Índice de Evolución de la sociología criminalistica y otros ensayos de Pedro GoriPresentación de Chantal López y Omar CortésEnsayo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Evolución de la sociología criminalista (1)

Con fiero y alegre ánimo, aunque también un tanto tembloroso, abro esta libre exposición del pensamiento científico. Partíendo de esta premisa me propongo llevaros a través de las muchas cosas amargas que el estudio de ese mal social, llamado delito, pone ante los ojos de todos cuantos estudian con fe y entusiasmo las grandes enfermedades morales del hombre. Estudiaremos juntos la génesis de ese doloroso hecho antisocial que se conoce con el nombre de crimen; estudiaremos sus diferentes factores, y, después de una concienzuda indagación sobre las legislaciones que tratan de reprimirlo, buscaremos las bases naturales de una nueva terapéutIca social que tIende a suprimir toda actividad criminosa del hombre contra el hombre y que extinga las causas generadoras del delito.

Para la escuela clásIca del derecho penal, desde BeccarIa hasta Carmignani, delito es toda violencia del derecho. Para la escuela antropológica es delito toda ofensa a los sentimientos fundamentales de probidad y de piedad. Sin pretender establecer una definición absoluta y eterna, yo sintetizo la proposición en esta forma: es delito todo acto de un hombre que coarte los derechos naturales de otro, en los cuales se funda una convivencia civil.

Dejemos por un momento las nociones abstractas para ocuparnos de la sociología en relación con el delito.

Todos sabemos que en muchos países, a las doctrinas escépticas y a los métodos inquisitoriales adoptados antes de la Revolución francesa sucedió un período durante el cual los estudíos de jurisprudencia fueron una potente reacción en sentIdo liberal. Esta reacción, que tuvo en Francia por precursores científicos a los enciclopedistas, desde Condorcet hasta Diderot; en Germania el gran pensamiento del espíritu moderno que sintetizaron Hegel y Kant; en Inglaterra la brillante ortodoxia económica de la escuela de Manchester, tuvo en Italia una brotación filosófica y jurídica que todavía sobrevive, resístiendo la implacable oleada del tiempo y de los descubrimientos científicos que se suceden. Ya mucho antes de la resurrección nacional italiana, un filósofo insigne, Juan Domingo Romagnosi, previó, con una intuición asombrosa, la sociología moderna respecto a lo criminal y reunió en tres grandes clases las causas infinitas del delito: defecto de subsistencia, defecto de educación, defecto de la justicia.

Desde aquel momento, el profundo pensador acusó al verdadero delincuente: a la sociedad, demostrando matemáticamente, con infinidad de hechos, el conocido aforismo de Quitelet en su Phisiquo Social: La sociedad prepara los delitos; el delincuente los ejecuta.

Fue un rayo de luz sociológica sobre la turbia marea de la criminalidad. Pero después los penalistas se entregaron casi exclusivamente al estudio del delito como abstracción jurídica. Una pléyade de jurisconsultos insignes -Sciolocia, Del Roso, Mittermayer, Carmignani, Carrara- llevó el estudio del derecho penal a grandes alturas filosóficas y jurídicas, agotando completamente las disertaciones doctrinales sobre el delito y sobre la pena. Esta escuela, la verdaderamente clásica del derecho penal, exageró el estudio y desarrollo de la parte doctrinaria y concretándose al estudio del delíto, perdió de vista al delincuente.

Incumbía a la escuela antropológíca del derecho penal conducir las indagaciones de los estudios de criminología, de las contemplaciones abstractas del delito y de la pena, a las observaciones concretas y experimentales del individuo, que, empujado por causas que resíden dentro o fuera de la personalidad humana, ataca de cualquier modo el derecho de los demás.

Lombroso, primero; Garófalo, Ferrí, Puglieri y muchos otros después, pusieron la premisa de un razonamíento matemático. El hombre, como cualquier otro organismo viviente, tiene en sí y fuera de sí fuerzas múltiples y multiformes que lo empujan, lo exprimen, le hacen reaccionar en uno o en otro sentido, según sea el juego de las fuerzas determinantes que entran en acción.

Es una antigua ilusión la de que el ser humano es libre moralmente de querer, contra lo cual filósofos insignes, desde Platón a Spinoza, desde Feuerbach a Roberto Ardigó, una de las inteligencias más claras de la ciencia positiva italiana, han descargado golpes formidables. Enrique Ferri recogió, ilustrándolo con sus geniales observaciones, la larga contienda científica, en su excelente libro La teoría de la imputabilidad y la negación del libre albedrío, que tanto escándalo promovió entre la pudibunda ortodoxia, la cual bautizó al autor, y a los que siguen sus huellas, con el nombre de nihilistas del derecho penal.

