Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Del paquete que aguardaba, en opinión de los autores, al que resultase encargado de la titularidad del Poder Ejecutivo

El último acto que como soberano del antiguo régimen realizó Luis XVI, no fue otro que la convocación, a la que ya hemos hecho referencia, para la reunión de los Estados Generales.

En 1788 el Rey protagonizó su última actividad en cuanto autoridad máxima e indiscutible de un pasado que ya comenzaba a eclipsarse.

Ciertamente en la Francia de finales del siglo XVIII, el reino tan sólo resentía la adversidad de una situación emergida de la casualidad, mas no imprevisible. Sin embargo, la estructura creada, poco a poco, desde muchas décadas atrás y en la que la responsabilidad de Reyes, ministros, regentes y consejeros era más que patente, agudizó los efectos de por sí bastante adversos de la crisis señalada, a tal punto que llegó el momento en que perdida la capacidad de maniobra, emergió el más puro criterio aventurero para, mediante espectaculares golpes de audacia, buscar de nuevo tomar el control de una situación que era ya incontrolable. Por esta razón señalamos, al inicio de este escrito, que si Luis XVI hubiera sido más prudente y sabio, su primer acto debió ser abdicar de la Corona, pero él prefirió jugarse todo en pos de una auténtica aventura, y ésa fue su perdición.

Si uno de los rasgos característicos de la monarquía francesa lo era su carácter hereditario, de igual forma los problemas también iban heredándose uno tras otro como inevitable compañía del cetro real, de generación en generación. Al Rey en turno lo que le interesaba, al igual que a los dirigentes gubernamentales de nuestros días, era el sortear el cúmulo de problemas que enfrentaba con el objeto de quedar bien ante sus gobernados, cuidando mucho de la propia imagen y buscando proyectarla para que perdurase en el tiempo como símbolo de grandeza y sabiduría. Predominando el criterio de la vanidad, lo que el Rey hacía o dejaba de hacer, era sólo para engrandecer su nombre, y esta actitud complicaba aún más los problemas del reino, sobre todo en el estricto terreno de las finanzas, en el cual los administradores seguían el fácil camino del constante e infrenable aumento de impuestos, multas y todo tipo de gravámenes con el fin de, esquilmando al pueblo, mantener en equilibrio las finanzas del reino pudiendo sufragar el dineral que materialmente se tiraba en fastuosas fiestas, cursis e inútiles conmemoraciones y elevados pagos a una holgazana, poltrona y parasitaria alta burocracia. Igualmente, de manera harto fácil y temerariamente irresponsable, se recurría al contrato de empréstitos privados con los sectores o personajes adinerados del reino, llegándose a pactar increíbles cláusulas de verdadero agio, por medio de las cuales el reino quedaba comprometido al pago de altísimos intereses y en desventaja completa para el cubrimiento del adeudo principal. Otra medida de la que se abuso para que el Rey se hiciese de dinero, lo fue la venalidad de los oficios públicos. Cargos administrativos, judiciales e incluso de gobierno, se ponían a la venta por parte de la Corona con el objeto de que ésta pudiera reducir en algo sus mastodónticos déficits, generando tal práctica, como bien podrá comprenderse, un cúmulo de problemas que venían a sumarse a los ya existentes.

