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EL FEDERALISTA

Número 76



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El Presidente propondrá y, con el consejo y el consentimiento del Senado, nombrará a los embajadores, otros ministros públicos y cónsules, jueces de la Suprema Corte y a todos los demás funcionarios de los Estados Unidos a cuyo nombramiento no se provea de otro modo en la Constitución. Pero el Congreso puede, por medio de una ley, atribuir el nombramiento de aquellos funcionarios inferiores que estime conveniente, al Presidente solo, a los tribunales de justicia o a los jefes de los departamentos. El Presidente tendrá la facultad de llenar todas las vacantes que ocurran durante el receso del Senado, mediante nombramientos temporales que expirarán al final de la sesión siguiente.

Ya se ha hecho notar en un artículo anterior que la verdadera prueba de un buen gobierno es su aptitud y tendencia a producir una buena administración. Si se admite la exactitud de este aserto, deberá reconocerse que la manera de nombrar a los funcionarios de los Estados Unidos contenida en las cláusulas anteriores es merecedora de una alabanza especial. No es fácil concebir un plan que ofrezca más probabilidades que éste de favorecer la selección juiciosa de los hombres que han de ocupar los cargos de la Unión, y no necesitamos demostrar que de este punto dependerá de manera esencial el carácter de su administración.

Todo el mundo estará de acuerdo en que el poder de nombrar en casos ordinarios debe asumir cualquiera de las tres modalidades siguientes:

Debe encomendarse a un solo hombre o a una asamblea escogida, integrada por un número moderado; o a un solo hombre con la cooperación de dicha asamblea. En cuanto al ejercicio de este poder por la masa del pueblo, se convendrá desde luego en que es irrealizable, pues haciendo a un lado cualquier otra consideración, le dejaría poco tiempo para otro quehacer. Así que, cuando en los razonamientos subsecuentes se menciona a una asamblea o a un cuerpo de individuos, lo que se diga debe entenderse que hace referencia a una asamblea o a un cuerpo escogidos, del carácter indicado con anterioridad. Considerado colectivamente, el pueblo, tanto debido a su número como a su estado de dispersión, no puede ser dirigido en sus movimientos por ese espíritu sistemático de cábala y de intriga que se aducirá en calidad de objeción principal contra la entrega del poder que nos ocupa a un cuerpo determinado.

Los que han reflexionado por cuenta propia acerca de este asunto o que han seguido las observaciones hechas en otros lugares de estos artículos, con relación al nombramiento del Presidente, estarán de acuerdo, según creo, con que siempre habrá una gran probabilidad de conseguir que ocupe ese puesto un hombre de mérito o cuando menos digno de respeto. Partiendo de esta premisa, establezco la regla de que un hombre de buen juicio está mejor capacitado para analizar y justipreciar las cualidades peculiares que convienen a los distintos empleos, que un cuerpo integrado por hombres de igual o, si se quiere, hasta de mejor criterio que él.

La responsabilidad única e indivisa de un solo hombre dará naturalmente por resultado un sentido más vivo del deber y un cuidado más estricto de su reputación. Por esta causa, se sentirá más fuertemente obligado y tendrá más interés por investigar con detenimiento las cualidades necesarias para los cargos que se deban cubrir, y preferirá imparcialmente a aquellas personas que en justicia tengan más derecho a ellos. Tendrá menos ligas de carácter personal que satisfacer que un cuerpo de hombres, cada uno de los cuales puede suponerse que tendrá el mismo número de compromisos que él y, por lo tanto, se vera menos en peligro de que lo extravíen los sentimientos amistosos o afectivos. Un hombre bien intencionado, aun con su sola inteligencia, no puede ser víctima de la confusión y de la desorientación que con frecuencia se encuentran en las determinaciones de una entidad colectiva, como consecuencia de la diversidad de opiniones, sentimientos e intereses que la perturban y desvían. Nada hay tan propenso a agitar las pasiones humanas como las consideraciones personales, ya sea que se refieran a nosotros mismos o a los demás objetos de nuestra preferencia. Por esto, en todo caso en que se ejercite este poder de hacer nombramientos por una asamblea, debemos estar preparados para ver en plena acción todas las simpatías y antipatías, los antagonismos y preferencias, las aficiones y animadversiones, tanto particulares como de partido, que experimenten los distintos componentes de la asamblea. La elección hecha en semejantes circunstancias representará, por supuesto, el resultado de una victoria ganada por un partido sobre otro o de una transacción entre ambos. En los dos casos, lo más frecuente será que los méritos de los elegidos pasen inadvertidos. En el primero, las condiciones que permitan reunir el número debido de sufragios se apreciarán más que las que capaciten a la persona para desempeñar el cargo. En el segundo, la coalición dependerá ordinariamente de que se obtenga en cambio algo de interés: Dadnos para este puesto al hombre que queremos y tendréis al que deseáis para ese otro. Condiciones como éstas serán las que gobiernen generalmente la transacción. Y rara vez ocurrirá que el beneficio del servicio público sea el objetivo primordial de las victorias de los partidos ni de las negociaciones que celebren.

