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EL FEDERALISTA

Número 81



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Volvamos ahora a la distribución de la autoridad judicial entre los distintos tribunales y a las relaciones de éstos entre sí.

El poder judicial de los Estados Unidos (según el plan de la convención) estará encomendado a una Suprema Corte y a los tribunales inferiores que el Congreso instituya y establezca de tiempo en tiempo (1).

Nadie discutirá que debe haber un tribunal supremo y de última instancia. Las razones que lo hacen necesario han sido expuestas en otro lugar y son demasiado claras para que sea necesario repetirlas. La única cuestión que parece haber sido suscitada con relación a él es la relativa a si ese tribunal debe constituir un órgano independiente o ser una rama de la legislatura. Se observa a este propósito la misma contradicción que hemos señalado en otras ocasiones. Los mismos hombres que se oponen al Senado como tribunal que juzgue sobre responsabilidades oficiales, so pretexto de que se produciría una confusión inconveniente de poderes, abogan, cuando menos implícitamente, a favor de que se le confiera a todo el cuerpo legislativo o a una parte de él la resolución final en todo género de juicios.

Los argumentos, o mas bien las sugestiones, en que se funda este ataque son del tenor siguiente: La autoridad de la Suprema Corte de los Estados Unidos, tal y como se proyecta, en forma de cuerpo separado e independiente, será superior a la de la legislatura. El poder de interpretar las leyes de acuerdo con el espíritu de la Constitución permitirá a ese tribunal darles la forma que estime más conveniente, sobre todo en vista de que sus decisiones no estarán sujetas de manera alguna a la revisión o rectificación del cuerpo legislativo. Esto resulta tan inaudito como peligroso. En la Gran Bretaña, el poder judicial reside en su última instancia en la Cámara de los Lores, que es un sector de la legislatura, y el gobierno británico ha sido imitado en esta parte por la generalidad de las constituciones de los Estados. El Parlamento de la Gran Bretaña y las legislaturas de los distintos Estados pueden rectificar en cualquier momento, por medio de una ley, las decisiones con que no están conformes, de sus tribunales respectivos. Pero los errores y usurpaciones de la Suprema Corte de los Estados Unidos carecerán tanto de freno como de remedio. Al examinar estas aserciones veremos que no pasan de ser un razonamiento falso, apoyado en una base equivocada.

En primer lugar, no existe en el plan que estudiamos una sola sílaba que faculte directamente a los tribunales para interpretar las leyes de acuerdo con el espíritu de la Constitución o que les conceda a este respecto mayor libertad de la que pueden pretender los tribunales de cualquier Estado. Sin embargo, admito que la Constitución deberá ser la piedra de toque para la interpretación de las leyes y que siempre que exista una contradicción evidente, las leyes deben ceder ante ella. Pero esta doctrina no se deduce de ninguna circunstancia peculiar al plan de la convención, sino de la teoría general de una Constitución limitada y, hasta donde puede ser cierta, es aplicable con la misma razón a la mayoría, si no ya a todos los gobiernos de los Estados. Por lo tanto, no puede fundarse en esta circunstancia ninguna objeción contra la judicatura federal que no proceda también en contra de las judicaturas locales y que no sirva para condenar a cualquier Constitución que pretenda marcar límites al arbitrio legislativo.

