Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Delitos contra la seguridad de los particulares, violencias, penas de los nobles

Tras los delitos de lesa majestad, van los delitos contra la seguridad de los partículares. Como la seguridad de los particulares es el fin primario de toda asociación legítima, no puede dejar de asignarse a la violación del derecho de seguridad, adquirido por cada ciudadano, alguna de las penas más considerables establecidas por las leyes.

Hay delitos que son atentados contra las personas y otros contra la subsistencia. Infaliblemente, los primeros deben sufrir penas corporales.

Los atentados contra la seguridad' y la libertad de los ciudadanos, son delitos de los mayores; y bajo esta clase entran no sólo los asesinatos o hurtos cometidos por los plebeyos, sino también los de los grandes y los magistrados, cuya influencia obra a mayor distancia y con mayor vigor, destruyendo en los súbditos las ideas de justicia y de deber, reemplazadas por la del derecho del más fuerte, tan peligroso finalmente en quien le ejerce y en quien le sufre.

Ni los grandes ni los ricos deben poder poner precio a los atentados contra el débil y el pobre, pues de otro modo las riquezas, que son premio de la industria bajo la tutela de las leyes, degeneran en pasto de la tiranÍa. No hay libertad cualquiera de las veces en que las leyes permiten que, en determinados eventos, el hombre deje de ser persona y se convierta en cosa; veríamos entonces el esfuerzo del poderoso para hacer surgir de la multitud de combinaciones civiles, la que la ley da en su favor. Este descubrimiento es el secreto mágico que cambia a los ciudadanos en bestias de carga, pues tal es en manos del fuerte la cadena con que se carga las acciones de los incautos y los débiles. Tal es la razón por la cual en algunos gobiernos, que tienen todas las apariencias de libertad, la tiranía se esconde o se introduce, imprevista, en cualquier ángulo ignorado por el legislador, y en el cual insensiblemente arraiga y se engrandece.

Por lo general, los hombres ponen los más sólidos diques a la tiranía abierta; pero no ven el insecto imperceptible que los roe, abriendo al río inundador un camino tanto más seguro cuanto más oculto.

¿Cuáles serán las penas, por consiguiente, debidas a los delitos de los nobles, cuyos privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones? Yo no examinaré aquí si esta distinción hereditaria entre nobles y plebeyos es útil en un gobierno, o necesaria en las monarquías, ni si es verdad que constituya un poder intermedio que limite los excesos de los dos extremos, o si más bien forma un rango que, esclavo de sí mismo y de los demas, encierra toda circulación de crédito y esperanza en un círculo estrechísimo, como aquellas fecundas y amenas islas pequeñas que resaltan en los arenosos y vastos desiertos de Arabia; así como tampoco examinaré si es cierto que las desigualdades sean inevitables o útiles en la sociedad y si es verdadero también que ella, la desigualdad misma, deba residir más bien en las clases que en los individuos, es decir, fijarse en una parte del organismo político, en vez de circular por todo el mismo; perpetuarse, más bien que nacer y destruirse incesantemente. Me limitaré tan rolo a las penas debidas a este rango noble, asegurando que las penas deben ser las mismas para el primero y el último de los ciudadanos. Para que sea legítima, toda distinción en los honores o en las riquezas, supone una igualdad anterior fundada en las leyes que consideran a todos los súbditos como igualmente dependientes de ellas. Se debe suponer que los hombres, al renunciar a su natural despotismo, hayan dicho: El que sea más industrioso, tenga honores mayores y su fama resplandezca en sus sucesores; el que sea más feliz, o más honrado, espere más aún, pero no tema menos que los otros hombres violar los pactos que le han alzado. Verdad es que estos decretos no se dieron en una asamblea del género humano, pero insiden en las inmutables relaciones de las cosas; no destruyen las ventajas que se suponen debidas a la nobleza, ni tampoco impiden sus inconvenientes; lo que hacen es que las leyes sean formidables cerrando el paso a la impunidad. A quien dijere que la misma pena otorgada al noble y al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de educación, por la infamia que extiende a una familia ilustre, yo le respondería que la sensibilidad del reo no es medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto más favorecido está el que le causa; y añadiría que la igualdad de las penas sólo puede ser extrínseca, por ser realmente diversa en cada individuo; y que la infamia de toda una familia, puede apartarse por el Soberano con demostraciones públicas de benevolencia que haga a la familia del reo. ¿Quién ignora que las formalidades sensibles sirven de razón al pueblo, crédulo y admirador?


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