En otra ocasión, desarrollando los principios fundamentales de las varias escuelas de derecho, hablaré del libre albedrío y de los argumentos que destruyen esa quimera vulgar y secular, la cual no es otra cosa que una derivación del principio metafisico que hace del hombre un compuesto de dos partes y reproduce en él, como en un microcosmos maravilloso, toda la actividad colosal de las fuerzas naturales, desde la de los músculos hasta la del pensamiento.

Si unas mismas leyes fundamentales rigen el mundo fisico y el mundo moral; si, por ejemplo, todo efecto no es más que el producto de una importante cantidad de causas, y, si estas causas, preexistiendo y obrando en aquel sentido dado, habían necesariamente de determinar lo que han determinado, las acciones del hombre, buenas o malas, desde el punto de vista de una moral determinada, son otros tantos efectos de causas múltiples que han obrado sobre la voluntad, a despecho de la ilusión de que es libre para elegir, no dando otro resultado que una suma de fuerzas que obran coercitivamente, según el ambiente y la herencia en sus varios componentes. Y si las leyes de gravitación del mundo fisico, a través del juego infinito y variado de las diferentes fuerzas que se entrelazan, empujan y fortalecen recíprocamente, obran, sin embargo, obedeciendo rígidamente a la cadena de las fuerzas preponderantes, también en el mundo moral domina una ley universal de gravitación que pone la voluntad humana en el trance de obrar según los empujes morales más fuertes que resulten de la acción combinada de las fuerzas externas con las internas del individuo. De ahí que, en el éxito de esa batalla psíquica entre elementos que guerrean a cada hora, a cada minuto, a cada segundo, en lo profundo del alma humana, la única función que queda a las facultades volitivas del hombre, es la de sancionar las determinaciones impuestas por las fuerzas psíquicas y fisiológicas; el imperativo categórico, como lo llamó Kant, y la soberanía de ese libre albedrio, que los metafísicos ponen por encima de toda psicología individual y colectiva, se restringen a las modestas funciones de un poder ejecutivo, por llamarlo de algún modo, entre la determinación y el acto.

Una vez mencionada, siquiera sea al vuelo, la cuestión del libre albedrío, y dicho que la escuela positiva de derecho penal, en todas sus fases, rechaza esa hipótesis, por absurda, como base moral de la imputabllidad humana, volvamos a las premisas de la antropología criminal que, tomando como objeto de sus estudios al delincuente, lo estudia en su organismo psicofisico con relación a la naturaleza del agente exterior.

En este estudio objetivo de patologia moral, que no indaga los secretos de la psiquis enferma, pero que compulsa y busca las causas de la vida fisiológica y escruta las perversidades y las degeneraciones, las protuberancias y las deficiencias patológicas del cuerpo humano, en su desmesurada variedad de formas y desviaciones del tipo normal medio, que representa la espina dorsal de la estructura dominante en una época dada; en este febril sondeo de la ciencia a través de los huesos y de las carnes del hombre para encontrar las causas de sus enfermedades morales y de los fenómenos de sus dolencias fisicas, sin duda alguna de orden fisiológico-atávico-social; en esta labor incesante de las inteligencias laboriosas que se afanan para saber el por qué ese misterio de la existencia, de la satisfacción y del dolor, del genio y de la locura, de la abnegación y del delito, en todo esto, tan magno, hay una corriente de estudios gallarda y fresca que no dejará de proporcionar grandes beneficios a la civilización.

El camino experimental y positivo que se creia exclusivo de las ciencias naturales, invade y conquista el campo de las ciencias sociales, morales y filosófícas. Desde que el alma humana dejó de ser un soplo sobrenatural para contentarse con ser lo que es, una maravillosa y natural emanación de la vida física, en sus variadas sensaciones y aptitudes, y estrechamente ligada a la comunidad de las leyes y de los fenómenos orgánicos, desde que esto ha acontecido, la ciencia se apoderó de ella arrancándola de las contemplaciones misticas y de las visiones de ultratumba para llevarla al mundo real que vive, se agita y se desarrolla siguiendo las transformaciones de la materia, de la cual el espiritu humano no es otra cosa que la excelsa vibración consciente.

