Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEXTO

LA CÁMARA DE LOS COMUNES

La Cámara de los Comunes es más prácticamente útil que exteriormente brillante. Tiene, sin duda, un carácter imponente, porque en un país donde las partes del gobierno que están más en evidencia toman su valor del brillo que lanzan, todo lo que debe atraer la atención no logra alcanzar la estimación popular sino por medio de alguna pompa exterior. La imaginación del hombre exige la armonía en el arte de gobernar como en cualquier otro arte, no se deja influir por las instituciones que desentonen con las que en él influyan principalmente. Así, pues, la Cámara de los Comunes necesita ser imponente, y lo es; pero la utilidad de esta Cámara en el sistema constitucional se debe, no a lo que parece que es, sino a lo que es en realidad. No tienen por fin conseguir autoridad por la impresión que producen en los espíritus; su misión consiste en servirse del poder adquirido para gobernar al pueblo.

Entre las funciones de esta Cámara, la principal, cuya existencia es bien conocida, aunque en el lenguaje constitucional de ella no se trate, es la de ser una especie de cuerpo o colegio electoral: la Cámara de los Comunes es la asamblea que elige nuestro presidente. Washington y sus colaboradores políticos habían inventado un colegio electoral que, según su idea, debía comprender como la expresión de la nación. A ese colegio confiaban ellos el cuidado de elegir como presidente, después de maduras deliberaciones, el hombre de Estado más capaz. Pero en América se ha desnaturalizado ese cuerpo electoral arrebatándole toda independencia y toda vitalidad. Nadie conoce ni se cuida de conocer los nombres de los miembros que lo componen; jamás discuten, jamás deliberan. Se les confian una delegación con un mandato de votar para elevar a la presidencia a Lincoln o a Breckenvidge, votan según el sentido que se les prescribe y se vuelven luego a su casa.

Por lo que se refiere a nuestra Cámara de los Comunes, elige realmente los ministros, y como los elige según le place, los derriba cuando bien le parece. No importa que haya sido elegido para apoyar a lord Aberdeen o a lord Palmerston. Al cabo de algún tiempo, en un momento dado despide al hombre de Estado que antes tenía en confianza, y le da por sucesor a uno de sus adversarios que antes rechazara. Sin duda en semejante caso se obedece á una especie de orden tácita que parece darle la opinión pública; pero no es menos cierto que la Cámara de los Comunes tiene completa libertad para determinar como juzgue conveniente. Esta Cámara no camina sino por los senderos por donde espera que el pueblo ha de seguirle, pero es esto un albur que corre, toma la iniciativa y obra según su libre voluntad o su capricho.

Una vez que el pueblo americano ha elegido su presidente, ya no puede hacer más: lo mismo ocurre con el colegio electoral al que le ha servido de intermediario. Ahora, como la Cámara de los Comunes puede derribar al propio tiempo que elegir el primer ministro, mantiene con éste continuas relaciones. La guía, y el ministro, por su parte, le dirige a su vez. Este ministro es para la Cámara lo que la Cámara es para la nación. No camina sino por las vías por donde, según cree, la Cámara le seguirá, pero necesita ponerse al frente, elegir la dirección y comenzar el viaje. No se trata de vacilar: un buen caballo gusta de sentir el freno y una asamblea deliberante gusta advertir que sea su jefe digno de conducirla. Un ministro que se hace débil ante la Cámara, que no teme cederla en todo, que no intente disciplinarIa, que no revela con firmeza los errores que cometa, ese ministro rara vez saldrá triunfante. Los grandes jefes del Parlamento han variado mucho de ideas, pero todos han tenido cierta firmeza. Se llega a perder una gran asamblea como a un niño por un exceso de indulgencia. La política inglesa no es más que una serie de acciones y de reacciones entre el ministro y el Parlamento. Los ministros nombrados se esfuerzan por guiar a la Cámara, y los miembros de la Cámara se encabritan bajo quienes la pisan.

La función electoral es la que ahora tiene más importancia de cuantas funciones ejerce la Cámara de los Comunes. Conviene insistir en esto hasta la saciedad, precisamente porque se juzga ignorarlo con la tradición política. Hacia la mitad de la legislatura de los Parlamentos, si se leen los periódicos o se consulta a las personas que, habiendo seguido de cerca los negocios, deben conocerlos, se verá que se oye decir: El Parlamento no ha hecho nada durante esta legislatura. El discurso de la reina encerraba algunas promesas, y aunque se tratase en definitiva de cosas menudas, la mayoría de las leyes prometidas no se han votado. Lord Lyndhurst, durante varios años, se entretenía recapitulando los actos legislativos aprobados al fin, para criticar luego su insignificancia. Sin embargo, entonces estaban en el poder los ministerios whigs, y esos ministerios tenían más que hacer y han hecho más que cualquier otra administración. La mejor respuesta que un ministro ha podido dar a las indicaciones de lord Lyndhurst, era poner en juego su propia persona, contestándole con firmeza: El Parlamento me ha mantenido en el poder, y eso es lo mejor que ha podido hacer; el Parlamento ha impulsado lo que en el lenguaje respetuoso tradicional entre nosotros, llamamos el gobierno de Su Majestad: ha conservado lo que, bien o mal, mira como el mejor poder ejecutivo que puede tener Inglaterra.

La segunda función de la Cámara de los Comunes es la de servir de intérprete al país. Expresa la Cámara las ideas del pueblo inglés en todas las cuestiones que ante su vista se formulan. Pronto tendremos ocasión de estudiar si desempeña bien su función.

La tercer función es la que designaré con el nombre de función educadora, si se me permite continuar empleando aún, para un uso familiar, términos un tanto técnicos, cuya ventaja consiste en ser claros. Un gran consejo formado de hombres importantes, y cuyas deliberaciones son públicas, no puede existir en una nación sin influir en las ideas de esta nación. Su deber es modificarlas en buen sentido. La Cámara puede, pues, instruir al país, y hasta qué punto lo instruye, eso es lo que nos ocupará más adelante.

