Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Del tercer informe del comité de Constitución sobre la organización del Poder Judicial

Para el 24 de marzo de 1790, el comité de Constitución presentaría, a través del señor Thouret, su tercer informe relativo a la organización del Poder Judicial. He aquí el texto de ese documento:

Señores.

La materia de la que acaban de abrir la discusión ofrece un gran interés para sus deliberaciones: el Poder Judicial es el de los poderes públicos cuyo habitual ejercicio tendrá la mayor influencia sobre la felicidad de los particulares, sobre el progreso del espíritu público, sobre el mantenimiento del orden político y sobre la estabilidad de la Constitución. Después de lo que ustedes han hecho, nuestro deber se ha vuelto más imperioso sobre lo que les queda por hacer: es cuando se ha llegado a la mitad de una larga y difícil tarea que el coraje y la vigilancia deben reanimarse para alcanzar la meta.

El deseo de Francia se ha hecho oír: la reforma de la justicia y de los tribunales es una de sus primeras necesidades, y la confianza pública en el éxito de la regeneración va a acrecentarse o a debilitarse dependiendo si el Poder Judicial está bien o mal organizado.

Esta materia, que en el primer vistazo presenta un campo tan vasto, se reduce sin embargo, por el análisis, a algunos puntos principales cuya decisión acortaría mucho el trabajo.

El comité les ha propuesto, por el primer título de su proyecto, el decretar las máximas constitucionales por las cuales el Poder Judicial debe ser definido, organizado y ejercido; el motivo que le ha llevado a ello es el mismo que les ha determinado colocar a la cabeza de la Constitución el título De los derechos del hombre y del ciudadano. El ejercicio del Poder Judicial ha sido tan extrañamente desnaturalizado en Francia, que se ha vuelto necesario no solamente indagar sus verdaderos principios, sino tenerles presente sin cesar en todos los espíritus, y preservar, en el porvenir, a los jueces, los administradores y la misma Nación, de las falsas opiniones de que ella ha sido víctima hasta ahora. Al decretar, en primer momento, las máximas constitucionales, ustedes llenarán este gran tema de utilidad pública, y ustedes adquirirán para sí mismos un medio seguro de reconocer, gracias a la discusión, las proposiciones que deben admitir o que podrán examinar de aquellas que no merecen ni siquiera su estudio.

El más curioso y el más dañino de todos los abusos que han corrompido el ejercicio del Poder Judicial, era que órdenes y simples particulares poseyeran patrimonialmente, como se decía, el derecho de hacer rendir la justicia en su nombre; que otros particulares pudiesen adquirir a título de herencia o de compra el derecho de juzgar a sus conciudadanos, y que los justiciables fueran obligados a pagar a los jueces para obtener una acta de justicia. El comité les propone con los cinco primeros artículos del título primero de su proyecto, consagrar como máximas inalterables que la justicia sólo pueda ser impartida en nombre del Rey; que los jueces deban ser elegidos por los justiciables e instituidos por el Rey; que ningún oficio de judicatura pueda ser venal, y que la justicia sea impartida gratuitamente.

El segundo abuso que ha desnaturalizado al Poder Judicial en Francia, era la confusión establecida en las manos de sus depositarios, de las funciones que les son propias con las funciones incompatibles e incomunicables de los demás poderes públicos: émulo del Poder Legislativo, revisaba, modificaba o rechazaba las leyes; rival del poder administrativo, perturbaba sus operaciones, detenía su accionar e inquietaba a sus agentes.

