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EL FEDERALISTA

Número 66



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La revisión de las principales objeciones que han surgido en contra del tribunal propuesto para juzgar sobre las acusaciones contra funcionarios, destruirá sin duda los restos de cualquier impresión desfavorable que aún pueda subsistir respecto a este asunto.

La primera de estas objeciones consiste en que la cláusula que nos ocupa confunde a las autoridades legislativa y judicial en un mismo cuerpo, violando la importante y sólida maxima que requiere que los distintos departamentos del poder se hallen separados. La significación verdadera de esta máxima ha sido discutida y precisada en otro lugar, demostrando que es enteramente compatible con una mezcla parcial de esos departamentos para fines determinados si, en general, se les mantiene distintos e independientes. Esta mezcla parcial resulta incluso, en ciertos casos, no sólo conveniente sino necesaria para la mutua defensa de los diversos miembros del gobierno, unos contra otros. Un derecho absoluto o limitado del veto del ejecutivo respecto a los actos del cuerpo legislativo, se admite por los cultivadores más competentes de la ciencia política como indispensable barrera a las usurpaciones de este último contra el primero. Y es lícito sostener, acaso con no menos razón, que los poderes relativos a las acusaciones por responsabilidades oficiales son un freno esencial en manos de ese cuerpo contra las invasiones del ejecutivo. Su división entre las dos ramas de la legislatura, por la cual se atribuye a una el derecho de acusación y a la otra el de instruir el proceso y dictar sentencia, evita el inconveniente de que las mismas personas acusen y juzguen; y protege contra el peligro de una persecución originada por el espíritu faccioso que pudiera prevalecer en cualquiera de esas ramas. Como para condenar son necesarios los votos de dos terceras partes del Senado, la garantía que ofrece a los inocentes esta circunstancia suplementaria será todo lo completa que aun ellos puedan desear.

Es curioso observar con qué vehemencia combaten este punto del proyecto, fundándose en el principio aquí expresado, hombres que proclaman admirar sin excepciones la Constitución de este Estado, ya que esta Constitución hace del senado, unido al presidente y a los jueces de la Suprema Corte, no sólo un tribunal para los delitos de funcionarios, sino el tribunal supremo del Estado para todas las causas, sean civiles o criminales. La proporción numérica del presidente y los jueces en relación con los senadores es tan insignificante que puede decirse sin yerro que la autoridad judicial de Nueva York reside en última instancia en su Senado. Si se acusa al plan de la convención de apartarse en este aspecto de la célebre máxima tan a menudo mencionada y que parece tan mal comprendida, ¿cuánto más culpable no ha de ser la Constitución de Nueva York? (1)

La segunda objeción contra el Senado como tribunal en el caso de acusaciones oficiales es que contribuye a la acumulación indebida de poder en ese cuerpo, con lo que se tiende a dar al gobierno una apariencia demasiado aristocrática. Se hace notar que el Senado ha de compartir la potestad del Ejecutivo para la conclusión de tratados y en los nombramientos; si a esas prerrogativas, alegan los autores de la objeción, se añade la de decidir en todos los casos de acusaciones, se dará a la influencia senatorial una preponderancia decisiva. No es fácil contestar concretamente a una objeción en sí misma tan imprecisa. ¿Dónde se halla la medida o criterio a que podemos acudir para determinar qué actos darán al Senado demasiada influencia muy poca o simplemente el grado debido de ésta? ¿No será más seguro, a la par que más sencillo, desechar cálculos tan vagos e inciertos y examinar cada poder por separado, decidiendo, de acuerdo con los principios generales, dónde depositarlo con más ventajas y menos inconvenientes?

Si seguimos esta ruta, nos llevará a un resultado si no más seguro, sí más inteligible. Se encontrará entonces, si no me equivoco, que la atribución del poder de concluir tratados que prevaleció en el plan de la convención, está plenamente justificada por la consideración expuesta bajo el número anterior y por otras que aparecerán en la división siguiente de nuestras investigaciones. La oportunidad de unir al Senado con el Ejecutivo en cuanto a la facultad de hacer nombramientos recibirá, según espero, una explicación no menos satisfactoria en el mismo lugar. Y me hago la ilusión de que las observaciones hechas en mi último artículo deben haber contribuido bastante a probar que no era fácil, suponiendo que fuera hacedero, encontrar un depositario más adecuado del poder de resolver sobre las acusaciones oficiales que el que ha escogido. Si esto es verdad, el hipotético temor de la influencia excesiva del Senado debe desecharse de nuestros razonamientos.

