Índice del libro La confederación en los Estados Unidos de Norteamérica de Chantal López y Omar CortésPresentación de Chantal López y Omar CortésDeclaración de independencia de los Estados Unidos de NorteaméricaBiblioteca Virtual Antorcha

La era del hambre

I

Este escrito comienza cuando Isabel, la Reina de Inglaterra, hija de Enrique VIII y de Ana Bolena, que subió al trono a la muerte de su hermana María, en el año del Señor de 1558, y cuya primera acción con la Corona a su cabeza ceñida fue la de restablecer el credo protestante como propio y exclusivo de su reino; quien, en uno de los tantos arrebatos de furia que caracterizaban su personalidad, le puso un cuatro a la escocesa María Estuardo que la osadía había tenido de creerse y nombrarse como Reina de Inglaterra, invitándola a Londres para ahí hacerle presa y mandar después que le mocharan la cabeza. Este escrito comienza, decíamos, cuando Isabel, la que fuera Reina de Inglaterra, sentada frente al espejo de su real alcoba, miró su cara y su cuerpo reflejados, para terminar dándose cuenta de lo fea que era. A un poco más de doscientos años antes del nacimiento de Jakob y Wilhelm Grimm, y a más, se entiende, de que se escribiera el inmortal Blancanieves y los siete enanos, la Reina hubo de apechugar y resignarse ante la inexistencia del espejito mágico que la consolara diciéndole que era la más linda, bella y atractiva del reino.

Sentada con la fina y elegante apariencia de una urraca desplumada, su alteza real apartó la vista de aquél insolente espejo, fijándola en el telarañiento rincón casi perfectamente camuflado con una elegante silla que bien ocultaba el pésimo trabajo de limpieza de la servidumbre.

Mientras Isabel, la que Reina era de Inglaterra, silenciosa meditaba con la vista fija en una telaraña, en la sala de recepción de la residencia real, nervioso aguardaba la entrevista que para ese día la Reina misma le había prometido, un elegante caballero de nombre Walter y apellido Raleigh, navegante de profesión, aventurero querendón y poeta locochón quien incluso, cuando años más tarde encarcelado esperaba la hora de su ejecución, se aventuró por los caminos de la historia. Pero aún faltaba algún tiempo para que ese elegante caballero en desgracia cayera y preso fuera. En aquél momento, nervioso iba y venía a lo largo y ancho de aquella enorme sala de recepciones, pensando y repensando sobre la propuesta hecha a la Reina, de la apremiante necesidad por él sentida porque el reino tuviera a bien organizar, patrocinar y llevar a cabo la colonización de las nuevas tierras hacía tiempo ya descubiertas por el Almirante John Cabot.

Mientras Walter iba y venía esperando ansioso su entrevista, en la alcoba real, Isabel se desembobaba saliendo de la profunda meditación en que la había sumido el fijar su mirada en una telaraña. Recordó la audiencia que le prometió a aquella chulada de viejo llamado Walter, y ante cuya presencia se le alborotaban los interiores. Se incorporó con rapidez y salió al pasillo, a ese largo, a ese enorme pasillo que separaba su alcoba de la más cercana escalera. Y caminó por él con el garbo propio de una Reina, y fue trapeando el suelo con su amplio vestido del que arrastraba, por lo menos, quince centímetros de tela. Al llegar a la escalera, su corazón comenzó a latir con fuerza y sintió sus manos sudorosas al echar a andar, cuesta abajo, desplazándose con elegancia por la escalera. Al tocar la planta baja inmediatamente se dirigió a la sala de recepciones, y mientras lo hacía, su corazón latía con más y más fuerza e incluso sintió que el calor le subía a la cabeza entibiando sus mejillas. Los guardias que franqueaban la puerta de la sala se cuadraron en posición de saludo a su real alteza. Uno de ellos abrió la puerta al tiempo que gallardo anunciaba el arribo de la Reina.

Y ahí estaba, le miró de reojo pues el poderío de su abolengo no le permitía, porque bien visto no era, mirar de frente con la sinceridad y el alma abiertas. Le miró cuando hacía graciosa reverencia y le vio también ese porte que la enloquecía, que la invitaba con irresistible insistencia a romper las apariencias, a quebrar esa moral absurda que le habían hecho mamar desde cuando no tenía conciencia. Quiso ... lo intentó varias veces ... y ... no pudo, porque la corteza que de protección le sirviera, la que cual molde desde pequeñita tejiendo fueron a su alrededor, porque la coraza que encadenaba su corazón era tan poderosa, tan fuerte, tan sólida, que ni mil soldados capaces serían ni tan siquiera de hacerle una abolladura.