La verdad de los principios que sostengo a este propósito parece haber impresionado a las personas más inteligentes entre las que han considerado defectuosa la forma como la convención ha resuelto este punto. Sostienen que el Presidente es el único a quien se debió haber autorizado para hacer las designaciones correspondientes al gobierno federal. Pero es facil demostrarles que toda ventaja procedente de un sistema semejante, se obtendrá en esencia con el poder de proponer que se proyecta conferirIe; mientras que se evitarán ciertos inconvenientes que produciría el poder absoluto de hacer nombramientos si se pusiera en manos de ese funcionario. En el acto de proponer su criterio seria el único que se aplicaría, y como a él sólo le correspondería la tarea de señalar al hombre que, una vez obtenida la aprobación del Senado, debe desempeñar un empleo, su responsabilidad sería tan completa como si él hubiera de hacer el nombramiento definitivo. A la luz de estas explicaciones, no cabe diferencia alguna entre proponer y nombrar. Los mismos motivos que influirían en un caso para que este deber se desempeñase como es debido, existirían en el otro. Y como ningún hombre podría ser designado sino después de haber sido propuesto, de hecho todo hombre que llegara a ser nombrado habría sido escogido por el Presidente.

Pero ¿no puede suceder que su propuesta sea rechazada? Concedo que puede serlo, aunque esto sólo sería para dar lugar a que hiciera otra proposición. La persona que finalmente se nombrara habría de ser de todos modos la que escogiera, aunque posiblemente no la que habría preferido en primer lugar. Tampoco es muy probable que sus proposiciones sean desechadas con frecuencia. El Senado no puede verse tentado a rechazar al candidato propuesto, debido a la preferencia que sienta por alguna otra persona, ya que no puede estar seguro de que la que desearía será la señalada en una segunda propuesta o en otra posterior. Ni siquiera podría tener la certeza de que dicha proposición futura presentará a un candidato que le resulte un poco más aceptable; y como su inconformidad puede lanzar cierto estigma sobre el individuo que rechazara y tener la apariencia de un reproche al primer magistrado, no es probable que su sanción será negada a menudo, cuando no medien razones especiales y poderosas para ello.

Entonces, ¿con qué finalidad se requiere la cooperación del Senado? Respondo que la necesidad de su colaboración tendrá un efecto considerable, aunque en general poco visible. Constituirá un excelente freno sobre el posible favoritismo presidencial y tenderá marcadamente a impedir la designación de personas poco adecuadas, debido a prejuicios locales, a relaciones familiares o con miras de popularidad. Por añadidura, sería un factor eficaz de estabilidad en la administración.

Se comprende fácilmente que un hombre que dispusiera él solo de los empleos públicos se dejaría gobernar por sus intereses e inclinaciones personales con más libertad que estando obligado a someter el acierto de su elección a la discusión y resolución de un cuerpo distinto e independiente, y siendo dicho cuerpo nada menos que toda una rama de la legislatura, la posibilidad de un fracaso serviría de aliciente poderoso para proceder con cuidado al hacer su proposición. El peligro para su reputacion y, cuando se trate de un magistrado electivo, para su carrera política, en el caso de que se le descubriera un espíritu de favoritismo o que andaba en forma indebida a caza de popularidad, por parte de un cuerpo cuya opinión tendría gran influencia en la formación de la del público, no puede dejar de obrar como barrera contra ambas cosas. Le daría vergüenza y temor proponer para los cargos más importantes o provechosos a personas sin otro mérito que el de ser oriundas del Estado de que procede, el de estar relacionadas con él de una manera o de otra o el de poseer la insignificancia y ductilidad necesarias para convertirse en serviles instrumentos de su voluntad.

En contra del razonamiento anterior se ha objetado que el Presidente, por la influencia que le da este derecho de proponer, puede obtener que el Senado adopte una actitud complaciente frente a sus propósitos. El suponer esta venalidad universal en la naturaleza humana constituye un error tan grande al razonar sobre problemas políticos como el suponer la rectitud universal. La institución del poder delegado implica que existe en la humanidad una porción de honor y virtud, sobre la cual puede cimentarse cierta dosis de confianza; y la experiencia comprueba la teoría. Se ha visto que esas cualidades existen hasta en los períodos más corrompidos de los más corrompidos gobiernos. La venalidad de la Cámara de los Comunes británica ha servido desde hace mucho tiempo de tema para lanzar acusaciones contra ese cuerpo, lo mismo en su país que en el nuestro; y no puede dudarse de que el reproche está en gran parte justificado. Pero no es menos dudoso que siempre hay en esa corporación un número importante de hombres independientes y patriotas que ejercen una influencia considerable en las asambleas de la nación. De ahí que (sin exceptuar el reinado actual) el parecer de ese cuerpo refrene a menudo las inclinaciones del monarca, tanto en relación con los hombres como con las medidas. Por lo tanto, aunque resulta admisible suponer que el Ejecutivo influiría ocasionalmente sobre algunos miembros del Senado, la hipótesis de que podría comprar habitualmente la integridad de todo el cuerpo resulta forzada e improbable. Un hombre dispuesto a observar la naturaleza humana tal como es, sin halagar sus virtudes ni exagerar sus vicios, hallará motivos suficientes para confiar en la probidad del Senado, así como para quedar tranquilo de que no será factible que el Ejecutivo coheche o seduzca a una mayoría de sus miembros y de que la exigencia de que coopere en materia de nombramientos constituirá un freno saludable y de peso sobre la conducta de ese magistrado. Ni es tampoco la integridad senatorial la única salvaguardia. La Constitución ha dispuesto algunas precauciones eficaces contra el peligro de la influencia del Ejecutivo sobre el cuerpo legislativo: declara que ningún senador ni representante podrá ser designado para ocupar cualquier empleo civil que dependa de los Estados Unidos, durante el período para el que fue elegido, cuando dicho empleo haya sido creado o los emolumentos que le corresponden hayan sido aumentados durante el mismo tiempo; y ninguna persona que desempeñe cualquier cargo dependiente de los Estados Unidos podrá ser miembro de cualquiera de las cámaras mientras continúe en dicho cargo.

PUBLIO

(Todo indica que la autoría de este escrito recae en Alexander Hamilton)

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