No examinemos cuáles fueron en el nacimiento de este desorden político, las circunstancias que hicieron tolerar su introducción, ni si fue sabia decisión o no dar a los derechos de la Nación otra salvaguarda contra la autoridad arbitraria del gobierno, sólo la autoridad aristocrática de las corporaciones judiciales, cuyo interés debía ser alternativamente, unas veces elevarse en nombre del pueblo por encima del gobierno, y otras veces unirse al gobierno contra la libertad del pueblo; ya no busquemos verificar, por el equilibrio de los bienes y de los males públicos, lo que esa falsa especulación produjo, si la violación de los verdaderos principios ha sido comprada por una compensación suficiente de ventajas reales; digamos que un desorden tal es intolerable en una buena Constitución, y que la nuestra hace desaparecer para el porvenir los motivos que han podido hacerlo soportar anteriormente; digamos que una Nación que ejerce el Poder Legislativo por medio de un cuerpo permanente de representantes, no puede dejar a los tribunales ejecutores de sus leyes y sometidos a su autoridad, la facultad de revisar estas leyes; digamos, en fin, que cuando esta Nación elige a sus administradores, los ministros de la justicia distributiva no deben inmiscuirse en la administración cuyo cuidado no se les ha confiado. El comité ha registrado estos principios en los artículos 6, 7, 8 y 9 del título primero de su proyecto: establecen la entera subordinación de las cortes de justicia al Poder Legislativo, y separan muy explícitamente el Poder Judicial del poder administrativo.

El tercer abuso que deshonraba la justicia en Francia, era la mancha de los privilegios, cuya invasión se había extendido hasta en su santuario. Había tribunales privilegiados y formas privilegiadas de procedimiento para ciertas clases de litigantes privilegiados; se distinguía en materia penal un delito privilegiado de un delito común; defensores privilegiados de las causas ajenas poseían el derecho exclusivo de litigar para los mismos a quienes no era necesaria su ayuda; pues es bien notable que ninguna ley en Francia ha consagrado el derecho natural de cada ciudadano de defenderse el mismo en materia civil, cuando la ley penal lo privaba de un defensor para la protección de su vida; en fin, el igual derecho de todos los justiciables de ser juzgados a su turno, sin preferencias personales, era violado por la más desoladora arbitrariedad; un presidente que no podía ser forzado a otorgar la audiencia, un secretario del que no se podían exigir actas, eran los amos para hacer que los casos no se juzgaran mas que cuando el interés por obtener el juicio había muerto por un retraso demasiado largo.

Una sabia organización del Poder Judicial debe volver imposible en el porvenir todas estas injusticias que destruyen la igualdad civil de los ciudadanos, en la parte de la administración pública en donde esta igualdad debe ser la más inviolable. No se trata aquí de simples reformas en legislación, sino de puntos realmente constitucionales. El comité ha reunido en los artículos 12, 13, 14, 15 y 16 del título primero de su proyecto, las disposiciones que le han parecido necesarias para aniquilar los privilegios en materia de jurisdicción, las distracciones de recursos, las trabas a la libertad de la defensa personal y toda preferencia arbitraria en la impartición de la justicia.

Todas las máximas encerradas en este primer título del proyecto son las bases necesarias de una buena constitución del Poder Judicial; nos han parecido de una verdad absoluta, e independientemente del partido que querrán adoptar luego sobre el nombre, la composición y la distribución de los tribunales. La forma de los instrumentos por medio de los cuales el Poder Judicial puede ser ejercido es variable hasta cierto punto; pero los principios que fijan su naturaleza para volverle propio a los fines que debe llenar en la organización social, son eternos e inmutables. Yo creo, señores, que ustedes deben comenzar por proclamar estos principios saludables que los guiarán en la prosecución de su trabajo, que esclarecerán a los justiciables sobre sus derechos, a los jueces sobre sus deberes, y que volverán sensibles a la Nación entera las mínimas desviaciones que amenazarían un día alterar, en esta parte, la pureza de la Constitución.

