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EL FEDERALISTA

Número 77



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Se ha dicho que una de las ventajas que hay lugar a esperar de la colaboración del Senado en este asunto de los nombramientos consiste en que contribuirá a la estabilidad de la administración. Sería necesario el consentimiento de ese cuerpo tanto para remover como para nombrar. El cambio del Primer Magistrado, por vía de consecuencia, no ocasionaría una revolución tan general y violenta entre los funcionarios gubernamentales como sería de aguardar si él fuera el único que dispusiese de los empleos públicos. Cuando un hombre hubiera dado pruebas satisfactorias de su aptitud y eficacia para desempeñar un puesto determinado, el deseo del nuevo Presidente de sustituirlo por una persona que le sea más grata se vería refrenado por el temor de que la desaprobación del Senado frustrase su intento y, por tanto, lo desacreditase. Los que sepan estimar el valor de una administración estable serán quienes apreciarán más la conveniencia de una disposición que establece una relacion entre la existencia oficial de los hombres públicos y la aprobación o desaprobación del cuerpo que, debido a la mayor permanencia de los individuos que lo integran, será probablemente el menos expuesto a la inconstancia de todos los miembros del gobierno.

Acerca de esta unión del Presidente y el Senado en el capítulo de los nombramientos, se ha sugerido en algunas ocasiones que serviría para darle al Presidente una influencia indebida sobre el Senado y, en otras, que tendría la tendencia opuesta, lo cual prueba que ninguna de estas suposiciones está en lo cierto.

Con enunciar la primera en su forma correcta, basta para refutarla. Importa esto: el Presidente tendría una influencia indebida sobre el Senado porque éste poseería el poder de contenerlo. Ésta es una posición absurda. Es indudable que el poder absoluto de nombrar lo capacitaría para imponer un dominio peligroso sobre ese cuerpo con mayor eficacia que un simple poder de proposición sujeto a su control.

Examinemos ahora la proposición inversa: el Senado influiría sobre el Ejecutivo. Como ya tuve ocasión de indicar en varios otros casos, lo impreciso de la objeción impide dar una respuesta precisa. ¿De qué modo va a ejercerse esta influencia? ¿En relación con qué objetos? El poder de influir sobre una persona, en el sentido en que aquí se emplea, debe implicar el de conferirle un beneficio. ¿Cómo podría el Senado hacerlo al Presidente a través de la manera como utilizara su derecho de rechazar las propuestas de éste? Si se contesta que a veces lo complacerían aceptando a alguna persona de su predilección, a pesar de que el interés público posiblemente aconsejara una conducta diferente, replicaré que el Presidente estará interesado personalmente en tan pocos casos que no es posible conceder que la complacencia del Senado influyera sobre él en grado importante. El poder de que dimana la concesión de emolumentos y honores tiene más probabilidades de atraer que de ser atraído por el poder que únicamente puede estorbar que tengan efecto. Si por influir sobre el Presidente lo que se quiere decir es que le contiene, esto es precisamente lo que se buscaba. Y queda demostrado que esta restricción será saludable, al mismo tiempo que no destruirá una sola de las ventajas que serían de esperarse si ese magistrado obrara autónomamente. El derecho de proponer a las personas que han de ser nombradas produciría los mismos beneficios que el poder de designarlas en definitiva y evitará los males de éste en una amplia medida.

Si se compara el plan para el nombramiento de los funcionarios del gobierno propuesto con el establecido por la constitución de este Estado, habrá que optar decididamente por el primero. En ese proyecto, el poder de proponer se confiere inequívocamente al Ejecutivo. Y como sería necesario someter cada propuesta al sentir de toda una rama de la legislatura, las circunstancias que concurrieran en un nombramiento se harían forzosamente del conocimiento público, como resultado del procedimiento que habría que observar, y el pueblo no tendría dificultad para determinar el papel desempeñado por los distintos actores. La culpa de una propuesta inconveniente recaería íntegra y exclusivamente sobre el Presidente. La de rechazar a un buen candidato le correspondería únicamente al Senado, aunque agravada por la consideración de haber anulado las buenas intenciones del Presidente. Si triunfara un nombramiento malo, el Ejecutivo por proponerlo y el Senado por aprobarlo participarían, si bien en diferente escala, de la deshonra y el oprobio consiguientes.

En nuestro Estado, el sistema de hacer los nombramientos presenta todas las características contrarias. El consejo de nombramientos se compone de tres a cinco personas, una de las cuales es siempre el gobernador. Este reducido cuerpo, reunido en local cerrado, impenetrable a las miradas públicas, procede a cumplir con la misión que se le ha confiado. Es un hecho conocido que el gobernador reclama el derecho a proponer, fundándose en ciertas expresiones ambiguas que figuran en la Constitución; pero no se sabe hasta qué punto o de qué modo lo ejerce ni en qué ocasiones se le contradice o resiste. La reprobación de un nombramiento ilícito, por no saberse quién es el autor de él y por no haber un objeto determinado sobre el que recaiga, carece tanto de energía como de persistencia. Así, mientras un campo sin límites queda abierto a la cábala y a la intriga, desaparece toda idea de responsabilidad. El público sabe a lo más que el gobernador reclama el derecho de proponer; que dos del insignificante total de cuatro miembros de ese cuerpo pueden ser manejados frecuentemente sin gran dificultad; que si alguno de los miembros se mostrare reacio en una sesión determinada, muchas veces resulta fácil librarse de su oposición, fijando las reuniones para fechas y horas en que se le dificulte asistir; y que, sea por lo que fuere, de cuando en cuando se hace un gran número de nombramientos muy inadecuados. El que un gobernador de este Estado se aproveche del ascendiente que forzosamente le corresponde en este delicado e importante aspecto de la administración, con el objeto de elevar a los puestos públicos a los hombres más capacitados para llenarlos o prostituya ese privilegio para favorecer a personas cuya principal cualidad consiste en doblegarse ciegamente ante sus deseos y para reforzar un sistema peligroso y bajo de influencia personal, son cuestiones que, lamentablemente para la comunidad, sólo pueden ser objeto de suposiciones y conjeturas.

