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Manifiesto de los sesenta obreros del Sena.

L´Opinion Nationale, febrero 17 de 1864.

Le Temps, febrero 18 de 1864.

Al redactor:

El 31 de mayo de 1863, los trabajadores de París, más preocupados del triunfo de la oposición que de su interés particular, votaron la lista publicada por los diarios. Sin titubear, sin regatear ni poner precio a su concurso, inspirados por su devoción a la libertad, dieron una vez más una prueba irrefutable y brillante de sinceridad. Así fue como la victoria de la oposición resultó tan completa -como ardientemente se la deseaba-, pero ciertamente muchísimo más imponente de lo que muchos se atrevían a esperar.

Una candidatura obrera fue propuesta, es verdad; pero fue defendida con una moderación que hubo de ser reconocida por todo el mundo. Para defenderla, sólo se han puesto a la vista consideraciones de orden secundario y de parti pris, frente a una situación excepcional que daba a las elecciones generales un carácter particular; sus defensores se abstuvieron de plantear el vasto problema del pauperismo. Fue con una gran moderación de propaganda y de argumentos que el proletariado trató de manifestarse -el proletariado, esta llaga de la sociedad moderna- como la esclavitud y la servidumbre lo fueron en la antigüedad y en la Edad Media. Los que así obraron habían previsto su derrota, pero creyeron que estaba bien plantar un primer jalón. Una candidatura así les parecía necesaria para afirmar el espíritu profundamente democrático de la gran ciudad.

En las próximas elecciones ya no será lo mismo. Con la elección de nueve diputados, la oposición liberal ha obtenido en París una amplia satisfacción. Quienesquiera que fuesen, elegidos en las mismas condiciones, los nuevos elegidos no agregarían nada a la significación del voto del 31 de mayo: cualquiera sea su elocuencia, ella no añadiría nada a la claridad que arroja hoy día la palabra hábil y brillante de la oposición. No hay un punto del programa democrático cuya realización no ansiemos como ella. Y digámoslo de una vez por todas: nosotros empleamos esa palabra, Democracia, en su sentido más radical y más neto.

Pero si bien estamos de acuerdo en política, ¿lo estamos en economía social? Las reformas que nosotros deseamos, las instituciones para las que nosotros pedimos libertad de fundar, ¿son aceptadas por todos aquellos que representan en el Parlamento al partido líberal? Allí está la cuestión, el nudo gordiano de la situación.

Un hecho demuestra de una manera perentoria y dolorosa las dificultades con que lucha la posición de los obreros.

En un país cuya constitución reposa sobre el sufragio universal, donde cada cual invoca y aplaude los principios del 89, estamos oblígados a justificar las candidaturas obreras y a decir claramente, largamente, el cómo, los por qué, para evitar no solamente las acusaciones injustas de los tímídos y de los conservadores recalcitrantes sino también los temores y repugnancias de nuestros amigos.

El sufragio universal nos ha hecho mayores de edad políticamente, pero nos resta ahora emanciparnos socialmente. La libertad que el Tercer Estado (1) supo conquistar con tanto vigor y perseverancia debe extenderse en Francia, país democrático, a todos los ciudadanos. Derechos políticos iguales implican necesariamente iguales derechos sociales. Se ha repetido hasta el cansancio que no hay más clases: después de 1789, todos los ciudadanos franceses son iguales ante la ley.

Pero a nosotros, que no tenemos otra propiedad que la de nuestros brazos; a nosotros, que sufrimos todos los días las condiciones legítimas o arbitrarias del capital; a nosotros, que vivimos bajo el imperio de leyes excepcionales -como la ley sobre las coaliciones y el articulo 1781- que atentan a nuestros intereses al mismo tiempo que a nuestra dignidad, nos es muy difícil creer en esa afirmación.

Nosotros que, en un país donde tenemos el derecho de nombrar diputados, no tenemos siempre los medios para aprender a leer; nosotros que, imposibilitados de reunirnos (2), de asociarnos libremente, vemos negado el derecho de organizarnos para los fines de la instrucción profesional, y transformado ese precioso instrumento del progreso industrial en privilegio del capital, no podemos hacernos esa ilusión.

