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Capítulo 6

Las clases obreras nos han confiado su secreto. Sabemos por ellas mismas que después de haberse detenido un momento, el año 1848, en las ideas de vida en común, de trabajo en común, de estado-familia, o estado-servidor, se han decidido por fin a abandonar esta utopía. Por otra parte, también están contra el sistema de justo medio político y anarquía económica de la burguesía, y su pensamiento está muy concentrado en un principio único, igualmente aplicable -a su modo de ver- a la organización del Estado que a la legislación de los intereses: el principio de mutualidad o de reciprocidad.

Hecha pública esta idea, no tenemos ya necesidad de preguntar nada a las clases obreras acerca de sus ideas sobre el porvenir. Su práctica no ha hecho en los últimos seis meses grandes adelantos y en cuanto a su doctrina podemos, con ayuda de la lógica, conocerla tan bien como ellas mismas. Tan bien y aun mejor que ellas podemos, por medio de la razón, interrogar la conciencia universal, discutir sus tendencias y revelar a los ojos de las masas su destino. Podemos hacer más, y es -si se extraviaran- hacerles observar sus contradicciones o inconsecuencias y, por lo tanto, sus faltas. Luego, aplicando su idea a cada cuestión política, económica o social, trazarles -si no lo tuviesen- un plan de conducta o un formulario. Les indicaremos así anticipadamente las condiciones de sus triunfos y las causas de sus derrotas; escribiremos de antemano, bajo la forma de una deducción didáctica, su historia. Nos lo permite hoy el estado de la civilización. La humanidad se empieza a conocer y a poseer lo bastante para calcular su existencia en un largo período: motivo precioso de consuelo para los que se afligen de la brevedad de la vida, y quisieran saber por lo menos cómo irá el mundo algunos centenares de años después de su muerte.

Volvamos a tomar, pues, esa idea de mutualidad y veamos lo que -por la fuerza de los acontecimientos y de acuerdo con la lógica- se dispone a hacer la democracia obrera.

Empecemos por observar que hay dos modos de mutualidad: se puede volver mal por mal, como se puede volver bien por bien. Se puede volver riesgo por riesgo, probabilidad por probabilidad, concurrencia por concurrencia, indiferencia por indiferencia, limosna por limosna. Considero las sociedades de socorros mutuos, tal como existen hoy, como simples transiciones al régimen mutualista. Pertenecen aún a la categoría de las fundaciones benéficas; son verdaderos recargos que debe imponerse el trabajador si desea no verse expuesto al abandono en los casos de enfermedad o de falta de trabajo. Pongo en la misma línea las casas de empeño, las loterías de beneficencia, las cajas de ahorros, los seguros de vida, las maternidades, los asilos, los orfanatos, los hospitales, los hospicios, las inclusas, las casas para ciegos e inválidos, los albergues públicos. Se puede ver ya -por lo que ha hecho e intentado hacer la caridad cristiana- cuál es la tarea de la mutualidad moderna. Es posible que esos establecimientos no desaparezcan tan pronto, dado que es profundo el malestar social y son lentas las transformaciones que tienen por objeto la mejora de masas tan numerosas y tan pobres. Pero esas instituciones no son más que monumentos de miseria, y nos lo ha dicho el manifiesto de los Sesenta: Rechazamos la limosna, queremos la justicia.

La verdadera mutualidad es la que da, promete y asegura servicio por servicio, valor por valor, crédito por crédito, garantía por garantía. La que sustituye en todo la caridad por el derecho riguroso, descarta toda veleidad y toda posibilidad de espectación, reduce a su más simple expresión todo elemento aleatorio y hace comunes los riesgos, tendiendo sistemáticamente a organizar el principio de la justicia en una serie de deberes positivos y de garantías materiales.

Precisemos nuestro pensamiento con ejemplos. Empiezo por el más conocido y el más sencillo.

Todo el mundo ha oído hablar de las compañías de seguros contra incendios, contra el granizo, la epizootia, los riesgos marítimos, etcétera. Lo que no es tan sabido es que esas compañías realizan en general muy grandes beneficios: las hay que reparten a sus accionistas el 50 y hasta el 150 por ciento del capital desembolsado.

La razón de esto es fácil de comprender.

Una sociedad de seguros no necesita de capital: no tiene ni trabajo alguno que hacer, ni mercancía que comprar, ni mano de obra que pagar. Unos cuantos propietarios, en tan gran número como se quiera -cuantos más sean, mejor- se obligan los unos a los otros, cada uno a prorrata de los valores que quiere hacer asegurar, a cubrirse recíprocamente las pérdidas que hayan sufrido por fuerza mayor o caso fortuito; y esto es lo que se llama seguro mutuo. En este sistema se calcula la prima pagadera por cada asociado a fin de cada año o en períodos todavía más largos, según son más o menos raros y de poca o mucha importancia los siniestros. Es por lo tanto variable y no proporciona beneficios a nadie.

Otras veces se reúnen unos cuantos capitalistas y se ofrecen a reembolsar a los particulares, mediante una prima anual de x por ciento, el importe de las pérdidas eventuales que experimenten en sus propiedades, a causa de un incendio, el granizo, de naufragios, de la epizootia, en una palabra, del siniestro que haya sido objeto del seguro. Esto es lo que se llama seguro a prima fija. (Manual del especulador de Bolsa, por P. J. Proudhon y J. Duchéne. París, 1867. Garnier Hermanos.)