Al conjuro del honor, del deber y de todas esas monsergas, se disiparon, huyeron despavoridos los humanos sentimientos de una mujer virgen a fuerza de las circunstancias. Su corazón recuperó su monótono y normal latido, de sus manos desapareció el sudor y sus mejillas se volvieron de nuevo frías, adquiriendo la gélida temperatura del mármol con que están hechos los sepulcros. Y comenzó a hablar, a explicar, a advertir que el reino aceptaba la propuesta de aquél caballero, contabilizando, al mismo tiempo, una a una de las monedas que el Tesoro Real habría de invertir en aquella empresa para terminar, tajante, advirtiendo del compromiso adquirido y del deber y honor que en tal empresa se jugaba.

Terminó su perorata y sin esperar la menor respuesta, y ya ni tan siquiera de reojo mirando, abandonó la sala sin un adiós, sin un hasta luego. Se largó de ahí mientras los guardias marcialmente se cuadraban y ... eso fue todo.

II

Cuando Walter Raleigh, saliendo de la residencia real caminaba por los esplendorosos jardines dirigiéndose a la calle, no podía tener mejor ánimo. La palabra feliz quedaba demasiado estrecha para poder describir su enorme dicha y el profundo gozo que le habían producido las palabras de la Reina.

Ante él se abrían posibilidades inmensas de fama y fortuna.

Al llegar a la verja de salida, comenzó a pensar sobre las últimas frases que Isabel pronunciara. La Reina claramente le había advertido lo que estaba en juego, y él, que todo era menos alguien que pasara por alto las palabras de los poderosos, a la perfección advirtió el mensaje oculto que su majestad le proporcionaba. Tener mucho cuidado y no andarse como un principiante; manejar aquella oportunidad no a mano limpia, sino, si ello era posible, con pinzas.

Calculador como era, Walter pensó mientras caminaba alejándose, que quizá lo más conveniente sería buscar la manera de enganchar a otro para que mediante ese conducto se limpiara el terreno de dudas y peligros, sin ser él el directo responsable si problema alguno hubiera.

Su experiencia como navegante, bien le indicaba que las nuevas tierras no eran tan sólo por Inglaterra codiciadas. Francia, lo mismo que España y también Holanda, deseaban igualmente apropiárselas, realidad ésta que había traído una seria competencia en el terreno de la navegación, puesto que todos los reinos, estrictas órdenes a sus respectivos capitanes habían girado de hundir, sin que mediara aviso alguno ni contemplación de ninguna especie, a cualquier barco que portase bandera diferente a la del respectivo reino. Además, pensó ya preocupándose, existía también el muy serio problema de los piratas, mercenarios contratados por los reinos para hacer los trabajos sucios que resultaba inconveniente fueran realizados por navíos abanderados. El bien conocía a esos capitanes piratas muy proclives a jugar con dos o tres cartas, producto de dos o tres contratos celebrados con diferentes, e incluso en no pocas ocasiones, enfrentados reinos. Sí, pensó, la Reina tenía razón. Esa empresa era sumamente delicada, y había que irse con pies de plomo.

A fin de cuentas, y después de haber realizado un amplio y sesudo trabajo selectivo, Walter Raleigh llegó a la decisión de que la persona ideal que le serviría a la perfección, no era otro que su hermanastro, Humphrey Gilbert, sujeto en quien podía depositar su confianza y del que no podía esperar malas jugadas. Hizo los arreglos pertinentes con el reino logrando que éste extendiera la tan imprescindible Célula Real por medio de la cual se permitía a su hermanastro establecer un asentamiento en las nuevas tierras.

Humphrey Gilbert se embarcó junto con un pequeño número de personas atraídas con dinero y, sobre todo, bajo el hipnótico espejismo labrado con innumerables mentiras y cuentos, que pretendían presentar como a un paraíso a las nuevas tierras, en las cuales la fortuna y la dicha estarían al alcance de la mano sin tener que realizar el menor esfuerzo, sin preocuparse en lo mínimo por trabajar.