De esta nueva filosofía de la vida, los revolucionarios de la criminología adquirieron fuerza para sostener el nuevo rumbo, contra la opinión de los sofistas, dogmáticamente apegados a la tradición y al inmóvil ipse dixit. Sólo que, como sucede en todas las heterodoxias, la antropología criminológica tuvo su período de exageraciones que llegaron muy cerca del dogma, y después de haber representado una saludable reacción del pensamiento científico contra las elucubraciones doctrinarias y aprioristas de la escuela clásica del derecho penal, empezó a polarizarse hacia una nueva concepción del delito, circunscribiendo la infinita cadena de las causás generadoras de crímenes, al solo factor antropológico, olvidando casi por completo que, si al ambiente externo corresponden acciones diversas, según las diferentes naturalezas individuales que modifican las fuerzas exteriores por la mayor o menor resistencia fisico-psíquica del agente, no quiere esto decir que la génesis del delito deba encontrarse únicamente en el individuo que delinque, sino en sus impulsos interiores combinados con los del ambiente que le rodea y que obra poderosamente sobre sus actos, determinando coactivamente la voluntad. Por una de aquellas oscilaciones que en la historia del pensamiento colectivo recuerdan las del péndulo, a la exageración que concretaba la criminología al estudio casi exclusivo del delito, sucedió la del estudio, casi exclusivo también, del delincuente, como persona aislada y separada del mundo cósmico, moral y social.

Olvidando que no hay causas únicas, ni aun en los fenómenos más simples de la vida, sino un sinnúmero de ellas, la antropologia criminológica amenazaba invadir el campo de las nuevas investigaciones científicas, como si las funciones de la ciencia del delito y de su génesis, debieran limitarse al examen antropométrico y a las indagaciones apriorísticas -ya que alguna vez hay también apriorismo en la unilateralidad de un principio positivista-, sobre el tipo del delincuente y sobre la clasificación del mismo en las anomalías orgánicas.

Y como si no hubiera necesidad, en este complicado fenómeno de patología social, de dejar a cada rama de la ciencía -principalmente a las indagaciones sociológicas experimentales- que expliquen la propia actividad, completándose recíprocamente en el estudio del delito y del delincuente.

Naturalmente, la herejía echó raíces en el seno mismo de la nueva escuela, sin renegar por ello, sin embargo, de los principios fundamentales por los cuales la revolución se había afirmado en criminología y debía nuevamente conducir a la triste ciencia del delito y de sus causas, a una más vasta contemplación de las cosas y de los hechos, al escudriñar los turbios e infinitos horizontes del crimen. Del mismo seno de esta exageración antropológica surgió la doctrina criminológica que se basa sobre el sólido método experimental, avalorando su tesis con los argumentos inductivos de la filosofía positivista, fijos los ojos en el principal actor de la trágica escena criminal, es decir, en el delincuente, pero buscando, no obstante, abrazar todas las líneas complejas del vastísimo drama y descubrir las razones que enla6zan el ambiente con el protagonista, obrando directa o indirectamente sobre su voluntad y sobre sus acciones instintivas.

De este modo se ha obtenido, con la señalada teoria de los recursos científicos, el ambiente externo como factor principal del delito, merced a influencias pervertidoras que constituyen hasta el caso antropológico que resulta de un efecto fisio-patológico de origen social.

El atavismo de una aparición de los caracteres degenerativos del hombre salvaje en medio de la civilización moderna, con los impulsos felínos de las razas primitivas que ahogan el sentido moral, detenido en su desarrollo por la degeneración fisiológica, no es a su vez sino un producto del lento proceso de nutrición orgánica, o de alcoholismo crónico, o de atrofia moral e intelectual por exceso de fatiga, o una cualquiera de aquellas iniquidades e imprevistos sociales que después de haber flagelado y embrutecido a los padres, renace en los hijos con el estigma trágico de las predisposiciones criminosas.

Sin pretender profundizar en estos apuntes científicos la teoría de las degeneraciones, a la que Sergi, antes que Max Nordau, había prestado el caudal de sus observaciones, quiero, desde este momento, declarar que, tomando las cosas humanas tal como son, y no como se quisiera que fuesen, mi creencia es que si el gigantesco influjo social, con sus lentos y la mayoría de las veces inadvertidos procesos de perversión, deforma los organismos morales, de esta deformación fisio-psíquica queda el estigma indeleble en la estructura del cuerpo, con la alteración, más o menos completa, de los órganos y sus funciones. De aquí que la misión científica de la antropología social sea tan eficaz, de mérito tan extraordinario, sin pretender, no obstante, dominar como soberana en la palestra vastísima de la criminología, contentándose con proceder en armonía con las otras investigaciones positivas en las exploraciones formidables del delito y sobre los rastros sangrientos del delincuente.

