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Capítulo 12

La palabra crédito es uno de esos términos que el uso ha vulgarizado, pero cuyo significado es aún muy ambiguo. El pueblo las toma muchas veces en un sentido que no es el de los negocios ni el de la economía política ni, por lo tanto, el de la mutualidad. Este error procede de que el lenguaje económico no ha sido obra de los sabios, como el de la química y el derecho, sino de prácticos sin formación ni ideología, que han tomado como un acto benévolo lo que no se debia considerar sino una transacción interesada, confundiendo así los conceptos más opuestos y acabando por hablar, más bien que una lengua racional, una especie de germanía (1).

Crédito es una palabra latina, credit-us o credit-um, participio pasivo, masculino o neutro, del verbo credo, que significa igualmente creer y confiar. Vender a crédito es una frase de la baja latinidad, como si dijéramos, vender a quien es creído, o vender a confianza, es decir, sobre la promesa que hace el comprador de pagar más tarde. Prestar a crédito, es por la misma razón prestar, no sobre fianza o prenda, sino sobre esperanza de restitución. Crédito es, pues, confianza; no se le dio en un principio otro sentido.

Hoy no es ya lo mismo: el crédito no es ya la expresión de la confianza, a pesar de lo que digan los usureros de la época. Es una operación esencialmente mercantil e interesada, por la que ciertos individuos a quienes se da el nombre de capitalistas o comerciantes anticipan sus capitales o mercancías a otros que los necesitan, y se llaman compradores o tomadores. Este anticipo -por más que no vaya acompañado del pago inmediato- no se hace gratuitamente ni sobre una simple palabra, como lo entiende el pueblo; se hace sobre prenda, hipoteca o fianza y mediante una prima que muchas veces se paga por adelantado -reteniéndola desde luego el capitalista- y que se llama interés. Esto es precisamente lo contrario de lo que vulgarmente se entiende por crédito.

En principio, el prestamista no tiene confianza en nadie; no la tiene más que en las cosas. Es posible que por amistad adelante fondos a otro de cuya probidad no dude, pero no es esto lo que en el lenguaje de los negocios se llama un crédito. Si el banquero es prudente y lleva con regularidad sus libros, no asentará ese crédito en la cuenta de su amigo; lo asentará en la suya porque ese préstamo no tiene vencimiento fijo y porque otorgando un crédito de esta clase se ha constituido en fianza del deudor. Esto significa que en casos tales no pone verdaderamente su confianza sino en sí mismo.

Existen, pues, dos maneras de entender el crédito. El crédito real, que descansa en realidades, es decir, en prendas o en hipotecas; y el crédito personal, cuya garantía de pago descansa única y exclusivamente en la honradez del deudor. El pueblo tiene una decidida tendencia al crédito personal: no entiende de otro modo la mutualidad. Háblese al hombre del pueblo de prendas, de fianzas, de dos o tres firmas, de un efecto de comercio que represente un valor entregado y en todas partes susceptible de descuento; lejos de comprender, tomará esas precauciones por una injuria. Esto no se hace -dirá para sí- entre gentes conocidas. Llevo veinte años de ejercicio en mi profesión -dirá ese obrero-; ahí están los certificados que acreditan mi buena conducta; deseo establecerme y necesito 3.000 francos. ¿Pueden prestármelos? No será poca su sorpresa si le dicen que en los negocios y en un banco mutuo, como en otro cualquiera, la regla es no confiar en el hombre sino en la prenda.

A los gerentes y directores de las sociedades de crédito recíproco corresponde formar, desde este punto de vista, la educación del pueblo. Temo ya que por una intempestiva complacencia, y por el mal fundado recelo de faltar a su programa, se hayan prestado algunas a anticipos imprudentes y hayan consentido préstamos aventurados. Importa explicar a los obreros los verdaderos principios y convencerlos bien de que en el terreno del crédito, más que en otro alguno, una cosa es la caridad y otra el derecho; de que no se debe confundir las sociedades mutualistas con las de socorros; en una palabra, de que los negocios no son obra de caridad y de filantropía. Sólo raras veces, y aun con la mayor circunspección, deben las sociedades de obreros permitirse el crédito personal -que sería, en el riguroso sentido de la palabra, el verdadero crédito- so pena de convertirse en establecimientos de beneficencia, de verse muy pronto arruinadas por el favoritismo, los pagarés al descubierto y las garantías morales y de caer en la deshonra.

¿A qué llamaremos, pues, crédito recíproco?

Las operaciones de crédito se dividen en dos grandes categorías: descuento de valores de comercio, y anticipos o préstamos a la agricultura y a la industria.

Cada una de estas operaciones presupone una garantía positiva, una hipoteca real. Así el negociante que necesita dinero se lo procura por medio de letras de cambio o libranzas que gira a cargo de sus deudores y hace endosar por otro negociante o banquero, y aun algunas veces por dos, lo que da a la letra tres y aun cuatro garantías: la del deudor, la del librador y la del endosante o endosantes, todos responsables con su persona y con sus bienes. En los momentos de crisis, no es tampoco raro ver a los negociantes procurándose dinero sobre mercaderías que representan tres y cuatro veces la suma que reciben. Conviene ahora que las clases obreras sepan y entiendan que la mutualidad no les puede dispensar de ninguna de esas garantías, base necesaria del crédito. Se trata de otra cosa.

Hemos dicho más arriba no sólo que no se abre crédito sobre simples promesas y sí sobre prendas, garantías e hipotecas, sino también que el crédito es una operación interesada que presupone para el que lo abra remuneración o beneficio, es decir, una verdadera prima análoga a la del seguro, que varía de 2, 3, 4 a 5, 6, 7, 8 y 9 por ciento al año y que es el interés. A ese interés añaden los banqueros una comisión y otros menudos gastos que la elevan a veces en un 1 por ciento. Lo que se trata de reducir por medio de la mutualidad es ese interés y sus accesorios, tanto para los descuentos del comercio como para los préstamos hipotecarios a la agricultura y a la industria.

Durante diecisiete años he escrito tanto sobre esa materia del crédito mutuo, que no creo oportuno en estos momentos entrar en largas explicaciones. Bastan algunas palabras.

El interés del dinero, cuyo maximum es -por la ley de 3 de septiembre de 1807- de 6 por ciento al año en los negocios mercantiles, y de 5 por ciento en los civiles, es la más grave carga que pesa sobre el trabajo, y para el consumo el tributo menos justificado y más desastroso. Es posible formarse una idea sabiendo que los descuentos mercantiles producen -solamente al Banco de Francia y a sus sucursales- 40 millones de beneficio. En lo que se refiere a los préstamos a la agricultura y a la industria, el importe total de las hipotecas era, en 1857, de 12.000 millones, que representan por lo menos 600 de interés.

Ahora bien, en lo que a la circulación y al descuento concierne, es claro que el interés de 6, 7, 8 y 9 por ciento, exigido por los banqueros, es un tributo que pagan graciosamente los negociantes que llevan al descuento sus valores, puesto que del mismo modo que podrían asegurarse los unos a los otros mediante una prima ligerísima -inadmisible para las compañías de seguros- y habrían podido, influyendo en las resoluciones del poder, garantizarse los transportes a un precio inferior de un 60 o un 80 por ciento al de los ferrocarriles, podrían también darse crédito los unos a los otros, con o sin intervención del gobierno, a un interés al que no podría bajar ningún capitalista.

Cuando en 1848 se creó, bajo la iniciativa del gobierno provisional y por suscripción de los comerciantes, la Caja de Descuentos, ¿quién impidió que el gobierno, después de haber concedido a este nuevo banco la doble garantía de las obligaciones de la ciudad de París y de los bonos del Tesoro, estipulase que los accionistas de la Caja habían de poder descontar sus efectos sin interés y mediante una simple comisión? Se habría visto pronto a todo el mundo pretendiendo la misma gracia y solicitando acciones, es decir, procurando rescatar por medio de una suscripción voluntaria, pagadera, una sola vez, el tributo pagado uno y otro año a los banqueros. Pero la República de Febrero no había aún salido en 1848 del terreno de la política; no se ocupaba de mutualidad ni de crédito gratuito; y satisfecha con haber puesto en marcha una nueva máquina, renunció toda participación en los beneficios a favor de los accionistas. Hoy el estado ha retirado su garantía, ya del todo inútil, y el capital de la Caja, que era en un principio de 6.666.500 francos por lo que debían aportar los accionistas, es hoy de 20 millones, cotizándose en la Bolsa a 980 francos sus acciones, que son sólo de 500.