En cuarto lugar, la Cámara de los Comunes tiene la misión de dar informes. Esta función, aunque completamente moderna por la manera según la cual se ejerce, tiene una singular analogía con lo que en la Edad Media se practicaba. Entonces la Cámara de los Comunes debía hacer saber al soberano los motivos que existían de queja. Exponía ante él las quejas y las recriminaciones de los particulares. Desde que los debates del Parlamento se publican, la Cámara hace conocer las mismas quejas y recriminaciones al pueblo, que es el soberano hoy. La nación tiene por lo menos tanta necesidad de que se la entere, como el rey la tenía en otros tiempos. Un pueblo libre es ordinariamente equitativo, porque la libertad habitúa a los hombres al ejercicio de la tolerancia, que es el rudimento de la justicia. El pueblo inglés tiene quizá en más alto grado que ningún otro pueblo libre, la equidad. Pero un pueblo libre rara vez tiene una gran facilidad de concepción, y esta facilidad le falta por completo al pueblo inglés. No recoge más que lo que le es familiar, lo que está dentro del campo de su experiencia, lo que encaja bien con sus pensamientos. En mi vida he oído hablar de tales cosas; he ahí lo que responde el inglés de la clase media, creyendo con ello oponer la mejor refutación a un argumento. En general, a nadie se le ocurrirá responderle que su experiencia es limitada, que un aserto puede descansar sobre hechos verdaderos, aunque él nunca haya tenido ocasión de verificar esos hechos. Ahora bien; un gran debate del Parlamento lleva consigo esta lección. Toda idea, toda doctrina, todo sentimiento, toda queja que logra tener por abogados un razonable número de miembros pertenecientes a la Cámara de los Comunes, pasan inmediatamente a merecer consideración a los ojos de la mayoría de las gentes en Inglaterra. Se dice que puede haber en eso un error o un peligro; pero en todo caso, la cosa se mira como posible, como digna de entrar en el dominio de los hechos, en cuya inteligencia se ocupa y la cual es preciso contar. Y he ahí en verdad un gran resultado. Los diplomáticos que saben su oficio, declaran que es más dificil entenderse con el gobierno de un pueblo libre que con el de un déspota: se puede reducir a un déspota a escuchar opiniones contrarias a las suyas: sus ministros, que son gente de talento, sabrán siempre lo que les es favorable y pueden decirlo. En cambio, un pueblo libre no escucha ya más que el eco de sus propias ideas. Los periódicos se limitan a repetir la opinión de sus lectores: presentan los argumentos que les placen, los desenvuelven y los apoyan: en cuanto a los argumentos contrarios, los trastornan, los desfiguran y los embrollan.

No hay peor juez, suele decirse, que un sordo; del propio modo el gobierno menos accesible a la verdad es el gobierno libre, a lo menos en lo relativo a las cosas de que las clases dominantes no quieren oír hablar. Me inclino a estimar como la segunda función del Parlamento, desde el punto de vista de su importancia, esta función, que consiste en obligarnos a oír lo que sin el Parlamento no lograríamos escuchar.

Por último, todavía hay la función legislativa, cuya importancia sería pueril negar, pero que en mi sentir, no es en verdad tan grande como la de la función que abraza el gobierno general, o bien todavía, la de la función que hace del Parlamento un foco de educación política para el país. Admito que en ciertos momentos la obra legislativa es de una necesidad que se sobrepone a todo lo demás. La nación puede estar descontenta de sus leyes y desear el cambio de las mismas: cierta ley sobre los cereales puede implicar un fuerte ataque a todas las ramas de la actividad industrial, y más vale pasar en silencio un millar de descuidos administrativos que perder la ocasión de abolir esa ley.

Pero, en general, puede decirse que una nación tiene las leyes que le conviene ni las aplicaciones especiales de sus leyes no forman sino un detalle secundario; la administración y la marcha general de los negocios públicos, he ahí lo que más debe preocupar a los espíritus. También, a pesar de todo, es cierto que la colección anual de las leyes corrientes, en todos los países, encierra a veces leyes importantes, y en Inglaterra más que en otra parte. Seguramente la gran mayoría de esas leyes no merecen ese nombre de leyes en el lenguaje preciso de los jurisconsultos. Una ley es una prescripción general aplicable a una porción de casos. Los actos especiales que llenan el anuario de los estatutos y que abruman de trabajo a los comités parlamentarios, no son aplicables más que a los casos especiales. No establecen, por ejemplo, las reglas que deberán presidir la construcción de los ferrocarriles; declaran que tal ferrocarril se hará de tal ciudad a tal otra ciudad, y no reglamentan ningún asunto fuera de éste. Pero, en fin, teniéndolo todo en cuenta, la obra legislativa que resulte de cada legislatura parlamentaria tiene una gran importancia; si no fuera así, no se la consideraría, como muy a menudo se hace, como el único resultado de la legislatura anual.

Algunas personas quizá piensen que yo hubiera debido añadir, como sexta función de la Cámara de los Comunes, la función financiera. Me es imposible, en tesis general, y prescindiendo del detalle de las funciones, atribuir a la Cámara de los Comunes una función especial que, por referirse a los asuntos fmancieros, se distinguiría de la que abraza las demás obras legislativas. Cuando la Cámara se ocupa con la hacienda, como con lo demás, tiene por objeto gobernar, y gobernar por medio del gabinete. La legislación financiera debe necesariamente renovarse cada año; pero de lo que a veces resulta que es a los ojos de la Cámara, no surge una razón para atribuirle un carácter diferente de las demás obras legislativas y que de tal manera se separe de éstas que sea preciso colocarla como en puesto aparte.

La verdad es que la manera especial de proceder en la Cámara en materias financieras, lejos de constituir un privilegio especial de los Comunes, revela, por el contrario, que en este respecto la Cámara tiene, por excepción, una cierta incapacidad. En materia ordinaria, todo miembro puede proponer lo que quiera; pero cuando se trate de dinero, sólo el ministro tiene el derecho de proponer los impuestos. Este principio, que en la Edad Media se comprendía entre las prerrogativas de la Corona, es tan útil en el siglo XIX como lo era en el siglo XIV y tiene la misma razón de ser. La Cámara de los Comunes, que ahora es el verdadero soberano y que nombra el verdadero poder ejecutivo, desde hace tiempo ha dejado de ser la Asamblea exigente y vigilante en materia de ahorro y de economía que en otros tiempos era. Hoy está más dispuesta a gastar los fondos del Estado que el ministro que ocupa el poder. Un financiero muy experimentado me decía: Si se quiere provocar un cierto sentimiento de satisfacción en la Cámara de los Comunes, bastará hacer el elogio de la economía en general; si se quiere sufrir una derrota, bastará proponer alguna economía.

