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EL FEDERALISTA

Número 36



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Hemos visto que el resultado de las observaciones a las que el artículo anterior fue principalmente consagrado, consiste en que el efecto natural de los distintos intereses y opiniones de las diversas clases de la comunidad será que la representación del pueblo, tan numerosa o poco numerosa como se quiera, estará integrada casi totalmente por propietarios de bienes raíces, comerciantes y miembros de las profesiones, que representarán auténticamente a esos intereses y puntos de vista. Si se objetare que ya se han visto otros tipoS de hombres en las legislaturas locales, contesto que reconozco que pueden señalarse excepciones a la regla, pero que éstas no son lo bastante numerosas para influir en la tendencia general o en el carácter del gobierno. En todos los órdenes de la vida hay mentalidades fuertes que dominarán las desventajas de su condición y que obtendrán las recompensas debidas a sus méritos, no sólo por parte de las clases a las que pertenecen, sino de la sociedad en general. La puerta debe estar abierta por igual para todos; y confío, para el buen nombre de la naturaleza humana, que veremos florecer esas plantas vigorosas lo mismo en el terreno de la legislación federal que en el de la local; pero los ejemplos ocasionales de esta índole no harán menos contundente e razonamiento que se funda en el curso general de las cosas.

Este tema puede tratarse desde varios puntos de vista que conducirán todos al mismo resultado, y particularmente puede preguntarse: ¿qué mayor afinidad o correlación de intereses puede concebirse entre el carpintero y el herrero, el elaborador de ropa blanca y el tejedor de medias, que entre el comerciante y cualquiera de éstos? Es sabido que suelen existir tan grandes rivalidades entre las diferentes ramas de las artes mecánicas o fabriles como las que existen entre cualquiera de los departamentos del trabajo y la industria; por lo que, a menos de que el cuerpo representativo fuese mucho más numeroso de lo que sería compatible con la regularidad y la prudencia de sus deliberaciones, es imposible que la esencia de la objeción que hemos venido examinando pueda nunca realizarse en la práctica. Pero me resisto a detenerme más tiempo en un asunto hasta ahora revestido de una forma tan vaga que no permite siquiera un reconocimiento exacto de su figura y tendencias reales.

Hay otra objeción de naturaleza un tanto más precisa, que reclama nuestra atención. Se ha afirmado que el poder de tributación interna nunca podría ser ejercido con provecho por la legislatura nacional, no sólo por faltarle el suficiente conocimiento de las circunstancias locales, sino por la interferencia de las leyes de ingresos de la Unión con las de los Estados particulares. La suposición referente a la deficiencia de los conocimientos adecuados parece estar absolutamente desprovista de fundamento. Si una cuestión se halla pendiente en la legislatura de un Estado, con referencia a alguno de sus condados, y requiere el conocimiento de pormenores locales, ¿cómo se adquiere éste? Sin duda que a través de la información de los miembros de ese distrito. ¿Acaso no se puede obtener el mismo conocimiento en la legislatura nacional, por medio de los representantes de cada Estado? ¿Y no se va a suponer que los hombres que se envían allí, poseerán el grado de inteligencia necesario para poder trasmitir esas informaciones? El conocimiento de las circunstancias locales en lo que se refiere a la tributación, ¿es acaso un minucioso conocimiento topográfico de todos los ríos, arroyos, montañas, carreteras y sendas de cada Estado, o bien la noticia general de su situación y recursos, del estado de su agricultura, comercio, manufacturas, de la naturaleza de sus productos y de lo que se consume, y de sus diferentes clases y grados de riqueza, propiedades y economía?

Las naciones en general, inclusive bajo los gobiernos de índole más popular, suelen confiar la administración de sus finanzas a un solo hombre o a juntas compuestas por unos pocos individuos, que estudian y preparan en primer lugar los planes de arbitrios, que luego pasan a la categoría de leyes por obra del soberano o de la legislatura.