Pero quizás se crea que la fuerza de la objeción resida en la organización especial de la Suprema Corte, en que esté integrada por un grupo independiente de magistrados, en vez de constituir una de las ramas de la legislatura, como en el gobierno de la Gran Bretaña y en el de este Estado. Para insistir en este punto, los autores de la objeción se verán obligados a renunciar al significado que se han esforzado en atribuir a la célebre máxima que exige la separación de los departamentos del poder. A pesar de ello, les concederemos, de acuerdo con la interpretación dada a esa máxima en el curso de estos artículos, que no se la viola al conferir el poder de juzgar en última instancia a una parte del cuerpo legislativo. Pero aunque esto no sea una violación absoluta de ese excelente principio, se acerca de tal modo a ella, que sólo por esta razón resulta menos recomendable que el método preferido por la convención. De un cuerpo que tuviera participación, aun cuando fuera parcial, en la aprobación de leyes perjudiciales, no se puede esperar que se mostrará inclinado a la moderación y la templanza al aplicarlas. El mismo espíritu que lo impulsó al confeccionarlas se aplicaría seguramente al interpretarlas, y menos aún podría esperarse que los hombres que infringieron la Constitución en calidad de legisladores estuviesen dispuestos a reparar este abuso como jueces. Ni es esto todo. Las razones que recomiendan la tenencia de los empleos judiciales mientras se observe buena conducta se oponen a que ese poder se confíe en última instancia a un cuerpo compuesto de hombres elegidos para un período determinado. Resultaría absurdo someter la decisión de los juicios, en primera instancia, a jueces de duración permanente, y en la última a otros cuya posesión de los cargos es transitoria y mudable. Y es aún más absurdo sujetar las resoluciones de unos hombres, escogidos por su conocimiento del derecho, como resultado de estudios prolongados y afanosos, a la revisión y enmienda de quienes carecen de ese conocimiento por no haber hecho estudios semejantes. Los miembros de la legislatura se elegirán rara vez en razón de las cualidades que capacitan a los individuos para la función judicial; y así como por este motivo serán de temerse las nocivas consecuencias de la ignorancia, de la misma manera la propensión natural de esa clase de cuerpos a dividirse en partidos, hace temer fundadamente que los miasmas pestilentes del espíritu de facción envenenen las fuentes de la justicia. La costumbre de verse continuamente alineados unos contra otros, los inclinará vehementemente a sofocar la voz tanto del derecho como de la equidad.

Estas consideraciones nos enseñan a aplaudir el buen juicio de los Estados que han confiado el poder judicial, en última instancia, no a una parte de la legislatura, sino a entidades distintas e independientes. Al contrario de lo que suponen los que han descrito el plan de la convención en este particular como algo novedoso y sin precedentes, en realidad constituye una copia de las constituciones de Nuevo Hampshire, Massachusetts, Pensilvania, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia; y es de elogiarse altamente la preferencia concedida a estos modelos.

En segundo lugar, no es cierto que el Parlamento de la Gran Bretaña o las legislaturas de los diversos Estados, puedan rectificar las decisiones de sus tribunales respectivos que encuentren objetables, en cualquier otro sentido que en el que podría hacerlo la futura legislatura de los Estados Unidos. Ni la teoría británica, ni la de las constituciones locales, autorizan la revisión de una sentencia judicial mediante un acto legislativo. Tampoco existe nada en la Constitución propuesta, ni en ninguna de aquéllas, que lo prohiba. En la primera, así como en las últimas, no existe otro obstáculo que lo indebido del procedimiento, con arreglo a los principios generales de la razón y del derecho. Una legislatura no puede, sin salirse del campo que le incumbe, revocar la determinación pronunciada en un caso especial, aunque no pueda establecer una nueva regla para los casos futuros. Éste es el principio y se aplica con todas sus consecuencias, exactamente del mismo modo y con la misma amplitud, a los gobiernos de los Estados y al gobierno nacional que ahora estudiamos. Ni la menor diferencia puede señalarse en esta materia, desde ningún punto de vista.