Y el caso es muy fácil de explicar. Siempre que se han propuesto gastos, se ha hecho siempre aparentemente con un fin de utilidad pública; los partidarios de esa medida dejan oír constantemente frases de este género: ¿Qué son 50.000 libras esterlinas para este gran país? ¿Vamos á ser roñosos? ¡Jamás nuestra industria estuvo tan próspera; jamás hemos contado con recursos tan abundantes! ¿Qué son, pues, 50.000 libras esterlinas en comparación con este gran interés nacional?.

Los miembros que aprueban el gasto le dan su voto; quizá uno de aquellos que lo han nombrado, o uno de sus amigos que se beneficiará con tal liberalidad o a quien importa la medida proyectada, le ha rogado no faltar a la sesión; por otro lado, se trata de un voto propio para suscitar popularidad: los periódicos, que siempre cuidan mucho de la filantropía y a quienes quizá se ha puesto al corriente de la cosa, no dejarán de prodigar sus elogios. Los miembros que son contrarios al gasto tienen razones para ceder al fin al requerimiento. ¿A qué incurrir sin motivo en la impopularidad? El objeto del gasto parece honrado; varios de aquellos que lo defienden son evidentemente sinceros; un voto hostil provocaría enemigos, y sería criticado por los periódicos. Realmente, si no hubiera un freno para esos despilfarros, los representantes del país arruinarían pronto al pueblo.

Semejante freno lo tenemos en la responsabilidad del gabinete en materia financiera. Si cualquiera pudiese proponer un impuesto, los ministros podrían consentir a la Cámara gastar todo lo que la misma quisiera, lavándose las manos; pero cuando se vota un gasto, aun contra la voluntad del ministerio, el ministerio es el que está obligado a encontrar el dinero necesario. Así, pues, el gabinete tiene los más graves motivos para oponerse a los gastos extraordinarios; son los ministros los que deben hacerlos efectivos; será preciso que señalen los impuestos, lo que siempre es desagradable, o que propongan empréstitos, lo que, en tiempo ordinario, es perfectamente vergonzoso. El ministro, por decirlo así, tiene los cordones de la bolsa de la familia política; sobre él es sobre quien caen los gastos de la filantropía y del lujo, del propio modo que un jefe de familia está obligado a subvenir á los gastos que reclaman la limosna de su mujer o el tocado de sus hijas.

Por lo mismo que se confia a un gabinete el poder ejecutivo, es preciso también que se le confie el cuidado de regular las materias financieras; todas las medidas exigen dinero, toda la política depende del buen régimen financiero; ahora bien, la obra del poder ejecutivo consiste en cuidar de la relación de las medidas que se deben tomar con la política general.

En virtud del análisis de las distintas funciones indicadas, se puede afirmar que la Cámara de los Comunes es quien gobierna. Estamos tan habituados a ser gobernados así, que nos parece lo más natural del mundo. Y, sin embargo, de todas las formas de gobierno, la más atrevida es el gobierno de una asamblea popular. Se trata de 658 personas provenientes de todas las partes de Inglaterra, que difieren por su carácter, por sus intereses, por su fisonomía, por su lenguaje. ¡Piénsese en lo que es, en suma, el imperio británico, cuán inmensas son sus relaciones, cuán mezclada está su historia política con la historia del mundo! ¡Qué se reflexione ahora en los conocimientos, el discernimiento, la lógica y firmeza que necesitan los que gobiernan en imperios, y ciertamente sorprenderá el espectáculo que ofrecen! Se trata de una asamblea de personas diversas que sin cesar varían; ya sea en pequeño número, ya en muy gran número, jamás son las mismas en junto durante una hora; a veces están agitadas, la mayoría de las veces están como sumidas en la inercia y sucumbe al cansancio; la elocuencia les aburre, se apresuran a recoger al vuelo cualquier gracia como a modo de alivio. Tales son las personas que gobiernan el imperio británico, que gobiernan Inglaterra, Escocia, Irlanda, que gobiernan una buena parte del continente asiático, la Polinesia, América, y que gobiernan las posesiones diseminadas por todas partes.

Paley ha dicho muy buenas cosas, pero jamás ha dicho nada tan de verdad como aquello de que cuesta más trabajo hacer ver una dificultad que hacer admitir una aplicación. En las cuestiones controvertidas e indecisas, la clave de las dificultades está ordinariamente escondida en medio de lo que no se dice; las partes que no se exploran son como el último término de un cuadro: todo en el fondo parece que se ha compuesto con facilidad; en apariencia, el primero que llegue podrá hacer otro tanto, y, sin embargo, es la parte del cuadro que da a los personajes sus proporciones exactas. Del propio modo, para comprender bien el gobierno parlamentario, es preciso no imaginarse desde luego que su sistema es completamente natural y no necesita explicación; no puede tenerse de él la idea más elemental, si no se penetra uno, en primer término, de esta verdad; que gobernar por medio de un club, equivale a hacer un verdadero prodigio.

Recientemente hemos tenido un ejemplo notable de la impotencia a que los ingleses puedan verse reducidos cuando inusitadamente se reúnen para deliberar juntos. El gobierno, bien o mal, había estimado propio y útil confiar a las quarter sessions -reunión de los magistrados locales- de cada condado, el cuidado de tomar medidas para combatir la peste bovina. Nada más deplorable que el espectáculo ofrecido por esas pequeñas asambleas de notabilidades locales. Costaba gran trabajo obtener, no sólo una buena decisión, sino una decisión cualquiera. Yo mismo he asistido a una de esas reuniones. El presidente había propuesto una resolución muy compleja; esta proposición encerraba muchas cosas que eran del gusto de todo el mundo, muchas cosas que no gustaban a nadie, pero los detalles que las unas aprobaban eran, precisamente, los que suscitaban las objeciones de las otras. Las resoluciones se dividían, por decirlo así, en trozos, presentando cada cual enmiendas, adoptándose una cláusula que no satisfacía plenamente a nadie, y después de tantas tentativas y conversaciones, la reunión se disolvió sin decidir nada.

