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EL FEDERALISTA

Número 39



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Habiendo concluido en el último artículo las observaciones que creíamos necesario que precedieran a un examen imparcial del plan de gobierno sobre el que ha presentado dictamen la convención, procedemos ahora a dicha parte de la empresa que hemos acometido.

La primera cuestión que se presenta es la relativa a si la forma y disposición del gobierno son estrictamente republicanos. Es evidente que ninguna otra forma sería conciliable con el genio del pueblo americano, con los principios fundamentales de la Revolución o con esa honrosa determinación que anima a todos los partidarios de la libertad a asentar todos nuestros experimentos políticos sobre la base de la capacidad del género humano para gobernarse. Consiguientemente, si el plan de la convención se desviara del carácter republicano, sus partidarios deben abandonarlo como indefendible.

¿Cuáles son, entonces, las características de la forma republicana? Si al buscar la respuesta a esta pregunta no recurriéramos a los principios, sino a la aplicación que han hecho del término ,los escritores políticos, a las constituciones de dIferentes Estados, no hallaríamos ninguna que resultase satisfactoria. Holanda, donde ni un átomo de la autoridad suprema procede del pueblo, es conocida casi universalmente con el nombre de República. El mismo título se ha otorgado a Venecia, donde un pequeño cuerpo de nobles hereditarios ejercita sobre la gran masa del pueblo el más absoluto de los poderes. A Polonia, que es una mezcla de aristocracia y monarquía en sus peores formas, se le ha dignificado con el mismo apelativo. El gobierno inglés, que posee únicamente una rama republicana, combinada con una aristocracia y una monarquía hereditarias, ha sido incluido frecuentemente y con igual impropiedad en la lista de las Repúblicas. Estos ejemplos, tan distintos unos de otros como de una verdadera República, demuestran la extraordinaria inexactitud con que se ha usado el vocablo en las disquisiciones políticas.

Si buscamos un criterio que sirva de norma en los diferentes principios sobre los que se han establecido las distintas formas de gobierno, podemos definir una República, o al menos dar este nombre a un gobierno que deriva todos sus poderes directa o indirectamente de la gran masa del pueblo y que se administra por personas que conservan sus cargos a voluntad de aquél, durante un período limitado o mientras observen buena conducta. Es esencial que semejante gobierno proceda del gran conjunto de la sociedad, no de una parte inapreciable, ni de una clase privilegiada de ella; pues si no fuera ése el caso, un puñado de nobles tiránicos, que lleven a cabo la opresión mediante una delegación de sus poderes, pueden aspirar a la calidad de republicanos y reclamar para su gobierno el honroso título de República. Es suficiente para ese gobierno que las personas que lo administren sean designadas directa o indirectamente por el pueblo, y que la tenencia de sus cargos sea alguna de las que acabamos de especificar; ya que, de otro modo, todos los gobiernos que hay en los Estados Unidos, así como cualquier otro gobierno popular que ha estado o pueda estar organizado o bien llevado a la práctica, perdería su carácter de República. Conforme a la constitución de todos los Estados de la Unión, algunos funcionarios del gobierno son nombrados tan sólo indirectamente por el pueblo. Según la mayoría de ellas el mismo primer magistrado es designado de este modo. Y según una de ellas, esta manera de nombrar se extiende a una de las ramas coordinadas de la legislatura. De acuerdo también con todas las constituciones, la posesión de ciertos altos puestos se prolonga por un período definido, y en muchos casos, tanto en el departamento ejecutivo como en el legislativo, por cierto número de años. Conforme a las cláusulas de casi todas las constituciones, una vez más, y a las opiniones más respetables y aceptadas en esta materia, los miembros del departamento judicial deben conservar sus puestos de acuerdo con el estable sistema de la tenencia mientras sea buena su conducta.

Al comparar la Constitución proyectada por la convención con la norma que fijamos aquí, advertimos en seguida que se apega a ella en el sentido más estricto. La Cámara de Representantes, como ocurre cuando menos con uno de los cuerpos de las legislaturas locales, es elegida directamente por la gran masa del pueblo. El Senado, como el Congreso actual y como el Senado de Maryland, debe su designación indirectamente al pueblo. El Presidente procede indirectamente de la elección popular, siguiendo el ejemplo que ofrecen casi todos los Estados. Hasta los jueces, como los demás funcionarios de la Unión, serán también elegidos, aunque remotamente, por el mismo pueblo, como ocurre en los diversos Estados. La duración de los nombramientos se apega a la norma republicana y al modelo que proporcionan las constituciones de los Estados. La Cámara de Representantes Se elige periódicamente como en todos los Estados, y por períodos de dos años como en el Estado de la Carolina del Sur. El Senado se elige por un período de seis años; lo que es únicamente un año más que el período del Senado de Maryland y dos más que en los de Nueva York y Virginia. El Presidente debe permanecer en su cargo durante cuatro años, de la misma manera que en Nueva York y Delaware el primer magistrado es elegido por tres años y en la Carolina del Sur por dos, y en los demás Estados la elección es anual. En varios Estados, sin embargo, las constituciones no prevén la posibilidad de acusaciones contra el primer magistrado, y en Delaware y Virginia no se permite acusarlo hasta que no deje su cargo. El Presidente de los Estados Unidos puede ser acusado en cualquier época, mientras desempeñe sus funciones. Los jueces conservarán sus puestos mientras dure su buena conducta, tal y como debe ser sin lugar a duda. La duración de los empleos secundarios se arreglará por ley, de conformidad con lo que exija cada caso y con el ejemplo de las constituciones de los Estados.