Nuestros hijos pasan sus años juveniles en el ambiente desmoralizante y malsano de las fábricas, o en el aprendizaje, que no es todavía más que un estado vecino a la domesticidad; nuestras mujeres deben dejar forzosamente el hogar en pos de un trabajo excesivo, contrario a su naturaleza y destructor de la familia; nosotros, que no tenemos el derecho de entendernos para defender pacíficamente nuestro salario, para asegurarnos contra la desocupación, afirmamos que la igualdad escrita ante la ley no ha pasado a las costumbres y debe ser realizada en los hechos. Aquellos que, desprovistos de instrucción y de capital, no pueden oponerse por la libertad y la solidaridad a las exigencias egoístas y opresivas, ésos sufren fatalmente la dominación del capital: sus intereses quedan subordinados a otros intereses.

Sabemos bien que los intereses no se reglamentan; escapan a la ley; sólo pueden conciliarse por convenciones particulares, movibles y cambiantes como los mismos intereses. Sin libertad concedida a todos, esta conciliación es imposible. Marcharemos a la conquista de nuestros derechos, pacíficamente, legalmente, pero con energía y perseverancia. Nuestra emancipación demostraría inmediatamente los progresos realizados en el espíritu de las clases laboriosas, de esa inmensa multitud que vegeta en lo que se llama el proletariado, y que para servirnos de una expresión más justa llamaremos el asalariado.

A aquellos que temen ver organizarse la resistencia, la huelga, apenas nosotros reivindicamos la libertad, les decimos: vosotros no conocéis a los obreros: ellos persiguen un objeto mucho más grande, mucho más fecundo que el de agotar sus fuerzas en luchas cotidianas donde de ambos lados los adversarios no encontrarían en definitiva más que la ruina para unos y la miseria para los otros.

El Tercer Estado decía: ¿Qué es el Tercer Estado? ¡Nada! ¿Qué debe ser? ¡Todo! (3). Nosotros no diremos: ¿Qué es el obrero? ¡Nada! ¿Qué debe ser? ¡Todo! Mas nosotros diremos: la burguesía, nuestra hermana mayor en la emancipación, supo en el 89 absorber la nobleza y destruir injustos privilegios; se trata, para nosotros, no de destruir los derechos de que justamente gozan las clases medias sino de conquistar la misma libertad de acción. En Francia, país democrático por excelencia, todo derecho político, toda reforma social, todo instrumento de progreso, no puede continuar siendo privilegio de algunos. Por la fuerza de las cosas, la nación que posee innato el espíritu de igualdad, tiende irresistiblemente a hacer ese espíritu patrimonio de todos.

Todo medio de progreso que no puede extenderse, vulgarizarse -de modo que pueda concurrir al bienestar general, descendiendo hasta las últimas categorías de la sociedad-, no es completamente democrático, puesto que constituye un privilegio. La ley debe ser lo suficientemente amplia para que permita a cada cual, aislado o colectivamente, el desarrollo de sus facultades, el empleo de sus fuerzas, de sus economías y de su inteligencia, sin que se le pueda poner otro límite que la libertad ajena, y no su interés.

Que no se nos acuse, pues, de soñar con leyes agrarias (4), igualdad quimérica que metería a cada uno sobre un lecho de Procusto, repartición, máximum, impuestos forzosos, etcétera, etcétera. ¡No! Ya es hora de acabar con esas calumnias difundidas por nuestros enemigos y recogidas por los ignorantes. La libertad del trabajo, el crédito, la solidaridad: he ahí nuestros sueños. El día en que se realicen, para gloria y prosperidad de un país que nos es tan querido, no habrá ya más ni burgueses ni proletarios, ni patronos ni obreros. Todos los ciudadanos serán iguales en derechos.

Pero, se nos dice, todas esas reformas de las que tenéis necesidad, los diputados elegidos pueden, como vosotros, pedirlas, y aun mejor que vosotros; son los representantes de todos y por todos elegidos.