Es una verdad proverbial en Inglaterra que las grandes reuniones jamás dan de sí nada eficaz. Y, sin embargo, estamos gobernados por una gran reunión.

Se dirá, acaso, que la Cámara de los Comunes no gobierna, que se limita a elegir los gobernantes. Pero, al fin, es preciso que tenga una virtud propia para llegar a ese resultado. Supongamos que se encarga a un club de Londres nombrar el gabinete: ¡qué escena de confusión no se produciría; qué correspondencia no sería precisa sostener! De todas partes se oirían estas palabras: Hágame usted el favor de hablar a Fulano para que vote a mi candidato. La mujer de M. A. y la de M. B. organizarían una cábala para echar abajo los planes que hubiese ideado y puesto en práctica la señora de M. C.. El club gustará o no gustará de ponerse bajo el patronato de la reina: nada importa; desde el momento en que tienen la libertad de elección, esta libertad implica en sí el desorden y la intriga. Por de pronto me pregunto, no cómo la Cámara de los Comunes gobierna bien, sino, lo que es más esencial, aunque no se piense en buscar la explicación, cómo logra gobernar.

Lo que hace que la Cámara de los Comunes llegue a desempeñar obras que las quarter sessions y los clubs serían incapaces de hacer, es que, al contrario de éstos, tienen una organización disciplinada. Dos oradores de los más célebres que ha tenido Inglaterra, lord Brougham y lord Bolingbroke, emplearon su verbo en atacar el sistema que consiste en gobernar por medio de los partidos. Bolingbroke tenía probablemente sus motivos: era, adversario declarado de los Comunes, y trataba de herir a la Cámara en lo que constituye su vitalidad. En cuanto a lord Brougham, se equivocaba, porque proponía, para mejorar el sistema parlamentario de gobierno, quitarle los elementos que lo hacen posible. Actualmente la mayoría del Parlamento obedece a ciertos jefes: apoya sus proyectos y rechaza las medidas que ellos no aprueban. Un secretario del Tesoro tenía costumbre de decir: Este es un mal negocio, un negocio insostenible; es preciso recurrir a los servicios de nuestra mayoría. Ese secretario vivía hace medio siglo, antes del bill de reforma, cuando las mayorías ciegas prestaban servicios. Hoy el poder de los jefes sobre sus partidarios está muy sabiamente contenido dentro de estrechos límites: los jefes no llevan demasiado lejos a sus partidarios, y, además, no pueden llevarlos sino en determinadas direcciones. Pero no por eso es menos cierto que hay jefes y hay partidaríos. Del lado de los conservadores en la Cámara, se han conservado algunas huellas de la autorídad despótica de que los jefes gozaban en otros tiempos. Se dice que un día, viendo la larga fila de miembros que se sentaban en la Cámara por los condados que unen a una salud floreciente un exterior respetable, un hombre de Estado, un tanto bromista, pronunciaba estas palabras: He ahí, seguramente, la fuerza bruta más hermosa que hay en Europa.

Mas prescindiendo de todo espíritu de sátira, obedecer a los jefes es el gran principio aceptado por el Parlamento. Se puede cambiar de jefe si se quiere, para elegir otro, pero mientras se sirve bajo el número primero es preciso obedecer al número primero, y se necesita obedecer al número segundo desde el momento en que se ha pasado a su campo. Si no se procede así, la pena que en castigo se recibe es la impotencia; no sólo se contemplará al que tal hace incapaz de hacer el bien, sino que no podrá hacer nada en absoluto. Si cada miembro de los Comunes obrase separadamente en el sentido que cree mejor, habría 657 enmiendas en cada moción, y ni la moción ni las enmiendas pasarían.

Desde el momento en que se ha comprendido bien que la Cámara de los Comunes es ante todo una asamblea electoral, es preciso admitir que la existencia de los partidos es indispensable. Jamás ha habido elecciones sin partidos. ¿Se puede acaso hacer ingresar un niño en un asilo de huérfanos sin intrigar un poco? ¿No estamos viendo aún en esos sitios, anuncios o banderas que tienen escritas estas palabras: Votad por el huérfano A... o votad por el huérfano B... y a los partidarios de cada uno de esos huérfanos trabajar por el suyo? Lo que en esas circunstancias tan poco importantes ocurre, debe ocurrir, con mayor razón, cuando se trate de elecciones que a menudo se repiten, y que tienen un objetivo tan grave como elegir gobernantes. La Cámara de los Comunes está siempre virtualmente llamada a hacer esas elecciones; a cada momento puede tener que elegir o derribar a un ministro; por lo tanto, el espíritu de partido es de su esencia, es la carne de su carne, el alma de su alma.

En segundo lugar, aunque los jefes no posean ya el amplio patronato que tenían en el siglo último, y que les permitía corromper a los diputados, tienen todavía un arma más fuerte que la corrupción; pueden intimidar a la Cámara con la amenaza de diso1verla. Tal es la causa secreta que da cohesión a los partidos. Mr. Cobden ha dicho, con razón, que jamás había podido descubrir el momento en el cual, según la opinión de sus miembros, debía el Parlamento disolverse. A menudo les había oído decir que estaban prontos a votar sobre cualquier otro asunto, pero jamás se ponían aquél como cuestión. En suma: una asamblea; para llegar a conseguir resultados, debe ofrecer un cuerpo compacto de individuos que estén decididos a votar conformes; esos individuos se reclutan por medio de la adhesión respetuosa que inspiran ciertos personajes, o bien los principios que estos personajes representan; pero lo que hace y mantiene la unión entre sus partidarios es el temor; temen que sus jefes, ante votos hostiles, no les arrebaten rápidamente el derecho de votar.