Si se necesitare otra prueba del carácter republicano de este sistema, ninguna más decisiva que la absoluta prohibición de los títulos de nobleza, tanto en los gobiernos de los Estados como en el federal, y que la garantía expresa de conservar la forma republicana, que se da a estos últimos.

Pero no era suficiente -dicen los adversarios de la Constitución propuesta- con que la convención adoptase la forma republicana. Debería haber conservado con igual esmero la forma federal, que considera a la Unión como una Confederación de Estados soberanos; y en vez de esto ha trazado un gobierno nacional, que considera a la Unión como una consolidación de los Estados. Y se nos pregunta, ¿con qué derecho se ha procedido a esta audaz y radical innovación? Las maniobras que se han hecho con esta objeción exigen que la examinemos con cierta escrupulosidad.

Sin indagar la exactitud de la distinción en que esta objeción se funda, para estimar su fuerza será necesario primeramente determinar el verdadero carácter del gobierno en cuestión; segundo, inquirir hasta qué punto la convención estaba autorizada para proponer ese gobierno; y tercero, hasta dónde su deber para con el país podría suplir una supuesta ausencia de facultades regulares.

Primero. Para descubrir el verdadero carácter del gobierno, puede considerarse en relación con la base sobre la cual debe establecerse, con la fuente de la que han de surgir sus poderes normales, con la actuación de esos poderes, con la extensión de ellos y con la autoridad que ha de introducir en el gobierno futuros cambios.

Al examinar la primera relación, aparece, por una parte, que la Constitución habrá de fundarse en el asentimiento y la ratificación del pueblo americano, expresados a través de diputados elegidos con este fin especial; pero, por la otra, que dichos asentimientos y ratificación deben ser dados por el pueblo, no como individuos que integran una sola nación, sino como componentes de los varios Estados, independientes entre sí, a los que respectivamente pertenecen. Sera el asentimiento y la ratificación de los diversos Estados, procedentes de la autoridad suprema que hay en cada uno: la autoridad del pueblo mismo. Por lo tanto, el acto que instituirá la Constitución, no será un acto nacional, sino federal.

Que el acto ha de ser federal y no nacional, tal como entienden estos términos los impugnadores; el acto del pueblo en tanto que forma determinado número de Estados independientes, no en tanto que componen una sola nación, se ve obviamente con esta única consideración, a saber, que no será resultado ni de la decisión de una mayoría del pueblo de la Unión, ni tampoco de una mayoría de los Estados. Debe resultar del asentimiento unánime de los distintos Estados que participen en él, con la única diferencia respecto a su consentimiento ordinario, de que no será expresado por la autoridad legislativa, sino por el pueblo mismo. Si en esta ocasión se considerara al pueblo como una sola nación, la voluntad de la mayoría del pueblo de los Estados Unidos obligaría a la minoría, del mismo modo que la mayoría de cada Estado obliga a la minoría; y la voluntad de la mayoría tendría que determinarse mediante la comparación de los votos individuales, o bien considerando la voluntad de la mayoría de los Estados como prueba de la voluntad de una mayoría del pueblo de los Estados Unidos. Ninguna de estas dos normas se ha adoptado. Cada Estado, al ratificar la Constitución, es considerado como un cuerpo soberano, independiente de todos los demás y al que sólo puede ligar un acto propio y voluntario. En este aspecto, por consiguiente, la nueva Constitución será una Constitución federal y no una Constitución nacional, en el caso de que se establezca.

En seguida nos referimos a las fuentes de las que deben proceder los poderes ordinarios del gobierno. La Cámara de Representantes derivará sus poderes del pueblo de América, y el pueblo estará representado en la misma proporcion y con arreglo al mismo principio que en la legislatura de un Estado particular. Hasta aquí el gobierno es nacional y no federal. En cambio, el Senado recibirá su poder de los Estados, como sociedades políticas y coiguales, y éstas estarán representadas en el Senado conforme al principio de igualdad, como lo están ahora en el actual Congreso. Hasta aquí el gobierno es federal y no nacional. El poder ejecutivo procederá de fuentes muy complejas. La elección inmediata del Presidente será hecha por los Estados en su carácter político. Los votos que se les asignarán forman una proporción compuesta, en que se les considera en parte como sociedades distintas y coiguales y en parte como miembros desiguales de la misma sociedad. La elección eventual ha de hacerse por la rama de la legislatura que está compuesta de los representantes nacionales; pero en este acto especial deben agruparse en la forma de delegaciones singulares, procedentes de otros tantos cuerpos políticos, distintos e iguales entre sí. En este aspecto, el gobierno aparece como de carácter mixto, por lo menos con tantas características federales como nacionales.