El primer intento de Humphrey para inaugurar aquél asentamiento, resultó abortado cuando naves españolas le impidieron arribar a las nuevas tierras, viéndose Gilbert obligado a huir regresando a la Gran Bretaña. Sin decepciones y sin caer en el desaliento, el hermanastro de Raleigh llevó a cabo un segundo intento del que resultó airoso, puesto que llegó a las nuevas tierras y fundó la colonia a la que por nombre puso New Foundland, la que quedaría enclavada en lo que siglos después sería el Canadá. Con la intención de crear más asentamientos en aquellas tierras, Humphrey Gilbert emprendió el regreso a Inglaterra contando con tan mala suerte que hubo de enfrentar una tormenta que produjo el naufragio de su barco, y así el que fuese el instrumento usado por Raleigh, acabó, haciendo bucitos, su existencia.

Cuando Raleigh se enteró del triste fin de su hermanastro, sintió llegada su hora, por lo que de inmediato se puso a organizar una expedición hacia aquellas nuevas tierras para fundar un asentamiento. Al seguir los mismos pasos que su hermanastro, esto es, reclutar personas dispuestas a irse a radicar a ese Nuevo Mundo, mediante el método de promesas mentirosas y falsos paraísos, Walter reunió con relativa facilidad un considerable número de gentes con los que se hizo a la mar, llegando, después de larga travesía a desembarcar en aquél Nuevo Mundo, y bautizando aquellas tierras por él y sus acompañantes, recién pisadas, con el nombre de Virginia en honor a la Reina Isabel de Inglaterra. Raleigh regresó a la Gran Bretaña e hizo un segundo viaje, llevando consigo nuevas gentes para fundar otro asentamiento; sin embargo, y en mucho debido a la por completo errónea táctica utilizada desde un principio por Humphrey Gilbert y copiada después por él, de atraer a los futuros colonos mediante engaños y mentiras, los asentamientos por ellos fundados quedaron muy pronto despoblados. La razón de ello se basaba en que los nuevos pobladores arribaban al Nuevo Continente con la creencia de que teniéndolo todo al alcance de su mano, el trabajo no iba a ser necesario y tan sólo deberían de armarse de una buena dosis de paciencia para que, dándole tiempo al tiempo, mágicamente acabaran enriqueciéndose. La realidad, por supuesto, era otra. No tan sólo era necesario, en aquellas nuevas tierras, el trabajar, sino aún más, inclusive había que hacerlo con muchísimo más ahínco y dedicación que en Inglaterra. Pero como resultaba que de un 90 a un 95% de los reclutados para poblar los nuevos asentamientos, eran por lo general aventureros poco acostumbrados al trabajo y sin el menor conocimiento de técnicas agrícolas, pues resultó que más tardaron en llegar al Nuevo Mundo, que en buscar la forma de salir de él. Todos los que pudieron, rápidamente regresaron a Inglaterra, y muchos hubieron de morir de hambre o ahogados cuando sus débiles e improvisadas barcazas se perdían en la inmensidad del océano o en él naufragaban ante la menor adversidad.

Las cuatro expediciones realizadas por Gilbert y Raleigh no lograron el anhelado objetivo de fincar permanentes colonias en aquellas nuevas tierras, y tan sólo para la posteridad quedaría el nombre de Virginia con el que Walter bautizó a ese territorio del que nunca supo su extensión.

Isabel, la que Reina fuera de Inglaterra, y que tanto se esforzó por intentar ayudar a su protegido, moría en su alcoba real en el año de Gracia de 1603, sin que hombre alguno jamás la hubiera tocado y dejando como a su sucesor al hijo de la desafortunadamente descabezada María Estuardo, a Jacobo I.

