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Capítulo 7

Lo que acabamos de decir del seguro puede servir de modelo para una crítica general del mundo económico. Se encuentra en él efectivamente violada la justicia por el desprecio del principio de la reciprocidad; abandonados los derechos sociales por la incuria del gobierno; defraudada la fortuna pública por la prima; desiguales, y por lo tanto inicuas, las transacciones, donde se suele ver al pequeño sacrificado al grande y al pobre pagando más que el rico; creados muchos monopolios y aniquilada la concurrencia; desarrollados paralelamente el parasitismo y la miseria.

Se han esforzado nuestros filántropos hipócritas en indagar las causas del pauperismo y del crimen y no las han encontrado sin duda por demasiado sencillas. Redúcense estas causas a una sola: la violación general del derecho económico. El remedio no era más difícil de descubrir: regreso al derecho económico por medio de la observancia de la ley de reciprocidad. No me cansaré de llamar sobre este punto la atención del lector, hasta dejarle plena y enteramente convencido.

Hace poco, hablando del seguro, hemos citado la ley -tan a menudo invocada- de la oferta y la demanda. A cada nueva reforma que se pide, la economía conservadora y malthusiana no deja de oponer esa suprema ley; es su gran caballo de batalla, su última palabra. Sometámosla, pues, a la crítica y probemos que no todo en esta famosa ley es igualmente respetable ni infalible.

Se designa por oferta y demanda la discusión entre dos particulares -uno vendedor y otro comprador- sobre el precio de una mercancía, de un servicio, de un inmueble o de cualquier otro valor.

La economía política enseña y demuestra que el precio exacto de un producto es una cantidad indeterminada que varía de minuto en minuto y que, no pudiendo ser determinado, es siempre más o menos arbitrario y, por lo tanto, una verdadera ficción, una cosa convencional.

El vendedor dice: Mi mercancía vale 6 francos y por consiguiente te la ofrezco en esta suma. No, contesta el comprador; tu mercancía no vale más de 4 francos y la demando a este precio, tú verás ahora si te conviene entregármela.

Es posible que ambos interlocutores procedan de buena fe; respetando entonces cada cual su palabra, se separan sin contratar, a menos que por consideraciones particulares, y como se dice vulgarmente, partan la diferencia y fijen el precio del artículo en 5 francos.

Pero la mayoría de las veces, comprador y vendedor son dos pillos que tratan de engañarse mutuamente. El vendedor, que sabe perfectamente cuánto cuesta de mano de obra su mercancía y conoce tal vez el uso a que está destinada, dice que vale, por ejemplo, 5 francos 50 céntimos. Pero se guarda bien de decirlo y pide, en cambio, 6 francos y aún más, que es lo que se llama pedir más de lo justo. Por su parte el comprador, que conoce la necesidad que tiene del objeto y calcula para sus adentros el precio del artículo, se dice que puede valer hasta 5 francos. Pero disimula y finge no querer dar más de 4 francos, que es lo que se llama rebajar.

Si ambos fuesen sinceros, llegarían pronto a entenderse. Diría el uno al otro: Dime lo que entiendes por precio justo y yo haré otro tanto. Hecho esto, se separarían sin cerrar trato sólo en el caso de que no llegasen a convencerse del error de cada uno respecto a la estimación de la mercancía. En ningún caso tratarían de perjudicarse, ni el vendedor contando con la necesidad del comprador ni el comprador aprovechando la necesidad del vendedor. Semejante cálculo, formulado de palabra con el acento de la buena fe, es desleal y tan deshonroso como la mentira. No es por lo tanto cierto que la ley de la oferta y la demanda sea absolutamente irrefragable cuando va casi siempre manchada de un doble engaño.

A fin de evitar esa ignominia -insoportable para todo noble carácter- se niegan ciertos comerciantes y fabricantes al debate de la oferta y la demanda, pues no pueden mentir ni soportan que se trate de engañarlos. Venden a precio fijo, a tomarlo o a dejarlo. Que se presente en su casa un niño o un hombre hecho y derecho: todos serán tratados de la misma manera; el precio fijo protege a todo el mundo.

Es verdad que la venta a precio fijo supone mejor fe y es mucho más digna que la venta al regateo. Supóngase que todos los negociantes y productores hiciesen lo mismo: tendríamos la mutualidad en la oferta y la demanda. Sin duda alguna, el que vende a precio fijo puede también engañarse sobre el valor de la mercancía, pero al fijarlo ha considerado por un lado la concurrencia y por otro la libertad de los compradores. No es posible vender por largo tiempo ninguna mercancía a más del justo precio: si sucede eso, es porque el consumidor no es libre. La moral pública y la regularidad de las transacciones ganarían si se generalizase la venta a precio fijo; los negocios irían mejor para todo el mundo. No se harían tan grandes y rápidas fortunas, pero habría menos quiebras y bancarrotas, menos hombres arruinados y desesperados. Un país donde no se vendiesen las cosas sino por lo que valen, sin especulación, habría resuelto el doble problema del valor y de la igualdad.

En este campo, como en el del seguro, la conciencia pública reclama una garantía, una mejor definición teórica y un cambio en las prácticas del comercio. Desgraciadamente, no cabe obtener ese cambio sino por medio de una iniciativa superior a toda individualidad, pues el mundo rebosa de gente que cuando se trata de iluminar la ciencia o de frenar el mercantilismo acusa de utopía al pensamiento, y cuando se denuncia el fraude o el egoísmo, se queja de que se atenta contra su libertad.


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