En tOdas partes se reputa a los estadistas observadores e ilustrados como las personas más capacitadas para hacer una selección juiciosa de las medidas apropiadas para que el erario obtenga ingresos, lo que indica con claridad, hasta donde el sentido humano puede pesar en esta cuestión, la clase de reconocimiento de las circunstancias locales que es necesaria para los efectos de la imposición.

Los gravámenes comprendidos bajo la denominación general de impuestos interiores pueden subdividirse en directos e indrrectos. Aunque la objeción vaya contra ambos, el razonamiento que se aduce parece limitarse a la primera división. En cuanto a los segundos, entre los que se comprenden los derechos sobre artículos de consumo, se queda uno sin poder concebir la naturaleza de las dificultades que se temen. El saber relacionado con ellos evidentemente ha de ser un genero sugerido por el artículo mismo o que pueda obtenerse con facilidad de cualquier hombre bien informado, especialmente si pertenece a la clase mercantil. Las circunstancias que pueden diferenciar su situación en un Estado de su situación en otro, deben ser pocas, sencillas y fáciles de comprender. El punto a que habrá de atender principalmente consistiría en evitar aquellos artículos que un Estado determinado hubiera destinado con anterioridad para su beneficio; y tampoco puede ofrecer dificultad determinar el sistema de rentas de cada uno. Siempre se podría estar al corriente de esto consultando los respectivos códigos, así como informándose con los representantes de los diversos Estados.

Cuando esta objeción se aplica a la propiedad inmueble o a las casas y la tierra, parece a primera vista tener mayor fundamento, pero aun así no soportará un examen detenido. Los impuestos prediales se imponen comúnmente de dos maneras: o mediante valorizaciones reales, permanentes o periódicas, o bien por medio de la fijación ocasional de las tasas de tributaclón, al arbitrio o según el mejor juicio de ciertos funcionarios que tienen como obligación señalarlas. En ambos casos, la ejecución de esta tarea, que es la única para la que se necesita conocer detalles locales, debe confiarse a personas discretas que asuman el carácter de comisionados o de repartidores de contribuciones, elegidos por el pueblo o nombrados por el gobIerno con este fin. La ley sólo puede señalar a las personas o indicar el modo de elegirlas o nombrarlas, fijar su número y las condiciones que deben llenar, y trazar el esquema general de sus deberes y facultades. ¿Qué hay en todo esto que no pueda hacer la legislatura federal, tan bien como las de los Estados? Ambas sólo pueden ocuparse de los principios generales; los detalles locales, como ya se ha observado, corresponden a los que han de ejecutar el plan.

Pero hay un punto de vista en extremo sencillo, que ha de ser completamente satisfactorio. La legislatura nacional puede hacer uso del sistema de cada Estado dentro de ese Estado. El método para imponer y recaudar esa clase de impuestos en vigor en cada Estado, puede ser adoptado y empleado en todas sus partes por el gobierno federal.

Recordemos que la proporción de estos impuestos no quedará al arbitrio de la legislatura nacional, sino que ha de ser determinada por la población de cada Estado, como se declara en la segunda sección del artículo primero. Un censo real o enumeración de habitantes debe imponer la norma, lo cual cierra eficazmente la puerta a toda parcialidad u opresión. A mi parecer se han tomado cuidadosas precauciones contra el abuso de este poder. Además de la ya mencionada, existe otra disposición en el sentido de que todos los impuestos, derechos y consumos serán uniformes en todos los Estados Unidos.