¡Y bien!, respondemos: ¡No!; nosotros no estamos representados y he aquí por qué planteamos esta cuestión de las candidaturas obreras. Sabemos que no se dice candidaturas industriales, comerciales, militares, periodísticas, pero la cosa está ahí aunque la palabra no lo esté. ¿Acaso la gran mayoría del Parlamento no está constituida por grandes propietarios, industriales, comerciantes, generales, periodistas, etcétera, etcétera, que votan silenciosamente o que no hablan más que en las comisiones y solamente sobre aquellos asuntos para los que tienen capacidad y en los que son especialistas?

Un número muy restringido toma la palabra sobre cuestiones generales. Ciertamente, nosotros pensamos que los obreros elegidos deberían y podrían defender los intereses generales de la democracia, pero cuando se limitaran a defender los intereses particulares de la clase más numerosa, ¡qué especialidad! Llenarían una laguna en el cuerpo legislativo donde el trabajo manual no está representado. Nosotros, que no tenemos a nuestro servicio ninguno de esos medios, la fortuna, las relaciones, las funciones públicas, estamos forzados a darles a nuestros candidatos una denominación clara y significativa y a llamar a las cosas por su nombre mientras podamos hacerlo.

Nosotros no estamos representados, pues en una reunión reciente del Cuerpo Legislativo hubo una manifestación unánime de simpatía en favor de la clase obrera y ninguna voz se levantó para formular, como nosotros lo entendemos, con moderación pero con firmeza, nuestras aspiraciones, nuestros deseos y nuestros derechos.

Nosotros no estamos representados, nosotros, que nos rehusamos a creer que la miseria sea de institución divina. La caridad, institución cristiana, ha probado radicalmente y reconocido ella misma su impotencia como institución social.

Sin duda, en los buenos tiempos viejos, en los tiempos del derecho divino, cuando, impuestos por Dios, los reyes y los nobles se creían los padres y los hermanos mayores del pueblo, cuando la felicidad y la igualdad eran relegadas al cielo, la caridad tenía que ser una institución divina.

En los tiempos de la soberanía del pueblo, del sufragio universal, ella no es ni puede ser más que una virtud privada. ¡Ya!, los vicios y las debilidades de la naturaleza humana dejarán siempre a la fraternidad un vasto campo de acción en que ejercerse; pero la miseria inmerecida, aquella que bajo la forma de enfermedad, de salario insuficiente, de desocupación, aprisiona a la inmensa mayoría de los hombres laboriosos, de buena voluntad, en un círculo fatal donde se debaten en vano: esta miseria, lo certificamos enérgicamente, ¡puede y debe desaparecer! ¿Por qué esta distinción no ha sido hecha por nadie? Nosotros no queremos ser clientes ni asistidos; queremos ser iguales; rechazamos las limosnas; queremos la justicia.

No; nosotros no estamos representados porque nadie ha dicho que el espíritu de antagonismo se debilita cada vez más en las clases populares. Aleccionados por la experiencia, nosotros no podemos odiar a los hombres; sólo deseamos cambiar las cosas. Nadie ha dicho que la ley sobre las coaliciones no era más que un espantapájaros, y que en lugar de hacer cesar el mal, no hacía más que perpetuarlo cerrando toda salida al que se cree oprimido.

No; nosotros no estamos representados porque, en la cuestión de las cámaras sindicales, una extraña confusión se ha establecido en el espíritu de aquellos que las recomendaban: de acuerdo con ellos, las cámaras sindicales estarían compuestas de patronos y obreros, especies de árbitros profesionales encargados de resolver día a día las cuestiones que surjan. Y lo que nosotros pedimos es una Cámara compuesta exclusivamente de obreros, elegidos por sufragio universal; una Cámara del Trabajo (5), podríamos nosotros decir, por analogía con la Cámara de Comercio; y se nos responde con un tribunal.

No; nosotros no estamos representados porque nadie ha hablado del considerable movimiento que se manifiesta en la clase obrera para organizar el crédito. ¿Quién está informado que treinta y cinco sociedades de crédito recíproco funcionan oscuramente en París? Ellas contienen gérmenes fecundos, pero tendrían necesidad, para su completo florecimiento, del sol de la libertad.

En principio, pocos demócratas inteligentes desconocen la legitimidad de nuestras reclamaciones y ninguno nos niega el derecho a que nosotros mismos las hagamos valer.