III

Si Pancho López, el personaje central de la ya olvidada canción del mismo nombre, era considerado chiquito pero matón, a Jacobo I, el tal Pancho López le venía guango, y ello porque él fue nombrado desde la cuna misma, Rey de Escocia. El tan apresurado coronamiento se debió a que su padre, Enrique Darnley, quien era el segundo marido de la coquetona de la Estuardo, confiadote y perezoso reposaba en su cama al tiempo que un grupo de facinerosos conspiradores que ya la traían con la familia real, dinamitaban aquel inmueble. Con certeza no se sabe si el señor Enrique llevaba puesta la típica faldilla que a los escoceses caracteriza o si voló por los aires simplemente en pelotas. El asunto es que del señor Darnley no quedaron ni las uñas, por lo que ante su fallecimiento, el pobre bebé huérfano hubo de ser rápidamente coronado para evitar, por supuesto, que comenzaran, entre los no pocos que Reyes querían ser, los dimes y diretes con los consabidos forcejeos de que el bueno soy yo. Y aunque al inocente bebé, en vez de cetro le dieron una sonaja, ello no constituyó impedimento alguno para que se pusiese en duda la realeza de su persona.

Cuando, años después, Jacobo I fue nombrado Rey de Inglaterra como sucesor de Isabel, la reconciliación entre escoceses e ingleses se dio de inmediato, quedando un poco en el olvido el asunto de María Estuardo.

El nuevo Rey abordó la colonización del Nuevo Continente de manera muy diferente a su antecesora. El reino, en su opinión, no tenía porque invertir ni una sola moneda en aquellas empresas, muy por el contrario, debería, desde el inicio mismo de la colonización, sacar buen provecho de la misma. Tampoco Jacobo consideraba ni prudente, ni político mostrar particulares favoritismos, ni mucho menos el proteger a alguien, puesto que ello, lo único que podría producir sería que el favorito o protegido se sintiera con más derechos de los que en realidad tenía, convirtiéndose, al tiempo, en un estorbo para la autoridad real.

Siendo bastante consecuente el Rey Jacobo I con sus pensamientos, buscó de inmediato la manera de terminar con la herencia que en ese sentido le dejara Isabel. En efecto, no pasó mucho tiempo para que Walter Raleigh se diese cabal cuenta de que su recreo había terminado. Quien al paso de los siglos se convertiría en símbolo tabaquero por excelencia, terminó sus días decapitado por el severo hachazo que le propinó el verdugo. Y aunque quizá siempre le quedó la duda de si su vida y sacrificio habían servido para algo, ¿cómo podía él enterarse de que siglos más tarde acabaría siendo el cigarro?

La colonización, bajo el reinado de Jacobo I se canalizó a través de contratos celebrados entre el reino y las llamadas compañías, sociedades mercantiles con capital 100% privado que adquirían, mediante la expedición de Cédulas Reales, derechos de concesión para la explotación, uso y disfrute de los bienes que supuestamente iban a extraer de las nuevas tierras. También, y obvia el decirlo, adquirían obligaciones para con la Corona, entre las que se encontraban, por ejemplo, el sujetar el comercio que del Nuevo Mundo emergiera a la potestad real, al igual que el cubrir determinados impuestos y, quizá el ejemplo más importante, el hacer depender su existencia en cuanto sociedades mercantiles, del absoluto arbitrio de la Corona.

Para la colonización de aquellas nuevas tierras, dos compañías adquirieron, en el año de 1606, la luz verde por parte del reino para iniciar sus trabajos. La primera, llamada la Compañía de Londres, recibió autorización para establecer asentamientos en el sur del Nuevo Mundo, mientras que la otra, denominada la Compañía de Plymouth, lo fue para crearlos en el norte.

El 24 de mayo de 1607, la Compañía de Londres, habiendo reunido a los socios que aportaron el capital necesario para su empresa, hizo arribar tres barcos con un total de ciento veinte colonos a las nuevas tierras llamadas Virginia, para que inmediatamente se iniciara la fundación, a la orilla de un río al que llamaron James, de la Colonia de Jamestown, así bautizada en honor del Rey Jacobo I.

Por otra parte, la Compañía de Plymouth, no corrió con igual suerte, siendo abortados por diversas razones sus intentos de crear alguna colonia. Los fracasos de esta compañía la condujeron a tener que transmitir sus derechos a una recién creada compañía integrada por los denominados Pilgrim Father´s, grupo formado por un determinado número de personas con ideas religiosas a más de extremistas, sumamente fanáticas, quienes formaban una especie de congregación que por sus críticas al anglicanismo se habían visto obligadas, en 1608, a huir, buscando refugio en Holanda, lugar éste desde donde contactaron y adquirieron los derechos de la Compañía de Plymouth. Guiados por William Brewster, William Bradford, y por su máximo jerarca, John Robinson, se embarcaron, treinta miembros de aquella congregación para regresar a Inglaterra, ultimar los detalles y así, posteriormente, con ciento dos pasajeros a bordo, fletar el ahora mítico barco llamado Mayflower, con rumbo al Nuevo Mundo, al que arribaron en noviembre del año de 1620, llegando a las costas de la Nueva Inglaterra para que, el 25 de diciembre de aquél año, terminaran la primera construcción de la naciente Colonia de Plymouth.