La ciencia positiva die derecho penal debe encaminarse por la ruta, tan fecunda como segura, de los hechos en relación con sus causas, pero sin intentar agruparlos sistemáticamente en categorías y sacar de ellas leyes generales y absolutas como dominantes en la criminalidad. Dedicada actualmente la antropología criminológica, en todas sus ramificaciones especiales, a la tarea, noble aunque oscura, de acumular los hechos a los hechos, los documentos humanos a los documentos humanos, será en no lejano tiempo, como fruto de tal esfuerzo colectivo, un caudal importantísimo de conocimientos sobre el cual se podrá fundar el trabajo orgánico de selección y de inducción, construyendo así la base de la ciencia nueva. Ese, y no otro, es el buen camino.

Que no vengan los misoneistas a decirnos que las medidas antropométricas de los desgraciados que la sociedad o la naturaleza arrastraron al delito, son cuestión de cráneos y de ángulos faciales. Porque es muy peligroso en la práctica, y pone a la ciencia en muy malas condiciones de seriedad, el decir que basta tener las mandíbulas enormes, la frente oprimida y las orejas anormales para verse comprendido entre los criminales natos, como sería peligroso y ridículo sostener, volviendo a las antiguas cuestiones espiritualistas, que cada hombre tiene la libertad de delinquir o no, y que entre esta elección entre el bien y el mal consiste, precisamente, su responsabilidad moral, para concluir sosteniendo que las coacciones mismas del ambiente fisico y social nos dan resultados diversos, según los temperamentos individuales, consecuencia demostrada, no sólo por la ciencia, sino también por la experiencia constante de la vida.

El hombre, delincuente o no, es hijo del ambiente en el que se han modelado los caracteres fundamentales de su organismo, por aquella ley de afinidades de una parte con el todo, que recoge en una sola gota y en proporciones diversas la suma de las materias químicas disueltas en el océano humano, pero también es hijo de sí mismo, y según sea su conformación orgánica y psíquica, su capacidad y sus aptitudes, será más o menos idóneo para vencer o sucumbir en la lucha por la vida, como según sea su sentido moral violará o no el derecho ajeno. En el primer caso reunirá condiciones para asociar su actividad a la colectividad o caerá a los pies de los más fuertes hasta que desaparezcan las leyes de fuerza y de violencia. En segundo término, en sentido moral mismo, aunque fuera de toda sanción legislativa, según la teoría de Guyau, lo pondrá en frente de los confines naturales entre su derecho y el derecho de los otros, y la tendencia a respetarlos, o mejor dicho, sus predisposiciones psíquicas inconscientes le llevarán a violar la vida de sus semejantes o a atacar las razones de los otros con la violencia o con la astucia.

Si hay una predisposición orgánica que nos obliga a ser inteligentes u obtusos, si la naturaleza en su variada e infinita simiente cría poetas, artistas y sabios, que serán hombres de talento aun a despecho de mil adversidades, al lado de macrocéfalos, a los que nadie será capaz de enseñarles las más rudimentarias nociones cientííficas; si desde el nacimiento se es raquitico o robusto, enfermo o sano, también los gérmenes de las enfermedades morales, resultado de injusticias naturales o sociales, se forman al simple contacto con las causas externas. La imbecilidad o el delito no se encontrarán latentes en los organismos apenas nacidos, sino escondidos entre la materia inconsciente, prontos, sin embargo, a manifestarse, como bacilos ocultos, a las primeras provocaciones del exterior.

Si la antropologia pura indaga y, en parte, descubre los caracteres somáticos del genio; si la bacteriología escudriña los microorganismos en acecho, en la lucha eterna entre lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, ¡figuraos qué vasto trabajo espera a la antropología criminológica dedicada al estudio de las enfermedades morales!

¡Qué melancólica, aunque también qué noble tarea para el criminologista la de indagar y escrutar las causas orgánicas de la perversión moral; buscar la curación de las lesiones que desvían la psiquis humana de las normas esenciales de la vida, conforme el psiquiatra cuida la normalidad de la razón! Porque si cada enfermedad del hombre tiene indagadores pacientes y profundos que anatomizan a los muertos para salvación de los vivos, ha de haber también, en esta tétrica enfermedad moral, de la que proviene el delito, sus clinicos y sus anatómicos para salvación de los honrados y para regeneración fisio-psíquica de los delincuentes mismos, ya que, si a la ciencia de los delitos y de las penas pertenece todavía una función social, ésta debe perder el carácter ascético y metafísico que conservan las llamadas naciones civilizadas, consistente en crear una ordenación defensiva de los ataques antisociales. Mas, antes de ejercitar este derecho concienzudamente, en nombre de una doctrina positiva de criminologia, la civilización tiene deberes que cumplir no menos elevados: ha de librar a la vida colectiva de todos los tropiezos y todas las trampas en las cuales los hombres más honrados están expuestos a caer.

