadie podrá ser privado de su legítimo juez y cuando proclaman la igualdad ante la ley. Sería un error pensar que con esto sólo se alude a la abolición del antiguo sistema de Derecho en que la población aparecía dividida en diversos estamentos, cada cual con su propia organización jurídica. La formación de diversos grupos y clases en el seno de una gran comunidad, es inevitable. Más aún; constituiría una intolerable coacción exigir que todos mantuviesen relaciones con todos, sin distinción alguna, cuando los intereses de los hombres se ramifican según los trabajos, los gastos, las capacidades y las demás condiciones de la existencia. El principio de la igualdad ante la ley sólo puede tener un sentido legítimo: la voluntad constante y firme de atenerse al pensamiento mismo del Derecho. El tan discutido artículo de la Constitución no puede siguificar más que esto: que todos los miembros de la comunidad jurídica deben ser tratados siempre con arreglo al Derecho y a la justicia.

Lo opuesto a esto es la arbitrariedad de los encargados del poder, sean varios, muchos o uno sólo; el dar a alguien un trato nacido exclusivamente del capricho subjetivo de otros. En cambio, sería desconocer el pensamiento ideal de la justicia el buscar una igualdad cuantitativamente externa y de carácter mecánico, por decirlo así, en cuanto a la materia de la voluntad.

La práctica judicial ha intentado repetidas veces rectificar esta inadmisible confusión. Una jurisprudencia especialmente copiosa, en este aspecto, es la del Tribunal Supremo suizo, al que incumbe velar por que los cantones cumplan el artículo de la Constitución federal que proclama la igualdad ante la ley. Así, por ejemplo, se desecha como infundada la queja de que las Asambleas legislativas de un Estado se reunan siempre en el mismo lugar; asimismo se desestima el criterio de quienes opinan que la concesión de licencias de hostelería a determinadas personas individuales va en contra de la igualdad ante la ley; y la misma suerte corre la opinión de quienes entienden que contradice a ese principio el requisito de la ausencia de tacha y la sobriedad para poder ocupar o ejercer cargos o profesiones públicos. Recientemente, la judicatura ha discutido también mucho, en Derecho alemán, la licitud de los impuestos especiales. El Tribunal federal anteriormente citado reconoce la posibilidad de establecer privilegios fiscales cuando la exención no tienda a favorecer personalmente a nadie, sino que obedece a razones objetivas, v. gr.: al deseo de fomentar ciertas empresas de utilidad colectiva o que responden por cualquier motivo a un interés público.

Pero, hay una razón más profunda para decir que el establecimiento de una igualdad cuantitativa en vez de la idea cualitativa de la justicia es falsa, y es que eso responde a una teoría insostenible. En el fondo de ello lo que hay es el hedonismo, o sea, la teoría del placer. Diremos unas palabras breves y concisas accrca de esto, ya que interesa también para el ejercicio de las funciones del juez.


4. El hedonismo

La búsqueda de una pauta universal que abarque absolutamente todas las posibilidades concretas, condujo desde tiempos antiguos al problema del destino del hombre en general. Aquí, aparecen frente a frente dos concepciones fundamentales y hostiles entre sí. Estas dos concepciones pueden expresarse con dos palabras muy cortas: el placer y el deber.

