Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Del suicidio y de los emigrantes

El suicidio es un delito que parece no poder admitir pena propiamente dicha, supuesto que la pena no podrá recaer sino sobre inocentes o sobre un cuerpo frío e insensible. Y si la pena, en estas condiciones, no puede hacer ninguna impresión sobre los vivos, como no lo haría despedazar una estatua, sería injusta y tiránica la pena, porque la libertad política de los hombres supone necesariamente que las penas sean meramente personales. Los hombres aman mucho la vida y todo cuanto les rodea les confirma en este amor. La imagen seductora del placer, y la esperanza, dulcísimo engaño de los mortales, por la cual soportan a grandes sorbos el mal mezclado con algunas pocas gotas de contento, les seduce tanto para que pueda temerse que la impunidad necesaria de un delito como éste ejerza algún influjo sobre los hombres. Quien teme al dolor, obedece a las leyes; pero la muerte extingue todas las fuentes que halla en el cuerpo. ¿Cuál será pues, el motivo que alentará la mano desesperada del suicida?

Aquél que se mata causa menos daño a la sociedad que el que se sale para siempre de los límites de ella, pues aquél deja allí toda sus substancias, mientras que éste se transporta a otro lugar con todo su haber. Antes bien, si la fuerza de la sociedad consiste en el número de los ciudadanos, al sustraerse a sí mismo y darse a una nación vecina, el emigrante hace un doble daño que aquél que simplemente con la muerte se aparta de la sociedad. Por consiguiente, la cuestión se reduce a saber si es útil o perjudicial para las naciones dejar a los hombres la libertad perpetua de ausentarse de la sociedad a que pertenecían.

Toda ley que no va armada o a quien deja insubsistente la naturaleza de las circunstancias, no debe prolongarse; y como sobre los ánimos reina la opinión, que obedece a las lentas e indirectas impresiones del legislador, resistiendo a las que son directas y violentas, las leyes inútiles, despreciadas por los hombres, comunican su envilecimiento hasta a las leyes más saludables, a las que se considera más bien como un obstáculo que deba superarse que como depósito dél bien público.

Y si, como se ha dicho, nuestros sentimientos son limitados, cuanto mayor sea la veneración que tengan los hombres hacia asuntos extraños a las leyes, tanto menos de aquélla quedará para las leyes mismas. El prudente dispensador de la felicidad pública, puede sacar algunas útiles consecuencias del principio que acabamos de sentar; pero el exponerlas me apartaría demasiado de mi asunto, el cual no es otro que demostrar la inutilidad de hacer del Estado una prisión. Una ley de este género será inútil, pues, a no ser que haya escollos inaccesibles o mares innavegables que separen un país de todos los demás ¿cómo cerrar todos los puntos de la circunferencia de aquél y cómo custodiar a los que custodian? Aquél que todo lo lleva consigo, no puede ser castigado, después de lo que hizo. Un delito como éste no puede ya castigarse después de haber sido cometido, y el castigarle antes sería castigar la voluntad de los hombres, y no sus actos; sería imponerse a la intención, que es una parte enteramente libre del hombre, independiente del imperio, de las leyes humanas. Por otra parte, castigar al ausente en las cosas que haya dejado tras de sí, además de la fácil e inevitable colusión que no puede suprimirse sin tiranizar los contratos, encallaría todo comercio de nación en nación. Penar el delito cuando regresase el reo, sería tanto como impedir que se reparase el mal causado a la sociedad, pues todas las ausencias entonces se harían perpetuas. Hasta la prohibición de salir de un país, aumenta en los nacionales del mismo el deseo de salir de él, y es una advertencia a los forasteros para que no penetren en el mismo.

¿Qué deberíamos pensar de un gobierno que no tuviese otro medio sino el temor para retener a los hombres en su patria, a la que están naturalmente unidos por las primeras impresiones de la infancia? El modo más seguro de fijar a los ciudadanos en su patria, es aumentar el bienestar relativo de todos. Del mismo modo que debe hacerse toda clase de esfuerzos para que la balanza del comercio esté en favor nuestro, así también el máximo interés del Soberano y de la nación es que la suma de felicidad de los súbditos sea mayor que en cualquier otra parte de las naciones circundantes. Los placeres del lujo no son los elementos principales de esta felicidad, aun cuando sean un remedio necesario a la desigualdad, que crece con el progreso de las naciones, pues sin ella las riquezas se condensarían en una sola mano.

(Cuando los límites de un país aumentan en mayor razón que la población del mismo, el lujo allí favorecerá al despotismo, tanto porque cuanto es menor el número de los habitantes tanto es menor la industria, cuanto porque cuanto menor sea la industria, mayor será la dependencia de la pobreza en relación con el fausto, y tanto más dificil y menos temida será la reunión de los oprimidos contra los opresores, pues las adoraciones, los oficios, las distinciones, la sumisión que hacen más sensible la distancia entre el fuerte y el débil, se obtienen con mayor facilidad de pocos que de muchos, pues los hombres son tanto más independientes cuanto menos obedientes y tanto menos obedientes cuanto es mayor su número. Pero donde la población crece en proporción mayor que las fronteras, el lujo se opone al despotismo, porque anima a la industria y a la actividad de los hombres, y la necesidad ofrece demasiados placeres y comodidades al rico para que la ostentación que aumenta la impresión de dependencia, destaque sobre todo. Asi puede observarse que en los Estados grandes y débiles, por despoblados, si no median otros motivos que les sirvan de obstáculo, el lujo de ostentación prevalece sobre el de comodidades; pero en los Estados poblados, el lujo de comodidades hace disminuir siempre el de ostentación.- Nota posterior del Autor).

Pero el comercio y el paso de los placeres de lujo tienen el inconveniente de que, aunque se haga por medio de muchos, siempre terminan en pocos y sólo una pequeñísima parte aprovecha su mayor número; de modo que no impide el sentimiento de la miseria, más bien ocasionado por la comparación que por la realidad.

Pero la seguridad y la libertad limitada sólo por las leyes, forman base principal de esta felicidad, con lo que los placeres del lujo favorecen la población y sin las cuales se convierten en instrumentos de tiranía. Al modo que los animales más generosos y los pájaros, tan libres como son, se alejan en las soledades y en los bosques inaccesibles, abandonando las campiñas fértiles y risueñas al hombre que los acecha, así los hombres huyen hasta de los placeres, cuando se los distribuye la tiranía.

Por consiguiente, está demostrado que la ley que encierra a sus súbditos dentro de su país, es inútil e injusta; y lo será del mismo modo la que ponga pena al suicidio, pues, aunque ésta sea una culpa que castiga Dios, que es quien puede castigar hasta después de la muerte, el suicidio no es delito ante los hombres, toda vez que la pena, en lugar de recaer sobre el reo, cae sobre su familia: Si alguno me opusiese que la pena del suicidio podría por lo menos, apartar de la muerte a algún hombre determinado, yo le respondería que aquél que renuncia tranquilamente al bien de la vida, que odia la existencia de aquí abajo, hasta el punto de preferir a ella una eternidad infeliz, ni siquiera se disuadiría de su resolución por la consideración de sus hijos y parientes.


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