Para terminar puede observarse que el supuesto peligro de las usurpaciones judiciales a costa de la autoridad legislativa, en que tanto se ha insistido, es un fantasma en realidad. De vez en cuando puede tropezarse con interpretaciones aisladas equivocadas o con puntos en que se contraviene la voluntad de la legislatura; pero nunca alcanzarán tal importancia que puedan constituir un inconveniente o influir en forma sensible sobre el orden del sistema político. Esto puede inferirse con toda seguridad de la índole general del poder judicial, de los objetos a los cuales se refiere, del modo en que se ejerce, de su debilidad relativa y de su absoluta incapacidad para apoyar sus usurpaciones por medio de la fuerza. Y la deduccion anterior se confirma notablemente si se toma en cuenta el importante freno constitucional que el poder de instaurar los procedimientos de acusación, de que goza una parte del cuerpo legislativo, y el de resolverlos, que posee la otra, darían al repetido cuerpo frente a los miembros del departamento judicial. Sólo esto constituye la más completa salvaguardia. No habrá cuidado de que los jueces, por virtud de una serie de usurpaciones deliberadas en perjuicio de la autoridad legislativa, desafiaran el resentimiento del cuerpo al que corresponde ésta, mientras dicha corporación tenga en sus manos los medios de castigar su atrevimiento, deponiéndolos de sus cargos. A la vez que debe borrar todos los temores respecto a este asunto, esta consideración nos proporciona un argumento convincente en favor de hacer del Senado el tribunal que juzgue sobre las acusaciones por delitos oficiales.

Habiendo ya examinado y destruido, según espero, las objeciones contra la organización de la Suprema Corte como entidad distinta e independiente, procederé a investigar la conveniencia de la facultad de establecer tribunales inferiores (2) y las relaciones que existirán entre éstos y el tribunal anterior.

El poder de organizar tribunales inferiores obedece evidentemente al propósito de apartar la necesidad de acudir a la Corte Suprema en todos los casos que son de competencia federal. Tiene por objeto capacitar al gobierno nacional para instituir o para habilitar en cada distrito o Estado de los Estados Unidos un tribunal competente para juzgar sobre los asuntos de jurisdicción nacional que surjan dentro de los límites de aquéllos.

¿Pero por qué, se nos pregunta, no haber cumplido esos mismos fines por conducto de los tribunales de los Estados? Esto admite distintas respuestas. Aunque se reconozca con la mayor amplitud que dichos tribunales son aptos y experimentados, sin embargo, se puede persistir en considerar a la esencia de la potestad en cuestión como una parte indispensable del plan, cuando menos en cuanto faculta a la legislación nacional para atribuir a los referidos tribunales competencia para conocer de las controversias que se susciten con motivo de la Constitución nacional. Conferir el poder de resolver estas causas a los actuales tribunales de los Estados supondría tal vez la institución de tribunales en el mismo grado que si se crearan otros nuevos a los que se dotara del propio poder. Pero ¿no debería haberse incluido una disposición más clara y explícita a favor de los tribunales locales? Opino que existen razones de peso en contra de una prevención semejante: los más perspicaces no pueden prever hasta qué punto el predominio de un espíritu localista incapacitaría a los tribunales regionales para ejercer la jurisdicción en los litigios nacionales; aparte de que cualquier hombre percibirá que tribunales constituidos como algunos de los estatales serían conductos poco apropiados para la autoridad judicial de la Unión. Los jueces de los Estados, que sólo permanecen en sus puestos mientras quiere el que los nombra o que son designados anualmente, no gozarían de bastante independencia para que se confiase en que ejecutarian las leyes nacionales de modo inflexible. Y si surgiese la necesidad de confiarles el conocimiento desde su origen, de las causas suscitadas por esas leyes, también sería necesario dejar la puerta de las apelaciones tan abierta como fuera posible. La facilidad o dificultad de las apelaciones debe estar en relación con la confianza o desconfianza que se tenga en los tribunales subordinados. Y por muy convencido que esté yo de la conveniencia de una segunda instancia en las distintas clases de controversias que comprenderá el plan de la convención, sin embargo, considero que todo lo que se hiciera para dar curso ilimitado a las apelaciones, en la práctica redundaría en graves inconvenientes públicos y privados.