Que los dos tercios de la criminalidad, como escribo Pedro Ellero, sean delitos contra la propiedad, significa que aquellos a quienes los otros atacaron no estaban, quien más, quien menos, desprovistos de lo robado, y que los que realizaron el robo carecían del objeto causa de su delito, excepción hecha de los cleptómanos que roban sin necesidad. No se equivocó Tomás Moro al decir: ¡Oh sociedad! ¡Eres tú quien creas los ladrones para tener el gusto de ahorcarlos!.

Recuerdo un país, y hay muchos iguales, en el cual no se ahorca a los ladrones si roban millones y se manda a la cárcel a los que roban un puñado de hojas secas. Es cierto que Francisco Carrara, ante el caso típico de Juan Valjean en Los Miserables, afirma, en una de sus obras, que ningún juez humano mandaria a la cárcel a un desgraciado que robara por necesidad. Pero a pesar de la experiencia del gran maestro, recuerdo, y nunca podré olvidarlo, a algunos desventurados a los cuales presté mi apoyo profesional, que disculparon su delito con la miseria, y el juez no supo encontrar entre los pliegues de la ley, tan elástica cuando se trata de poderosos, un recurso que salvara del presidio a los que, azotados por el hambre, habían recogido del suelo unas pocas castañas en los linderos de la propiedad de un millonario. Es cierto que el millonario, no menos caritativo que el juez era el autor de la querella. Y, como tal, la alimentaba.

¡Y son muy frecuentes estas monstruosidades judiciales!

Carrara escribe, por otra parte, que cuando el derecho a la vida se encuentra en oposición con el de la propiedad, conviene que éste, como inferior, se incline ante el otro, que es inferior entre los hombres bien constituídos, y que el hurto cometido por necesidad no es delito, conforme no lo es matar al que nos quiere quitar la vida.

Sin embargo, compulsando las estadísticas criminales, ejercitando el piadoso oficio de defensor, se tiene la certeza absoluta de que la mayor parte de los delitos contra la propiedad y otros que son de ella consecuencia inmediata derivan del desequilibrio económico de la sociedad y no es, ciertamente, aplicando penas severas contra los ladrones como el hurto desaparece, sino extirpando las causas generales que determinan las crisis de trabajo, la carestía, la ínsufíciencía de los salarios, la miseria crónica, etc.

En Italia, al iniciarse el nuevo año jurídico, los procuradores del Rey, entre muchas cosas inútiles y erróneas, disertan sobre las causas probables del aumento o de la disminución de los delitos. Pues bien; las dos terceras partes de los discursos inaugurales del último año jurídico, afirmaban que el aumento de los delitos contra la. propiedad y otros en forma de atentados contra las personas, debía atribuirse al desequilibrio económico que sufre el país. El mejor remedio penal contra los atentados a la propiedad es, pues, asegurar y difundir el bienestar, evitando los impulsos de la miseria, que no conoce la ley y que desafía toda sanción penal.

La ciencia de la vida social, en cuya relación la criminología es lo que la patología a la biología, debe ser, por tanto, el vasto campo sobre el cual puedan cooperar, como hermanos de fatigas en una obra común de saneamiento y abono, la antropología criminológica, la psiquiatria, la psico-fisiología y todos los demás estudios que el hombre ha consagrado al objeto más inteligente y admirable del mundo: el hombre.

No obstante, ninguna de estas indagaciones especiales y cientificas deben apartarse ni aíslarse de las compañeras que trabajan a su lado por el principio que afirma la unidad de las ciencias y que no puede confundirse con la uníformidad, supuesto que es sabido que la variedad es la base orgánica de la unidad.

Yacen muertos y enterrados para siempre los tiempos en que las ciencias sociales pretendían separarse de las naturales, como si el hombre fuese un animal extra-natural y como si las cualidades más elevadas de su espírítu lo arrebatasen, según la leyenda semítica, del resto de la naturaleza viva.

La filosofia desciende de las alturas siderales, entre las cuales había desaparecido para los mortales, como entre nieblas, y vuelve a la tierra para trabajar como obrera moderna en el taller de las indagaciones positivas, al lado de las esencias que se han hecho hermanas y solidarias en la laboriosidad y en los métodos. Y más acá de lo incognoscible spenceriano, que aquélla no tolera ciertamente, como nueva columna de Hércules, semimetafisica de sus audaces indagaciones, se refuerza con los sólidos argumentos vitales que los progresos de las otras ciencias le deparan y que ella no desdeña.

Con el pensamiento reverente, vuelvo a saludar, desde esta aula austera, al venerable entre los ancianos, Roberto Ardigó, el cual no envejece ni comparado con la juventud más llena de vida y de ilusiones, al formidable filósofo en quien las amplias intenciones del alma latina, fecundaron una fibra saturada de modernidad. En la filosofia positiva, Ardigó ha levantado siempre el monumento imperecedero de su gloria.