IV

No todo fue miel y dulzura para los habitantes de las dos recientes Colonias, pues mientras que el grupo puritano establecido en Plymouth era materialmente diezmado por las inclemencias de un fortísimo invierno, en Jamestown, un año y meses después, el ataque de la población autóctona encabezada por el jefe Opechancanough, acababa con las dos terceras partes de los residentes. En definitiva, aquellas nuevas tierras para nada constituían el dulce paraíso que en un principio, ingenuamente, muchos colonos supusieron.

Además de las inclemencias del tiempo y de la hostilidad de algunos de los pueblos autóctonos, el viejo problema de la falta de preparación y de constancia en el trabajo por parte de los reclutados para radicar ahí, seguía siendo, sobre todo en lo referente a Jamestown, un serio freno. Con todo y la leyenda de John Smith, del jefe Powhatan, su hija Pocahontas y la unión de ésta con John Rolfe, el diligente y emprendedor pionero en el cultivo y explotación del tabaco, la realidad era de que en aquella Colonia aún quedaba mucho por hacer para que realmente pudiera hablarse de progreso.

También, y no conviene el pasarlo por alto, la Compañía de Londres, patrocinadora de la colonización, había perdido muchísimo dinero y prácticamente se encontraba al borde de la quiebra. El problema surgió, y ya a esas alturas mucho se había agravado, por la sencilla razón de que esa Compañía jamás definió con claridad lo que pensaba obtener en su empresa y, sobre todo, el cómo obtenerlo. Tanto los inversionistas como los directores de esa asociación mercantil, manejaban un falso concepto de la realidad. En un principio pensaron que el Nuevo Mundo estaría pletórico de riquezas naturales fácilmente aprovechables. Sus objetivos iniciales se enfocaban en el rubro de los minerales, pero también supusieron el aprovechamiento de recursos marinos. En sí, sus suposiciones no eran erróneas, puesto que aquellas tierras eran ricas en más de un tipo de mineral, y en cuanto a productos marinos, las condiciones eran más que excelentes para el cultivo, por ejemplo, de la ostra. Sin embargo pasaron por alto un pequeño pero importantísimo detalle: que para aprovechar la riqueza es ante todo necesario trabajar, y tan importante como ello, el contar con los elementos humanos idóneos y necesarios. Si de minerales se trataba, primero había, sabiendo cómo, que buscarlos, y ya encontrados se tendría que, sabiendo hacerlo, construir las minas, para después, con conocimiento, trabajar en la extracción y, paralelamente a todo ello, diseñar y construir por las personas en ello preparadas, las vías de comunicación para transportar aquél mineral al destino previsto. Este tipo de procedimientos, por lógica, eran necesarios en cualquier rubro que aquella Compañía hubiese escogido; sin embargo, lo repetimos, su principal error consistió en no haber sabido escoger con claridad a los elementos humanos indispensables para transportarlos a radicar en las nuevas tierras.

Por supuesto que surgieron notables excepciones como el caso, ya mencionado, de John Rolfe, indiscutible personaje emprendedor y trabajador con método, que desarrolló la actividad económica que al paso de los años sería la más importante y distintiva de la Colonia de Virginia, el cultivo del tabaco. Sin embargo, la Compañía de Londres, no pudiendo fincar el éxito de su empresa en excepciones, sin recursos y ya sin tiempo, hubo de terminar declarándose en bancarrota en el año de 1624, perdiendo con ello todos sus derechos y orillando a que la Colonia de Virginia se convirtiera en una Colonia Real, esto es, dependiente de la Corona.

En Nueva Inglaterra, por supuesto que el desarrollo de la colonización siguió muy diferente camino, y ello en mucho debido a que los objetivos de los colonos no eran única y exclusivamente mercantiles, sino que lo que predominaba era el criterio místico de conformar un Nuevo Mundo gobernado por estrictos principios morales devenientes de particulares interpretaciones religiosas del cristianismo.