Sin ser resueltos en sus raíces, los problemas permanecían en el desván a donde se amontonaba todo lo que al Rey molestaba; a veces, es cierto, aletargados, casi imperceptibles, pero acumulándose peligrosamente día con día y amenazando con irrumpir, en el momento menos pensado, en el seno mismo de la Nación francesa. Y lo que durante décadas fue tan sólo amenaza, para fines de aquel siglo XVIII se convirtió en angustiante realidad. En efecto, la combinación de tres problemáticos factores generó un terrible desquiciamiento en el sistema monárquico francés. El excesivo gasto que el reino hubo de sufragar en su alianza con los separatistas e independentistas norteamericanos y la guerra que ello implicó contra Inglaterra, prácticamente vació las arcas reales, aunado ello con una severísima sequía, a la que ya nos referimos, que afectó la producción en las campiñas de Francia provocando hambruna y encareciendo agudamente el precio del grano importado a través del cual se buscaba compensar un poco las necesidades del consumo interno, y todo esto unido a la ineludible urgencia de aumentar las importaciones adquiriendo más créditos, en este caso con individuos o corporaciones de otras naciones, que tácitamente implicaban la firma de caros empréstitos y el pago de muy altos intereses; esto creó un escenario complicadísimo que fue agudizándose hasta hacer estallar al reino en sí con el inicio de la archiconocida revolución francesa. El error más grande y grave cometido por Luis XVI lo fue el haberse querido pasar de listo. Resulta para nosotros evidente que al comenzar el proceso revolucionario, el Rey jugó con sus infantiles aventuras un papel nada desdeñable. En sí, y ya lo hemos señalado en varias ocasiones, él pensó poder controlar la situación dirigiéndola por caminos imaginarios de engrandecimiento y soporte de la nueva concepción monárquica que bailoteaba en su infantil cabeza. Pero, como resulta que las revoluciones no son precisamente procesos que puedan dirigirse por la voluntad y el capricho de una persona, aquí fue donde Luis XVI perdió su apuesta.

Las revoluciones responden a condiciones específicas en las que la combinada acción de mil hechos provocan una multitud de reacciones y estallidos plurifacéticos no previstos ni por el más concienzudo estudioso de la problemática política, económica y social. Un tifón, una explosión volcánica, un terremoto, un ciclón, en fin, cualquier tipo de fenómeno natural producido por la contención y liberación de energía, sería lo más parecido a un estallido revolucionario en el que millones de partículas energéticas se manifiestan, repentinamente, en una pluralidad de acciones en las que la furia y la bondad de las pasiones humanas se patentizan combinándose la destrucción con la construcción, el odio con el amor, el sufrimiento con el goce, la muerte con la vida. Una vez iniciada, la revolución no parará hasta agotar todas sus posibilidades, hasta extinguir toda la energía contenida, hasta despedazar todo estorbo u obstáculo. No hay pues, decíamos, hombre, partido, grupo social o clase capaz de poder dirigir a voluntad un fenómeno de este tipo, y aquel que piense o suponga lo contrario, bien le vendría meditar sobre el fin de Luis XVI, quien enloquecido por su innata vanidad y sordo por la enorme magnitud de su soberbia, pensó o supuso ingenuamente poder llevar a cabo tal empresa ...

Toda la agobiante situación por la que Francia atravesaba, se veía entrampada por la excesiva centralización administrativa a que ya nos hemos referido.

La presencia de una treintena de intendentes auxiliados por un similar número de subdelegados le bastaba y sobraba al Rey para administrar todo aquel territorio. El desarrollo de ese suicida centralismo situaba a París como el único lugar del reino en donde se ventilaban todos y cada uno de los problemas de distintas regiones, cantones y comunas muy apartadas; porque era en esa ciudad que se decidía todo, era en París donde se pensaba, era en París donde se discutía, era en París donde se berreaba y vociferaba, era en París donde los ministros y el Rey planeaban, era en París donde los burgueses conspiraban, todo, absolutamente todo el reino se reducía única y exclusivamente a París y sus alrededores. El infamante binomio que expresaba Francia es París y París es Francia se encontraba inscrito con flamantes letras en la bandera misma de la Corona.