¿Podría la ciencia del derecho penal conservarse como especulación puramente jurídica, acelerándose y renovándose, al mismo tiempo, con actividades científicas asocíadas? ¿Puede permanecer limitado el estudio del delito, como pretende el insigne autor de la escuela clásica, al acto de rumiar doctrinariamente definiciones abstractas, que hacen de él un ente fuera del contacto de los hombres, un hecho violatorío del orden jurídico, aun cuando éste esté fundado sobre el preconcepto metafísíco de una voluntad sobrenatural, O bien sobre las bases de un pretendido contrato social? ¿Debe, por el contrario, polarizarse, como intentaba en sus comienzos la antropología criminológica, en el examen antropométrico del delincuente y a la clasificación de los tipos criminales, sin recordar, siquiera, que éste y aquél son la mayor parte de las veces efecto de otras causas generales sobre las cuales es necesario fijar la mirada escrutadora?

La sociologia criminológica, como ciencia positiva, ha llegado en nuestros días a un grado de evolución que permite tener fundamentos inconmovibles. Esta ciencia, considera y estudia el delito, no ya en sus relaciones éticas o jurídicas, sino desde su aspecto social y en relación con la sociedad.

Desde un punto de vista abstracto y absoluto, no existe el bien ni el mal, pero mirados con los ojos del positivismo social, el bien es lo que conviene a la sociedad y el mal lo que perjudica a la especie. El delito tampoco existe en sentido abstracto y absoluto, y la idea del mismo nace, únicamente, con respecto a la agresión sufrida por el individuo o la colectividad, en sus diversos derechos, y por actos del delincuente, y también del interés que todos tienen en defenderse contra las agresiones de cada uno. Es, pues, en este concepto, verdaderamente moderno, donde surge el principio penal positivo de la defensa social, en reemplazo del principio metafísico del restablecimiento del orden jurídico violado por el delito, según la doctrina de Carrara.

La sociedad no puede blasonar de justiciera en nombre de un principio trascendente, ya que en tal caso el derecho penal vendría a encadenarse con la teología; no puede fundar la responsabilídad penal del delincuente en la presuposición del libre albedrío, ya que entonces sería necesario primero que se demostrara la existencia del libre albedrío, y no con el razonamiento agudo de aquel sofista: Si el libre aldebrío no existiese, no podría existir; mas existe puesto que existe.

La sociedad no tiene el derecho de castigar, no tiene el derecho de vengarse, como no tiene jamás, frente a la civilización, el derecho de torturar. Tiene, sí, puramente, el derecho de defenderse, como todo organismo que no quiere perecer del delito que le maltrata en sus miembros. y este indiscutible derecho de defensa, cuando la sociedad sea sabia, sabrá ejercerlo, primero curando radicalmente sus males profundos, de los cuales la mayor parte de los delitos nacen y se desarrollan; después, cumpliendo por sí misma el deber de prevenirse de nuevos ataques del delincuente -que si existe, demostrará obstinación en la violación del derecho ajeno-, el deber hacia el delincuente mismo -degenerado, loco, amoral, etc.-, aplicándole, para su cura fisio-psíquica, todos los remedios que la ciencia haya ido acumulando para acabar, o aliviar cuando menos, estas enfermedades morales.

La sociedad, después de las penas impuestas al delito, penas que tienen más de venganza que de justicia, comprenderá que con una prudente prevención, no de policía, sino de pacificación en los ánimos, puede asegurar la paz y la armonía entre los individuos, con las garantias del derecho a la vida. Actualmente, mientras una ley prohibe atacar la existencia del semejante, la brutalidad de los hechos cotidianos golpea de mil modos la inviolabilidad de la vida humana, sujeta como se encuentra a la miseria. fisiológica, intelectual y moral. Y ocurre, naturarmente, que en los paises de raza latina, donde la aspereza de las condiciones económicas pone mayores trabas al derecho, al trabajo y, por consiguiente, a la vida, y donde, aun trabajando, la compensación es inferior a la de los paises de raza anglosajona, el número de los delitos contra la vida y contra la integridad personal es casi el décuplo de los que se cometen en estas últimas naciones.

La criminologia se está haciendo, pues, una rama importantisima de la ciencia social, desde que entre el dogmatismo jurídico de las viejas escuelas y la unilateralidad de puntos de vista en que se había colocado al principio la antropologia criminológica, se abrieron novisimas corrientes de investigación que siguen la via justa, fecundando igualmente el estudio de los tres factores de la delincuencia: antropológicos, sociales y cósmicos.

