Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Del tormento

Una crueldad, consagrada por el uso de la mayor parte de las naciones, es el tormento del reo mientras se instruye el proceso, bien para obligarle a confesar el delito, bien por causa de las contradicciones en que haya podido incurrir, o para descubrir los cómplices que pueda haber tenido, o por cierta metafísica e incomprensible purgación de infamia, o, finalmente, por otros delitos en que pudiera haber incurrido, aun cuando no se le acusara de ellos.

No puede llamarse reo a un hombre antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede suprimirle la protección pública más que cuando este resuelto que aquel hombre ha violado los pactos con los cuales se le concedió la misma. ¿Cuál es, pues, el derecho, si no el de la fuerza, que concede a un juez la facultad de penar a un ciudadano mientras se duda si es verdaderamente reo o inocente? No es nuevo el siguiente dilema: o el delito es cierto, o incierto: si es cierto, no le conviene otra pena sino la que esté establecida por las leyes, siendo inútiles los tormentos, porque es inútil la confesión del reo; si el delito es incierto, no se debe atormentar a un inocente, pues tal es, según las leyes, todo hombre a quien no se le ha probado delito alguno.

¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los demás hombres. ¿Pero cómo deberemos juzgar nosotros las secretas y particulares crueldades que la tiranía del uso ejerce sobre los reos y los inocentes? Importa que todo delito evidente no quede impune. Pero es inútil que se revele quien haya cometido un delito que está sepultado en las tinieblas. Un mal ya hecho y para el que no hay remedio, no puede ser penado por la sociedad política más que en cuanto influya sobre los demás con el atractivo de la impunidad. Si es cierto que es mayor el número de los hombres que respetan las leyes, por temor o por virtud, que el de los que las quebrantan, el riesgo de atormentar a un inocente debe apreciarse tanto más cuanto mayor sea la probabilidad de que un hombre, en igualdad de términos, mejor las haya respetado que despreciado.

Pero además, yo añadiré que es pretender confundir todas las relaciones, exigir que un hombre sea al mismo tiempo acusado y acusador y que el dolor se convierta en el crisol de la verdad, como si el criterio de ella residiera en los músculos y fibras de un pobre hombre.

La ley que ordena el tormento, es una ley que dice: Hombres, resistid el dolor; y si la naturaleza ha creado en vosotros un inextinguible amor propio, si os ha concedido un derecho inalienable a defenderos, yo voy a crear en vosotros un afecto enteramente contrario, es decir, un odio heroico hacia vosotros mismos, y os mando que os acuséis, diciendo la verdad, aunque sea entre el desgarramiento de los músculos y el quebrantamiento de los huesos. Este infame crisol de la verdad es un monumento aún en pie, de la legislación antigua y salvaje, cuando se llamaba juicios de Dios a las pruebas del fuego y del agua hirviente y a la incierta suerte de las almas, como si los eslabones de la eterna cadena que inside en el seno de la Razón Primera a cada instante debiesen soltarse y desordenarse por las frívolas creaciones humanas. La única diferencia que media entre el tormento y las pruebas del fuego y del agua, es que el éxito del primero dependerá siempre de la voluntad del reo, mientras que el de las segundas deberá atribuirse a un hecho puramente físico y extrínseco; pero esta diferencia es sólo aparente, y no real, pues tampoco el hombre es libre de declarar la verdad entre los espasmos y los destrozos, como no lo era entonces impedir sin fraude alguno los efectos del fuego y del agua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es proporcionado siempre a la fuerza de la impresión sensible de que emana, pues la sensibilidad de todo hombre es limitada. Por tanto, la impresión del dolor puede crecer a medida que, ocupándola toda, no deje otra libertad al atormentado que la de elegir el camino más corto para sustraerse de la pena en el momento presente. Entonces la respuesta del reo es tan necesaria como las impresiones del fuego o del agua en este caso. El inocente que sea sensible, será llamado reo, cuando él crea que con esto puede hacer cesar el tormento. Toda diferencia entre ello desaparece por la acción del mismo medio que se pretende emplear para hallarla. Este es el medio seguro de absolver a los malvados robustos y de condenar a los inocentes débiles. Tales son los fatales inconvenientes de este pretendido criterio de verdad, pero criterio digno de un caníbal, que los romanos, bárbaros también por más de un motivo, reservaban tan sólo a los esclavos, víctimas de una virtud feroz demasiado alabada.