Lo que he indicado en tercer lugar, quizá parezca extraño: después de haber demostrado que el sistema de los partidos es indispensable para la existencia del gobierno representativo, acaso parezca singular añadir, que lo que hace la fuerza misma de esta organización, lo que la hace fecunda, es que los miembros de los partidos no son muy ardientes. El partido, en su conjunto está lleno de calor, pero los miembros que comprende son bastante fríos. Si fuese de otro modo, el gobierno parlamentario resultaría el más deplorable de los gobiernos, sería un gobierno de sectarios. El partido que estuviese en el poder extremaría las conclusiones de sus oradores, todas sus doctrinas serían tomadas a la letra y llevadas hasta el abuso. Pero los miembros del Parlamento inglés que se alistan en los partidos no se apasionan hasta ese punto. Son whigs, o radicales, o tories, pero son además de eso ingleses, y como ha hecho notar el padre Newman, censurando á nuestros conciudadanos, son dificiles de levantar al nivel del dogma. No gustan de extremar las doctrinas de sus partidos hasta los límites de lo imposible.

Muy al contrario, la mejor manera de dirigir a los ingleses con éxito, según la experiencia lo ha demostrado, es afectar moderación, aun a costa de la lógica. No es raro oír decir cosas de este género: Sin sometemos a esa doctrina, según la cual 3+2 son 5, y aunque el honorable miembro Mr. Bradford haya apoyado esta doctrina con argumentos muy serios, sin embargo, con el permiso del comité, creo poder afirmar a mi vez que 2+3 no son 4, lo que espero constituirá una base suficiente para las muy graves proposiciones que me voy á tomar la libertad de someterle.

Tal es, sobre poco más o menos, el lenguaje que emplean la mayoría de los miembros de la Cámara de los Comunes. Las gentes de negocios gustan, por lo común, de una semiclaridad. Durante toda su vida, se han visto envueltas en una atmósfera de probabilidades y de dudas, en donde nada era perfectamente claro, donde había probabilidades para muchas eventualidades, donde podía hablarse en sentidos muy diversos, y donde, sin embargo, era necesario resolverse a optar por alguna cosa determinada a que habría que adherirse. Resultan, pues, encantados con un lenguaje un tanto cubierto de brumas. Lejos de parecerles la circunspección y la vacilación una prueba de debilidad, ven en ella, por el contrario, el signo de un espíritu positivo. Se han enriquecido por medio de ciertos actos, cuyos motivos filosóficos jamás habrían podido explicar, y todo lo que piden es que se les presenten conclusiones fijas y moderadas, que puedan repetir cuando se les interrogue; quieren argumentos que no sean completamente abstractos, argumentos cuya abstracción está como situada y disuelta en la vida práctica. Me parece -decía un día cierto joven un poco exigente-, me parece que Peel jamás apoya sus argumentos. Precisamente por eso Roberto Peel ha sido el mejor jefe que ha tenido en nuestros días la Cámara de los Comunes; justo es, en efecto, que los argumentos se despojen de toda su rigidez siempre que se mantenga su sustancia.

Por otro lado, bajo nuestro sistema de gobierno, los jefes de la Cámara mismos no gustan, en general, llevar demasiado lejos sus conclusiones. Viven en contacto con la realidad. Una oposición, cuando llega al poder, se encuentra a menudo en la situación de un especulador en el momento de los vencimientos. Los ministros necesitan mantener sus promesas y se ven perplejos. Han dicho que los asuntos iban de tal manera, y que si estuvieran en el poder, irían de tal otra. Pero en cuanto se han dedicado a recorrer los documentos judiciales y a conversar con el subsecretario permanente, quien conoce todos los puntos espinosos, y que, sin faltar nunca al respeto es inquebrantable en sus opiniones, pronto empiezan a vacilar un poco. Seguramente es preciso que se decidan a hacer alguna cosa; el especulador no puede olvidar sus letras, y la antigua oposición, cuando está en su puesto, no puede tampoco olvidar las frases que ha lanzado y que sus admiradores van repitiendo aún en el país con el correspondiente calor. Pero del propio modo que el negociante dice entonces a sus acreedores: ¿No podrá usted tomar un pagaré a cuatro meses?, así el nuevo ministro dice al subsecretario permanente: ¿No podría usted indicarme un término medio? Evidentemente me he comprometido con palabras que he vertido en las discusiones; jamás se me ha acusado de sacrificar mi deber al vano deseo de parecer consecuente; sin embargo, etc., etc.. Y, por último, se imagina un término medio que se parece, hasta donde sea posible, a lo que la oposición se proponía hacer, pero que en realidad, es sencillamente lo que piden los hechos necesarios, los hechos que parece han elegido domicilio de por vida en las oficinas del ministerio, con tal y tan grande tenacidad estos hechos se imponen.

Entre los medios de asegurar la moderación en un partido, el mejor es buscar, para componer ese partido, hombres dispuestos a ser por naturaleza moderados, circunspectos y casi timoratos; otro medio es que los jefes del partido, que son más avanzados, se encuentren, hasta donde sea posible, en contacto con el mundo de los negocios tal cual es. El sistema inglés satisface esas dos condiciones; da a la organización de los partidos la virtud que hace a esta organización permanente y el gobierno de los partidos posible: esta virtud indispensable es la suavidad.

Sin embargo, todos esos expedientes, por excelentes que sean para evitar los defectos que entrañan la impotencia de un club ordinario o de un consejo trimestral, no bastarán para permitir a la Cámara de los Comunes gobernar a Inglaterra. Una Asamblea de representantes puede estar atacada de un vicio del cual estén libres otras reuniones. Puede no ser independiente: los colegios electorales pueden privarle de su libre arbitrio. Si esto ocurre, de nada sirve haber inventado medios de remediar los defectos que entrañan la organización de los partidos.

La opinión de un colegio electoral es la de un partido dominante; está excitada, y a veces hasta está como moldeada por el agente político de la localidad. No le pidáis que sea moderada, no discute, no se pone en contacto con los hechos imperiosos, no tiene por cometido el sentimiento de la responsabilidad; no hace como la opinión de los que ponen mano en los negocios.