Ahora bien; ante el estado de evolución de la ciencia del derecho y de la sociología criminológica, ante 1a enorme cantidad de materiales que la nueva dirección cientifica de estos estudios han acumulado, mi misión es limitada y modesta.

Al llevarla a cabo, no traeré a esta cátedra ninguna palabra que sea irreverente para los maestros de las escuelas penales a las cuales yo no pertenezco, o mejor dicho, a las que he dejado de pertenecer. La generación intelectual de que salgo -aunque bastante más heterodoxa que los heterodoxos- no es tan vieja para inclinarse, supersticiosamente, ante la escolástica de los antiguos dogmas cientificos; pero no es tampoco tan juvenilmente temeraria para escarnecer la memoria del pasado, aun cuando sus doctrinas no fueran más que ruinas venerables en la construcción de las nuevas verdades conquistadas que forman la gran corriente del pensamiento moderno. Del pensamiento que hará feliz a la sociedad.

Porque nosotros reconocemos, con Leibnitz, que si el presente es hijo del pasado, es padre del porvenir. Al actual patrimonio colectivo de los conocimientos humanos, que es el maravilloso producto de la laboriosidad intelectual de tantas generaciones, llevaron su contribución todos los pensadores que nos precedieron en la historia y de la labor de todos, perdida la parte errónea y caduca, queda, no obstante, en el inmenso conservatorio de las verdades conquistadas, alguna partícula luminosa como para atestiguar que entre los errores y las incertidumbres también la ciencia arrojaba en el camino de los hombres la luz cada vez más intensa y difusa.

¡Que esta convicción inconcusa quede en vuestro ánimo! La tolerancia es el más alto y victorioso espíritu que emana de la ciencia verdadera. Y si la critica científica es un derecho indescriptible del pensamiento, es deber del hombre civilizado el respetar las opiniones ajenas, aun cuando sean erróneas, lo que no implica renunciar a discutirlas. Así, a los adversarios convictos no se les falta al respeto discutiendo serenamente sus ideas, pero se les tributa honor juzgándoseles capaces de defenderlas y sostenerlas.

Ideas contra ideas, argumentos contra argumentos: he ahí las batallas de la civilización, mucho más gloriosas que las otras, que son el retoño sangriento de la barbarie y del salvajismo primitivos. A través de las violencias salvajes de la Edad Media -violencias inauditas sobre los cuerpos y los pensamientos humanos-; a través de la caligine que condensaban en el aire las hogueras encendidas por la locura de las persecuciones religiosas, había también faros esplendentes de una luz purísima, casi consoladora en la procelosa noche de aquellos siglos. Eran los blancos muros de las Universidades, a las cuales acudía la juventud y donde, sacro derecho de asilo para todas las heterodoxias filosóficas proscríptas de otros lugares, convenían los precursores inmortales, los juristas, los literatos, los sabios, los filósofos. Irnesius en el estudio boloñes, Galileo en el de Padua, Bruno en la Sorbona de París y a las lecciones que éstos y otros daban, agolpábase la juventud y, peregrínando de ciudad en ciudad, los gallardos, los animosos estudiantes, llevaban de un pueblo a otro la sabiduría nueva, los debates ardientes y fecundos entre los ilustres militadores en las diversas doctrínas, y en aquella laboríosidad multiforme, en todo aquel entrecruzarse de opiniones distintas palpitaba todo un renovamiento esplendoroso de la ciencia y de la vida.

Asi hoy, sobre esta espasmódica y convulsa agonia del siglo, si algo queda aun de alto, de puro, de consolador, es la ciencia que se extiende sobre las contiendas entre pueblos y entre clases, tratando de reconciliarlos.

Cábeme a mi el honor de traer a estas aulas universitarias de la Atenas Sudamericana, la palabra de la joven escuela italiana del Derecho Penal; a mi, que soy nada más que el último de sus discípulos. Pero quizá un sentímiento de amabilidad en los que me invitaron ganó la modestia de mis fuerzas; y al ofrecer la amplia hospitalidad de estas aulas aun proscrito por delito de pensamiento, se ha demostrado que la tolerancia científica es un hecho en los Ateneos de esta América, la que tiende los brazos a los peregrinos de ultramar, los cuales, como los gallardos y serenos, llevan consigo la única riqueza buena: la voluntad de hacer.