Pero esta hipótesis, tal como es, ha sido refutada con anterioridad en las observaciones que se refieren a la duración en el cargo prescrita para los senadores. En ellas se demostró, tanto con ayuda de ejemplos históricos como fundándose en la naturaleza de las cosas, que la rama más popular en todo gobierno que participe de la índole republicana será siempre igual, si no superior, a cualquier otro miembro del gobierno, como resultado de que generalmente será la favorita del pueblo.

Independientemente, sin embargo, de este eficaz principio para asegurar el equilibrio de la Cámara Nacional de Representantes, el plan de la convención ha previsto en su favor varios importantes contrapesos frente a las facultades suplementarias conferidas al Senado. El privilegio exclusivo de que en ella se inicien las leyes sobre contribuciones, pertenecerá a la Cámara de Representantes. La misma entidad poseerá el derecho de incoar las acusaciones: ¿no constituye esto un contrapeso completo del poder de resolverlas? La misma Cámara actuará como árbitro en todas las elecciones de Presidente que no reúnan los sufragios de una mayoría del número total de electores, lo que sin duda ocurrirá algunas veces, y quizás con frecuencia, y la constante posibilidad de ello constituirá para ese cuerpo una fuente provechosa de influencia. Cuanto más se estudia, más importante parece este poder final, aunque sea contingente, de decidir las competencias entre los ciudadanos más ilustres de la Unión para ocupar el primer puesto en ella. Tal vez no fuera temerario predecir que como medio de influencia, éste resultará superior a todos los atributos especiales del Senado.

La tercera objeción contra el Senado como tribunal de acusaciones procede de la participación que ha de tener en los nombramientos. Se supone que será un juez demasiado indulgente de la conducta de individuos en cuya designación oficial participó. El principio en que se funda esta objeción llevaría a condenar una práctica que puede observarse en todos los gobiernos de los Estados, si no es que en todos los que conocemos: me refiero a hacer que los que gozan de un cargo por períodos facultativos, dependan de la voluntad de quienes los nombran. Con igual razón podría afirmarse en este caso que el favoritismo de estos últimos sería perpetuamente un refugio para la mala conducta de los primeros. Pero contrariamente a dicho principio, esa práctica se apoya en la presunción de que la responsabilidad que contraen los que nombran, con relación a la capacidad y competencia de las personas en quienes recae su elección y el interés que tendran en la administración respetable y próspera de los asuntos, determinarán que estén dispuestos a impedir que participen en ella los que por su conducta hayan demostrado ser indignos de la confianza depositada en ellos. Aunque los hechos no corresponden siempre a esta presunción, bastará que sea exacta en esencia para destruir la hipótesis de que el Senado, que se limitará a sancionar las designaciones del Ejecutivo, pudiera sentir hacia las personas en que recaigan una parcialidad tan intensa que lo cegará ante la evidencia de un delito lo suficientemente grande para haber inducido a los representantes de la nación a erigirse en sus acusadores.

Si fuere necesario otro argumento para hacer patente la improbabilidad de semejante parcialidad, se hallaría en la naturaleza de la cooperación del Senado en materia de nombramientos.

Al Presidente le corresponderá la función de proponer y, con el consejo y el consentimiento del Senado, de designar. Por supuesto que no habrá lugar al ejercicio de una opción por parte del Senado. Puede desechar una propuesta del Ejecutivo y obligarle a que haga otra; pero no puede por sí mismo elegir, sino únicamente ratificar o rechazar la elección hecha por el Presidente. Puede incluso sentir preferencia por alguna otra persona en el momento preciso en que da su aprobación a la que ha sido propuesta, por no hallar objeciones fundadas en contra suya; y si la rechazara, no podría tener la seguridad de que el nombramiento posterior recaería sobre la persona que favorece o sobre cualquiera otra más apta en su sentir que la rechazada. Así se ve que no es fácil que la mayoría senatorial sienta hacia el individuo objeto de un nombramiento más complacencia de la que puedan inspirar las apariencias de mérito o destruir las pruebas de que no se tiene.