Me inclino a pensar que resultaría muy útil y práctico dividir a los Estados Unidos en cuatro, cinco o seis distritos y establecer en cada uno de ellos un tribunal federal, en vez de uno en cada Estado. Los jueces de estos tribunales, con la ayuda de los jueces locales, pueden ir recorriendo las distintas partes de cada distrito y celebrando en ellas las audiencias necesarias para resolver los litigios. En esta forma la justicia se administraría con rapidez y facilidad, y sería posible restringir las apelaciones dentro de límites menos amplios. Este plan me parece el mejor de todos los que pudieran adoptarse en la actualidad, y para ello es necesario que el poder de constituir tribunales inferiores exista con toda la amplitud que le da la Constitución propuesta.

Estas razones deben bastar para convencer a todos los espíritus sinceros de que la ausencia de ese poder habría sido un defecto de importancia en el plan. Examinemos ahora de qué manera se distribuirá la autoridad judicia entre el Tribunal Supremo y los tribunales inferiores de la Unión.

La Suprema Corte poseerá jurisdicción original únicamente en las controversias que interesen a embajadores, otros ministros públicos y cónsules, y en aquellas en que sea parte un Estado. Los ministros públicos de cualquier clase son representantes directos de sus soberanos. Todas las cuestiones en que se ven envueltos están relacionadas tan íntimamente con la paz pública, que tanto con la finalidad de conservar ésta, como por respeto a las entidades soberanas que representan, es conveniente y propio que esas cuestiones sean sometidas desde su origen a la judicatura más alta de la nación. Aunque estrictamente hablando, los cónsules no poseen carácter diplomático, como son agentes públicos de las naciones a que pertenecen, puede aplicarse a ellos, en gran parte, la misma observación. En los casos en que un Estado sea parte, resultaría contrario a su dignidad el que se le enviara ante un tribunal inferior.

Aunque entraña cierta digresión respecto del tema inmediato de este artículo, aprovecharé la oportunidad para hablar aquí de una suposición que ha suscitado alguna alarma y que tiene fundamentos muy equivocados. Se ha sugerido que la adquisición de los valores públicos de un Estado por los ciudadanos de otro permitiría a éstos demandarle a dicho Estado el importe de tales valores en los tribunales federales, sugestión que las consideraciones que siguen demostrarán que carece de base.

Es atributo inherente de la naturaleza de la soberanía el no poder ser sujeta a juicio por ningún individuo si no es con su consentimiento. Éste es tanto el sentir como la práctica generales de la humanidad; y de esta dispensa, que representa una propiedad de la soberanía, disfrutan actualmente los gobiernos de todos los Estados de la Unión. A menos, pues, de que en el plan de la convención se renuncie a esta inmunidad, los Estados seguirán con derecho a ella y el peligro que se insinúa no pasará de ser puramente imaginario. Las circunstancias que son necesarias para que un Estado pierda su soberanía fueron discutidas al estudiar la materia de impuestos y no hace falta repetirlas aquí. Bastará con que consultemos los principios que se establecieron allí para quedar convencidos de que no hay por qué figurarse que los gobiernos de los Estados quedarían despojados, por el hecho de que el plan fuera adoptado, del privilegio de pagar sus deudas en la forma que dispongan, libres de cualquier compulsión que no sea la que imponen los deberes de la buena fe. Los contratos que se celebran entre una nación e individuos particulares sólo obligan a un soberano en conciencia y no pueden pretender ninguna fuerza coactiva. No confieren una acción en derecho independientemente de la voluntad del soberano. ¿Con qué propósito se autorizarían las demandas contra los Estados con motivo de las deudas a su cargo? ¿Cómo podrían ser compelidos a pagar? Es evidente que esto no podría efectuarse sin hacer la guerra al Estado contratante y achacar a los tribunales federales, de una manera puramente implícita y destruyendo un derecho preexistente de los gobiernos de los Estados, un poder que trajera semejante consecuencia sería completamente forzado e injustificado.