Cuando esta primera tarea sea concluida, ya habrán dado un gran paso y el orden natural del trabajo les llevará a determinar el sistema general de la organización de los tribunales, lo que incluye, sobre todo, su clasificación y la gradación de sus poderes. El comité les ha presentado, por el título segundo de su proyecto, un plan sobre el cual ustedes no podrán pronunciarse más que decidiendo todo lo que debe ser visto como siendo realmente la esencia del orden judicial: se le puede dividir en tres grandes partes, muy susceptibles de ser tratadas separadamente, al abocarse primero a la constitución de los tribunales de primera instancia, pasando luego a la de los tribunales superiores que juzgarán por apelación, y acabando por la de varias partes del servicio judicial que pueden exigir formas aparte y juicios particulares.

Lo que el comité les ha propuesto trae como consecuencia la necesaria destrucción de todos los tribunales existentes, para reemplazarlos creando establecimientos nuevos. Ahí surge esta primera pregunta: ¿es posible regenerar a fondo el orden judicial o se podría dejar subsistir en el nuevo edificio varias partes del antiguo?

La necesidad de la regeneración absoluta es incontestable, no solamente la Constitución no será completa si no abraza todas las partes que deben esencialmente componerla; pero estará viciada, incoherente y sin solidez si todas estas partes no concuerdan; ahora bien, no hay nada que concuerde menos con los principios de la Constitución actual como aquellos sobre los cuales el antiguo orden judicial fue establecido.

Ustedes tienen por principio que todo poder público que no es necesario, es por esto mismo peligroso y dañino. Los tribunales, depositarios de uno de los poderes públicos cuya influencia es la más activa, se han multiplicado por el establecimiento de las jurisdicciones de excepción y de privilegio a un punto que no ha tenido y que no tiene todavía ejemplo alguno en otra Nación. Los inseparables abusos de esta excesiva multiplicación de los tribunales, ha excitado desde hace largo tiempo las quejas de toda Francia; entonces ustedes no pueden conservar los tribunales de excepción y menos aún los de privilegio.

Es otra máxima constitucional que todo poder público está establecido para el interés de aquellos a quienes su ejercicio es necesario; de ahí sigue que los tribunales deben estar compuestos y distribuidos de la manera más favorable al interés de los justiciables. Después de la supresión de las justicias señoriales, ya decretada, y la de las jurisdicciones de excepción, que es indispensable decretar, la mayoría de los tribunales ordinarios no se encuentran ni distribuidos de manera conveniente para satisfacer la necesidad de su servicio entre los justiciables, ni para quedar bien con el nuevo orden político al que deben pertenecer; no pueden entonces ser conservados en su estado actual; y en cuanto a las cortes superiores que se llamaban soberanas, su composición, calculada más para el brillo que para la bondad real del servicio, más para someter a la autoridad de estas cortes de inmensos territorios que para poner el ejercicio de esta autoridad al alcance de los que la necesitan, más para excitar el interés, los prejuicios y el espíritu de cuerpo, que para recordar a los tribunales el lugar que ocupan en el orden de los poderes públicos y del que no pueden salir sin herir la armonía política; esta composición, digo yo, viciada en sus principios, opresiva por sus efectos, y que era tolerable sólo bajo una sola relación que ya no se reproducirá, marchitaría y comprometería a la Constitución actual si ella pudiese ocupar un lugar.

Si recorremos los otros principios sobre los cuales nuestra Constitución se establece, estaremos cada vez más convencidos que se reúnen todos para exigir la entera renovación de nuestros tribunales.