La cuarta objeción contra el Senado en su calidad de tribunal para responsabilidades oficiales procede de su unión con el Ejecutivo en el poder de concluir tratados. Se ha dicho que de este modo se constituye a los Senadores en sus propios jueces en todos los casos de corrupción o traición en el cumplimiento de esta misión. Después de que hayan conspirado con el Ejecutivo para comprometer los intereses de la nación en un tratado funesto, ¿qué perspectiva habrá, se pregunta, de imponerles el castigo que merecen, si ellos mismos han de decidir sobre la acusación presentada en su contra con motivo de la deslealtad de que se hicieron culpables?

Esta objeción se ha repetido de más buena fe y con mayor apariencia de fundamento que cualquiera otra de las que han surgido contra esta parte del plan, y, sin embargo, mucho me equivoco si no descansa sobre una base errónea.

La garantía esencialmente buscada por la Constitución contra las traiciones y corrupciones al celebrar los tratados se encuentra en el número y el carácter de los que intervienen en ello. La labor conjunta del Magistrado Supremo de la Nación y de los dos tercios de los miembros de una entidad seleccionada por la prudencia colectiva de las legislaturas de los distintos Estados, tiene como objeto servir de prenda de la fidelidad de las asambleas nacionales en lo que a este asunto se refiere. La convención puede haber pensado muy cuerdamente en el castigo del Ejecutivo por desviarse de las instrucciones del Senado o por la falta de probidad en las negociaciones que le están confiadas; es posible que también haya tenido en cuenta el castigo de algunos de los principales miembros del Senado, que hubieran prostituido su influencia en ese cuerpo, actuando como instrumentos mercenarios comprados por el extranjero: pero no puede, con igual o mayor fundamento, haber pensado en la acusación y castigo de las dos terceras partes del Senado, que den su anuencia a un tratado irregular, como tampoco en el de una mayoría de ésa o de la otra rama de la legislatura nacional por el hecho de aprobar una ley perniciosa o anticonstitucional, principio que, según creo, no ha sido admitido nunca en gobierno alguno. De hecho, ¿cómo podría una mayoría de la Cámara de Representantes acusarse a sí misma? Del mismo modo, es evidente que podrían procesarse a sí mismos los dos tercios del Senado. Y, sin embargo, ¿qué razon existe para conceder la impunidad a una mayoría de la Cámara de Representantes que sacrifique los intereses en un tratado nocivo con una potencia extranjera? La verdad es que en todos los casos semejantes resulta esencial para la libertad y la independencia que son necesarias a las deliberaciones de un cuerpo, que sus miembros estén exentos de sufrir castigos por los actos que realicen en su carácter colectivo; y la salvación de la sociedad ha de depender del cuidado que se ponga en encargar de esas funciones a personas dignas de ello, en interesadas en que las desempeñen con fidelidad y en dificultar lo más posible el que puedan formar cualquier combinación con intereses opuestos a los del bien público.

En lo que se refiere a la mala conducta del Ejecutivo, que tergiversare las instrucciones del Senado o contraviniere sus miras, no necesitamos temer que falte en ese cuerpo la disposición para castigar los abusos de su confianza o para reivindicar su propia autoridad. Podemos contar, por tanto, con su orgullo, si no con su virtud. E inclusive en lo que concierne a la corrupción de los miembros principales, por cuyas artes e influencia la mayoría puede haber sido inducida a tomar medidas odiosas a la comunidad, si las pruebas de esta corrupción resultaran satisfactorias, la común propensión de la naturaleza humana garantiza la conclusión de que por lo general no faltaría en aquel cuerpo la inclinación de alejar de sí el resentimiento público, sacrificando prontamente a los autores de su desacierto y su descrédito.

PUBLIO

(Este escrito corresponde a Alexander Hamilton)




Notas

(1) También en la de Nueva Jersey la autoridad suprema reside en una rama de la legislatura. En Nuevo Hampshire, Massachusetts, Pensilvania y Carolina del Sur, una de las ramas de la legislatura sirve de tribunal para juzgar de las acusaciones por delitos oficiales.- PuBLIO.

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