Índice de La capacidad política de la clase obrera de Pierre-Joseph ProudhonRespuesta de Proudhon a algunos obreros de París y RuanCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 1

La cuestión de las candidaturas de obreros, resuelta negativamente por las elecciones de 1863 y 1864, implica la de la capacidad política de los obreros mismos o, para servirme de una expresión más genérica, del pueblo. El pueblo, a quien la revolución de 1848 ha dado la facultad de votar, ¿es o, no capaz de juzgar en política? ¿Es capaz de formarse, sobre las cuestiones que interesan a la colectividad social, una opinión en armonía con su condición, su porvenir y sus intereses? ¿Es capaz de pronunciar, en consecuencia, sobre las mismas cuestiones sometidas a su arbitraje directo o indirecto, un fallo motivado? ¿Es capaz de constituir un centro de acción que sea la fiel expresión de sus ideas, sus miras y sus esperanzas y esté encargado de procurar la ejecución de sus designios?

Si lo es, conviene que el pueblo, en la primera ocasión que se le presente, dé prueba de esta capacidad. Primero, emitiendo un principio verdaderamente suyo, que resuma y sintetice todas sus ideas, como han hecho en todos los tiempos los fundadores de sociedades, y han tratado de hacer últimamente los autores del manifiesto. Segundo, manifestando la admisión de ese principio por medio de la conformidad de sus votos. Tercero -en el caso de hacerse representar en los consejos del país-, eligiendo por delegados a hombres que sepan expresar su pensamiento y sostener su derecho; hombres que le representen en cuerpo y alma y de quienes pueda decir sin riesgo de ser desmentido: Estos son los huesos de mis huesos y la carne de mi carne.

Si no ha de hacer esto, obrará cuerdamente encerrándose en su secular mutismo y, retrayéndose de las urnas, prestará un verdadero servicio a la sociedad y al gobierno. Renunciando a los poderes que le ha conferido el sufragio universal, probando así su buena disposición a sacrificarse por el orden público, hará algo más honroso y más útil que votar -a la manera de la mayor parte de los hombres de la burguesía- por ilustres empíricos que se vanaglorian de dirigir por medio de fórmulas perfectamente arbitrarias una sociedad que no conocen. Porque si el pueblo no tiene la inteligencia de su propia idea o después de haberla adquirido obra como si no la tuviese, carece de derecho para tomar la palabra. Deje en buena hora que los negros y los blancos voten unos contra otros y, como el asno de la fábula, conténtese con llevar su albarda.

Tal es la inevitable cuestión suscitada por las candidaturas de la clase obrera, cuestión a la cual es absolutamente indispensable contestar: el pueblo, ¿es o no capaz? Los Sesenta (1), preciso es felicitarles por ello, se han declarado valientemente por la afirmativa. Mas ¡qué oposición no han levantado, ya en los pretendidos órganos de la democracia, ya entre los candidatos, ya entre sus mismos camaradas! Lo más triste aquí ha sido la actitud de las mismas masas obreras en ocasión tan decisiva. Se ha publicado un contramanifiesto (2) en que ochenta obreros han protestado contra los Sesenta, diciendo que éstos no eran de modo alguno la expresión del pensamiento del pueblo, acusándolos de haber suscitado inoportunamente una cuestión social cuando no se trataba sino de una cuestión política, de sembrar la división cuando era preciso predicar la concordia y de restablecer la distinción de castas cuando más convenía refundirlas todas en una, y terminando con que, por el momento, sólo se debía pensar en la conquista de la libertad. Mientras no tengamos la libertad, decían, no pensemos más que en conquistarla. Descarto que esos obreros, como ciudadanos y como trabajadores, valiesen tanto como los otros; de seguro no tenían ni su originalidad ni su arrojo. Por las consideraciones en que se fundaban, pudo fácilmente verse que no hacían sino repetir las lecciones de La Presse, Le Temps y Le Siecle. Así no les faltaron las felicitaciones de Girardin y consortes.