En cuanto a los préstamos a la agricultura y a la industria, como necesariamente se componen de materias primas, instrumentos de trabajo, ganado, subsistencias y jornales, como por las palabras crédito territorial no se entiende de modo alguno préstamos de tierras, prados, campos, viñas, bosques, casas ni otros inmuebles, sino simples préstamos de trabajo y provisiones; como el metálico no sirve aquí del mismo modo que en el comercio, sino de medio de cambio; como, pues, los referidos préstamos no pueden salir sino de los ahorros de la nación y la única tarea del Crédito Territorial es, por consiguiente, facilitar -a los que necesiten tomar efectos a préstamo- los medios de sacarlos de esos mismos ahorros, operación que tiene más el carácter de una venta a plazo que el de un préstamo hipotecario, es evidente que aun en esto la mutualidad es susceptible de una de sus más bellas aplicaciones, puesto que no se trata sino de dar forma y carácter práctico a lo que en el fondo es ya una realidad, es decir, que los verdaderos prestamistas son los productores. Puesto que por otra parte la materia objeto del préstamo no es el dinero sino materias primas, jornales, herramientas y subsistencias; puesto que al efecto se trata, más que de asegurar un Banco, de crear grandes almacenes y depósitos; puesto que, por fin, no pudiendo hacerse préstamos de esta especie sino bajo el punto de vista de que han de ser reproductivos, son los productores los que por medio de una sindicatura deben organizar la manera de prestarse los unos a los otros, con un costo imposible para los que tienen el manejo del metálico.

No nos parecerá nunca bastante extraña la rara fascinación que produce el dinero sobre nuestros rutinarios banqueros y nuestros pretendidos economistas. Cuando en 1848 se trató en la Asamblea republicana de fundar el crédito territorial, salvación de nuestra agricultura, no se pensó sino en crear con la menor cantidad posible de numerario la mayor suma de billetes de crédito, todo como cuando se trató del Banco de Francia. Pero cuanto más se pensó en ello, tantas más dificultades fueron surgiendo. Por de pronto no hubo quien consintiera en prestar sus escudos al rédito de 3 y 3,65 por ciento para que el nuevo establecimiento pudiese volverlos a prestar sobre hipoteca por un plazo de veinte a sesenta años al 5, 5,50 o 6, comprendidos amortización y gastos administrativos. Y luego, aun cuando se hubiese encontrado prestamistas, ¿de qué habría servido? La hipoteca no por esto habría dejado de seguir su marcha; la deuda agraria habría aumentado y se habría hecho cada día de más imposible reembolso; y la institución del crédito territorial habría conducido por fin a una universal expropiación, si se hubiese persistido en prestar al 5 y 6, cuando la tierra no renta sino el 2 por ciento. Contradictoria así, lo mismo para los capitalistas que para la deuda agraria, no pudo menos de ser totalmente abandonada esa bella institución que tantas esperanzas había hecho concebir, y su creación fue objeto de descuento en honor del Gobierno Imperial. La agricultura se ocupa ahora de cosas muy distintas. Recordábamos hace poco que el importe total de las hipotecas asciende a 12.000 millones. Para que el crédito territorial hubiese podido reembolsar o convertir holgadamente tan enorme suma, habría debido reunir en sus cajas, al par del Banco, la tercera parte por lo menos en dinero, o sea 4.000 millones de metálico, que hubiesen garantido los 12.000 millones de billetes. ¿No es eso soberanamente ridículo? Contra esa dificultad han venido, con todo, a estrellarse la habilidad de nuestros hacendistas, la ciencia de nuestros economistas y la esperanza de nuestros agrónomos republicanos. Stupete gentes.

Hay, pues, en esto como en todo un triple abuso que destruir, abuso que habría desaparecido hace mucho tiempo sin la necedad de nuestros intrigantes del mundo de los negocios y la complicidad de nuestros gobiernos:

La violación cada día más obstinada del derecho económico;

La absorción improductiva y cada día creciente, en forma de intereses, de una parte de la riqueza creada todos los años;

El desarrollo de un parasitismo desenfrenado y cada día más corruptor.

Así, lo que distingue las reformas mutualistas es que son a la vez de derecho estricto y de alta socialibidad. Consisten todas en suprimir los tributos de todas clases que se cobran de los trabajadores, bajo pretextos y por medios que serán un día previstos por las constituciones e imputables a los gobiernos (2).

Esa mutualidad que niegan tan ardientemente en nuestros días los favorecedores del privilegio, y que se presenta como el rasgo característico del nuevo Evangelio, no es la que hacía decir a Cristo: Prestad sin esperar nada de vuestros deudores, mutuum date, nihil inde sperantes. Los teólogos modernos -cayendo muy por debajo de la moral de los antiguos- han discutido si, con esas palabras, Cristo había prohibido de una manera absoluta el préstamo a interés, es decir, sobre si había dado un precepto, o no había querido dar más que un consejo. Nos dan, empero, el genuino sentido del Evangelio la distinción que hemos hecho anteriormente entre la ley de caridad y la de justicia, y la explicación que hicimos en el anterior artículo del crédito mutuo, siempre garantido, pero no interesado, y del crédito personal u otorgado sobre una simple promesa.