Cada una de estas dos afirmaciones han sido elevadas a sistema. Las teorías religiosas un poco profundas hacen del concepto del deber su meta. En filosofía, eso fue lo que Sócrates enseñó a sus discípulos. Cierto que en la doctrina de éstos se impuso el hedonismo, la teoría de la felicidad. Así acontece también, más marcadamente todavía, en la filosofía moderna, formada sobre todo en la era del racionalismo. Fue en Inglaterra, como es sabido, donde se forjó, como principio pretendidamente filosófico, la teoría del hedonismo. Kant fue el primero que se levantó, con todo su empuje, contra él. El nervio de la Crítica de la razón práctica es precisamente, la lucha contra el hedonismo. Después de Kant, no quedó de éste nada que pudiera tenerse seriamente en pie. También el hedonismo pretende dar la pauta, erigiéndose en la voluntad objetívamente justa. Pero, resulta una contradicción lógica irreductible decir, como dice esta teoría, que lo que un hombre concreto y condicionado se representa como el bienestar subjetivo es ley objetiva en el plano del razonamiento general. Las condiciones permanentes de esta ley, de lo objetivamente justo, no podrán definirse jamás sobre la base de deseos y aspiraciones meramente subjetivos. Y toda referencia a una sensación de placer no trascenderá jamás, de por sí, de los límites de lo subjetivo. El problema de si esa sensación es o no fundamentalmente legítima no puede resolverse basándose en el mero hecho del bienestar subjetivo. Para ello, es necesario remontarse a la idea de la armonía incondicionada de todos los contenidos de voluntad, la única de que puede deducirse una justificación objetiva de cualquier fin concreto y especial.

Es curioso que haya habido juristas solventes que se hayan dejado llevar, a pesar de todo, por esa irreductible contradicción. Es, por ejemplo, el caso de Hugo, en su Derecho natural (1819), y de algunos otros teóricos modernos del Derecho. Creen poder eludir la indicada contradicción, pero se equivocan. Cuando dicen que lo que interesa no es solamente el propio placer, sino también la felicidad de otros, surge inevitablemente (aunque dejemos a un lado, por un momento, el ambiguo concepto de la felicidad) el problema de saber si el bienestar de los otros ha de determinarse o no por el propio placer de éstos. De ser así, nos encontraremos metidos de lleno, una vez más, en el subjetivismo del que queríamos huir. En realidad, aquello por lo que, fundamentalmente, hay que velar es el bienestar legítimo de otros. Con lo cual, volvemos a encontrarnos en el punto de partida de nuestra pregunta: ¿Bajo qué condiciones permanentes son objetivamente legítimos los deseos y las aspiraciones de alguien? Los términos bienestar, felicidad u otros parecidos no desempeñan ningún papel normativo para llegar a una solución.

En rigor, podría afirmarse fundadamente, que todo ese intento teórico del hedonismo es indiferente para la actuación práctica del juez. Con ese criterio no podría fallarse ningún proceso civil ni sustanciarse ninguna causa criminal. Supongamos que el juez tenga que emitir un juicio ex aequo et bono, que tenga que fallar, por ejemplo, un litigio entre arrendador e inquilino según el arbitrio de equidad o una cuestión entre comprador y vendedor según la buena fe: ¿qué servicio va a prestarle aquí el hedonismo, con su norma de que hay que tener en cuenta, como regla de principio, el bienestar de otros? Hasta hoy, no existe ni el menor intento en esta dirección. Sería mucho más provechoso que un representante del hedonismo, en vez de limitarse a repetir en abstracto esta vieja e insostenible teoría, intentase demostrarnos cómo podría ventilarse un litigio cualquiera en el sentido del hedonismo social. ¿Cómo arreglárselas para que cada parte litigante se inspire en el bienestar del otro? Para la reflexión consecuente y profunda de quien analiza teóricamente la teoría del placer, se abre aquí un ancho campo que el mero tópico del bienestar de otros no basta para llenar.


5. Juicios subjetivos de valor

Los Tribunales tienen que ocuparse a veces de actos criminales de los anarquistas. Los asesinatos y tentativas de asesinato, al igual que otros actos contrarios a Derecho, caen bajo el imperio de las normas ordinarias del Derecho vigente y son penados, si infringen estas normas, con arreglo a las leyes generales. Pero, cuando la observación de estas transgresiones presenta un interés especial para el problema del principio de la justicia es cuando se cometen en nombre de un subjetivismo consumado que se profesa como una teoría pretendidamente absoluta de la vida social.