Reasumamos el curso de nuestras observaciones. Hemos visto que la jurisdicción original de la Suprema Corte se limitaría a dos clases de negocios, por cierto de tal naturaleza que rara vez se presentarían. En todos los demás casos de que toca conocer a los tribunales federales, la jurisdicción original correspondería a los tribunales inferiores y la Suprema Corte no tendría sino una jurisdicción de apelación, con las excepciones y conforme a las reglas que establezca el Congreso.

La conveniencia de esta jurisdicción de apelación casi no se ha puesto en duda tratándose de cuestiones de derecho, pero ha suscitado un fuerte clamor por lo que se refiere a puntos de hecho. Algunos hombres bien intencionados de este Estado, cuya opinión sobre el particular se basa en el lenguaje y las formas que están en uso en nuestros tribunales, han considerado que suprime implícitamente el juicio por jurados, en favor del sistema procesal del derecho civil que prevalece en nuestros tribunales de almirantazgo, de asuntos hereditarios y de equidad. Se ha aplicado un significado técnico a la palabra apelación, que en nuestro lenguaje jurídico suele referirse a las apelaciones en los procedimientos del derecho civil. Pero si estoy bien informado, en ninguna parte de la Nueva Inglaterra se le daría el mismo significado. Allí la apelación de un jurado a otro les es familiar, lo mismo en la práctica que en el lenguaje, e incluso es cosa acostumbrada hasta que se obtienen dos veredictos en igual sentido. La palabra apelación no se entenderá, por vía de consecuencia, con el mismo sentido en la Nueva Inglaterra que en Nueva York, lo cual viene a demostrar lo impropio de una interpretación técnica derivada de la jurisprudencia particular de un Estado. En sentido abstracto, la expresión designa únicamente el poder que tiene un tribunal de revisar los procedimientos de otro, tanto por lo que se refiere al derecho como a los hechos o a ambas cosas. El modo de hacer esto puede estar fijado por costumbres inmemoriales o por preceptos legislativos (en un gobierno nuevo, necesariamente por éstos) y puede llevarse a cabo con el auxilio de un jurado o sin él, según se juzgue prudente. Por lo tanto, si conforme a la Constitución propuesta puede admitirse que un hecho ya resuelto por un jurado, vuelva a ser objeto de examen, éste puede regularse en forma de que se encargue de él un segundo jurado, enviando la causa al tribunal inferior para que los hechos sean objeto de un nuevo juicio o bien haciendo que la Suprema Corte fije desde luego el sentido de la nueva decisión.

Pero de esto no se desprende que el nuevo examen de los hechos investigados por el jurado se permitirá en la Suprema Corte. ¿Por qué no ha de decirse con absoluta propiedad que cuando se interpone un recurso de apelación en este Estado, de un tribunal inferior ante uno superior, que este último tiene jurisdicción tanto sobre los hechos como sobre el derecho? Es cierto que no puede iniciar una nueva investigación en lo tocante a los hechos, pero se basa en ellos tal y como aparezcan probados en el expediente y declara el derecho que les sea aplicable (3). Esta jurisdicción comprende a la vez los hechos y el derecho, y ni siquiera es factible separarlos. Aunque los tribunales del Common Law de este Estado determinan los hechos controvertidos por medio de un jurado, es innegable que poseen jurisdicción tanto sobre los hechos como sobre el derecho; por lo cual, cuando hay conformidad respecto a éstos, prescinden del jurado y desde luego pronuncian sentencia. Por este motivo sostengo que las expresiones jurisdicción de apelación respecto al derecho y a los hechos, no implican necesariamente que los hechos decididos por medio de jurados en los tribunales inferiores deban ser examinados de nuevo ante la Suprema Corte.