Había venido antes Moisés y dicho a los judíos: No cobrarás interés a tu hermano; sí tan sólo al extranjero. Llevaba principalmente por objeto evitar la confusión y la enajenación de los patrimonios, en su tiempo, como en el nuestro, amenazados por la hipoteca. Con el mismo objeto había dispuesto que las deudas fuesen perdonadas cada cincuenta años. Vino luego Jesús predicando la fraternidad universal, sin distinción de judíos ni gentiles, y generalizando la ley de Moisés, dijo: Prestarás sin interés a tu hermano, sea israelita, sea extranjero. El autor del Evangelio cerraba así la edad del egoísmo y la de las nacionalidades y abría el período del amor, la era de la humanidad. Desarrollaba, con más energía que nunca, el célere principio: Haced por los demás como por vosotros mismos, pero jamás tuvo la idea de organizar económicamente la mutualidad, ni de fundar bancos de crédito recíproco, ni tampoco de imponer a nadie el préstamo de sus ahorros sin indemnización, con el riesgo de perderlos. La proposición anunciada por él se refiere a las comunidades cristianas, y sabemos ya lo que esas comunidades duraron. Ahora damos un paso más: sin volver a la comunidad y caridad evangélicas, afirmamos la mutualidad económica, por la que, sin imponer sacrificio a nadie, lo obtenemos todo a su justo precio; idea sencillísima, a cuyo propósito podemos decir de nosotros mismos lo que decían de Jesús los judíos de su tiempo: No le han comprendido. Et sui eum non comprehenderunt (3).

El egoísmo, disfrazado con el falso nombre de libertad, nos ha corrompido y desorganizado completamente. No hay una de nuestras nociones ni de nuestros errores, no hay forma de vicio ni de iniquidad, que no nos arrebate una parte de nuestra mísera subsistencia. Pagamos tributo a la ignorancia, al azar, a la preocupación, al agio, al monopolio, al charlatanismo, al reclamo, al mal gusto, del mismo modo que al sensualismo y a la pereza. Lo pagamos a la crisis, a la paralización de los negocios, a las coaliciones, a la falta de trabajo y, gracias a nuestras rutinarias prácticas, lo pagamos también a la propiedad, a la autoridad, a la religión y a la ciencia misma, que no podemos evidentemente pensar en abolir. Todos estos tributos son superiores a los servicios que nos prestan. En todas partes el derecho económico está violado en sus principios fundamentales y en todas partes esa violación lleva consigo, en nuestro daño, sustracción de riqueza, desarrollo de parasitismo y corrupción de costumbres públicas.




Notas

(1) Véase sobre esta cuestión: Organización del crédito y la circulación, París, 1848; Dictamen del ciudadano Thiers, acompañado del discurso pronunciado en la Asamblea Nacional por el ciudadano Proudhon, 31 de julio de 1848; Interés y principal, discusión entre Proudhon y Bastiat; Banco del pueblo, Garnier Hnos., 1849; De la justicia en la revolución y en la iglesia, tercer estudio. (Nota de Proudhon).

(2) Una cosa hay que no debemos pasar por alto. Ciertos partidarios de la anarquía económica, que fomentan el feudalismo industrial y mercantil y son encarnizados adversarios de la emancipación de las clases obreras, afectan pedir con interés lo que llaman la libertad de Bancos o la descentralización del crédito, del mismo modo que han pedido y obtenido antes lo que llaman el libre cambio, y están en vísperas de pedir la abolición de la tasa de los intereses. A propósito de esto, no dejan nunca de señalar el crédito mutuo como una institución centralizadora, ni de acusar de nuevo de gubernamentalistas a los partidarios de la revolución económica. ¿Será necesario recordar al lector que todo servicio público, organizado de modo que no cueste nada o casi nada a los consumidores, es tarea propia de la sociedad, que obra por y para sí misma, tarea por lo tanto tan ajena a la centralización como al comunismo? No hay dificultad en que dentro de cada ciudad y de cada provincia sean independientes unos de otros los Bancos públicos, con lo que estará suficientemente descentralizado el crédito. Mas eso de tomar por libertad de crédito la facultad para todo el mundo de emitir papel moneda, así como llamar libertad de préstamo a interés la facultad de elevar el descuento a 7, 8, 9, 10 y más por ciento, es un abuso de lenguaje cometido para encubrir una superchería y es además, en la ciencia, una contradicción. Lo que acabamos de decir del crédito lo repetimos acerca de los seguros, de las obras públicas, etcétera. No confundamos el trabajo colectivo, gratuito por su naturaleza, con los productos de la centralización, los más caros y los peores de todos. (Nota de Proudhon).