De dos hombres igualmente inocentes, o igualmente reos, el robusto y animoso será absuelto, el débil y tímido será condenado, en virtud de este razonamiento exacto: Yo, que soy vuestro juez, debo consideraros reo de tal delito; tú, vigoroso, has sabido resistir al dolor, y por ello te absuelvo; tú, débil, has cedido bajo él, y por ello te condeno. Creo que la confesión arrancada entre tormentos, carece de fuerza alguna, pero os volveré a atormentar si no confirmáis lo que habéis confesado.

De modo que el éxito del tormento es asunto de temperamento y de cálculo, que varía en los hombres a medida de la robustez y sensibilidad; tanto es así, que con este método, un matemático resolvería mejor que un juez este problema: Dada la fortaleza de los músculos y la sensibilidad de las fibras de un inocente, hallar el grado de dolor que le hará confesarse reo de un delito.

La indagatoria del reo se hace para conocer la verdad. Pero si esta verdad difícilmente puede descubrirse en el aspecto, en el gesto, en la fisonomía de un hombre tranquilo, mucho menos se descubrirá en un hombre en quien las convulsiones del dolor alteren todos los signos por los cuales, a pesar suyo, la verdad transpira en la mayoría de los hombres. Toda acción violenta confunde y hace desaparecer las diferencias mínimas entre los objetos por los cuales a veces se distingue lo verdadero de lo falso.

Una consecuencia extraña que deriva necesariamente del uso del tormento, es que al inocente se le coloca en peor condición que al reo, porque si se aplica el tormento a los dos, el primero tiene todas las combinaciones en su contra, pues, o confiesa el delito, y es condenado entonces, o si se le declara inocente, ha sufrido una pena indebida. Pero el reo cuenta con un caso favorabIe para él, cuando, habiendo resistido el tormento con firmeza, deba ser declarado absuelto como inocente, cambiando una pena mayor por otra menor. Así es que el inocente sale perdiendo siempre y el culpable sale ganando.

En resolución, esta verdad la comprenden, aunque confusamente, aquellos mismos que se apartan de ella. La confesión prestada durante el tormento, no es válida si, cesado éste, no se la confirma después bajo juramento; pero si el reo no confirma su declaración durante el tormento, se le somete a tormento nuevamente. Hay doctores y hay algunas naciones que no permiten tan infame petición de principio más que por tres veces; pero hay otras naciones y doctores que lo dejan al albedrío del juez.

Es superfluo redoblar la ilustración del caso citando los innumerables ejemplos de inocentes que se confesaron reos entre los espasmos del tormento; no hay nación ni edad que no cite los suyos; pero ni los hombres cambian ni cosechan consecuencias. No hay hombre alguno que haya impulsado sus ideas más allá de las necesidades de la vida, que alguna vez no corra hacia la naturaleza, que le llama así con voces secretas y confusas; el uso, que es tirano de las mentalidades, le rechaza, asustándole.

El segundo motivo es el tormento a que se somete a los presuntos reos cuando incurren en contradicción; como si el temor a la pena, la incertidumbre del juicio, el aparato y majestad del juez, la ignorancia común a casi todos los malvados y los inocentes, no hubiesen de hacer caer probablemente en contradicción así al inocente que teme como al reo que trata de defenderse; como si las contradicciones, comunes a los hombres cuando están tranquilos, no debieran multiplicarse en la turbación del ánimo, todo absorto en la idea de salvarse del peligro inminente.

También se da tormento para descubrir si el reo tiene a su cargo otros delitos distintos de aquéllos de que se le acusa, lo cual equivale a este razonamiento: Tú eres reo de un delito, de modo que es posible que lo seas de otro ciento y como esta duda me atormenta, quiero salir de ella sirviéndome de mi criterio de verdad: las leyes te atormentan porque eres reo, porque puedes ser reo, porque quiero que seas reo.