La convocación de los Estados Generales por Luis XVI presentó una oportunidad para que todas aquellas inmensas regiones, prácticamente olvidadas de Francia, a las cuales tan sólo se recurría en busca de impuestos, multas y gravámenes, por fin pudieran expresarse manifestando su sentir, exponiendo sus sugerencias, sus soluciones, sus respectivos granitos de arena en la construcción de salidas globales tan necesarias y sentidas por todos los pobladores ante aquella tétrica situación. Ya hemos dicho que eso no ocurrió, que la inmensa mayoría de aquellos cuadernos provenientes de las diversas regiones de Francia, fueron sacrificados por los asambleístas, rendidos en holocausto, siendo ignorados en aras de la obsesión en pro de la consolidación de la Constitución del reino. Quizá la crítica más severa y profunda que pueda hacerse a la instauración y trabajo de la Asamblea Nacional constituyente sea, precisamente, el haber ninguneado, desoyendo toda opinión, sugerencia o propuesta que no estuviese directamente relacionada con el tan deseado logro constitucional. Esto, condenable sin duda, resultaba plenamente entendible si atendemos al asfixiante nivel de centralización a que se había llegado. La Asamblea Nacional no fue ajena, ni permaneció al margen de aquel degradante proceso centralista, sino antes bien, su surgimiento y desarrollo van plenamente ligados al mismo. La Asamblea Nacional constituye un nuevo elemento en el espectro político francés de fines del siglo XVIII, esto que es cierto e innegable, no conlleva a suponer que su novedad en cuanto a actor político emergente, contradijera, negara o enfrentase el proceso de aguda centralización por el cual el reino vertiginosamente transitaba quemando, incluso de manera acelerada, etapas que en situación de estabilidad general hubiesen requerido de mucho más tiempo para ser superadas. Inscrita dentro de aquel proceso, la Asamblea Nacional se presentaba como la lógica heredera que habría de terminar haciéndose cargo de las funciones tanto legislativas como administrativas y ejecutivas del reino. La dualidad de poderes creada a raíz de los trabajos en pro de una Constitución monárquica, resultaba, en la realidad misma, tan sólo aparente. Con esto no negamos que el Rey continuara manteniendo sus respectivos cotos de poder, sino tan sólo señalamos que, analizando aquel proceso desde sus orígenes, nada raro resultaría que a fin de cuentas el concepto clásico monárquico sucumbiese ante la modernidad del naciente órgano asambleario. A fin de cuentas la Asamblea Nacional, una vez terminado su trabajo constituyente se disolvería metamorfoseándose en una Asamblea Legislativa que acabaría dándose el lujo de enjuiciar, por traición, al Rey, llegando a abolir la monarquía y concentrando en sí el ejercicio de todos los poderes del exreino.

Pero no vayamos tan rápido, y busquemos situarnos en el momento cumbre en que Luis XVI se jugó su resto.

Un dato de enorme proyección y dimensión para nuestro tema lo constituye el traspaso, en el seno mismo de ese proceso de centralismo administrativo, de las atribuciones y responsabilidades depositadas en las figuras del intendente y subdelegado, hacia una inédita concepción asambleísta previa a la convocación de los Estados Generales. Nos referimos a la proclamación, en 1787, del edicto por medio del cual se establecieron las asambleas provinciales y municipales, que heredaron las facultades propias de intendentes y subdelegados, rebajando a éstos al simple papel de elementos auxiliares y consultivos de las tareas a realizar. Luis XVI iniciaba de esta manera la construcción del nuevo sistema institucional que sus pretensiones absolutistas modernizantes requerían; y por favor, no se nos prodigue el cuento de que tal conceptualización de la nueva administración fue producto de un Rey bonachón falto de carácter. Una medida tan atrevida, una aventura política en la que tanto se jugaba, no la inicia ningún individuo bonachón falto de carácter, y no lo hace por la simple y sencilla razón de que sería incapaz, siquiera, de concebirla. No fue tampoco aquello una medida casual, una chiripa, un acto aislado, sobre todo si tomamos en cuenta el conjunto de acciones que el Rey emprendía, como por ejemplo, la relativa al Poder Judicial, misma a la que ya nos hemos referido, que trajo como consecuencia la revisión de los derechos y deberes señoriales, causando un desquiciamiento en las campiñas francesas. Definitivamente Luis XVI estaba muy lejos de ser el simplón bonachón cerrajero que por quién sabe qué razones o motivos se ha empeñado históricamente en hacer creer.

La irrupción de las asambleas provinciales y municipales, en cuanto órganos gestores de la administración, representan el antecedente de la Asamblea Nacional constituyente así como de la conformación del nuevo marco en el que se prolongará el desarrollo del centralismo administrativo. Así, la corresponsabilidad asamblearia en el seno mismo del Poder Ejecutivo irrumpe en la historia moderna de Francia a partir del año 1787.


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