(3) La teoría del crédito con tendencia a ser gratuito, es decir, a no costar al mutuante más que los gastos de administración -valuados en un 1/2 o un 1/4 por ciento-, ha sido expuesta por primera vez, teóricamente, en un folleto de cuarenta y tres páginas, titulado Organización del crédito y la circulación, por P. J. Proudhon, París, 1848. Otros, entre ellos Mazel ainé (el primogénito), y más recientemente un tal señor Bonnard, parecen haber entrevisto el mismo principio. La prueba empero de que ni uno ni otro, y mucho menos Bonnard, han tenido de ese principio sino una idea superficial y falsa es el hecho de haber concebido ambos la idea de beneficiarlo en su provecho, olvidando que lo que constituye esencialmente la mutualidad es el carácter gratuito del servicio. La caja de Bonnard está hoy muy decaída; no falta, sin embargo, quien diga que el fundador ha hecho una buena fortuna, fortuna cuyo origen, por irreprensible que pueda haber parecido a los ojos de la justicia, no ha sido a buen seguro de reciprocidad.

Entre los adversarios del crédito mutuo, no puedo menos de nombrar aquí particularmente a Federico Bastiat. La memoria de este economista, muy honrosa por la mayor parte de sus opiniones, llevará siempre sobre sí, a juicio de todas las personas sensatas, el cargo de mala fe a que se hizo acreedor cuando la discusión pública que sostuvimos los dos en 1849. Reconocía yo de buen grado que en materia de crédito el simple particular no puede sin remuneración alguna desprenderse de sus capitales, del mismo modo que no podría asegurar contra incendios una sola casa sin cobrar una muy gruesa prima; y luego, cuando quería hacer entender a mi contendiente que bajo el régimen del sistema mutuo cabía que sucediera lo contrario, no quería Bastiat oírme, alegando que nada tenía que ver con la mutualidad, y se daba por satisfecho con mis confesiones sobre las consecuencias del crédito que yo llamaba unilateral, a fin de no darle el odioso epíteto de usurario.

A propósito de esto, me permitiré una reflexión. A nadie menos que a mi estaría bien criticar a las clases obreras, sobre todo cuando tratan de runir sus esfuerzos en Francia, Alemania e Inglaterra, para asegurar su común emancipación contra toda coalición de los capitalistas, contra toda eventualidad de una guerra extranjera (alusión a la fundación de la Internacional de los Trabajadores). Después de haber indicado, sin embargo, las falsas ideas y las ilusiones de la gente que vive de su trabajo, no puedo menos de hacer observar la timidez de algunos que, temiendo horrorosamente caer en la utopía, se hacen los prudentes siguiendo paso a paso las prácticas de los hombres de la burguesía, y harían de buena gana consistir su mutualismo en que las clases obreras tuviesen sus banqueros, como los tienen, desde los tenderos a los propietarios, todos los contribuyentes. ¡Cómo! ¡Apenas proclamada, se avergonzaría ya la mutualidad de su nombre! ¡Temería dejarse llevar demasiado lejos! ¡Protestaría contra lo que algunos llaman la exageración de sus doctrinas! Tranquilícense los obreros. No están en vísperas de poder hacer una guerra seria al capital con sus Bancos que, puestos en cuenta corriente con el de Francia, pagan a buen precio el dinero que les facilíta y están condenados por lo tanto a hacer pagar caro su crédito. No se fundará a buen seguro en Europa el crédito mutuo ni por medio de desórdenes, ni por medio de insignificantes concurrencias, ni mucho menos por medio de subvenciones filantrópicas o desinteresadas suscripciones. Se necesita para esto, como he dicho más de una vez, toda la fuerza de una voluntad colectiva, franca y resueltamente reformadora. En 1849, el Banco del Pueblo no se dirigió más que a un fin: el de instruir al pueblo en las doctrinas económicas con ejemplos detallados y memorias y cuentas semanales. Esperábamos para realizarlo las elecciones de 1852. Grandes cosas nos guarda sin duda el porvenir, y es sin duda invencible la democracia obrera. Creo, con todo, que hará bien en no consumirse en esfuerzos inútiles y, puesto que ha sabido contarse en 1863, en no perder de vista los pensamientos políticos de 1852. (Nota de Proudhon).


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