El gobierno del colegio electoral es la antítesis del gobierno parlamentario. Es el gobierno de personas que no tienen moderación, porque están lejos de los hechos, en contraste con el gobierno de personas que se hacen moderadas porque están en la esfera de los hechos, es un gobierno en el cual las personas que deciden en última sentencia, no tienen que temer la sanción de su conducta, en lugar de tener que temer la disolución y de decirse que cabe apelar contra sus decisiones.

Se admiten, en general, las condiciones del gobierno parlamentario que acaban de enumerarse; pero entre las ideas que preocupan el espíritu público, hay dos por lo menos cuya incompatibilidad con el gobierno merece demostrarse. Figura en primer término el proyecto que nuestros demagogos abiertamente preconizan; luego está el plan que cuenta con la predilección de algunos filósofos distinguidos. Esas ideas nuevas, no sólo perturbarían la marcha del gobierno parlamentario, sino que harían su existencia imposible; no llegarían a causarle tales o cuales daños, porque lo aniquilarían.

Examinemos la primera de esas teorías, la teoría ultrademocrática.

Según esta teoría, todo hombre de veintiún años de edad -y quizá toda mujer de la misma edad- debería tener el derecho de votar sobre una base de igualdad, en las elecciones del Parlamento. Supongamos que el año último había en Inglaterra doce millones de individuos varones de esa edad por lo menos; cada hombre, según eso, participaría por una docemillonésima parte en la elección; las gentes ricas o instruidas no tendrían, según la ley, un derecho superior de voto al de las gentes pobres o al de las gentes estúpidas: además, no habría modo alguno adecuado para asegurar a los primeros un influjo que equivalga a varios votos. El mecanismo necesario para poner en ejecución ese plan, sería sencillo en extremo; en cada censo, el país sería dividido en 658 distritos electorales, cada uno de los cuales comprendería el mismo número de electores; esos distritos formarían los colegios de donde saldrían todos los miembros del Parlamento. Es evidente que si las condiciones enumeradas más arriba son indispensables en un gobierno parlamentario; un Parlamento fabricado de esa suerte no podría funcionar.

Ese Parlamento no podría estar compuesto de gentes moderadas. Estando como estaría una gran parte de los distritos electorales en las comarcas agrícolas, el ministro y el gran propietario del lugar tendrían allí un poder ilimitado; conducirían o llevarían a las votaciones toda la población. Las pequeñas ciudades o villas diseminadas por el país que ahora envían tantos miembros al Parlamento, se verían como ahogadas por esas masas de campesinos, y no podrían tener en la Cámara ningún miembro que pudiera considerarse como de su propia elección. Las clases agrícolas de Inglaterra tomarían sus representantes de una manera exclusiva en el seno de los Quarter sessions.

Por otro lado, una buena parte de los colegios electorales se encontraría en los distritos urbanos, y esos colegios no enviarían al Parlamento sino miembros encargados de representar los prejuicios o las antipatías de las clases inferiores que las ciudades comprenden. Los miembros elegidos por los colegios urbanos, probablemente se dividirían en dos categorías; habría, en primer lugar, los representantes puros de los obreros, que quizá no representarían los mejores obreros, los cuales forman una clase muy bien compuesta y muy inteligente, sino los más inferiores; habría luego los representantes de aquellos que de obreros sólo tienen el nombre, y que yo llamaría los representantes de las tabernas. Sabido es que en todas las grandes ciudades, en el momento de las elecciones, las tabernas son el centro en donde se practican la corrupción y las componendas ilícitas; hay precedentes que indican lo que son tanto esa corrupción como esas componendas; pero estimo inútil recapitularlos aquí. Cada cual comprenderá muy bien a qué aludo, y a qué género de gentes sin principios puedan designar esos antros horribles.

Ahora bien; nuestro Parlamento comprendería, al lado de los representantes enviados por el populacho de las ciudades, los representantes del populacho agrícola. Los representantes de las ciudades y los de los condados ofrecerían con carácter completamente opuesto; los unos tendrían los prejuicios de los abusos, los otros tendrían los prejuicios de los magistrados de condados. Cada uno de esas dos categorías de representantes hablaría un lenguaje distinto; no se comprenderían, y los únicos representantes que desplegarían actividad serían gentes sin moralidad; elegidos por medio de la corrupción, tratarían de aprovecharse de su situación para reponer con creces el capital que hubieran gastado. Si es verdad que el gobierno parlamentario sólo es posible cuando la inmensa mayoría de los representantes se componen de gentes moderadas, sin diferencias marcadas, sin prejuicios de clases, ese Parlamento ultra-democrático sería incapaz de sostener al gobierno, porque los miembros que comprendería deberían su posición, los unos a elecciones que habrían ahogado violentamente, bajo la presión del número, en los campos y en las ciudades, a una minoría interesante, y los otros a prácticas inmorales.

Ni por un instante se me ha ocurrido la idea de poner al nivel del plan ultra-democrático el plan de Mr. Harl. No puede uno menos de ver en este último proyecto algo de novelesco. Parece que el mundo se rejuvenece cuando se ve cómo graves ancianos, jurisconsultos o filósofos, presentan un proyecto tan seductor. De ordinario son esas personas las que advierten a los jóvenes, cómo estando sus bellas utopías en oposición con los hábitos arraigados, y no ofreciendo sino la repetición de ideas emitidas con éxito desde hace mucho tiempo, vale más darse por satisfechos con los modestos resultados que da una organización experimentada. Pero Mr. Harl y Mr. Mill anuncian que, si se adopta su proyecto, resultarán ventajas tan considerables, tan espléndidas, que ningún joven entusiasta se atrevería a prometer jamás en sus sueños dorados.

No concedo valor alguno a la opinión que considerase como impracticable el proyecto de Mr. Harl únicamente porque es nuevo. Ciertamente no se le podrá poner en práctica antes de que haya envejecido. Un cambio de esta suerte no podría felizmente ser instantáneo; un pueblo libre jamás se deja engañar por las ideas que no comprende, por la excelente razón de que no puede adoptarlas, antes de haberlas comprendido. Pero si el plan de Mr. Harl pudiera responder a las promesas de quienes lo defiendan, valdría la pena de ocuparse en él, aun cuando no pudiera ser adoptado antes de 1966. Sería preciso popularizar el principio por medio de libros, y, lo que aún sería preferible a los libros, por medio de experiencias parciales. Hay tantos lados tan detestables en los otros sistemas de elección, que yo comprendo muy bien y hasta quisiera compartir la satisfacción de los que, creyendo firmemente en la eficacia de su proyecto, franquearan todos los obstáculos para predecir un porvenir casi ideal al cual debe conducir ese bienaventurado plan al ser puesto en práctica.

