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EL FEDERALISTA

Número 37



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Al pasar revista a los defectos de la Confederación actual y demostrar que es imposible que los subsane un gobierno menos enérgico que el que se ha puesto a la consideración del público, muchos principios de este último han caído naturalmente bajo nuestro escrutinio. Pero dado que la finalidad última de estos artículos consiste en determinar clara y satisfactoriamente los méritos de esta Constitución y la conveniencia de que la adoptemos, nuestro plan no estará completo si no procedemos a un reconocimiento escrupuloso y consumado del trabajo de la convención, si no lo examinamos bajo todas sus fases, confrontamos entre sí todas sus partes y estimamos sus efectos probables.

Para que la labor que nos aguarda pueda ejecutarse en un estado de ánimo favorable a un resultado exacto y justo, debemos permitirnos en este lugar ciertas reflexiones que nos sugiere la sinceridad.

Es una desgracia imposible de eliminar de los asuntos humanos, el que las medidas oficiales rara vez se investiguen con ese espíritu moderado que es esencial para una estimación exacta de su aptitud real para servir o perjudicar al bien público; y el que este espíritu esté expuesto a disminuir en vez de aumentar, en las ocasiones que exigen su ejercicio más que nunca. A los que la experiencia ha enseñado a tener en cuenta esta consideración, no les sorprenderá que la obra de la convención, que recomienda tantos importantes cambios e innovaciones, que puede examinarse bajo aspectos y conexiones tan variados y que afecta los resortes de tantos intereses y pasiones, encuentre o excite actitudes que dificultan, de uno y otro lado, una discusión leal y un juicio exacto sobre sus méritos. Las publicacIOnes de algunos han hecho evidente que han escudriñado la Constitución en proyecto, no sólo predispuestos a censurar, sino con el propósito deliberado de condenarla; de la misma manera que el lenguaje empleado por otros descubre la tendencia o el prejuicio opuestos, con lo cual sus opiniones sobre esta cuestión tienen también que resultar de poca consistencia. Sm embargo, al colocar en el mismo plano a estos distintos personajes por lo que hace al valor de sus opiniones, no pretendo insinuar que no exista una diferencia sensible en la rectitud de sus intenciones. Es de estricta justicia señalar a favor de la segunda clase que, dado que nuestra situación está universalmente reconocida como especialmente peligrosa, así como que es indispensable que se proceda a ponerle remedio, es posible que el defensor predeterminado de lo que se ha hecho se haya dejado influir por esas consideraciones, lo mismo que por otras de caracter avieso. En cambio, el adversario que la prejuzgaba no es posible que haya sido impulsado por algún motivo venial. Las intenciones del primero pueden ser rectas, como también pueden ser culpables. Las del segundo no pueden ser rectas, y tienen que ser culpables. Pero lo cierto es que estos artículos no se dirigen a las personas comprendidas en cualquiera de estos dos sectores. Únicamente solicitan la atención de los que añaden a un celo sincero por la felicidad de su país, un temperamento dispuesto a juzgar equitativamente de los medios de conseguirla.

Las personas de esta índole no sólo procederán a examinar el plan que ha sometido la convención sin el afán de descubrir o de agrandar sus faltas, sino que encontrarán fundada la reflexión relativa a que no era de esperarse un plan perfecto. Ni se limitarán a ser indulgentes con los errores imputables a la falibilidad a la que, como cuerpo humano que era, estaba sujeta la convención, sino que tendrán presente que también ellos son hombres y que no deben asumir una actitud de infalibilidad al juzgar las falibles opiniones de otros.

Con igual facilidad se comprenderá que, además de estos motivos para proceder con integridad, es preciso hacerse cargo de las dificultades inherentes a la naturaleza misma de la empresa que se asignó la convención.

Su novedad es la primera circunstancIa que nos impresiona. Hemos demostrado en el transcurso de estos artículos que la Confederación actual se basa en principios erróneos; que, por consiguiente, debemos transformar sus cimientos y con ellos la estructura que sostienen. Se ha evidenciado también que las otras confederaciones que pueden ser consultadas como precedentes estuvieron viciadas por los mismos falsos principios y no pueden brindarnos otra luz que la de un faro, que advierte el camino que debemos evitar, pero no indica el que nos conviene seguir. En semejantes circunstancias, la convención sólo podía evitar los errores experimentados anteriormente por otras naciones, así como por nuestro país, y establecer un método conveniente de rectificar sus propios errores, a medida que la experiencia los ponga en claro en el porvenir.

Entre las dificultades con que tropezó la convención, una de las más importantes residía en combinar la estabilidad y la energía en el gobierno, con el respeto inviolable que se debe a la libertad y al sistema republicano. Si no hubiera realizado esta parte de su cometido en sus aspectos esenciales, habría cumplido con gran imperfección la finalidad de su designación, defraudando las esperanzas del público; pero la dificultad de esta realización no podrá ser negada por nadie que no quiera confesar su ignorancia en esta materia. La energía en el gobierno es un elemento esencial para conseguir esa seguridad contra los peligros externos e internos y esa pronta y saludable ejecución de las leyes, que integran la definición misma del buen gobierno. La estabilidad en el gobierno es esencial para la reputación del país y para los beneficios que acompañan a ésta, así como para lograr esa tranquilidad y confianza en los ánimos del pueblo, que se cuentan entre los principales bienes de la sociedad civil. Una legislación irregular y variable es tan perniciosa en sí misma, como odiosa para el pueblo; y puede afirmarse rotundamente que los habitantes de este país, enterados de cómo debe ser un buen gobierno, y la mayoría de ellos, además, interesados en disfrutar de sus efectos, no descansarán hasta que se aplique algún remedio a las vicisitudes e incertidumbres que caracterizan a las administraciones de los Estados. Sin embargo, al comparar estos valiosos ingredientes con los vitales principios de la libertad, percibiremos en seguida lo difícil que es armonizarlos en las proporciones debidas. El genio de la libertad republicana parece exigir, por una parte, no sólo que todo el poder proceda del pueblo, sino que aquellos a los que se encomiende se hallen bajo la dependencia del pueblo, mediante la corta duración de los períodos para los que sean nombrados; y que inclusive durante esos breves términos, la confianza del pueblo no descanse en pocas, sino en numerosas manos. Por el contrario, la estabilidad hace necesario que las manos que ejercen el poder lo conserven durante cierto tiempo. Las elecciones demasiado frecuentes producen un cambio continuo de hombres, y esta frecuente renovación de hombres trae consigo un constante cambio de disposiciones; mientras que la energía del gobierno requiere no sólo cierta duración del poder, sino que éste sea ejercido por una sola mano.

Hasta dónde pueda la convención haber logrado éxito en esta parte de su trabajo, es cosa que veremos al examinarlo con más detalle. Del vistazo que acabamos de dar, aparece claramente lo arduo de dicha parte.

No menos compleja debe haber sido la labor de trazar la línea divisoria apropiada entre la autoridad del gobierno general y la de los gobiernos de los Estados. Todo hombre se dará cuenta de estas dificultades, en proporción con la costumbre que tenga de examinar y estudiar objetos de naturaleza amplia y complicada. Las mismas facultades mentales no han sido aún diferenciadas y definidas con precisión satisfactoria, a pesar de los muchos esfuerzos de los más agudos y metafísicos filósofos. Los sentidos, la percepción, el juicio, el deseo, la potencia volitiva, la memoria, la imaginación, resultan hallarse separados por tan finos matices e imperceptibles gradaciones, que sus límites han eludido las más sutiles investigaciones y continúan siendo un fecundo manantial de talentosas disquisiciones y controversias. Los límites entre el gran reino de la naturaleza y, más aún, entre sus distintos campos y entre las porciones secundarias en que éstos se hallan subdivididos, ilustran con su ejemplo esta importante verdad. Los más laboriosos y sagaces naturalistas no han logrado todavía trazar con exactitud la línea que separa el dominio de la vida vegetal de la región colindante de la materia inorgánica, o la que señala el fin de aquélla y el comienzo del imperio animal. Existe una oscuridad aún mayor en lo relativo a los caracteres distintivos que han servido para ordenar y clasificar los objetos comprendidos en cada uno de esos grandes departamentos de la naturaleza.