El pueblo francés tiene accesos de una humildad sin igual. Susceptible y vanidoso al máximo, cuando le da por presentarse moderado, llega hasta la bajeza. ¿De qué nace sino que esa masa, tan celosa de su soberanía y tan ardiente para el ejercicio de sus derechos electorales, masa a cuyo rededor se arremolinan tantos candidatos de frac negro, que son sus cortesanos de un día, sienta tanta repugnancia a presentar sus hombres? ¡Cómo!, existen en la democracia, y no en pequeño número, personas instruidas, tan aptas para manejar la pluma como la palabra, entendidas en los negocios, veinte veces más capaces, y sobre todo más dignas de representarla que los abogados, los periodistas, los escritores, los intrigantes y los charlatanes a quienes prodiga sus votos, y ... ¡los rechaza!, ¡y no los quiere por sus mandatarios! ¡La democracia sintiendo aversión por los candidatos verdaderamente demócratas! ¡La democracia cifrando su orgullo en darse por jefes individuos que tengan cierto tinte aristocrático! ¿Piensa, de esa manera, ennoblecerse? Si el pueblo está maduro para ejercer la soberanía, ¿de qué nace que se oculte constantemente detrás de sus ex tutores, que no lo protegen ya ni lo representan?, ¿por qué se humilla ante los que le dan un salario y puesto en el trance de manifestar su opinión y dar muestras de voluntad, no acierta sino a seguir la huella de sus antiguos patronos y repetir sus maxlmas?

Todo esto, preciso es confesarlo, crearía contra la emancipación del proletariado una enojosa prevención, sino se explicase por la novedad de la situación misma. La clase trabajadora ha vivido, desde el origen de las sociedades, bajo la dependencia de los poderosos en un estado de inferioridad intelectual y moral del que conserva todavía una profunda conciencia. Sólo ayer, que la revolución de 1789 vino a romper esta jerarquía, adquirió -viéndose aislada- el conocimiento de sí misma. Pero es aún en ella muy poderoso el instinto de deferencia por las clases altas; es singularmente falsa y exagerada la opinión que se forma de lo que se llama capacidad; magnifica la importancia de quienes fueron en otro tiempo sus amos y se han reservado el privilegio de las profesiones llamadas liberales, nombre que sería ya hora de extirpar. Añádase a esto ese fermento de envidia que se apodera del hombre del pueblo contra aquellos de sus iguales que aspiran a elevarse sobre su clase; ¿cómo maravillarse de que el pueblo haya conservado sus hábitos de sumisión aun después de transformadas su conciencia, las necesidades de su vida y las ideas fundamentales que lo dirigen? Sucede con las costumbres lo que con el lenguaje: no cambian con la fe, la ley y el derecho. Permaneceremos aún largo tiempo siendo los unos para con los otros señores y muy humildes servidores. ¿Obsta esto para que no haya ya ni servidores ni señores?

Busquemos en las ideas y en los hechos, fuera de las adoraciones, genuflexiones y supersticiones vulgares, lo que hayamos de pensar de la capacidad y de la idoneidad política de la clase obrera comparada con la burguesa, y de su futuro advenimiento al poder público.

Observemos ante todo que, tratándose del ciudadano, se toma la palabra capacidad bajo dos puntos de vista diferentes: existe la capacidad legal y la capacidad real.

La primera nace de la ley y supone la segunda. No sería posible admitir que el legislador reconociese derechos a ciudadanos naturalmente incapaces. Antes de 1848, por ejemplo, para ejercer el derecho electoral era preciso pagar 200 francos de contribución directa. Suponíase, por lo tanto, que la propiedad era una garantía de la capacidad real: así los contribuyentes de 200 francos eran tenidos por los verdaderos interventores del gobierno y por los árbitros soberanos de su política. Esto no era sino una ficción de la ley, puesto que nada probaba que entre los electores no los hubiese -y muchos- realmente incapaces a pesar de su cuota, ni nada autorizaba tampoco a creer que fuera de ese círculo, entre tantos millones de ciudadanos sujetos a un simple impuesto personal, no hubiese una multitud de respetables capacidades.