Todos los poderes, hemos dicho en la Declaración de los derechos, emanan esencialmente de la Nación, y son confiados por ella. No hay ninguno que actúe más directa, más habitualmente sobre los ciudadanos que el Poder Judicial: los depositarios de este poder son entonces aquellos, sobre cuya selección la Nación tiene el más grande interés de influir; sin embargo no hay en uno solo de los tribunales actuales, un solo juez a la promoción de quien ella haya participado; todos los que nos juzgan han adquirido o por sucesión o por compra este terrible poder de juzgarnos. Además de que esta intromisión violó el derecho imprescriptible de la Nación, ¿quién nos contestará que en el número de los que han tratado al Poder Judicial como un comercio no habrá quien continuará mirando como una propiedad este carácter público que no establece entre ellos y nosotros mas que la relación del deber que los liga y los consagra al servicio de la Nación? Y si este error fatal de que la cosa pública ha tantas veces sufrido y de que tantos ciudadanos han sido víctimas, no es destruido hasta su raíz, ¿quién nos protegerá contra la desdicha de ver perpetuarse sus habituales efectos? Los artículos de la Declaración de los derechos son los faros que ustedes han elevado para iluminar la ruta que debían recorrer, entonces ustedes ya no podrían, sin una inconsecuencia molesta, mantener a los jueces que las suertes de la herencia y el comercio de los oficios han colocado en los tribunales por medio del más inconstitucional de todos los títulos, mientras no sean purificados por la elección libre de los justiciables. No temamos que el escrutinio popular prive la cosa pública del servicio de estas personas valiosas cuya capacidad anteriormente probada en los tribunales actuales, no ha sido empañada en estos últimos tiempos por una conducta equívoca o por profesar abiertamente sentimientos antipatrióticos; más de un ejemplo ha probado que el pueblo no es tan fácil de engañar sobre sus verdaderos intereses como algunas veces se busca hacerlo creer, y aunque sea cierto que las elecciones pueden no dar siempre las mejores selecciones, es cierto al mismo tiempo que la Nación no podrá hacerse tanto daño al ejercer su derecho de escoger, que el que le ha sido hecho mientras ha estado privada de ello, y sobre todo, desde hace quince años por la abusiva facilidad de la administración de las compañías, y por la funesta despreocupación de la cancillería.

Todos los ciudadanos, hemos dicho en la Declaración de los derechos, son igualmente admisibles a todas las distinciones, plazas y empleos públicos, según su capacidad y sin otra diferenciación que la de sus virtudes y talentos. ¡Con qué fuerza este fundamental principio de toda buena Constitución no se eleva contra aquellos de estos tribunales que no se encuentran actualmente compuestos mas que de clérigos y de nobles, porque estos tribunales, teniendo ya un cierto número de plazas asignadas a los eclesiásticos, han una vez más llegado al olvido de los principios hasta hacerse una ley por medio de acuerdos jurídicos secretos, pero reconocidos y ejecutados, de no admitir en su seno, para ejercer oficios que ennoblecen a la mayoría, nada más que en el segundo grado, sólo a ciudadanos nobles o recién arribados a la nobleza! Así, estos tribunales, prefiriendo la nobleza a la capacidad para una función pública, en la que la capacidad es esencial y la nobleza muy indiferente, han sacrificado los derechos de sus conciudadanos, la justicia debida al verdadero mérito, y de ahí el bien real del servicio a una inexcusable vanidad de cuerpo. ¿Puede la Constitución conservar estos tribunales proscritos de antemano por las máximas sobre las cuales ella está establecida? ¿No violan por su composición, el dogma imprescriptible de la igualdad civil? ¿Son ellos otra cosa que corporaciones de antiguos privilegiados? ¿Encuentra ahí el mayor número de ciudadanos, a alguno de sus iguales? Conservan estas confederaciones de individuos de las dos clases que querían aquí formar órdenes; ellos no cesarán de testificar por el hecho, contra la abolición de los órdenes y de provocar su insurrección.