Ahora bien, como ninguno está obligado a asegurar gratuitamente, y la oferta y la demanda es la ley del mundo comercial, se comprende que las compañías se pongan de acuerdo y se aseguren entre sí, calculando sus riesgos y sus primas, de manera que, quedando las pérdidas cubiertas por lo menos dos veces por los beneficios, puedan doblar y triplicar el capItal.

¿Cómo es entonces que el seguro mutuo no ha reemplazado hace mucho tiempo los demás seguros? ¡Ah! Es porque hay muy pocos particulares que quieran ocuparse de los intereses que son comunes a todos pero a nadie en particular. Es porque el Gobierno -que podría tomar la iniciativa- se niega a tomarla, como si no tuviese ingerencia en este problema porque -aduce- es cosa de economía política y no de gobierno. Hablemos más claro: es porque hacerlo sería atentar contra las compañías de parásitos, grandes señores que viven holgadamente del tributo que les pagan los asegurados. Es porque los ensayos que hasta aquí se han hecho del seguro mutuo -ya sin la sanción del estado y en demasiado pequeña escala, ya por el estado mismo, pero con miras de favorecer a sus laderos- han concluido por fastidiar, de modo y de manera que la institución ha quedado verdaderamente en proyecto. El seguro mutuo abandonado por la autoridad pública, a la que correspondía realizarlo, no es aún más que una idea.

Cuando el espíritu de iniciativa y el sentimiento de colectividad que dormitan en Francia hayan tomado vuelo, el segundo será un contrato entre los ciudadanos, una asociación cuyos beneficios serán para todos los asegurados y no para algunos capitalistas, y no consistirán sino en la reducción de la prima del seguro. Esa idea se ha manifestado ya en el público y en las Cámaras bajo la forma de seguros por el estado (1). (Ibid.)

Lo que se puede temer aquí, como siempre, es que el gobierno -bajo pretexto de utilidad pública- cree un gran monopolio, como lo ha hecho con los ferrocarriles, el gas, los ómnibus. Ese monopolio utilizado tal vez para dotar a más de uno de sus fieles servidores, cuyos largos servicios no permitiese recompensar la penuria del Tesoro. Así en el régimen de mutua insolidaridad en que vivimos, vamos de la explotación de las compañías a la explotación por el gobierno, todo por no saber entendernos y por preferir el enriquecimiento por el privilegio a la garantía contra el despojo y el pauperismo.

Estos hechos son perfectamente conocidos y no tengo la pretensión de descubrir nada nuevo a mis lectores. ¿Qué piden, pues, los partidarios de la mutualidad?

Reconocen -con los economistas de la escuela puramente liberal- que la libertad es la primera de las fuerzas económicas y que debe confiársele todo lo que pueda hacer por sí sola. Pero, donde no pueda llegar la libertad, mandan el buen sentido, la justicia y el interés general, que intervenga la fuerza colectiva, que no es en este caso sino la mutualidad misma. Los servicios públicos, por ejemplo, han sido precisamente creados para esa clase de necesidades y no tienen otro objeto que satisfacerlas. Entienden por lo tanto que su principio -admitido por todo el mundo en cuanto teoría, pero hasta ahora descartado de la práctica por el descuido o la negligencia de los gobiernos- es preciso que reciba al fin plena y entera aplicación. Denuncian en el sistema contrario tres males que desean hacer desaparecer en cuanto lleguen al poder:

1° La violación de un principio de derecho público y economlco.

2° El sacrificio bajo forma de prima de una parte de la fortuna pública.

3° La creación y el sostén de un parasitismo corruptor por medio de esa misma prima.

No está aquí todo. La iniquidad atrae la iniquidad. Es un hecho que nos sería difícil probar porque no hemos examinado los libros de las compañías, pero que todo nos mueve a considerar como cierto, pues -en materia de seguros como en materia de impuestos- los pequeños socios pagan por los grandes. Los siniestros, en efecto, son proporcionalmente más raros en los pequeños cuartos, los pequeños ajuares y las pequeñas industrias que en las grandes fábricas y en los vastos almacenes. Esto no impide que la prima, con ayuda de ciertos accesorios, sea más elevada para los seguros de la primera categoría que para los de la segunda.

Otro abuso cometen aún las compañías. Forman entre sí, para el arreglo de las primas, una especie de junta de buena y cordial inteligencia, que no es otra cosa que una coalición de las prohibidas ayer por la ley y autorizadas hoy por una resolución del cuerpo legislativo. Así, mientras una compañía de seguros mutuos no cobraría más de 15 céntimos por 1.000 francos, las que trabajan a prima fija no cobran menos de 40.

Mas, ¿a qué hablar de mutualidad? Se nos asegura que las compañías constituidas sobre este principio aspiran mucho menos a la reducción de las primas que a entrar en el monopolio. Se aspira a hacer capital. Y la voluntaria inercia de las compañías de seguros mutuos sostiene las a prima fija.

La prima de seguros, dicen los mutualistas, no es, bajo las actuales condiciones, sino un tributo que paga el país a la insolidaridad. Llegará el día en que sólo la posibilidad de semejantes especulaciones será imputada como prevaricación y delito a todo gobierno que desprecie la protección de los intereses generales.




Notas

(1) No hace muchos años M. Perron, jefe de sección del Ministerio de Estado, organizó un sistema completo de seguros mutuos y lo presentó al público bajo la protección del gobierno. Grandes rumores levantó entre las compañías. Ignoro lo que sucedió: no sé si fue porque el gobierno le retiró su protección o porque no fue la nueva administración bastante hábil o porque le salieron al encuentro las intrigas de las demás compañías; lo cierto es que se abandonó el nuevo sistema, se liquidó y no se volvió a hablar del asunto. (N. de Proudhon).


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