Varios escritores y oradores partidarios de la ConstitUción han observado con mucho acierto que si el ejercicio de! poder tributario interno por la Unión ofreciere inconvenientes verdaderos en la práctica, e! gobierno federal podría entonces renunciar a usarlo, sustituyéndolo por un sistema de requisiciones. Como respuesta a esto, se ha preguntado con aire de triunfo: ¿por qué no empezar por omitir ese poder ambiguo, acudiendo al segundo recurso? Podemos dar dos sólidas respuestas. La primera, que el ejercicio de ese poder, en caso de resultar conveniente, será preferible por más eficaz; y es imposible probar en teoría o de otro modo que por la práctica, si puede o no ejercerse ventajosamente, aunque, a decir verdad, lo primero parece más probable. La segunda contestación es que la existencia de ese poder en la Constitución tendrá una gran influencia para hacer eficaces las requisiciones. Cuando los Estados sepan que la Unión puede obtener lo necesario sin su ayuda, habrá un motivo convincente para que redoblen sus esfuerzos.

En cuanto a la incompatibilidad de las leyes tributarias de la Unión con las de sus miembros, ya hemos visto que no puede haber conflicto u oposición de autoridades. Por lo tanto, en un sentido legal, las leyes no pueden interferir unas con otras; y nada tiene de imposible el evitar un choque inclusive en la política de los diferentes sistemas. Una medida eficaz para conseguir este propósito sería la de abstenerse recíprocamente de esos lmpuestos a los que cualquiera de las partes haya acudido primero. Como ninguna de ellas puede dominar a la otra, las dos tendrán un interés evidente y sensible en esta abstención recíproca. Y cuando existe un interés común inmediato, podemos estar seguros de que producirá efecto. Cuando los Estados hayan liquidado sus deudas particulares y sus gastos se reduzcan a límites naturales, hasta la posibilidad de la interferencia desaparecerá. Un pequeño impuesto predial bastará para las necesidades de los Estados y será su recurso más sencillo y adecuado.

Se han hecho surgir muchos fantasmas a propósito de este poder de tributación interior, con el objeto de excitar los temores del pueblo: la doble serie de funcionarios, de ingresos, la duplicación de las cargas por virtud de dobles impuestos, y los odiosos y opresivos tributos de capitación; a todos se les ha sacado partido con toda la ingeniosa habilidad de la prestidigitación política.

Respecto al primer punto, hay dos casos en los que no puede haber ocasión para dobles series de funcionarios: primero, cuando el derecho de imponer la contribución está conferido exclusivamente a la Unión, cosa que se aplica a los derechos sobre las importaciones; segundo, cuando el objeto no ha sido materia de leyes o medidas de un Estado, lo cual puede ser aplicable a una variedad de ejemplos. En otros casos lo probable es que los Estados Unidos se abstengan por completo de los objetos previamente designados para fines locales, o que utilicen a los funcionarios de los Estados y las normas de éstos para recaudar un impuesto adicional. Esto producirá mejores resultados desde el punto de vista de los ingresos, porque ahorrará gastos de recaudación y evitará las ocasiones de incomodar a los gobiernos y al pueblo de los Estados. De todos modos, he aquí un sistema viable para eludir esa clase de inconvementes; y con seguridad que basta demostrar que los males que se pronostican no son un resultado forzoso del plan propuesto.

Por cuanto a cualquier argumento deducido de supuestos planes para adquirir ascendiente será suficiente contestación el decir que no es ilícito presumirlos; pero la suposición admite una respuesta más precisa. Si las asambleas de la Unión se inficionaren de ese esptritu, el mejor camino para conseguir su fin consistiría en utilizar lo más posible a los funcionarios de los Estados, atrayéndolos a la Unión mediante un aumento de sus emolumentos. Esto serviría para contrarrestar la influencia de los Estados y encauzarla hacia el gobierno nacional, en vez de hacer que la influencia federal fluyera en un sentido contrario y adverso. Pero todas las suposiciones de este género son aborrecibles y deberían proscribirse al considerar la gran cuestión planteada al pueblo. No pueden tener otro objeto que el de nublar la verdad.