La oportunidad, la capacidad de los candidatos, la probable oscuridad de sus nombres, ya que serían elegidos entre los trabajadores que ejercieran su oficio en el momento de la elección (y esto para precisar mejor el sentido de su candidatura): he ahí las cuestiones que se arguyen para concluir que nuestro proyecto es irrealizable y que por otra parte la publicidad nos faltaría.

En primer término, nosotros sostenemos que, después de doce años de paciencia, el momento oportuno ha llegado; no podríamos admitir que sea necesario esperar hasta las próximas elecciones generales, es decir, seis años más. Según esos cálculos sería necesario aguantar dieciocho años para que la elección de obreros fuera oportuna -¡veintiún años después de 1848!-. ¿Qué mejores circunscripciones que la 1a. y la 5a. podríamos elegir? Allí, mejor que en ninguna otra, deben hallarse los elementos del éxito.

El voto del 31 de mayo ha decidido de un modo incontestable en París la gran cuestión de la libertad. El país está en calma; ¿no es razonable, político, ensayar la potencia de las instituciones libres que deben facilitar la transición entre la vieja sociedad, fundada sobre el asalariado, y la sociedad futura que será fundada sobre el dereeho común? ¿El peligro no está más bien en esperar los momentos de crisis, cuando las pasiones están agitadas por la angustia general?

¿El triunfo de las candidaturas obreras no será de un efecto moral inmenso? Probará que nuestras ideas son comprendidas, que nuestros sentimientos de conciliación son apreciados y que por fin no se rehúsa llevar a la práctica lo que se acepta en teoría.

¿Sería verdad que los candidatos obreros debieran necesariamente poseer cualidades eminentes de orador y de publicista, que señalan a un hombre a la admiración de sus conciudadanos? No lo creemos. Bastaría con que supieran apelar a la justicia exponiendo con rectitud y claridad las reformas que pedimos. ¿El voto de sus electores no daría, acaso, a sus palabras una autoridad más grande que la que pudiera poseer el más ilustre de los oradores? Surgidas del seno de las masas populares, la significación de esas elecciones sería tanto más manifiesta cuanto más los elegidos hubieran sido la víspera hombres de los más oscuros e ignorados. En fin, ¿el don de la elocuencia, el saber universal, han sido acaso exigidos como condiciones necesarias de los diputados elegidos hasta hoy?

En 1848, la elección de obreros consagra por un hecho la igualdad política; en 1864, esta elección consagrará la igualdad social.

A menos de negar la evidencia, se debe reconocer que existe una clase especial de ciudadanos que tienen necesidad de una representación directa, puesto que el recinto del Cuerpo Legislativo es el único lugar donde los obreros podrían digna y libremente expresar sus anhelos y reclamar para ellos la parte de derechos de que gozan los otros ciudadanos.

Examinemos la situación actual sin amarguras y sin prevención. ¿Qué quiere la burguesía democrática que nosotros no queramos como ella con el mismo ardor? ¿El sufragio universal librado de toda traba? Nosotros lo queremos. ¿La libertad de prensa y de reunión regidas por el derecho común? Nosotros lo queremos. ¿La separación completa de la Iglesia y del Estado; el equilibrio del presupuesto, las franquicias municipales? Nosotros queremos todo eso.

Y bien, sin nuestro concurso, la burguesía difícilmente obtendrá o conservará esos derechos, esas libertades, que son la esencia de una sociedad democrática. ¿Qué es la que nosotros queremos más especialmente que ella, o al menos más enérgicamente, por la mismo que estamos en ello más interesados? La instrucción primaria, gratuita y obligatoria, y la libertad de trabajo.

La instrucción desarrolla y fortifica el sentimiento de la dignidad personal, es decir, la conciencia de sus derechos y de sus deberes. El que tiene conocimientos apela a la razón y no a la fuerza para realizar sus deseos.

Si la libertad de trabajo no viene a servir de contrapeso a la libertad comercial, vamos a presenciar la constitución de una autocracia financiera. Los pequeños burgueses, como los obreros, no serían pronto más que sus servidores. ¿No es evidente hoy día que el crédito, lejos de generalizarse, tiende al contrario a concentrarse en pocas manos? ¿Y el Banco de Francia no daría un ejemplo de flagrante contradicción a todo principio económico? El goza a la vez del monopolio de emitir papel moneda y de la libertad de elevar sin límites la tasa del interés.