En 1848 se ha trastrocado el sistema de 1830: se ha establecido sin condición alguna el sufragio universal y directo. Por esta simple reforma, todo varón mayor de 21 años, nacido y residente en Francia, se ha encontrado facultado por la ley de la capacidad política. Se ha supuesto que el derecho electoral -y hasta cierto punto la capacidad política- es inherente a la cualidad de varón y de ciudadano. Pero esto no es tampoco más que una ficción. ¿Cómo habría de poder ser la facultad electoral una prerrogativa de la raza, de la edad, del sexo, ni del domicilío, mejor o con más razón que de la propiedad? La dignidad de elector, en nuestra sociedad democrática, equivale a la de noble en el mundo feudal. ¿Cómo había de ser otorgada a todos, sin excepción ni distinción, cuando la de noble no pertenecía más que a un corto número? ¿No es ésta la ocasión de decir que toda dignidad que pasa a ser común deja de ser dignidad y aquello que pertenece a todo el mundo no pertenece a nadie? La misma experiencia nos lo ha dicho: cuanto más se ha multiplicado el derecho electoral, tanto más ha perdido de su antigua importancia. Lo evidencia el hecho de haberse abstenido de votar, en 1857, 36 electores por ciento; en 1863, 25. Y la verdad es que nuestros 10.000.000 de electores se han mostrado desde 1848 inferiores en inteligencia y en carácter a los 300.000 censatarios de la monarquía de julio.

Así, querámoslo o no, desde el momento en que nos proponemos tratar como historiadores y como filósofos la capacidad política, debemos salir del terreno de las ficciones y llegamos a la capacidad real, única de que hablaremos en adelante.

Para que en un sujeto, individuo, corporación o colectividad haya capacidad política, se requieren tres condiciones fundamentales:

1° Que el sujeto tenga conciencia de sí mismo, de su dignidad, de su valor, del puesto que ocupa en la sociedad, del papel que desempeña, de las funciones a que tiene derecho a aspirar, de los intereses que representa o personifica.

2° Que, como resultado de esa conciencia plena de sí mismo, afirme su idea, es decir, que conozca la ley de su ser, sepa expresarla por la palabra y explicarla por la razón, no sólo en su principio sino también en todas sus consecuencias.

3° Que de esta idea -sentada como profesión de fe- pueda, según lo exijan las circunstancias, sacar siempre conclusiones prácticas.

Nótese bien que en todo esto no puede haber cuestión de grado. Ciertos hombres sienten más enérgicamente que otros, tienen de sí mismos una conciencia más o menos viva, apresan la idea y son más o menos felices y firmes en exponerla, o están dotados de una fuerza de ejecución que no alcanzan casi nunca las inteligencias más despiertas. Esas diferencias de intensidad en la conciencia, la idea y su aplicación, constituyen grados de capacidad, pero no crean la capacidad misma. Así, todo individuo que cree en Jesucristo, afirma su doctrina por medio de la profesión de la fe y practica su religión; es cristiano y, como tal, capaz de la salvación eterna, pero todo esto no impide que entre los cristianos haya doctores y mentecatos, ascetas y mediocres.

De la misma manera, ser capaz en política no es estar dotado de una aptitud particular para entender en los negocios de estado ni para ejercer tal o cual empleo público, ni lo es tampoco demostrar por la ciudad un celo más o menos ardiente. Todo esto es cuestión de oficio y de talento; no es esto lo que constituye en el ciudadano -muchas veces silencioso, moderado y ajeno a los empleos- la capacidad política. Poseer la capacidad política es tener conciencia de sí mismo como individuo de una colectividad, afirmar la idea que de ella resulta y procurar su realización. Es capaz todo el que reúne estas tres condiciones. Así nosotros nos sentimos todos franceses y como tales creemos en una constitución y en un destino especial de nuestro país, en vista de los cuales favorecemos con nuestros votos y nuestros sufragios la política que nos parece servir mejor nuestra opinión e interpretar mejor nuestro sentimiento. El patriotismo puede ser en cada uno de nosotros más o menos ardiente, pero su naturaleza es la misma y su ausencia, una monstruosidad. En tres palabras: tenemos conciencia, idea, y trabajamos por realizarla.