Agreguemos que la seguridad de la Constitución estriba en que ya no subsista ningún retoño vivaz del tronco inconstitucional que ha abatido y que reemplaza; consideremos que el espíritu público, que debe nacer de la regeneración para asegurarle el éxito, no tiene enemigo más poderoso que el espíritu de cuerpo, y que no hay cuerpo cuyo espíritu y audacia sean más de temer que estas corporaciones judiciales que han erigido en principio todos los sistemas favorables a su dominación, que no perdonarán a la misma Nación retomar sobre ellas la autoridad de la que han gozado, y que no perderán jamás ni el recuerdo de lo que han sido ni el deseo de recobrar lo que se les ha quitado. Digamos en fin, sin temor, puesto que la verdad y el interés de la patria lo piden, que si la nación debe honrarse de la virtud de algunos magistrados buenos patriotas, una infinidad de hechos, desgraciadamente indiscutibles, anuncia que el mayor número resiste aún a mostrarse ciudadano, y que en general el espíritu de las grandes corporaciones judiciales, es un espíritu enemigo de la regeneración; lo que ha sucedido en Rouen, en Metz, en Dijon, en Toulouse, en Bordeaux, y sobre todo en Rennes, proporciona una prueba deslumbrante de ello que dispensa nombrar otras.

Concluyamos que es necesario recomponer constitucionalmente a todos nuestros tribunales, cuyo estado actual es inconciliable con el espíritu y los principios de nuestra Constitución regenerada.

Pero, ¿sobre qué bases organizarán ustedes el nuevo orden judicial? Es este el segundo punto que se ofrece a vuestro examen.

Una buena administración de la justicia parece ligada principalmente a las tres condiciones siguientes: primero, que los tribunales no sean más numerosos de lo que exija la necesidad real del servicio; segundo, que sin embargo estén bastante cercanos a los justiciables para que el gasto y la incomodidad de los desplazamientos no priven a ningún ciudadano del derecho de hacerse impartir justicia; y, tercero, que, excepto en los casos en que la facultad de apelación es por la modicidad del objeto más una agravación que una fuente de ingresos, haya siempre dos grados de jurisdicción pero, jamás más de dos.

Aboquémonos primero a la composición del primer grado; es ésta la que representa menos puntos escabrosos. El comité les propone un juez de paz por cantón y un solo tribunal real por distrito.

El establecimiento de los jueces de paz es generalmente deseado; está solicitado por la gran mayoría de nuestros cuadernos: es uno de los bienes más grandes que pueden ser hechos a los útiles habitantes de las campiñas. La competencia de estos jueces debe ser limitada a las cosas de convención muy simples y del más pequeño valor, y a las cosas de hecho que no pueden ser bien juzgadas mas que por el hombre de los campos que verifica en el lugar mismo el objeto del litigio, y que encuentra en su experiencia reglas de decisiones más seguras que la ciencia de las formas y de las leyes no puede proveer a los tribunales sobre estas materias.

El comité propone que los jueces de paz puedan juzgar sin apelación hasta el valor de cincuenta libras, porque un demandante no ha ganado nada realmente, ni siquiera ha ganado una causa cuando demanda por apelación la justicia por un tan pequeño interés, si calcula lo que le ha costado en pérdida de tiempo, en gastos de desplazamiento y en falsos gastos del proceso. Yo sé bien que cincuenta libras pueden constituir para el infortunio de varios ciudadanos, un objeto importante, pero estos ciudadanos son aquellos que es preciso defender de la tentación de jugar una lotería que les arruinaría por completo si pierden, y que no les haría ganar nada si no pierden. Para decidir sanamente si la apelación debe ser o no permitida, no deben considerar lo que el objeto del proceso puede relativamente valer para el que demanda, sino lo que vale en sí mismo, y si pudiese, sin encontrarse absorbido, soportar el derecho inevitable que resentiría por el efecto corrosivo de una apelación.

Hay que apartar de las funciones de los jueces de paz lo embarazoso de las formas y la intervención de los practicantes, porque la principal utilidad de esta institución no se vería cumplida si no procura una justicia muy simple, muy expeditiva, exenta de gastos y cuya equidad natural dirige la marcha en vez de los reglamentos quisquillosos del arte de juzgar. Es preciso que en cada cantón, todo hombre de bien, amigo de la justicia y del orden, que tiene la experiencia de los usos, de las costumbres, y del carácter de los habitantes, tenga por esto solo, todos los conocimientos suficientes para llegar a ser, en su turno, juez de paz.