Sin nosotros, lo repetimos, la burguesía no puede fundar nada sólido; sin su concurso nuestra emancipación puede retardarse mucho tiempo todavía.

Unamos nuestros esfuerzos para un fin común: el triunfo de la verdadera democracia.

Difundidas por nosotros, apoyadas por ella, las candidaturas obreras serían la prueba viviente de la unión verdadera y durable de los demócratas sin distinción de clase ni de posición. ¿Quedaremos librados a nuestra suerte? ¿Seremos forzados a perseguir aisladamente el triunfo de nuestras ideas? En el interés de todos esperamos que no.

Sinteticemos, para evitar malentendidos: la significación esencialmente politica de las candidaturas obreras sería ésta:

Fortificar, completándola, la acción de la oposición liberal. Ella ha pedido, en los términos más modestos, las libertades necesarias. Los obreros diputados pedirán las reformas económicas necesarias.

Tal es el resumen sincero de las ideas generales emitidas por los obreros en el período electoral que precedió al 31 de mayo. En aquel entonces la candidatura obrera tuvo que vencer numerosas dificultades para producirse. Así fue como se la pudo acusar no sin razón, en parte, de ser tardía. Hoy día el terreno está libre, y como en nuestra opinión la necesidad de las candidaturas obreras ha resultado evidente por lo que ha pasado desde entonces, nosotros no dudamos en tomar la delantera para evitarnos los reproches que se nos han hecho en las últimas elecciones.

Planteamos públicamente la cuestión para que, desde el primer día del período electoral, el acuerdo sea más fácil y rápido entre los que participan de nuestra opinión. Nosotros decimos francamente lo que somos y lo que queremos.

Ansiamos el gran día de la publicidad y apelamos a los diarios que sufren el monopolio creado por el hecho de la autorización previa (6); pero estamos convencidos que se sentirán honrados en darnos hospitalidad, testimoniando así en favor de la verdadera libertad y facilitándonos los medios de manifestar nuestro pensamiento, aun cuando ellos no participaran del mismo.

Esperamos ansiosos el momento de la discusión, el período electoral, el día en que la profesión de fe de los candidatos obreros correrá en manos de todos y estarán prontos para responder a todas las preguntas. Contamos con el concurso de todos aquellos que para entonces estén convencidos de que nuestra causa es la de la igualdad, indisolublemente ligada a la libertad, en una palabra, la causa de la justicia.

Han firmado los siguientes obreros:

Jun Aubert (mecánico); Baraguet (componedor-tipógrafo, miembro de la Comisión Obrera de delegados a la Exposición Universal de Londres, en 1862); Bouyer; Cohadon (administrador de la Asociación de los Albañiles); Coutant (impresor-litógrafo, miembro de la Internacional; más tarde redactor en la Opinión Nacional); Carrat; Dujardin; Arsenio Kin; Ripert (sombrerero, miembro de la Comisión Obrera de los delegados a la Exposición Universal de Londres); Moret; H. Tolain (grabador, miembro de la Internacional, asistió a varios congresos; fue uno de los candidatos obreros en 1863 y en 1864); Murat (mecánico, miembro de la Internacional); Lagarde (sombrerero, miembro de la C. O. de delegados a la Exposición Universal de Londres); Royanez (peletero, también miembro de dicha comisión); Juan Garnier; Rampillon, Barbier (obrero del marfil, íd., íd.); Revenu; Cuénot; Ch. Limousin (obrero de pasamanos, miembro de la Asociación I. de T.); Luis Aubert; Audoint; Beaumont (obrero del bronce, íd., íd.); Hallereau; Perrachon (obrero del bronce, íd., íd.); Piprel; Rouxell; Rainot; Vallier (obrero en instrumentos de óptica, miembro de la C. O. a la Exposición Universal de Londres); Vanhamme; Vespierre; J. J. Blanc (tipógrafo, uno de los candidatos en 1863, más tarde redactor en la Opinión Nacional); Samson; Camélinat (obrero en bronce, miembro de la A. I. T.; será durante la revolución del 18 de mayo el reorganizador de la Casa de la Moneda. Preparaba un nuevo troquel cuando entraban los versalleses a París ... Los únicos servicios que funcionaron bien durante la Comuna fueron los dirigidos por obreros, todos miembros de la Internacional); Carlos Michel (zapatero, miembro de la C. O. a la Exposición Universal de Londres); Voirin; Langreni, Secretand; Thiercelin; B. Chevrier; Loy; Vilhem; Messerer; Faillot; Flament; Halhen; Barra; Adinet; Camine; Murat (padre); Cheron; Bibal (participará como socialista, hacia fines del Imperio -Napoleón III- en las luchas electorales); Oudin (marmolero, miembro de la C. O. a la Exposición Universal de Londres); Chalon; Morel (broncero, miembro de la Internacional); Delahaye (cerrajero, íd., íd,); Capet; Arblas; Cochu; Mauzon.