El proyecto de Harl no podría discutirse como se desea, en la forma que se ha procurado darle. No le es fácil al vulgo comprender todos los detalles que con verdadero amor abarca. A fuerza de poner todos sus cuidados en demostrar lo que se podría hacer, lo ha oscurecido para muchas gentes. Una persona me decía que jamás había podido recordarlo dos días seguidos. Pero la dificultad que yo experimento aquí es una dificultad capital, completamente independiente de los detalles.

Hay dos medios de crear colegios electorales. Primeramente por una ley, como en Inglaterra y en casi todas partes; por lo demás, la ley puede declarar que en virtud de estas o de aquellas cualidades se tendrá el derecho de votar en el colegio electoral de X: los que las reúnan formarán, pues, parte de dicho colegio. Esto es lo que podría denominarse los colegios electorales reglamentarios que todos conocemos. En segundo lugar, la ley puede dejar a los electores el derecho de componer por sí mismos tales colegios: puede limitarse a decir que todos los adultos varones de un país tendrán la libertad de votar, o bien los que tienen cincuenta libras de renta; o, por último, tales o cuales personas determinadas: y hecho esto, deja a los electores el cuidado de agruparse como les parezca. Supongamos que hubiera 658.000 electores encargados de nombrar los miembros de la Cámara de los Comunes: puede ocurrir que el poder legislativo les diga: No hay para qué ocuparse con la manera como combinaréis vuestros esfuerzos. En un día dado, cada serie de electores hará saber en qué grupo se propone votar: si cada elector da noticia de su intención y quiere sacar el mejor partido posible de su voto, cada grupo contará mil individuos. Pero la ley no hace de eso un deber; tomará los grupos más numerosos hasta sumar 658; poco importa que comprendan 2.000 o 1.000 o 900 u 800 electores; y esos 658 grupos, serán los colegios electores del país. Estos serán colegios voluntarios, si se me permite hablar así: colegios voluntarios bajo la forma más sencilla. Mr. Harl propone una cosa harto más complicada que eso; mas para mostrar las ventajas o los defectos del sistema, la forma más sencilla del colegio voluntario me parece mucho mejor.

Ese sistema es evidentemente muy atractivo. Bajo el régimen de los colegios electorales reglamentarios, los votos de la minoría se pierden. Por ejemplo: en Londres hay en la actualidad muchos tories; pero todos los miembros de la Cámara elegidos en Londres son whigs: los tories, pues, de Londres están en virtud de la ley y por principios mal representados: la ciudad en que viven no envía al Parlamento el miembro de su elección, sino uno de sus adversarios a quien, naturalmente, no quiere. Según el sistema del colegio voluntario, los tories de Londres -el número de los cuales se eleva a más de mil- tendrían derecho a coaligarse para formar un colegio y nombrar sus representantes. En varios de los colegios, tal como existen actualmente, hay minorías que pueden renunciar sin efecto a su derecho de votar. Yo mismo, durante veinte años he tenido el derecho de votar en un condado agrícola y soy liberal. Ahora bien; ese condado ha enviado siempre a la Cámara de los Comunes dos tories, y continuará durante toda mi vida haciendo otro tanto. En el estado actual de las cosas, pues, mi voto es inútil. Y en cambio, si yo pudiese entrar, merced a mi voto, en una coalición con otros 1.000 liberales pertenecientes a ese y a otros colegios, donde los conservadores tienen mayoría, podríamos todos juntos elegir un representante liberal.

Este plan tiene además la ventaja de disipar todas las dificultades relativas a la extensión de las circunscripciones electorales. No es justo, se dice, que Liverpool envíe a la Cámara tan solo un número de miembros igual al que envía King's Lynn o Lynn Regis; en el sistema voluntario, Liverpool enviaría su exceso a King's Lynn. La minoría liberal de King's Lynn se entendería con la minoría liberal de Liverpool para reunir la suma de los mil electores: lo propio se haría en los demás sitios. Los centros populares gozarían de lo que se llama su derecho legítimo, desde el momento en que se organizasen los colegios voluntarios: podrían formar y no dejarían de formarlos la mayoría de esos colegios. Por otro lado, los admiradores de un hombre distinguido estarían en condiciones de componerle un colegio digno de él. Mr. Mill fue nombrado por los electores de Westminster, y desde que han tenido que designar miembros para el Parlamento, jamás se han visto tan honrados como en tal ocasión. Pero, realmente, ¿cómo conocían a Mr. Mill los electores de Westminster? ¿En qué proporción puede decirse que su espíritu profundo comprendería el espíritu de sus electores? ¡Cuán lejos no estarían muchos de ellos de admitir una buena parte de sus concepciones!

Su objeto, seguramente, no era otro que rendir homenaje a la inteligencia; pero bien puede decirse que entonces o nunca se dirigieron al dios desconocido. En el sistema del colegio voluntario, mil personas, de entre los miles de lectores que han estudiado las obras de Mr. Mill, le hubieran formado un colegio electoral capaz de apreciarlo.

Aún podría enumerar otras ventajas de ese sistema. Pero mi intención no es recomendarlo, sino, por el contrario, combatirlo. ¿Cuáles son, pues, las objeciones de fuerza que neutralicen los méritos del referido sistema? Respondo que la manera de componer los colegios voluntarios me parece incompatible con las condiciones previas que exige el gobierno parlamentario y que dejo más arriba establecidas.