El comité ha propuesto que los jueces de paz conozcan de todas las causas personales hasta el valor de cien libras, a cargo de la apelación, y determinó varios casos en los cuales le ha parecido necesario que estos jueces fuesen competentes a algún valor que las demandas puedan elevarse: estos casos son los que proveen los procesos mas frecuentes entre los habitantes de las campiñas, aquellos para quienes el medio de decisión más seguro está en la inspección de la cosa contenciosa, aquellos, en fin, que los tribunales no juzgan ellos mismos, sino hasta después de haber solicitado las luces y el juicio previo de los expertos. Esta competencia, necesaria en el espíritu de la institución de los jueces de paz es, por otra parte, sin inconveniente, porque pocos de estos procesos excederán el valor de cien libras, porque los habitantes de las campiñas son siempre mejores jueces en estas materias que los hombres de ley, y porque, en caso de injusticia manifiesta, sus juicios serán reformables.

En fin, la apelación de las sentencias de los jueces de paz, llevándose y terminándose sucintamente en el tribunal real de distrito, le pareció a su comité que todo estaba realizado para que esta clase de minuciosos procesos, que son la plaga de las campiñas, de ahora en adelante, expeditos con esa simpleza y dulzura de régimen que conviene a un pueblo razonable y a un gobierno popular y bienhechor.

La competencia del tribunal real de distrito comienza en donde termina la de los jueces de paz; y completa el sistema del primer grado de jurisdicción en la clasificación ordinaria.

El plan del comité sólo ofrece tres puntos esenciales a su examen: el número de los tribunales de distrito, el número de los jueces en cada tribunal y la tasa de la competencia en primer y último recurso hasta el valor de doscientas cincuenta libras.

Es el número de tribunales de primera instancia que se trata de fijar con sabiduría. Sólo son necesarios para lo estricto, no poniendo, sin embargo, la necesidad de demandar al nivel de las primeras necesidades de la vida; pues si quisieran satisfacerlo con esta holgura y comodidad que provocan el gusto y avivan la tentación, ustedes cubrirían de tribunales el reino; cada cantón, cada ciudad, e incluso cada burgo tendría el suyo; pero, ¿entonces no sería evidente que el espíritu de su constitución, en vez de reprimir el furor de demandar como una de las plagas más destructoras de la prosperidad de las familias, tendería al contrario a favorecerla? Un solo tribunal debe bastar en cada distrito ya que se considere la medida común de territorio sobre el que los distritos deberán ser distribuidos, o bien que se tome la tasa común de la población que debe encerrar; y si el principio general de la composición de los distritos hubiese sido descuidado en la división de los departamentos, de manera tal que varios excediesen en mucho la proporción común, entonces parecería prudente proveer al servicio suficiente de la justicia, un aumento de jueces en el tribunal de distrito, en vez de la multiplicación de los tribunales en el mismo distrito.

En cuanto al número de los jueces en cada tribunal, importa aún más calcularla severamente, que su superabundancia no agregue nada a la bondad del servicio, y que, tomando en cuenta la gran cantidad de los tribunales de distrito, las mínimas reducciones en sus gastos presenten una fuente de economía considerable.

Al examinar cuán ha sido desigualmente hecha la subdivisión de los departamentos en distritos, puesto que el número de distritos varía de tres hasta nueve, aunque los departamentos estén más o menos iguales en superficie, parece difícil conservar un número igual de cinco jueces en cada tribunal de distrito. Esta igualdad numérica de los jueces estaba establecida en base a la suposición de que los distritos serían más o menos iguales en territorio y en población. Ustedes verán, señores, si no fuese ahora más conveniente determinar que los tribunales de distrito no sean compuestos de cinco jueces y de un procurador del Rey mas que en los departamentos en donde los distritos estén por debajo del número fijado, y que en los departamentos donde hay seis distritos o más, no habrá mas que tres jueces y un procurador del Rey en cada tribunal. Este número parece realmente suficiente para la necesidad del servicio, al obligar a esos tribunales a dar tantas audiencias por semana como la expedición de los asuntos lo exigiese, y al autorizar el auxilio de los asesores tomados como suplementarios entre los hombres de ley, en los casos de enfermedad o de ausencia legítima de uno de los jueces. Esta disposición, que proporcionaría de mejor manera la fuerza de los tribunales en la extensión de sus competencias, aseguraría también una mejor composición de ellos, al dejar lugar sólo para los más excelentes sujetos; produciría además una economía importante sobre el gasto anual de la justicia.

En cuanto a la competencia en primera y última instancia a atribuir a los tribunales de distrito, no podría haber dificultad seria mas que para saber si la tasa de esta competencia no debería ser aumentada por arriba de doscientas cincuenta libras. Las consideraciones antes expuestas para motivar la ultima instancia de los jueces de paz hasta cincuenta libras, reciben aquí una nueva aplicación, al destacar además que, en los tribunales de distrito, siendo el primer grado de la justicia regulada, sean llevados los más minuciosos asuntos entre los ciudadanos que se encuentren en menor posibilidad de sufragar los gastos del proceso; que estos tribunales, obligados a seguir la exactitud de las formas, no serían accesibles las vías a ellos sólo bajo la dirección de los oficiales ministeriales, y que las aplicaciones serán llevadas a cortes superiores más alejadas, siempre menos expeditivas y alrededor de las cuales los gastos inevitables primero, y luego, demasiado ordinariamente, las ocasiones de gastos superfluos se multiplican.

Verifiquen la situación del demandante que demandó por apelación en una corte superior, o incluso en un tribunal de primera instancia, para una propiedad de diez libras de ingreso o de doscientas cincuenta libras de capital: si perdió su causa, vea si no ha perdido dos o tres veces el valor del objeto de su demanda; y si gano el juicio, vea si es cierto que gana realmente el valor de la propiedad que le es adjudicada. Ustedes, entonces, protegerán el interés particular al rechazar la apelación en todos los casos en que por la modicidad del objeto en litigio, su ventaja sólo es ilusoria cuando no ruinosa, y más le den amplitud a esta base de la nueva organización judicial, más les será fácil simplificar su sistema general.

Me detengo aquí, señores, porque las consideraciones que ulteriormente se presentan, estando en relación con la constitución de la justicia por apelación, entran en una nueva rama de la discusión; me conducirían demasiado lejos en este instante y además serían prematuras. Me he propuesto, al abrir la discusión, presentarles únicamente un panorama general, en primer lugar sobre el orden que me parece el más útil a seguir en el transcurso de esta discusión, en segundo lugar, sobre las opiniones que determinaron las primeras partes del proyecto que les he sometido, y que deben ser también las primeras a tomar en consideración.

Pienso que es ventajoso comenzar por decretar explícitamente los principios constitutivos del Poder Judicial; he expresado las razones de éstos, y si les parecen determinantes, cada uno de los artículos que componen el primer título del proyecto debe ser deliberado y objeto de un decreto.

Podrán pasar inmediatamente después a la organización de los tribunales que formarán el primer grado de jurisdicción; ustedes verificaron cada una de las disposiciones que el comité les ha presentado, y de las que acabo de exponer los principales motivos sobre el establecimiento de los jueces de paz, y de los tribunales de distrito.

La constitución del grado superior de jurisdicción para el desahogo de las apelaciones, y las de las otras partes necesarias para completar el sistema judicial, vendrán a colocarse sucesivamente en el orden del trabajo; cada una de estas partes ofrece consideraciones particulares que sería inútil, digamos, incluso nocivo a la bondad y rapidez de vuestras deliberaciones el querer abarcar todas a la vez. Yo solicitaría, pero con la reserva más grande, la indulgencia de la asamblea para presentarle nuevos desarrollos cuando el progreso de la discusión haya podido volverles útiles.


Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha