Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Del tira y afloja que entre la Asamblea Nacional y el Rey se generó

La situación de Francia durante los años 1788 - 1789, era sumamente delicada. La campiña se asemejaba a un poderoso volcán que con continuas fumarolas e intermitentes explosiones, preveía el advenimiento de un desenlace fatal. Tanto en la Bretaña, Alsacia y el Delfinado, al igual que en el Mediodía y Provenza, los motines y revueltas campesinas, producidas por una y mil causas, eran constantes. En las ciudades y las villas, la situación no era mejor; la crudeza del invierno aunada a la escasez de leña y grano, provocaron los llamados motines del hambre, mismos que en París llegaron a consecuencias extremas; el famoso proceso Reveillon constituye una prueba de ello.

En el terreno específicamente político, los escritos de Sieyes, en particular ¿Qué es el Tercer Estado?, de Roland de Saint - Etienne, Consideraciones sobre los intereses del Tercer Estado, así como de Entraygues, Los derechos de los Estados Generales, eran ampliamente leídos y comentados por quienes podían hacerlo. Periódicos como el Père Duchesne, y posteriormente L´ami du peuple y Le vieux cordelier, eran, prácticamente devorados por una multitud de ávidos lectores, y sus redactores, los Marat y los Camille Desmoulins, colocados en altísimos pedestales de fama e influencia como cabezas evidentes de partidos de opinión. El Club Bretón, al que ya nos hemos referido, emergía, extendiéndose por Francia entera, a raíz de lo acaecido en la reunión real del 23 de junio. Pero, al igual que los sectores proclives al monarquismo constitucional, en sus diferentes vertientes, desarrollaban con tesón su actividad, la reacción proabsolutista también hacía lo propio. En la Corte conspira Polignac y la Reina María Antonieta; en Montrouge se reúne la reacción para afinar detalles, urdir complots, crear inestabilidad, y hacer planes para el futuro; el conde de Provenza, quien con el paso del tiempo se convertiría en Luis XVIII llamado el Monsieur, hermano del mismo Luis XVI, impaciente aguarda la hora en que el Rey, al que desprecia con profundo odio jarocho, se largue, dejando vacante el trono para poder él ocuparlo. Una reacción fragmentada, por fortuna imposibilitada en esos momentos para llevar adelante acciones de envergadura, hierve, sin embargo, aquí y allá por toda Francia.

Y en medio de todo aquel desbarajuste, de tan deprimente panorama, un Rey juguetón y grillo, ensoberbecido hasta la demencia que le lleva a suponer que la situación no ha escapado de su control, y una Asamblea Nacional débil, temerosa, atrapada en su misión proconstitucionalista, generalmente rebasada a cada instante por los acontecimientos y que tarda mucho en reaccionar. Una frágil embarcación que alberga, sin duda, una gran riqueza, pero que en su lucha por no naufragar ante un encrespado mar agitado por todos los vientos de furibundas pasiones y ambiciones sin fin, pierde un tiempo enorme, desgastando sus de por sí menguadas energías, produciendo, sin quererlo, el desaliento y la frustración entre sus mismos miembros. ¿Y qué decir de la población? Desesperada por lo agobiante de su cotidiana realidad, poco propensa a los discursos y palabras bonitas de los asambleístas, y tendiente, con terca obsesión a conseguir mejoras inmediatas, reales, palpables que sirvan para aliviar su angustiante miseria.

Del 23 de junio, fecha en que la Asamblea, después de la reunión real, sesiona llegando a decretar la inviolabilidad de la persona de cada asambleísta, se suceden, una tras otra, las sesiones del 24, 25, 26 y 27 de junio. ¡Cuatro días de discusiones estériles! Cuatro días en los que lo único de verdadera trascendencia lo fue la entrada a su seno de la mayoría clerical y de un importante número de nobles encabezados por el duque de Orléans. Los Estados Generales se convertían, con ello, en asunto del pasado. la idea de la Asamblea Nacional Constituyente se erguía triunfante. Los tres órdenes entonces reconocidos, se fusionaban, hasta donde las circunstancias lo permitían, en un sólo organismo que tenía una suprema finalidad: elaborar la Constitución de Francia.

En la sesión del 3 de julio, se concretó la fusión de los, por tradición, distanciados órdenes del clero, la nobleza y el Tercer Estado, mediante la simbología de un acuerdo salomónico, a través del cual se renovaba la presidencia de la Asamblea, hasta ese día bajo la responsabilidad de Bailly. Primero se le ofreció al duque de Orléans, mas éste, calculador y desconfiado como era, declinó la honra para que, finalmente, la presidencia recayera en Lefranc de Pompignac, arzobispo de Vienne. El pacto de unión entre los antiguos órdenes, dejaba el camino libre para que la Asamblea marchara, ya decidida, en pos de su objetivo.

En los primeros días de julio, ocurren una serie de zafarranchos en París, trayendo como consecuencia un delicado asunto: sucedió que en una de las acciones populares, dos guardias del orden se negaron a cumplir órdenes superiores represivas, siendo por tal motivo detenidos y encarcelados. Una frenética multitud que se había dado cabal cuenta de la actitud de aquellos, ya considerados héroes, acudió a la abadía de Saint-Germain, lugar en donde se les encarceló, para, forzando las puertas, sacarles de prisión. El desacato a las órdenes superiores corría el peligro de convertirse ya no en excepción, sino más bien en regla, por lo que las medidas represivas tanto contra el pueblo como contra la tropa llana iban cada vez más en aumento. Ante tan graves turbulencias, la Asamblea Nacional abordó, en sus sesiones del 8 y 9 de julio, lo crítico de tal situación, solicitando al Rey clemencia en las acciones que emprendiera contra aquellos considerados como excesos populares. Tocó a Mirabeau, en una parte de su extensísimo discurso pronunciado el 9 de julio, exponer con claridad la situación que se vivía:

Ya un gran número de tropas -señaló-, nos rodeaba; llegaron más; están llegando cada día; vienen de todas partes; treinta y cinco mil soldados están ya distribuidos entre París y Versalles; se esperan veinte mil más; la artillería les sigue; se designan determinados lugares para colocar los cañones; se aseguran todas las comunicaciones; se interceptan todas las vías de tránsito; nuestros caminos, nuestros puentes, nuestros paseos, están siendo utilizados como puestos militares; acontecimientos públicos, hechos ocultos, órdenes secretas, contraórdenes precipitadas; en pocas palabras, los preparativos de la guerra se evidencian, llenando de indignación a todos los corazones.

¿Por qué aquel relajo? ¿Qué pretendía Luis XVI? ¿Acaso todo aquello era la fatal y lógica consecuencia del desatino real del 23 de junio? Todo parece indicar que así fue; que el capeto, desbordado por la situación que él había generado, buscó la manera de establecer un golpe de audacia a través del cual retomar el control absoluto de la situación. Lo de la reunión real del 23 de junio le había salido tan mal, que el reyecito tenía el propósito de hacer recaer, táctica que siempre uso, en otros, la responsabilidad que tan sólo a él correspondía. La medida que iba a tomar era sumamente audaz, por lo que se veía obligado a ordenar un inusitado movimiento de tropas que por sí solo ya creaba entendibles inquietudes y lógicos temores. Amedrentar y provocar a la población, nunca constituyó razón o motivo de peso, para que los negros oficios del pésimo político, de los cuales Luis XVI siempre se esforzó por mantener, se constituyeran en advertencia o freno que obligase al Rey a meditar y replantear sus acciones y tácticas. Basura berrinchuda, porquería vanidosa acostumbrada, desde la más tierna infancia, a hacer lo que le viniera en gana, el nauseabundo reyezuelo no iba a detenerse en sus siniestros planes, y, como ya era en él costumbre, de nuevo volvía a equivocarse, a errar, perdido, en su camino ...

Para el 12 de julio, la noticia de la dimisión, por orden real, de los ministros Necker, De Montmorin, De Saint - Priest y de la Luzerne, cimbra a toda Francia, y en lo particular a París y Versalles.

Para el día siguiente, 13 de julio, los cerca de seiscientos mil habitantes de París, presencian una agitación y movilización multitudinaria jamás vista. En los barrios, plazas, entradas a edificios públicos, en todas partes, muchedumbres, en las que mujeres mezcladas con los hombres, manifiestan, de todas las formas imaginables, su indignación y rechazo a la forzada renuncia de los ministros. Cientos de rumores se extienden por toda la ciudad. Se maldice a la Corte, a los consejeros reales, a Polignac, a la Reina María Antonieta, pero ... se respeta al Rey. Nadie de toda aquella gente osa tan siquiera poner en tela de juicio la personalidad misma de Luis XVI; el pueblo parisino, tan dado al mitin, a la manifestación e incluso al motín, guarda una gran admiración y reverencia por su monarca. Son muchos, pero muchos, los siglos de existencia de esa institución, para que, de pronto pudiera desmoronarse en sus conciencias. El Rey vive y permanece en la mente misma de todos los franceses, eso Luis XVI lo sabe; y mientras continúe tal creencia, él está a salvo, su poder está a salvo, y su reino garantizado.

En la sesión de la Asamblea Nacional del 13 de julio, Mounier aborda de lleno el controversial tema de la renuncia de los ministros y expresa:

Ciertamente el Rey tiene el derecho de cambiar sus ministros, pero en este momento de crisis, los representantes de la Nación, ¿no traicionarían todos sus deberes si no advirtieran al monarca de los peligros a los cuales, consejeros imprudentes no temen entregar Francia entera? ¿Podrían ellos estar animados de un ardiente deseo para el bien de la patria y guardar hoy silencio? ¿Ignoran ellos cuán queridos por el pueblo son los ministros que acaban de alejar? ¿Que en las circunstancias actuales el crédito público no puede subsistir sin ellos? ¿Que estamos amenazados por la más espantosa bancarrota, cuyo menor inconveniente sería la vergüenza entera del vocablo francés? ¿Y que la sangre está por correr, o corre tal vez en este instante, en la capital?

Después de Mounier, hizo uso de la tribuna el conde de Lalli-Tollendal, para defender, con inusual entusiasmo, a Necker y demás ministros depuestos. Este asunto alcanzó su clímax cuando el siguiente orador, el conde de Virieu, presentó una moción por medio de la cual proponía que la Asamblea hiciera un nuevo juramento a través del cual se confirmaran sus decretos y deliberaciones, expresamente nulificados por el Rey en la reunión real del 23 de junio. Esta moción tenía, como punto de partida, el ya insistente rumor de la proximidad de un golpe de Estado con el cual el Rey terminaría disolviendo la Asamblea Nacional.

En sí, el rumor se había originado desde fines de junio, y a grandes rasgos planteaba que la Corte y los consejeros del Rey, tenían planeada la evasión de Luis XVI rumbo a Orleáns o Rambouillet, en donde su majestad se pondría al frente de los ejércitos reales para marchar sobre París y Versalles, terminando con todo vestigio de constitucionalismo monárquico, disolviendo la <Asamblea Nacional, apresando y ejecutando a sus representantes.

Si aquel rumor tenía o no bases firmes para que lo dicho pudiese ser llevado a la práctica, poca importancia guardaba; ya que en sí mismo produjo tal alarma e inquietud que era creído, a pié puntillas, hasta por los más escépticos. Así, cuando arriba a la Asamblea el correo de la comandancia de París, para informar de la situación prevaleciente en la capital, que presagiaba, a su decir, la mismísima guerra civil, los asambleístas, asustados, deciden tomar cartas en el asunto, y con tal finalidad nombran dos delegaciones; la primera, para solicitar al Rey el retiro de tropas, el regreso de los depuestos ministros y el establecimiento de las guardias burguesas; la segunda, para que transmitiera a París la respuesta real. Pero debido a la perversa respuesta de Luis XVI, cargada de soberbia e intolerancia, por medio de la cual señalaba que tan sólo a él, al Rey, le correspondía tomar las medidas que considerara conducentes en lo relativo a los desórdenes de París y que se oponía al establecimiento de la guardia burguesa, la segunda delegación no tuvo encomienda que cumplir.

Ahora bien, ante la tan sorpresiva como ilógica respuesta del Rey, la Asamblea Nacional acordó, de manera unánime, el siguiente decreto:

La Asamblea Nacional, intérprete de la Nación, declara que el señor Necker así como los demás ministros que acaban de ser depuestos, llevan consigo, su estima y sus pesares; declara que alarmada de las funestas consecuencias que puede atraer la respuesta del Rey, no dejará de insistir sobre el alejamiento de las tropas reunidas cerca de París y de Versalles, así como sobre el establecimiento de las guardias burguesas; declara de nuevo, que no puede existir intermediario entre el Rey y la Asamblea Nacional; declara que los ministros y los agentes civiles y militares de la autoridad, son responsables de cualquier empresa contraria a los derechos de la Nación y a los decretos de esta Asamblea; declara que los ministros actuales y los consejeros de su majestad, de cualquier rango y estado que sean, o cualesquiera que fuesen las funciones que desarrollen, son personalmente responsables de las desdichas presentes y de todas aquellas que puedan seguir; declara que la deuda pública, habiendo sido puesta bajo la custodia del honor y lealtad francesas, y la Nación, que no rehusa pagar los intereses de esa deuda, ningún poder tiene el derecho de pronunciar la infame palabra de bancarrota; ningún poder tiene el derecho de faltar a la fe pública, bajo la forma y dominación que sea. En fin, la Asamblea Nacional declara que persiste en sus decretos precedentes y en especial, los del 17, 20 y 23 de junio último; y la presente declaración será remitida, por el presidente de la Asamblea al Rey, y publicada por la vía de la impresión. La Asamblea decreta, además, que el señor presidente escribirá al señor Necker y a los demás ministros depuestos para informarles del decreto que les concierne.


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