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Capítulo 11

Si los hechos no lo demostraran todos los días, no podríamos llegar jamás a creer con cuánta lentitud se va formando la ética humana, con cuánta dificultad llega a distinguir lo justo de lo injusto. La condenación del pillaje y del robo y su prohibición y represión legales no van más allá de tres mil años. Aún hoy -como es fácil ver echando una ojeada sobre los atentados contra la propiedad, enumerados y definidos en el Código Penal- apenas si están comprendidos bajo los nombres de pillaje, robo y estafa sino los más violentos y groseros casos de la usurpación del derecho ajeno. En vano nos ha presentado la antigua sabiduría su adagio mutualista: Haz por los demás lo que tú quieras que por ti hagan; no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran. No hemos visto en esta máxima sino un consejo de caridad, una fórmula de beneficencia puramente voluntaria que en nada obliga a la conciencia. No hemos marchado sino con ayuda de la policía y del verdugo y, sobre las cosas más importantes de la economía social, somos aún tan salvajes como aquellos mismos hombres que cansados de asesinatos, violencias y rapiñas convinieron en respetar mutuamente sus bienes, sus mujeres y sus vidas y fundaron las primeras sociedades.

Cuando hablamos hoy de mutualidad y de instituciones mutualistas, ¿no parece verdaderamente que decimos algo nuevo? Les cuesta trabajo comprendernos, tanto al hombre del pueblo como al burgués, al capitalista como al proletario, al comerciante, al propietario como al arrendatario, al magistrado como al sacerdote, al economista como al jurisconsulto; no comprenden bien nuestros sinónimos; nuestras palabras, siendo para ellos ininteligibles, son palabras perdidas. El seguro mutuo es una idea antigua que se admite sin dificultad, pero sólo como teoría, no como acto de justicia. Se toma sólo como una de las formas de operaciones libres, no como una obligación tal que considere culpables ni al que expende sin contar la insolidaridad de los riesgos y haciendo del peligro general un medio de fortuna, ni al gobierno que lo consiente, ni a la sociedad que lo aprueba. Y si tal es en nuestra época la opinión sobre el seguro mutuo -la más elemental de las mutualidades- ¿qué no será en lo que se refiere a la apreciación de los valores, la lealtad en los contratos, el cambio de servicios y de productos, los arrendatamientos? ¿A quién se podrá hacer entender que el engaño en la oferta y la demanda es un verdadero delito contra la justicia y un atentado contra la propiedad? ¿Cómo convencer al obrero de que así como el maestro no puede rebajar el precio de su trabajo, tampoco puede él exagerarlo? Se contesta con: defiéndete como me defiendo; cada uno para sí; en la guerra como en la guerra; y otras cien máximas conservadas desde los tiempos bárbaros, en que el robo y el despojo eran la recompensa del soldado.

¿No es acaso el propietario dueño de su casa? ¿No la ha heredado de su padre o comprado o edificado con sus propias manos? ¿No es tan dueño de derribarla como de levantarla, habitarla con su familia, convertirla en granja, almacén o cuadra; reemplazarla por un jardín o por un juego de bolos? ¿A qué, pues, hablarnos de mutualidad? ¿Qué viene a ser esa manera solapada de reducir y tasar legalmente los alquileres so pretexto de usura, de baratura de los capitales, de derecho social al mayor valor de los terrenos y otros cuentos? La verdadera propiedad lleva consigo el derecho de accesión y el de aluvión, y, por lo tanto, el de apropiarse del mayor valor de los solares, que después de todo no es más que una bendición del cielo sobre el proletariado. Respetemos, pues, la propiedad: no puede aquí invocarse con justicia sino la ley de la oferta y la demanda, en su enérgica y primitiva sencillez; no puede atar al propietario sino su palabra.

Esto se dice, sin tomarse siquiera el trabajo de observar que merced a un nuevo privilegio, la ley de la oferta y la demanda es mucho más benévola para el propietario que para el comerciante, el fabricante y el obrero. Se regatea al obrero su salario, al comerciante su mercancía y al fabricante su servicio, sin que falte quien se permita recriminarles, casi como un delito, la exageración de sus precios. Pero, ¿quién se atreve a tanto con el propietario? Si son demasiado duras sus condiciones, se le deja sin hacer observación alguna. Y por parte del estado, ¡qué consideración! ¡qué deferencia! La policía destruye los frutos mal sazonados, la leche aguada, las bebidas de fabricación sospechosa, las carnes corrompidas; tiene leyes contra los acaparadores y los agiotistas; sabe si conviene poner coto a ciertos monopolios. Hace apenas cuarenta años que se ha comenzado a poner algunas trabas a los abusos de la propiedad; pero ¡qué de precauciones para con esa poderosa casta, tratada siempre como noble! ¡Qué de celo por indemnizarla! ¡Qué de propietarios enriquecidos por la expropiación, venturosos de que el estado se haya dignado fijarse en sus patrimonios, como el señor se dignaba antes bajar los ojos sobre la hija de su vasallo!

Esas cosas tan repugnantes, propias de una época saturada de egoísmo y de iniquidad, las vamos a encontrar aún mucho más vivas en un servicio tan importante como antiguo, sin que por eso haya sido jamás esclarecido por el derecho.

¿Qué lazo de solidaridad, y por consiguiente, qué mutualidad cabe establecer entre el público y el empresario de transportes? Léase desde el artículo 96 al 108 del Código de Comercio y se verá que el legislador, lejos de buscar la justicia, no ha pensado sino en asegurar al expedidor, determinando severamente la garantía o responsabilidad del transportador. Son los dos contratantes como dos mundos aparte, que no se comunican sino con desconfianza y que, después de una relación pasajera, permanecen siempre completamente extraños. Una vez entregado el bulto, el transportador pasa a ser como su propietario: le concierne a él exclusivamente todo lo que se refiere al transporte, a la manera de verificarlo, a sus condiciones y a su duración, así como a todo lo que pueda sucederle en el viaje. Entre el transportador y el expedidor el contrato se reduce a dos palabras: para el primero, una responsabilidad absoluta; para el segundo, el pago del flete. De esto se deduce que, en todo lo relativo a la circulación de los productos, el comercio, la industria y la agricultura están, en términos generales, a merced de las empresas de transportes; no hay tregua ni alivio sino cuando esas empresas luchan entre sí, luchas cuyos gastos termina siempre por pagar el público.

Es verdad que el contrato de garantía mutua entre las empresas y el público sería poco menos que impracticable en épocas de guerra, cuando la industria languidece, los viajes rebosan de peligros y los negocios son difíciles. Prefieren entonces empresarios y transportadores, porteadores y cargadores conservar su libertad de acción. Mas en un país como el nuestro, donde hace siglos se han desarrollado tanto los negocios y es tan segura la circulación, ¿se comprende que jamás las empresas hayan podido entenderse con el comercio? He estado durante diez años en la navegación interior y la he visto morir sin que haya llegado jamás a organizarse. Ha sido preciso apelar a las concesiones de ferrocarriles por el estado, al monopolio inherente a ese género de transporte, a la coalición de las compañías y, en fin, al acarreo, para concebir la posibilidad de un pacto equitativo y ventajoso para todos los intereses. Y, sin embargo, nada más sencillo que la idea de ese pacto.

Garantizadnos vuestras consignaciones -habrían dicho los empresarios de transportes a los industriales, comerciantes y labradores de las respectivas localidades- y nosotros por nuestra parte:

Os garantizamos todos los transportes desde los puntos A, B, G, D, a los puntos X, Y, Z;

Os garantizamos esos transportes a grande o pequeña velocidad, ya en un plazo fijo de tantos días, ya en un plazo moral;

Os garantizamos que se harán viajes cada dos, tres, cuatro o cinco días;

Os garantizamos, por fin, precios fijos para cada clase de cargamentos.

Nuestro compromiso será recíproco y por uno o muchos años, pero modificable siempre que salga una invención o una competencia seria que permita ejecutar el servicio a menor precio. En este caso deberá dársenos aviso, para que podamos tomar nuestras medidas y conservar la preferencia.

¡Cosa singular! Si en algo cabía que por la sola iniciativa de algunos individuos se estableciese con fuerza y extención el principio de la mutualidad, era evidentemente en el comercio de transportes. Una vez reformado el aparato circulatorio, no podía menos de seguir su impulso todo el sistema. Pero tal es la fatalidad que rige los destinos humanos, que jamás han propuesto ni comprendido las compañías de navegación semejante compromiso, ni es probable que el público hubiese consentido en aceptarlo. El público hacía lo que las compañías: se reservaba su libertad, por amor al agio y a lo imprevisto. Si desde 1840 las compañías de transportes por agua y las empresas terrestres hubiesen seguido ese camino, como no habrían podido menos de ser tomadas por máximum sus tarifas, ni de dar la ley, el país tendría hoy los transportes a 5 céntimos en asientos de primera clase y a 2 en los de segunda, por cabeza y kilómetro; y para las mercancías, de 1 1/2 céntimos a 5, en grande o pequeña velocidad, tanto por agua como por los carriles.

En lugar de esto, la navegación ha sido abandonada casi en todas partes, y las compañías de ferrocarriles, aplicando tarifas hechas por legisladores poco celosos, hacen pagar:

A los viajeros: 10 céntimos y 5,7 por cabeza y kilómetro;

Por las mercancías: 9, 12, 14 y 21 céntimos por kilómetro y tonelada.

En años de escasez el trigo, que debería pagar a lo más 2 céntimos, paga 5; las ostras, el pescado fresco y otros artículos que no pueden ir sino a gran velocidad, 55. ¿Se quiere saber por medio de un solo ejemplo, cuál es la influencia de esa tarifa sobre el precio de los comestibles? Mientras en Burdeos y en Macon se vendía corrientemente a 10 céntimos la docena de duraznos, no se los ha pagado jamás en París a menos de 15, 20 y 50 céntimos cada uno.

Si con todo, el gobierno de Luis Felipe -producto de las ideas de 1789- no se hubiese dejado infatuar tanto de sus ideas de autoridad y de jerarquía; si desde 1842 se hubiese convencido de que no era sino el representante o el órgano de las relaciones de solidaridad y mutualidad entre los ciudadanos, habría visto en la legislación de los ferrocarriles la ocasión, única, de constituir, junto con el bajo precio de los transportes, la mutualidad industrial y mercantil, o sea fundar el derecho económico (1). Habría visto -cosa que comprende bien hasta el más torpe- que un servicio público, tal como el de los ferrocarriles, no es para usufructo de una clase ni para fortuna de un ejército de accionistas; y por lo tanto, habría organizado el servicio de los transportes, o por la menos lo habría confiado a compañías de trabajadores, con arreglo a los principios de la reciprocidad y la igualdad económicas.

¿Quién duda hoy que el pueblo francés habría podido, sin necesidad de compañías anónimas, hacerse de ferrocarriles, y, considerándose a la vez como cargador y porteador, asegurarse para siempre el menor costo en los transportes? Pero al gobierno no le convenían ferrocarriles construidos y explotados según el principio de la reciprocidad, cuyos servicios no demandasen más que sus gastos de explotación y conservación. Ferrocarriles a los que en virtud del conocido axioma de derecho: nadie es siervo de su propia cosa, Res sua nulli servit- no habría habido que reembolsar capital de fundación; cuyas acciones no habrían sido objeto de alzas ni bajas, por la sencilla razón de que no habría habido en ellos ni concesiones ni accionistas. Ferrocarriles, finalmente, que por su bajo costo habrían redundado en provecho de la nación y no habrían creado prebendas para nadie, ni hecho la fortuna de ningún parásito. El producto neto anual de las vías férreas alcanza, aproximadamente, a doscientos millones: dejados al comercio, a la agricultura y a la industria, ¡cuánto no habrían podido contribuir al desarrollo de la riqueza pública! (Véase Manual del especulador de Bolsa, Paris, 1857, Garnier Hermanos, y De las reformas que hay que hacer en los ferrocarriles, obra del mismo autor (2), París 1854). El gobierno y las cámaras de Luis Felipe creyeron que valía más hacerlos pasar al bolsillo de sus amigos banqueros, empresarios y accionistas. El pueblo estaba acostumbrado a pagarlo todo, aun lo que se hacia para él con su propio dinero: ¿qué habría sucedido si de repente se le hubiese demostrado que, estando construidos con su dinero los ferrocarriles, no debía pagar ya y sí tan sólo los gastos corrientes? No se sentía por otra parte dar ese desarrollo a la clase acomodada y menos laboriosa, aumentar por ese medio el número de los partidarios del poder, crear, por fin, intereses decididamente afectos a la autoridad, batida en brecha cada día más por la marea ascendente de los intereses populares. El mismo gobierno actual tan lejos está de haber comprendido su verdadera ley, que después de las guerras de Crimea y Lombardía ha aumentado en un décimo las tarifas de los ferrocarriles, haciéndose, por la más ininteligente de las operaciones fiscales, coparásito de una industria que está destinada por su naturaleza a ser tanto mas productiva para todo el mundo, cuanto que no debe pagar renta a nadie ni producir para nadie beneficios. (3).

Millones y millares de millones cuesta todos los años a la nación el desprecio de la ley de mutualidad, la violación del derecho económico (4). ¿Creerá alguien, acaso, que se han construido los ferrocarriles con el dinero de las compañías? No; las compañías no han proporcionado sino la parte más insignificante del capital gastado, como para tener un pretexto para apropiarse de la totalidad de la renta. Según la ley de 1842 (5), corren a cargo del estado las indemnizaciones debidas por los terrenos y edificios que se expropien y también los terraplenes y desmontes, las obras de arte y las estaciones. ¿Qué quedaba por hacer a las compañías? Sólo poner los carriles y el material. ¿Cuál es, sin embargo, la parte del estado en los ingresos? Absolutamente ninguna. ¿Qué digo?, no contento con no percibir nada el estado, garantiza a las compañías un mínimum de beneficio. Así se puede decir que en los ferrocarriles hechos con arreglo a la ley de 1842, el estado, es decir, el país, cubría la mayor parte de los gastos y se retiraba dejando a las compañías las utilidades. Jamás el mercantilismo anárquico había obtenido éxito semejante por culpa de un gobierno. Sosteníamos hace poco que los instrumentos de circulación pública, como creación del país, deben ser entregados al país gratuitamente. El gobierno de 1830 los ha entregado gratuitamente a las compañías, que se los hacen pagar bien caros; no se ha equivocado sino de dirección. La idea de mutualidad es de las más sencillas, pero no ha entrado jamás en el espíritu de las aristocracias ni de las monarquías ni de las teocracias ni de ningún gobierno. En el comercio de transportes es donde habría podido hacer más la iniciativa individual para tan grave reforma. Será, sin embargo, necesaria una revolución económica en todo el país para verificarla en los canales y en los ferrocarriles.



Notas

(1) Duchene (Jorge), colaborador de Proudhon, publicó en 1869 un interesante trabajo titulado Imperialismo industrial y financiero. (Nota del Editor francés).

(2) Es decir, Proudhon. Suya es la referencia entre paréntesis.

(3) Acordar a los banqueros el monopolio de la explotación de los ferrocarriles es sencillamente restablecer en beneficio de un nuevo feudalismo el derecho de extorsionar al viajero, imponiendo un derecho de peaje que ejercían los antiguos señores ... el más lucrativo de los privilegios. Toussenel: Confusión general a propósito de los nuevos ferrocarriles.

(4) Un derecho económico, por oposición al derecho político: es interesante destacar el desenvolvimiento y la evolución sufridos en todas las leyes que han conducido al poder público a regularizar -movido por un interés de solidaridad y de mutualidad- el ejercicio de los derechos individuales en materia de propiedad o de trabajo. El propietario y el empleador no son ya amos absolutos del contrato.

(5) Ley del 11 de junio de 1842. Los pasajes a que hace alusión son los siguientes:

Art. 3° Las indemnizaciones debidas por terrenos y edificios cuya ocupación sea necesaria al establecimiento de líneas férreas y de sus dependencias serán adelantadas por el estado y reembolsadas al mismo, hasta los dos tercios, por los departamentos y las comunas.

Art. 5° Los tercios de indemnización de terrenos y construcciones -de obras de arte y estaciones- serán pagados de los fondos del estado.


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