Confrontar con Le Temps, febrero 24 de 1864, N° 1035. Respuesta de H. Tolain, en nombre de los sesenta, a diversas objeciones.

En la Opinión Nacional, donde apareció el documento por primera vez, fue publicado sin título, presentado por Gueroult (7) en cuatro líneas, donde declara que esta comunicación le parecía digna de atención y de la simpatía más seria.

Hemos podido encontrar el rastro a una veintena de signatarios; se notará que un cierto número de ellos se adhirió luego a la Asociación Internacional de Trabajadores. Uno de ellos, Camélinat, que fue miembro de la Comuna de París, como delegado de la Casa de la Moneda y tesorero del Partido Socialista. antes de la escisión, se adhirió más tarde al Partido Comunista. Fue elegido miembro de la Cámara en 1885.

Mayores informes sobre algunos de los signatarios: Carrat, Ripert, Perrachon, Kin, Coutant, Revenu, J. J. Blanc y Tolain firmaron, en enero de 1863 (ver Opinión Nacional del día 20) un llamado a los obreros solicitando de ellos diez centavos por semana para los obreros del algodón, del Sena Inferior, en huelga. Dujardin, Piprel y Audoint eran miembros del Crédito Recíproco. Cohadon publicó en 1868 una Guía de la Asociacíón para uso del joven obrero, Noirot, ed., París. Para las profesiones de los signatarios, ver Albert Thomas: El Segundo Imperio, página 209. Todos obreros, menos Bibal, maestro.



Notas

(1) José Manuel Sieyés. Perteneció a la Convención francesa durante la revolución; votó la muerte de Luis XVI, a pesar de su condición sacerdotal. Escritor y político, pasó a la historia después de publicar una ardorosa defensa de la clase burguesa: El Tercer Estado, como se decía entonces. (Nota del Editor francés).

(2) La ley Olivier, del 25 de mayo de 1864, que anuló la del 14 de junio de 1791, iba a permitir por fin completar el derecho de reunión con su corolario lógico: el de asociación con carácter permanente, desconocido y perseguido hasta entonces. Debe recordarse una circunstancia histórica muy interesante: Marat, el incorruptible amigo del pueblo, fue el único que atacó enérgicamente aquélla ley del 14 de junio, derogada en parte por la ley Olivier en 1864 y definitivamente borrada del Código penal Francés en 1884. Finalmente, en mayo de 1920, fue nuevamente enmendada esa ley, en sentido antiprofesional obrero. (Cit. por M. S. León: Historia de las Corporaciones de Oficios, pág. 659). (Nota del Editor francés).

(3) Palabras de Sieyes.

(4) Alusión a las célebres leyes agrarias, de distribución de tierras, implantadas por los Gracos, hijos de Cornelia, en 170 d.C., y suprimidas más tarde por el Senado romano.

(5) La palabra sindicato aún no era corriente, pero la idea está esbozada en esas Cámaras del Trabajo.

(6) Sin depósito en fianza, los periódicos no lograban esa autorización previa, de tal modo que el periodismo vivía amordazado; casi como bajo estado de sitio ... Periodismo dirigido y de invernadero. (Nota del Editor francés).

(7) Adolfo Gueroult, publicista y político (1810-1872); saintsimoniano notorio; fundador y director de la Opinión Nacional, diario de la oposición anticlerical y democrática,


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