Se somete a tormento a un acusado para descubrir los cómplices de su delito ¿pero si está mostrado que el tormento no es medio oportuno para descubrir la verdad, cómo servirá para revelar a los cómplices, que es una de las verdades que se trata de descubrir? Como si el hombre que se acusa a sí mismo, no acusara más fácilmente a los demás. ¿Y será justo entonces atormentar a nadie por los delitos ajenos? ¿no podrá descubrirse a los cómplices por las declaraciones de los testigos, por la indagatoria del reo, por las pruebas, por el cuerpo del delito, en una palabra, por todos aquellos medios que han de servir para comprobar el delito del acusado? Por lo general, los cómplices huyen tan luego como cae en prisión su compañero; la inseguridad de su suerte les condena por sí mismos al destierro y libra a la nación del peligro de nuevas ofensas, en tanto que la pena del reo, actuando con su fuerza sobre él, obtiene el único de sus fines, que es el de aterrorizar a los demás hombres, alejándoles de semejantes delitos.

Otro ridículo motivo del tormento es la purgación de la infamia, según la cual el hombre a quien se considera infame por las leyes, debe confirmar su deposición a costa de sus propios huesos. Este abuso no debería tolerarse ya en el siglo XVIII. Se cree que el dolor, que es una sensación, limpia de la infamia que es una mera relación moral. ¿Acaso el dolor es un crisol y la infamia un cuerpo mixto impuro? Pero la infamia es un sentimiento que no está sometido ni a las leyes ni a la razón, sino tan sólo a la opinión. El propio tormento ocasiona a su víctima una infamia real. De manera que con este método, se trata de quitar la infamia produciendo la infamia misma.

No es difícil remontarse a los orígenes de esta ridicula ley de purgación de la infamia, porque los absurdos que adopta una nación entera tienen siempre alguna relación con otras ideas comunes respetadas por la propia nación. Esta costumbre parece proceder de las ideas religiosas y espirituales que tanto influyen sobre el pensamiento de los hombres, sobre las naciones y sobre los siglos. Un dogma infalible nos asegura que las manchas adquiridas por la debilidad humana y que no han merecido el enojo eterno del Gran Ser, deben purgarse mediante un fuego incomprensible; ahora bien, la infamia es una mancha civil y así como el dolor y el fuego limpian las manchas espirituales e incorpóreas ¿por qué los espasmos del tormento no borrarán la mancha civil de la infamia? Yo creo que la confesión del reo, que algunos tribunales exigen como esencial a la condena, tiene un origen semejante, porque en el miterioso tribunal de la penitencia, la confesión del pecado es una parte esencial del Sacramento. Aquí vemos como los hombres abusan de las luces más seguras de la Revelación, y como estas luces son las únicas que quedan en las épocas de ignorancia, a ellas recurre la dócil humanidad en todas las ocasiones, aprovehándolas para las aplicaciones más absurdas y lejanas.

Estas verdades ya las conocieron los legisladores romanos, que no usaron el tormento sino en relación exclusiva con los esclavos, que carecían de toda personalidad; también las ha adoptado Inglaterra, nación en que la gloria de las letras, la superioridad del comercio y de las riquezas, y por lo mismo del poder, y los ejemplos de virtud y de valor, no dejan duda alguna de la bondad de sus leyes. El tormento ha sido abolido en Suecia y también le ha abolido uno de los más sabios monarcas de Europa (Se refiere a Federico II de Prusia, nacido en 1712 y muerto en 1786), el cual, habiendo llevado al trono la Filosofía y como legislador amigo de sus súbditos, les ha hecho iguales y libres en la dependencia de las leyes, que es la única igualdad y libertad que los hombres razonables pueden exigir en las presentes combinaciones de las cosas. El tormento tampoco le han creído necesario las leyes militares, es decir, del ejército, compuesto, en su mayoría, de la escoria de las naciones, aunque parezca que los soldados debieran servir mejor para ello. ¡Cosa extraña, para el que no considere cuán grande sea la tiranía del uso, ésta de que las leyes pacíficas deban aprender el método más humano de juzgar de las almas endurecidas en la sangre y el estrago!


Índice de Tratado de los delitos y de las penas de César BeccariaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha