Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésPresentación de Chantal López y Omar CortésCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

De cómo llegaron y de lo que hicieron los luises de la Casa Borbón, en el reino de Francia.

Desde principios del siglo XVII, los luises reinarían, de manera ininterrumpida, representando a la Casa Real de los Borbones, a Francia, hasta la abolición de la monarquía en septiembre de 1792.

La dinastía empieza con el coronamiento del entonces niño de nueve años, Luis XIII, llamado el Justo, en 1610; hijo de Enrique IV y de María de Médicis, segunda esposa del Rey. Por su corta edad, hubo de gobernar bajo la Regencia, autorizada por el Parlamento, de su madre, quien, delegando parte de su responsabilidad, primero en su ministro Concini, y, asesinado éste, después en el ahora mítico Cardenal de Richelieu, Armand Jean de Plessis, por muchos considerado como el poder tras el trono, la Medicis no se distinguió, que digamos, por un buen trabajo de Regencia.

A el Justo, le sucedería su hijo, engendrado con la reina Ana de Austria, Luis XIV, llamado el Grande y, también, el Rey sol, en el año de 1643. De nuevo, y debido a su corta edad, hubo de autorizarse la Regencia de su madre. Durante su reinado, el concepto de monarquía absoluta alcanzó, en Francia, su máximo esplendor. El Estado soy yo, había sentenciado este Rey.

A Luis el Grande, le siguió su biznieto, el niño de apenas cinco años de edad, Luis XV, apodado el Bienamado. Hijo de Luis de Bourgogne y María Adelaide de Savoie, ascendió al trono en el año de 1715, y otra vez, por la corta edad del monarca, hubo de intervenir el Parlamento para autorizar la Regencia de Felipe de Orléans. El Bienamado creció y alcanzó la mayoría de edad, dándole, según se dice, a tal grado vuelo a la hilacha, que por parejo le entraba a los tacos de carnitas y de buche, pero también a los de chorizo. De costumbres frívolas, al Bienamado le pasó lo mismo que al que por andar en la parranda perdió el amor que tenía, y descuidó a tal grado los asuntos del reino que Francia terminó perdiendo la India y el Canadá. Muerto el Bienamado, subió al trono, en el año de 1774, su nieto, Luis XVI, al que sus enemigos llamarían el Capeto, en referencia no tanto a la estirpe real que durante el medievo gobernó Francia y que así fue llamada por su insignia de la capa de San Martín, sino más bien en clara alusión a Carlos el Simple, Rey que fuera de Francia y a quien se le señalaba como el Capito, no por lo de la capa, sino más bien por tarado. (Cape o Chape, significan capa o manto; pero capitón tiene otro significado: cabeza pesada, cabeza de tonto, cabezón, NdA).

Hijo del Delfín Luis y de Marie Joseph de Saxe, se dice que se decía, aunque a nosotros ello no nos conste puesto que no hemos encontrado documento alguno que lo pruebe, que a Luis XVI no pocos le apodaban el Bebote, por eso de que todos los días se la pasaba gateando. Por supuesto, según eso que dicen que se decía, que en esto de andar siempre a gatas, el Rey no cargaba con toda la culpa, sino más bien ésta recaía en la actitud de su esposa, la Reina María Antonieta hija que fuera de Federico I de Austria, y a la que el pueblo, despectivamente, llamaba la austríaca.

Sucedía que la negativa de esta señora a compartir, con la continuidad que las circunstancias exigían, la alcoba con su esposo, aunado ello a la resignada complacencia del Rey, a contentarse tan sólo, noche tras noche, a escuchar de los labios de su esposa, la original aunque extraña manera de decirle buenas noches, con aquél, espérame en el cielo corazón, porque en la cama ni ilusiones te hagas - se dice que esto último, aunque siempre la Reina lo pensaba, jamás se lo dijo al Rey -, fue en sí la causa de que el pobre de Luis XVI, a manera de regresión de su personalidad, empezara con el gateo. Dícese que dicen que alguien contó - lo que a nosotros tampoco nos consta -, que el añadido a la tan original manera en que la Reina daba las buenas noches a su esposo, el de si has de morir primero, se produjo tiempo después, cuando la pareja real descansaba en la Torre del Temple a finales de 1792.

Pero de lo que sí hay constancia y pruebas, es que en el verano de 1778, el Rey Luis XVI andaba de un genio de los mil demonios; que no lo calentaba ni el sol, y que desde que se levantaba de su alcoba real, estaba ya muy malhumorado. Lo que le generaba aquella mohína, era que debía firmar la Convocatoria para la reunión de los Estados Generales, y eso le sacaba de quicio.

El no quería convocarlos, porque evidenciaría que su monarquía había perdido la gloria del absolutismo a que la elevara su antepasado, el tan por él venerado Luis XIV. Sus ministros habían sido incapaces de vedar ese camino. Ni Turgot, ni Necker en su primera llamada, y tampoco Colonne ni Loménie de Brienne, habían dado pié con bola. Tuvo que volver a nombrar a Necker como su ministro, no porque fuera un genio, sino porque habiendo sido el menos malo, era, en esos momentos, el único que podía intentar contener la furia del estamento nobiliario y la guerra que en sí le había declarado a través del Parlamento.

La convocatoria que firmaría, representaba su derrota como monarca; Luis XVI estaba bastante consciente de ello, y su única salida honorable hubiera sido la de abdicar en favor de otro miembro de la familia real, pero le faltaban las agallas y los tamaños para hacerlo, y por esto optó por el camino que creyó más fácil: buscar ganar tiempo. Pero Luis XVI se equivocaba y por completo erró en su táctica ...


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