Cuando de las obras de la naturaleza, donde todas las demarcaciones son perfectamente exactas y sólo parecen confusas debido a la imperfección del ojo que las observa, pasamos a las instituciones humanas, donde la oscuridad surge tanto del objeto mismo como del órgano que lo contempla, comprenderemos la necesidad de moderar aún mas las expectativas y esperanzas que ponemos en los esfuerzos de la sagacidad humana. La experiencia nos ha enseñado que el mayor conocimiento práctico de la ciencia del gobierno ha sido impotente hasta ahora para distinguir y diferenciar con la suficiente certeza sus tres grandes campos -el legislativo, el ejecutivo y el judicial-, y ni siquiera los poderes y privilegios correspondientes a las diversas ramas legislativas. Diariamente surgen problemas en la práctica que prueban la oscuridad que todavía rodea estos asuntos y que tiene perplejos a los más versados en la ciencia política.

La experiencia de los siglos y la labor continuada y unida de los más sabios legisladores y juristas, han fracasado conjuntamente en el afán de precisar los distintos objetos y límites de los diversos códigos legislativos y de los diferentes tribunales de justicia. El campo preciso de aplicación del Common Law y el derecho escrito, del derecho marítimo, del derecho eclesiástico, del derecho relativo a las corporaciones y sociedades y de otras leyes y costumbres locales, queda todavía por definir claramente en la Gran Bretaña, donde se ha buscado exactitud en estos asuntos con más empeño que en cualquier otra parte del mundo. La jurisdicción de sus distintos tribunales, generales y locales, de estricto derecho, de equidad, de almirantazgo, etc., es la fuente de continuas e intrincadas discusiones, que bastan para demostrar la imprecisión de los límites que respectivamente los circunscriben. Todas las nuevas leyes, a pesar de que se formulan con la mayor habilidad técnica y de que son aprobadas después de amplia y madura deliberación, se consideran más o menos equívocas y oscuras hasta que su significación se depura y se fija mediante una serie de discusiones y resoluciones judiciales en casos concretos. Además de la oscuridad que es resultado de la complejidad de los objetos y de la imperfección de las facultades humanas, el medio a través del cual los hombres transmiten sus ideas agrega una nueva dificultad. Las palabras sirven para expresar ideas; por lo tanto, la lucidez exige no sólo que las ideas se conciban con claridad, sino que se expresen con palabras distintas y exclusivamente apropiadas a ellas. Pero ningún idioma es lo bastante rico para proporcionar palabras y locuciones para cada idea compleja, ni tan correcto que no incluya muchas equívocamente denotativas de distintos conceptos. De ahí que, por muy exactamente que se diferencien en sí mismos los objetos y por mucha que sea la precisión con que se piense en esa diferencia, su definición puede resultar inexacta por la inexactitud de los términos con que se exprese. Y esta inevitable inexactitud puede ser mayor o menor según la complejidad y la novedad de los objetos definidos. Cuando el mismo Todopoderoso se digna dirigirse al género humano utilizando el lenguaje de éste, su intención, luminosa como seguramente es, se vuelve oscura y ambigua debido al nebuloso medio a través del cual nos la comunica.

Aquí tenemos, por lo tanto, tres fuentes de definiciones vagas e incorrectas: imprecisión del objeto, imperfección del órgano conceptivo, inadecuación del vehículo de las ideas. Cualquiera de éstas tiene que producir cierto grado de oscuridad. La convención, al dibujar el lindero entre las jurisdicciones federal y local, ha sufrido seguramente el pleno efecto de todas.