En cuanto a la insinuación de las contribuciones dobles, la contestación es clara. Las necesidades de la Unión han de satisfacerse de un modo o de otro; si ello se logra mediante facultades del gobierno federal, no tendrán que hacerlo las autoridades de los Estados. En ambos casos la cantidad de impuestos que deberá entregar la comunidad será la misma, con esta ventaja, en el caso de que sea la Unión quien provea a aquéllas: que el recurso fundamental de los impuestos comerciales, que es la fuente de ingresos más conveniente, puede mejorarse prudentemente con mayor amplitud bajo la dirección federal que bajo la de los Estados, con lo que será evidentemente menos necesario recurrir a métodos más molestos; y con la ventaja adicional de que como pueden surgir verdaderas dificultades en el ejercicio del poder tributario interno, obligará a una actitud de mayor cuidado al seleccionar y distribuir los medios; y tenderá naturalmente a que la administración nacional se imponga como norma de conducta el hacer que los gastos superfluos de los ricos contribuyan al tesoro público hasta el límite que sea factible, a efecto de disminuir aquellas gabelas que pudieran crear cierto descontento entre las clases más pobres y numerosas de la sociedad. Es una feliz coincidencia la que une el interés del gobierno en la conservación de su propio poder con una distribución adecuada de las cargas públicas y tiende a salvar de la opresión a la parte menos adinerada de la comunidad.

En cuanto a los impuestos de capitación, confieso sin escrúpulo que los desapruebo, y aunque desde el principio han prevalecido en aquellos Estados (1) que más tenaz y constantemente han defendido sus derechos, lamentaría que se pusieran en práctica por el gobierno federal. Pero el hecho de que exista el poder de imponerlos, ¿implica que se vayan a imponer efectivamente? Todos los Estados de la Unión tienen potestad para decretar esa clase de impuestos, a pesar de lo cual, en muchos de ellos es desconocido su uso. ¿Habrá que estigmatizar como tiranías a los gobiernos de los Estados porque poseen ese poder? Y si no lo son, ¿con qué fundamento puede el mismo poder justificar semejante cargo contra el gobierno nacional, o aun invocarse como obstáculo para su adopción? A pesar de lo poco partidario que soy de esta clase de impuestos, abrigo, sin embargo, la convicción de que el gobierno federal debe poseer la facultad de acudir a ellos. Las naciones pasan por ciertas circunstancias críticas en las que algunos expedientes, que deben evitarse en condiciones normales, se tornan esenciales para el bien público. y dada la posibilidad de que surjan emergencias semejantes, el gobierno debería poseer siempre la de utilizar esos recursos. En este país la escasez positiva de objetos que puedan considerarse como fuentes productivas de ingresos, constituye un motivo especial para no cercenar la libertad de las asambleas nacionales a este respecto. Pueden presentarse al Estado ciertas contingencias críticas y borrascosas en las que el impuesto de capitación puede ser un arbitrio inestimable. Y como no veo el modo de librar a esta parte del globo de las calamidades comunes que han caído sobre otras partes de él, reconozco mi aversión hacia todo plan encaminado a privar al gobierno de una sola arma que en cualquier eventualidad posible pueda utilizarse eficazmente para la defensa y la seguridad generales.

Acabamos de examinar aquellos poderes de que se ha propuesto investir a los Estados Unidos y que guardan una relación inmediata con la fuerza del gobierno, y hemos procurado contestar a las principales objeciones suscitadas contra ellos. He pasado por alto aquellos poderes secundarios que o son demasiado insignificantes para merecer la hostilidad de los adversarios de la Constitución, o tan evidentemente convenientes que no admiten controversia. El conjunto del poder judicial, no obstante, habría reclamado una investigaci6n en este punto, de no ser por la consideración de que su organización y su alcance pueden estudiarse juntos con más provecho. Esto me ha decidido a aplazarla para aquella sección de nuestras indagaciones que iniciaremos en seguida.

PUBLIO

(Es en Alexander Hamilton en quien se supone recae la autoría de este escrito)




Notas

(1) Los Estados de la Nueva Inglaterra.- PUBLIO.

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