Para el año de 1625, el Rey Jacobo I moría sin ver coronado por el éxito total su proyecto de colonización de las nuevas tierras. Su interés porque la Corona no se inmiscuyera en aquél proceso, fracasó cuando debido a la quiebra de la Compañía de Londres, tuvo que hacerse, forzosamente cargo de aquella Colonia.

El sucesor de Jacobo I lo sería su hijo, Carlos I.

V

Cuando el bisoño de Carlos I fue coronado Rey de Inglaterra, a leguas se veía que la desdicha del reino estaba a la vuelta de la esquina, y ello en mucho debido a que el recién ungido simple y sencillamente no tenía la madera para, de manera correcta, afrontar los problemas de Inglaterra. De baboso gozaba de fama, al igual que de berrinchudo y engreído. El nuevo Rey en realidad no pasaba de ser un auténtico hijo de papá, por completo acostumbrado a salirse con la suya sabiendo que para ello siempre contaría con el respaldo real.

Para nada acostumbrado a enfrentar y resolver problemas, ingenuamente suponía que sólo por ser de real alcurnia podía hacer y deshacer a su antojo.

El vergonzoso antecedente que a unos cuantos años de ser coronado Rey como príncipe protagonizó al ir a España, acompañado e influenciado por su gran cuate el tal Buckingham, sin importarle un bledo las consecuencias que tal acto atraía diplomática y políticamente para el reino, con el único exhibicionista fin de aparentar que personalmente arreglaría sus nunca celebradas nupcias con la Infanta María, era perfectamente recordado por los súbditos de la Corona, como también lo era su ridículo regreso a Inglaterra después de no haber arreglado absolutamente nada en España.

Aún bien se recordaba como aquél engreído príncipe, usando a manos llenas recursos del Tesoro Real, de la manera más insolente mandó a repartir dinero para que una comprada multitud se presentara a aclamarle a su regreso.

De que Carlos I irremediablemente hundiría al reino británico, nadie que tres dedos de frente tuviera, podía ponerlo en duda.

Ya siendo Rey, sus primeros actos se encaminaron a ajustarles cuentas a los agrupamientos religiosos que acremente censuraban la oficial religión anglicana, negándole a la autoridad real derecho alguno en cuanto a la religión se refería, y poniendo, de paso en duda la tan por Carlos amada tesis del derecho divino de los Reyes.

La propaganda de aquellos grupos, empeñada estaba en convencer a propios y extraños de que los Reyes no contaban con base alguna que les permitiera inmiscuirse como jefes en asuntos de la Iglesia, puesto que tan sólo de los interesados, creyentes se entiende, era incumbencia.

Berreando a tal grado el Rey, ordenó contra ellos una implacable persecución, obligándolos a poner pies en polvorosa, y logrando con ello, inconscientemente y sin proponérselo, afianzar la colonización de las nuevas tierras, porque fue un hecho que muchos, pero muchos de los dirigentes y adeptos de esos grupos, al Nuevo Continente huyeron.

VI

El vocablo puritano, de origen inglés por excelencia, fue usado en la Inglaterra del siglo XVI para nombrar a los grupos religiosos, en su mayoría influidos por el calvinismo, para quienes la conformación de la Iglesia de Inglaterra, conocida generalmente con el nombre de anglicana, mucho no avanzaba en el objetivo de purificación de la Iglesia en sí, quedándose a medio camino y cometiendo el para ellos imperdonable error de continuar jerarquizándola y, por si ello fuera poco, otorgándole al Soberano potestad en asuntos religiosos, asunto este francamente para ellos intolerable.

Con el nombre de puritanos, indistintamente llegaron a ser nombrados, miembros de agrupaciones, movimientos y corrientes religiosas que muchas y muy serias discrepancias en cuanto a interpretaciones bíblicas se refiere, entre sí tenían, lo que creó desde la utilización del vocablo en tal sentido, un auténtico galimatías, el cual con el paso de los años, convirtió la palabra en un nudo gordiano y a lo que pretendía definir en algo tan vago como ininteligible. No obstante esto, el vocablo siguió usándose y hasta la fecha se usa aunque el significado que en su origen tuvo, haya perdido casi por completo claridad.