La vida y las aspiraciones del hombre fluctúan constantemente entre los caprichos subjetivos y la rectitud objetiva. Ya hemos visto que el hedonismo, como principio, no permite elevarse jamás a la posibilidad, examinada en otro lugar, de lo objetivamente justo. La teoría del placer, como quiera que se presente, no traspasa jamás los límites de la vigencia subjetiva, aunque en su carácter inexorablemente fortuito pretenda reflejar la meta absoluta de la vida (IV,4).

En este punto, los representantes del anarquismo dan pruebas de una claridad más consciente y proceden con mayor consecuencia. Su guía espiritual, Stirner, dice en su libro El Unico y su propiedad (1845): Por eso nosotros dos, el Estado y Yo, somos enemigos. A mí, egoísta, me tiene sin cuidado el bienestar de esta sociedad humana; no le sacrifico nada y me sirvo de ella ... Formo, para sustituirla, la Liga de los Egoístas.

Pero la afirmación de que las opiniones y los deseos meramente subjetivos constituyen la medida de todas las cosas, no puede ser tomada en serio. Si fuese así, sería imposible convencer a nadie de un error. Este intento a que nos referimos se enreda también en la incurable contradicción de elevar los deseos fortuitos de un sujeto condicionado a ley de una voluntad objetivamente fundamentada.

Tan poco éxito como la teoría del anarquismo tiene la tesis de una serie de escritores sociales modernos que admiten sólo juicios de validez subjetiva, incluso en lo que guarda relación con las funciones judiciales. Estos escépticos pretenden establecer una distinción entre hechos y juicios valorativos, sosteniendo que, mientras que los primeros pueden ser objeto de afirmaciones científicas de valor objetivo, los juicios valorativos se circunscriben, necesariamente, a una vigencia meramente subjetiva.

Es en vano que intentemos buscar una prueba de este principio de absoluta negación. ¿Cómo puede un escéptico razonar también a priori su concepción fundamental? Esa pretendida distinción entre hechos y juicios valorativos no responde a un pensamiento claro. En efecto; aquí no se trata de hechos naturales ni de percepciones exteriores de ninguna clase. Se trata de hechos de la vida social. Y éstos no constituyen fenómenos físicos como tales, sino aspiraciones humanas, las cuales no pueden concebirse sin valoración; es decir, sin el pensamiento de medio y de fin. ¿Qué es el valor de una cosa sino su aptitud como medio para un fin? Todo negocio jurídico y todo acto social entraña, por tanto, necesariamente, ya de por sí, un juicio valorativo.

Y si los autores escépticos a que nos referimos conceden, como hemos visto, que los medios y los fines, en su condicionalidad técnica, son susceptibles de análisis científico, toda investigación de una serie de medios que conducirá a nuevos fines y la de éstos a otros nuevos, sin interrupción, y nadie, desarrollando consecuentemente el pensamiento, se sustraerá al para qué de cualesquiera aspiraciones limitadas. Y, en este proceso de reflexión crítica, surgirá necesariamente la exigencia de un método fijo que sirva de pauta para enjuiciar, de un modo formal y absolutamente uniforme, cualquier voluntad individual. Sin esta pauta, toda la experiencia individual quedaría dispersa y reducida a un montón caótico de casos aislados. La ordenación puramente conceptual de estos casos no los aglutina en un todo; les falta, desgraciadamente, el lazo espiritual. La negación de la idea no tiene sentido para quién, en el fondo, se esfuerza por ordenar sus experiencias en un sentido de plena unidad: remontándose sobre las unidades limitadas que suministra la determinación conceptual, no tendrá más remedio que llegar, si procede consecuentemente, al pensamiento ideal de la perfecta armonía dentro de la totalidad de los casos particulares.

Estos ataques contra la posibilidad de un enjuiciamiento justo, en el sentido de una rectitud fundamental, carecen, pues, de base y do firmeza. Sólo nos resta observar de cerca el pensamiento ideal de la justicia, tal como funciona en la vida práctica y, por tanto, como estrella polar que resplandece ante el juez, viendo además el modo cómo puede presentarse en cada caso concreto.

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