Yo haré, desde esta cátedra, cuanto me sea posible para no desmerecer vuestra confianza. No buscaré la paradoja para parecer original, pero tampoco me pararé ante las tradiciones, por más respetables que sean, para entrar en olor de santidad. Diré lo que siento, lo que pienso, lo que modestas y pacientes investigaciones personales han acumulado en el bagaje de mis conocimientos sobre el problema del delito y de las legislaciones penales que he tenido ocasión de estudiar de cerca en mi peregrinación internacional. Sed testigos vosotros de que no dejaré de evitar todo lenguaje que pueda dar pretexto a los malignos -puesto que de todo se aprovechan- para decir que he convertido la cátedra de la ciencia en tribuna política.

El estudio de la sociología criminológica está más allá de las teorías preestablecidas, ya que estudia el fenómeno más sangriento de la actividad humana en la vivisección de los hechos y de sus causas. A este estudio es necesario aplicarse sin preocupación alguna, y mucho menos política, si no se quiere perder la vía recta.

Juntos trabajaremos en el índice materializado de documentos humanos, cimentando nuestra obra con la invencible solidez de los hechos estudiados en su esencia, y ensayaremos el elemento con el cual artífices más autorizados que yo puedan construir, después, el organismo sistemático de una nueva ciencia criminológica sobre estas remotas, sonrientes y caudalosas riberas del Plata.

Las viejas generaciones intelectuales de Europa os brindarán los postulados científicos de su época que, por lo demás, se han infiltrado hace tiempo en vuestras leyes y en vuestras costumbres. Del pensamiento jurídico italiano, que en las noches de la antigua barbarie reflejó focos de luz en las obras monumentales de la escuela clásica, desde Beccaria hasta Carrara, llegan hasta vosotros ecos novísimos, y en representación de renovada juventud os digo que también nosotros, sin perjuicio de la reverencia debida a los maestros, sentimos la oleada fresca de los nuevos estudios, de las nuevas direcciones científicas, sintiendo la necesidad de refrescarnos en ella. Porque la ciencia, como la vida, sólo se conserva y se desarrolla a condición de incesantes transformaciones. Y los conservadores racionales, los centinelas, serios vigías de esta riqueza intelectual de la civilización, que es la ciencia, son sus peores enemigos si quieren condenarlas a una estéril rumiación de fórmulas aceptadas ya como dogmas indiscutibles. La evolución de las formas, aun en las doctrinas científicas, no sufre violencias de inquisidores y hace pedazos los obstáculos de reglas preestablecidas, afirmándose soberana en todas las manifestaciones de la vida.

El estudio de las ciencias naturales y de las ciencias sociales no es ya más que la doble corriente bifurcada del mismo río sonoro y fecundador de los hechos humanos, observados, no con la lente ahumada del teólogo o del metafísico, sino a través del microscopio límpido del bacteriólogo que escruta las profundas causas de lo infinitamente grande en la vida misteriosa e invisible de lo infinitamente pequeño.

Así, pues, nosotros no disertaremos con las soberbias de la ignorancia dogmática, sobre la bondad innata o sobre la innata maldad del hombre, puesto que el hombre no existe en la abstracción ideológica de la palabra; pero existen, sí, los hombres en la variedad inconmensurable de la especie, de manera que ni uno sólo, en los millares de vidas deslizadas a través de los siglos, ha sido ni será perfectamente idéntico a otro.

No buscaremos tampoco la piedra filosofal para distinguir al honrado del delincuente, ni intentaremos proponer leyes milagrosas para extirpar el delito.

Si la sociología criminológica no es más que la clínica de una enfermedad moral, analizaremos pacientemente los síntomas antropológicos, psíquicos, socíológicos del trágico mal. Discutiremos los errores y quizá los horrores de los sistemas de cura adoptados contra este gran dolor y verguenza secular de las sociedades humanas. Atacaremos los prejuicios que hacen crónico el desastre, las obstinaciones perturbadoras que hacen perdurar el equíivoco, las timoratas incertidumbres que aún impiden el triunfo de la verdad. Destruam ut oedificabo.

Corresponde a vosotros, jóvenes, el fecundar las pobres semillas que arrojaré con fe en mis horas de labor sobre esta tierra feraz y hospitalaria: a vosotros, que sois laboriosos y poseéis los gérmenes de una raza rejuvenecida, os está reservado el escribir, como trabajadores del pensamiento, la parte más noble de la historia de este pueblo nuevo; a vosotros que me proporcionáis el orgullo -aunque sea humilde la semilla e inepto el sembrador- de poder exclamar con Wittier: Jamás particula alguna de verdad fué arrojada en vano por obrero errante entre las malezas del mundo; después de las manos que han sembrado vendrán las manos que recogerán las floridas mieses, desde el monte hasta los valles.



Notas

(1) Este ensayo corresponde a la introducción de una cátedra sobre Criminología social expuesta por Pedro Gori en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en el ciclo escolar correspondiente al año de 1889.


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