El problema de la capacidad política en la clase obrera -del mismo modo que en la burguesía y en otras épocas en la nobleza- se reduce, por lo tanto, a lo siguiente: a) si la clase obrera, bajo el punto de vista de sus relaciones con la sociedad y el estado, ha adquirido conciencia de sí misma; si como ser colectivo, moral y libre, se distingue de la clase burguesa; si separa de sus intereses los suyos, si aspira a no confundirse con ella; b) si posee una idea, es decir, si se la ha formado de su constitución propia; si conoce las leyes, condiciones y fórmulas de su existencia; si prevé su destino, su fin; si se comprende a sí misma en sus relaciones con el estado, la nación y el orden humano; e) si de esta idea se halla en condiciones de deducir, para la organización de la sociedad, conclusiones prácticas que le sean propias, y si, en el caso que el poder viniera a dar en sus manos, porque cayera o se retirara la burguesía, podría crear y desarrollar un nuevo orden político.

En esto consiste la capacidad política, no en otra cosa. Hablamos aquí, bien entendido, de esa capacidad real, colectiva, que es obra de la naturaleza y de la sociedad y que resulta del conocimiento del espíritu humano; de esa capacidad que, salvadas las desigualdades del talento y la conciencia, es la misma en todos los individuos y no puede llegar a ser el privilegio de nadie; de esa capacidad que vemos en todas las comunidades religiosas, sectas, corporaciones, castas, partidos, estados, nacionalidades; capacidad que el legislador no puede crear, pero que está obligado a buscar y no puede menos de suponer en todos los casos.

Conforme a esa definición de la capacidad, respondo en lo que concierne a las clases obreras:

Sobre el segundo punto: Sí, las clases obreras poseen una conciencia de sí mismas y podemos hasta señalar la fecha de tan fausto acontecimiento, 1848.

Sobre el segundo punto: Sí, las clases obreras poseen una idea que corresponde a la conciencia que tienen de sí mismas y forma perfecto contraste con la idea de la burguesía; sólo que esta idea no les ha sido aún revelada sino de una manera incompleta, ni la han seguido en todas sus consecuencias, ni la han fomentado.

Sobre el tercer punto, relativo a las condiciones políticas deductibles de su idea: No, las clases obreras, aunque seguras de sí mismas y semiilustradas sobre los principios que constituyen su nuevo credo, no han llegado aún a deducir de esos principios una práctica general acorde, una política a ellos acomodada. Lo testimonia el haber votado en común con la burguesía y las preocupaciones políticas de todo género a que ceden y obedecen.

Hablando en lenguaje más llano, diremos que las clases obreras no han hecho hasta aquí sino nacer a la vida política; que si por la iniciativa que han comenzado a tomar y por su fuerza numérica, han podido modificar el orden político y agitar la economía social, en cambio, por el caos intelectual de que son presa -y sobre todo por el romanticismo gubernativo que han recibido de una clase burguesa in extremis- lejos de haber logrado su preponderancia, han retardado su emancipación y han comprometido, hasta cierto punto, su futura suerte.




Notas

(1) Esos sesenta de que habla Proudhon, son los obreros que en las elecciones generales de 1864, célebres por la derrota que sufrió el gobierno en París, publicaron un manifiesto en que se decidieron a presentar candidatos propios, fundándose en que los de la oposición no representaban ni podían representar las ideas ni las aspiraciones de su clase. Su manifiesto, de indudable importancia, inspiró a Proudhon este libro, que es una de sus obras póstumas.

(2) Al Manifiesto de los Sesenta respondió en el diario El Siglo (29 de febrero de 1864) el Manifiesto de los Ochenta, rechazando las candidaturas obreras. Los Ochenta proclamaban que el Manifiesto de los Sesenta no representaba más que la opinión de un pequeño número y que, como en mayo de 1863, las candidaturas obreras serían rechazadas en 1864. Las castas -decían- deben desaparecer ante los principios, y las candidaturas vendrían a plantear en mala hora una cuestión social, cuando de lo que se trataba era de una cuestión política. Por el momento no había que pensar sino en conquistar la libertad, y terminaban declarando que como obreros de la oposición se consideraban suficientemente representados por hombres honestos e instruidos.

Sin duda ese manifiesto fue propuesto y concebido bajo inspiración extraña a los obreros que lo firmaron. Los Ochenta, que nos son desconocidos, salvo uno o dos, no eran como los Sesenta un grupo de militantes vinculados por un pensamiento común. Sin duda se reunieron para los fines exclusivos de ese manifiesto de protesta contra el principio de las candidaturas de clase.


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