A las dificultades ya citadas hay que añadir las pretensiones incompatibles de los Estados grandes y pequeños. No nos equivocaríamos suponiendo que los primeros pretenderían participar en el gobierno en proporción a su mayor riqueza e importancia, y que los segundos defenderían con la misma tenacidad la igualdad de que disfrutan actualmente. Podemos también imaginar que ninguna de las partes cedería totalmente a la otra y, por lo tanto, que la pugna sólo podría terminar mediante una transacción. Es asimismo, muy probable que luego de haberse acordado la proporción de representantes de unos y otros, el propio arreglo debe haber producido una nueva brega entre las partes para imprimir a la organización del gobierno y a la distribución de sus poderes un giro tal que aumente la importancia de los departamentos en cuya formación tuviesen respectivamente mayor influencia. En la Constitución hay elementos que apoyan cada una de estas suposiciones; y en cuanto éstas sean fundadas, demuestran que la convención ha debido verse obligada a sacrificar la exactitud de la teoría a la presión de ciertas consideraciones externas.

Ni pueden haber sido únicamente los Estados grandes y los pequeños quienes se opusieron unos a otros con relación a varios puntos. Otras combinaciones resultantes de la diversidad de situaciones locales y de normas de acción, deben haber creado más obstáculos. A semejanza de cada Estado, que puede dividirse en diferentes distritos y sus ciudadanos en distintas clases, que engendran intereses opuestos y envidias locales, las distintas partes de los Estados Unidos se diferencian unas de otras por una variedad de circunstancias que producen el mismo efecto en mayor escala. Y aunque esta diversidad de intereses, por razones ya explicadas en un artículo anterior, puedan ejercer una influencia saludable sobre la administración del gobierno una vez formado, todos debemos comprender la influencia adversa que deben haber significado para la labor de constituido.

¿Sería muy sorprendente el que, bajo la presión de tantas dificultades, la convención se hubiera visto forzada a desviarse en ciertos puntos de esa estructura artificial y regular simetría, a que llevaría la visión abstracta del problema a un teórico ingenioso, que proyectara una Constitución en su gabinete o en su imaginación? Lo verdaderamente asombroso es que se hayan superado tantas dificultades, y superado con una unanimidad tan sin precedentes como inesperada. Ningún hombre sincero puede reflexionar sobre estas circunstancIas sin participar en nuestro asombro. Y es imposible que un hombre religioso no perciba aquí el dedo de esa mano de la Providencia que tan frecuente y señaladamente se ha extendido sobre nosotros para aliviarnos en los momentos críticos de nuestra revolución.

Tuvimos ocasión, en un artículo anterior, de hablar de los repetidos y fracasados experimentos que se han hecho en los Países Bajos para reformar los vicios mas perniciosos y salientes de su Constitución. La historia de casi todas las grandes asambleas convocadas por la humanidad para reconciliar sus opiniones discordantes, calmar sus desconfianzas mutuas y ajustar sus respectivos intereses, es una historia de facciones, contiendas y desengaños, y puede clasificarse entre los espectáculos más tristes y deshonrosos que descubren la depravación y las taras del carácter humano. Si en algunos casos aislados la escena es más brillante, sólo sirven como excepción que afirma la verdad general y para oscurecer doblemente con su luz la sombría perspectiva sobre la que resaltan. Al buscar las causas de estas excepciones y aplicadas a nuestras circunstancias, llegamos necesariamente a dos importantes conclusiones. Primera, que la convención ha debido gozar en alto grado de inmunidad contra la pestilente influencia de las animosidades de los partidos, la enfermedad que más ataca a los cuerpos deliberantes y la más apta para contaminar todos sus actos. Segunda, que todas las diputaciones que integraron la convención quedaron satisfechas con el documento definitivo o dieron su consentimiento convencidas de la necesidad de sacrificar al bien público las opiniones particulares y los intereses parciales, y ante el temor de que nuevos retrasos y experimentos debilitaran la disposición a concurrir en dicha necesidad.

PUBLIO

(Es a Santiago Madison a quien se le otorga la autoría de este escrito)

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