Todo simple consejo de nombramientos, sean cuales fueren sus componentes, formará un cónclave, en que la intriga y las maquinaciones lograrán todos sus designios. El número de sus miembros no puede ser el suficiente para excluir el campo que se ofrece a las combinaciones, como no sea a costa de un aumento considerable en los gastos. Y como cada miembro tendrá amigos y relaciones a quienes satisfacer, el deseo de complacerse mutuamente originará un trueque escandaloso de votos y un regateo por lo que se refiere a los empleos. Sería fácil saciar los intereses particulares de un solo hombre; pero hartar los de doce o veinte hombres daría por resultado un monopolio de los puestos principales del gobierno en favor de unas cuantas familias y conduciría a una aristocracia u oligarquía más rápidamente que cualquiera otra medida que pudiera imaginarse. Y si para evitar la acumulación de cargos, se cambiasen con frecuencia los componentes del consejo, caeríamos de lleno en la inestabilidad administrativa con todos sus inconvenientes. Una asamblea de esta clase estaría asimismo más expuesta a la influencia del Ejecutivo que el Senado, porque su número sería más reducido y porque actuaría más lejos de la vigilancia pública. Dicho consejo, para concluir ya, en calidad de sustitutivo del plan de la convención, produciría un aumento de gastos, la multiplicación de los males que nacen del favoritismo y la intriga en la distribución de los honores públicos, una mengua en la estabilidad de la administración y la disminución de la seguridad contra la influencia exagerada del Ejecutivo. Y no obstante eso, una asamblea semejante ha sido propugnada calurosamente, como una enmienda esencial a la Constitución que se nos propone.

No puedo concluir rectamente mis observaciones en materia de nombramientos sin hacerme cargo de un proyecto que ha encontrado, aunque pocos, algunos defensores; me refiero al de asociar a la Cámara de Representantes en la facultad de hacerlos. Sin embargo, casi no haré otra cosa que mencionarlo, pues no concibo que logre la adhesión de un sector importante de la comunidad. Una entidad tan fluctuante y a la vez tan numerosa no puede considerarse apropiada al ejercicio de ese poder. Su ineptitud resaltará patentemente a los ojos de todos, si se recuerda que dentro de medio siglo podrá componerse de trescientas o cuatrocientas personas. Todas las ventajas de la estabilidad, tanto del Ejecutivo como del Senado, se verían anuladas por esta coligación, que, además, ocasionaría innumerables demoras y dificultades. El ejemplo de las constituciones de la mayoría de los Estados nos estimula a reprobar esta idea.

Los únicos poderes faltantes del Ejecutivo se contraen a informar al Congreso acerca del estado de la Unión; a recomendar a su deliberación aquellas medidas que le parezcan convenientes; a convocar al Congreso, o a cualquiera de sus Cámaras, en ocasiones extraordinarias; a suspender sus sesiones cuando las Cámaras no logren ponerse de acuerdo en cuanto a la fecha de suspensión; a recibir embajadores y otros ministros públicos; a ejecutar fielmente las leyes y a extender los despachos de todos los funcionarios de los Estados Unidos.

Excepto algunas cavilaciones en cuanto al poder de convocar a cualquiera rama de la legislatura y al de recibir embajadores, no se han hecho objeciones contra estos poderes, ni era posible que admitiesen ninguna. Realmente se necesitaba un afán insaciable de censura para inventar las observaciones a las partes que se han objetado. Respecto al poder de convocar a cualquiera de las cámaras, me limitaré a señalar que cuando menos por lo que hace al Senado, existe una razón atendible para que se permita. Como esta entidad posee facultades concurrentes con el Ejecutivo en materia de tratados, puede ser necesario reunirla en ocasiones en que resultaría innecesario e inconveniente citar también a la Cámara de Representantes. En cuanto a la recepción de embajadores, lo que dije en un artículo anterior puede servir de amplia respuesta.

Con esto completamos el examen de la estructura y los poderes del departamento ejecutivo, departamento que, como he procurado demostrar, reúne todas las condiciones de energía hasta donde son compatibles con los principios republicanos. Ahora nos queda por preguntar: ¿presenta también condiciones de seguridad en un sentiqo republicano, a saber, una dependencia legítima respecto al pueblo y la responsabilidad necesaria? La respuesta a esta pregunta se ha dado de antemano al investigar sus otras características y se deduce satisfactoriamente de estas circunstancias: de la elección del Presidente cada cuatro años por personas elegidas directamente por el pueblo con ese propósito, y del hecho de que esté expuesto en todo tiempo a ser acusado, enjuiciado, destituido del cargo e inhabilitado para desempeñar cualquier otro, así como a perder la vida y los bienes al ser juzgado posteriormente conforme a las disposiciones legales ordinarias. Pero por grandes que sean las precauciones anteriores, no son las únicas previstas por la convención en pro de la seguridad pública. Según ese plan, en los únicos casos en que era de temerse plausiblemente un abuso de la autoridad ejecutiva, el Primer Magistrado estará sometido a la vigilancia de una de las ramas del cuerpo legislativo. ¿Qué más podrá desear un pueblo razonable e ilustrado?

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se le otorga la autoría de este escrito)

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