Ahora bien, y con el objeto de no crear más confusión de la que ya existe, conviene abundar sobre el contenido de este término.

Si por puritanismo entendemos un conjunto de postulados elaborados y surgidos a raíz del cisma religioso conocido con el nombre de Reforma, cisma que en Inglaterra, por razones de índole político culturales, adquirió particulares e irrepetibles características, que emergieron de las diferentes y variadas comunidades religiosas conocidas con el genérico nombre de protestantes, logrando ser aceptados por varias de ellas en cuanto puntos generales de acuerdo, que sin lograr ni pretender fusionarlas en una sola Iglesia, se conformaron en criterios confederales de unión, cuya observancia a pié puntillas permitía que cada comunidad religiosa en lo particular, continuara existiendo y desarrollándose con plena autonomía.

Entre los años de 1630 y 1640, decenas de miles de puritanos, huyendo de la persecución de que eran objeto en Inglaterra, arribaron al Nuevo Continente. El legendario y mítico barco llamado Arbelle, en mucho colaboró como medio de transporte en aquella, ahora conocida como la Gran Migración.

Al principio de 1630, en ese barco arribaron los accionistas y al mismo tiempo colonos de la Massachusetts Bay Company, encabezados por su líder John Winthrop, y trayendo consigo una Cédula Real, que por aquel entonces fácil era obtener por una buena suma de dinero que en algo compensara las angustias económicas en que se encontraba hundido el reino de Carlos I.

Contenía aquella Real Cédula, al igual que la inmensa mayoría de las que a la sazón se expidieron, el derecho de la Compañía para que conformara, en la colonia que estableciera, su propio gobierno. Por lo general, el camino seguido por las compañías colonizadoras era el transmitir tal poder a una Junta de Gobierno en Inglaterra, misma que se encargaba de nombrar y enviar un Gobernador, quien, en la mayoría de los casos, formaba de entre los colonos algo parecido a una Asamblea Consultiva de tipo vecinal, que le ayudase en las tareas gubernativas. Pero, como era de esperar, tan trillado camino no fue seguido por los colonos de la Bahía de Massachusetts, sino que dieron al privilegio de poder autogobernarse un sentido literal sumamente avanzado para aquella época. En efecto, Winthrop y seguidores rápidamente crearon, de acuerdo a sus puritanas ideas, sus instituciones administrativas gubernamentales, desde el momento mismo del inicio de la construcción de sus ciudades.

Con la implantación de lo que ahora se conoce como el sistema de las municipalidades, crearon sólidas instituciones que en poco tiempo echaron raíces quedando fuertemente cimentadas.

Como lógico era, el sistema de las municipalidades abarcaba tanto la repartición de tierras, como a un criterio de desarrollo urbanístico, e igualmente a la costumbre de coparticipación comunitaria en la toma de decisiones y, también, claro está, a una visión de la cultura que englobaba la educación, la salud, la recreación y el trabajo, todo esto sin dejar de lado las necesarias e imprescindibles relaciones entre las nacientes ciudades, muy celosas de salvaguardar, a toda costa, su autonomía.

Las variaciones que en la práctica se dieron al poner en marcha estos principios generales contenidos, precisamente, en el sistema de las municipalidades, consecuencia serían, en la inmensa mayoría de los casos, del origen y religión predominante de los colonos que se tratara.

El proceso de colonización avanzará, poco a poco, conformándose, una tras otra, las famosas trece colonias británicas que, posteriormente devendrían en los Estados Unidos de Norteamérica.

El camino de consolidación interna de los grupos de colonos residentes en los territorios del Nuevo Mundo, se irá consolidando, al paso de los años, mediante una pluralidad de pactos, tratados y alianzas de claro contenido confederal.

En el proceso de independencia de las trece colonias, jugaría un muy importante papel la ya existente sólida red tejida por una amplia gama de uniones confederadas, la cual abarcaba prácticamente todos los campos de actividad.

Las trece colonias lograrían su independencia del dominio británico y optarían, para mantener su unión, por la ya ensayada, con excelentes resultados, vía confederal, estableciendo así los Artículos de Confederación, en cuanto primer ordenamiento jurídico común que les diese, además de su cohesión interna, la imprescindible personalidad en el concierto de las naciones del mundo.


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