La diferencia entre un gobierno federal y otro nacional, en lo que se refiere a la actuación del gobierno, se considera que estriba en que en el primero los poderes actúan sobre los cuerpos políticos que integran la Confederación, en su calidad política; y en el segundo, sobre los ciudadanos individuales que componen la nacion, considerados como tales individuos. Al probar la Constitución con este criterio, adquiere el carácter de nacional y no de federal, aunque quizás no a un grado tan completo como se ha creído. En varios casos, y particularmente al juzgar sobre las controversias en que sean partes los Estados, debe considerárseles y procederse contra ellos solamente en su calidad política y colectiva. Hasta aquí el aspecto nacional del gobierno, visto de este lado, parece desfigurado por unas cuantas características federales. Pero esta imperfección es posiblemente inevitable en cualquier plan; y el hecho de que el gobierno actúe sobre e! pueblo o, mejor dicho, sobre sus miembros considerados como individuos, en sus actos ordinarios y más esenciales, permite designar al gobierno en conjunto como nacional en lo que se refiere a este aspecto.

Pero si el gobierno es nacional en cuanto al funcionamiento de sus poderes, cambia nuevamente de aspecto cuando lo consideramos en relación con la extensión de esos poderes. La idea de un gobierno nacional lleva en sí no sólo una potestad sobre los ciudadanos individuales, sino una supremacía indefinida sobre todas las personas y las cosas, en tanto que son objetos lícitos del gobierno. En el caso de un pueblo consolidado en una sola nación, esta supremacía está íntegramente en posesión de la legislatura nacional. En el caso de varias comunidades que se unen para finalidades especiales, se encuentra en parte depositada en la legislatura general y en parte en las legislaturas municipales. En el primer supuesto, todas las autoridades locales están subordinadas a la autoridad suprema y pueden ser vigiladas, dirigidas o suprimidas por ésta según le plazca. En el segundo, las autoridades locales o municipales forman porciones distintas e independientes de la supremacía y no están más sujetas, dentro de sus respectivas esferas, a la autoridad general, que la autoridad general está subordinada a ellas dentro de su esfera propia. En relación con este punto, por tanto, el gobierno propuesto no puede calificarse de nacional, ya que su jurisdicción se extiende únicamente a ciertos objetos enumerados y deja a los Estados una soberanía residual e inviolable sobre todos los demás. Es cierto que en las controversias relativas a la línea de demarcación entre ambas jurisdicciones, el tribunal que ha de decidir en última instancia se establecerá dentro del gobierno general. Pero esto no varía la esencia de la cuestión. La decisión ha de pronunciarse imparcialmente, conforme a las reglas de la Constitución, y todas las precauciones habituales y que son más eficaces, se toman para asegurar esta imparcialidad. Un tribunal de esa índole es claramente esencial para impedir que se recurra a la espada y se disuelva el pacto; y no es probable que nadie impugne la conveniencia de que se establezca dentro del gobierno general más bien que dentro de los gobiernos locales o, para hablar con más propiedad, que lo único seguro es que forme parte del primero.

Si ponemos a prueba la Constitución en lo referente a la autoridad facultada para reformarla, descubriremos que no es totalmente nacional ni totalmente federal. Si fuera totalmente nacional, la autoridad suprema y final residiría en la mayoría del pueblo de la Unión y esta autoridad sería competente para alterar o abolir en todo tiempo el gobierno establecido, como lo es la mayoría de toda sociedad nacional. Si, en cambio, fuese totalmente federal, la concurrencia de cada Estado de la Unión sería esencial para todo cambio susceptible de obligar a todos los Estados. El sistema que previene el plan de la convención no se funda en ninguno de estos principios. Al requerir más de una mayoría, y singularmente al computar la proporción por Estados y no por ciudadanos, se aparta del carácter nacional, aproximándose hacia el federal; al hacer que sea suficiente la concurrencia de un número de Estados menor que el total, de nuevo pierde el carácter federal y participa del nacional.

Como consecuencia de lo anterior, la Constitución propuesta no es estrictamente una Constitución nacional ni federal, sino una combinación, un acomodamiento de ambas. Desde el punto de vista de su fundamento, es federal, no nacional; por el origen de donde proceden los poderes ordinarios del gobierno, es en parte federal y en parte nacional; por la actuación de estos poderes, es nacional, no federal; por la extensión de ellos es, otra vez, federal y no nacional, y, finalmente, por el modo que autoriza para introducir enmiendas, no es totalmente federal ni totalmente nacional.

PUBLIO

(Es a Santiago Madison a quien se le atribuye la autoría de este escrito)

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