Hay motivos para suponer que los razonamientos que en seguida se desarrollan han de haber influido sobre la convención por lo que se refiere a esta cláusula. La jurisdicción de apelación de la Suprema Corte (es posible que se haya argumentado) comprenderá controversias que pueden resolverse de distintos modos, algunas de acuerdo con el common kaw, otras conforme al derecho civil. En las primeras, la revisión de la ley será lo único que le corresponderá a la Suprema Corte, hablando en términos generales; en las segundas, un nuevo examen de los hechos se ajusta a la costumbre y en algunos casos puede ser esencial a la conservación de la paz pública, entre ellos en los juicios sobre presas. Es necesario, por vía de consecuencia, que la jurisdicción de apelación se extienda en ciertos casos y con la mayor amplitud, a las cuestiones de hecho. Esta finalidad no se alcanzará exceptuando expresamente los casos juzgados por un jurado, porque en los tribunales de algunos Estados todas las controversias se ventilan de ese modo (4); y esa excepción evitaría la revisión de los hechos, tanto en los casos precedentes como en aquellos en que sería inconveniente. Para evitar todos estos obstáculos, lo más seguro será una declaración general en el sentido de que la Suprema Corte posee jurisdicción en segunda instancia, tanto en materia de derecho como de hecho, con el agregado de que esta jurisdicción está sujeta a las excepciones y reglas que prescriba la legislatura nacional. Esto permitirá al gobierno configurarla de la manera que responda mejor a sus propósitos de justicia pública y de seguridad.

Cuando menos, la ojeada que hemos dado al problema elimina toda duda respecto de que la supuesta abolición de los jurados es sofística y falsa. La legislatura de los Estados Unidos tendría, ciertamente, plenos poderes para disponer que en las apelaciones ante la Suprema Corte no hubiese un nuevo examen de los hechos, cuando hubiese conocido de ellos un jurado en el procedimiento primitivo. Ésta sería indudablemente una excepción legítima; pero si debido a las razones ya expuestas, pareciera demasiado amplia, se podría limitarla únicamente a aquellas controversias que son materia del Common Law y se resuelven según el procedimiento de ese sistema.

En resumen, de las observaciones que se han hecho sobre las facultades del departamento judicial se desprende lo que sigue: que se ha circunscrito cuidadosamnte a las controversias de que manifiestamente debe conocer la judicatura nacional; que al distribuir estas facultades, una pequeñísima parte de jurisdicción original ha sido reservada a la Corte Suprema y el resto confiada a los tribunales subordinados; que la Suprema Corte poseerá jurisdicción de apelación, tanto con relación al derecho como a los hechos, en todos los casos que se le sometan, sujeta en ambos aspectos a cualesquiera excepciones y reglas que se juzguen aconsejables; que esta jurisdicción de apelación no suprime el juicio por jurados en ningún caso, y que bastará una medida ordinaria de prudencia e integridad en las asambleas nacionales para asegurarnos sólidas ventajas como consecuencia del establecimiento de la judicatura propuesta, sin exponemos a ninguno de los males a que se ha vaticinado que dará origen.

PuBLIO

(Alexander hamilton parece ser el autor de este escrito)




Notas

(1) Artículo 3° sección 1a.- PUBLIO.

(2) Se ha pretendido absurdamente que esta facultad tiene como mira la abolición de todos los tribunales de condado de los diversos Estados, a los que generalmente se llama tribunales inferiores. Pero la Constitución se refiere a la organización de tribunales inferiores a la Suprema Corte. Y la finalidad evidente de esta disposición es hacer posible el establecimiento de tribunales locales, subordinados a la Suprema Corte, ya sea en cada Estado o en distritos más amplios. Es ridículo imaginarse que se pensó en los tribunales de condado.- PUBLIO.

(3) Esta palabra se forma de jus y dictio, juris dictio, o sea decir y declarar el derecho.- PUBLIO.

(4) Sostengo que los Estados poseerán jurisdicción concurrente con los organismos judiciales federales subordinados en muchos casos de competencia federal, según explicaré en mi próximo artículo.- PUBLIO.

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