Bajo el sistema del colegio voluntario, la gran crisis del mundo político no se efectúa en el momento en que se elige un representante; la formación del colegio electoral es quien la provoca. El nombramiento de un presidente en América ha pasado ya al estado de industria; la formación del colegio electoral en el sistema que examino, no dejaría de llegar a convertirse en un objeto de tráfico. Cada partido tendría que resolver un problema de aritmética. Sus jefes dirían: Tenemos 350.000 votos, tratemos de tener 350 representantes. Y el único medio de conseguir este fin sería organizarse. Le es imposible al hombre deseoso de entrar en un colegio electoral encontrar por sí mismo otros mil liberales. Si intentara hacerlo, después que hubiese escrito diez mil cartas, llegaría quizá a encontrar cien electores como él, cuyos votos resultarían perdidos, porque la suma de los mismos compondría un colegio demasiado poco numeroso para ser tomado en consideración. Dicho liberal debería, pues, escribir a la gran sociedad de alistamiento o registro de Parliement Street; se dirigiría a sus hábiles directores, y éstos presto encontrarían el medio de emplear su voto. Le dirían: Caballero, llega usted demasiado tarde; Mr. Gladstone está completo; tiene ya seis mil votos desde el año último. Pasa lo mismo con la mayoría de los personajes cuyos nombres figuran, como habrá visto, en los periódicos; en cuanto un orador pronuncia un buen discurso, recibimos una porción de cartas en que me piden que inscribamos sus firmas en el colegio electoral de ese orador. Pero eso nos es imposible. He aquí nuestra lista. Si no quiere usted perder su voto, es preciso que usted se deje guiar por nosotros: le ofrecemos tres candidatos muy satisfactorios, uno de los cuales es ya muy honorable: puede usted votar por uno de ellos y tomaremos desde luego su nombre, pues es preciso que usted tenga en cuenta, que si acaso vota, sin hacemos caso, al azar, su voto será voto perdido.

El resultado evidente de esta organización sería enviar al Parlamento hombres animados de pasiones políticas. Ya no sería la independencia, sino la flexibilidad lo que buscarían en sus criaturas los conductores de elecciones; ¿y cómo censurarles por eso? Agentes del partido liberal, ¿no deben por eso obedecer á los deseos y aspiraciones del partido? La masa del partido liberal está en pro de tal ó cual medida; las gentes que se encarguen de alistar los electores manejarán hábilmente el negocio. Dirán al candidato: Caballero, he aquí nuestro programa; si usted desea entrar en el Parlamento bajo nuestro patronato, es preciso aceptar este programa: Mr. Lloyd es quien lo ha trazado; sabe usted que antes se ocupaba en los asuntos ferrocarrileros; pero después de la última ley electoral, hemos conseguido comprometer sus servicios; el programa es excelente; adóptelo usted y hará usted muy bien.

Así es como, en el sistema del voto, que en teoría se denomina voluntario, se llegará a tener un Parlamento cuyos miembros estarían encadenados por los lazos de partido mucho más aún de lo que lo están en el Parlamento actual.

Si por ventura se espera algún buen efecto del voto aislado cuando se encuentra frente a una organización sistemática, bastará examinar lo que ocurre en América para la elección presidencial. Según el plan establecido por los autores de la Constitución federal, todos los ciudadanos debían votar por el hombre que juzgasen más digno de ser elegido. Pero nada de eso hacen; se limitan a apoyar con sus votos la decisión de los caucus; se designa así una especie de reunión compuesta de gentes que preparan la elección; después de haber votado sucesivamente contra todos los hombres conocidos que puedan prestarse a la crítica, acaban por ponerse de acuerdo sobre la candidatura de alguna persona desconocida, contra la cual, por lo mismo, no hay nada que decir. Ese género de reuniones previas, cuando se trate de nombrar miembros para el Parlamento, tendrían un influjo más deplorable entre nosotros que en América para la elección presidencial, dado que en las grandes ocasiones es posible que la elección del pueblo americano se fije en un gran personaje de todos conocido; en cambio, el pueblo inglés no podría elegir 658 miembros en las mismas condiciones. No conoce un número tan considerable, y aun cuando los conociesen a todos, se perdería en las dificultades de detalles.

Sin embargo, si es evidente que ni el elector ordinario podría entrar útilmente en un colegio electoral, ni el candidato ordinario obtener los votos de un colegio sin obedecer a las instrucciones de los directores políticos de su partido, algunos electores y algunos candidatos se librarían de esta servidumbre. Hay en Inglaterra sociedades particulares organizadas de tal suerte, que fácilmente se transformarían en colegios electorales: las capillas de las congregaciones serían, tres meses después de adoptarse la ley, otros tantos colegios electorales; la Iglesia anglicana no tardaría en imitar a las congregaciones, y con algunos esfuerzos quizá llegaría al mismo fin. Hoy, los disidentes desempeñan un papel muy enérgico y muy precioso en el partido liberal; pero con el sistema voluntario no entrarían en la composición de un partido, formarían un elemento independiente y separado. En estos momentos sólo se piensa en agrupar los burgos; en el sistema del colegio voluntario se agruparían las congregaciones. Habría un miembro nombrado por los baptistas de Tavistock, por Totnes, etc., etc.

Para apreciar toda la importancia de esas consideraciones, es preciso referirse a la prueba que hemos dado sosteniendo que un Parlamento debe estar compuesto de miembros moderados, si no se quiere que elija un ministerio sin moderación y que haga leyes violentas. En el proyecto que examinamos, la Cámara se compondría primeramente de hombres de partido, nombrados por un comité imbuido del espíritu de partido, sometidos a ese comité y obligados a desplegar una grap violencia; con esos miembros se sentarían los representantes fanáticos de todas las sectas que Inglaterra comprende. En lugar de una asamblea deliberante llena de miembros moderados y juiciosos, tendríamos una asamblea en la cual se darían cita todas las pasiones.

Podrá creerse que exagero los rasgos del sistema hasta la caricatura, y sin embargo, aún no he presentado lo que tiene de más deplorable. Por dominados que estuviesen por un aire original, los representantes, en el caso de que se les dejase dueños de sí mismos, no dejarían, una vez colocados ante los peligros políticos, en el seno de un Parlamento libre, de mejorar bajo la acción del sentimiento de la responsabilidad, lo que les haría soportables. Pero no se les dejaría dueños de sí mismos. Un colegio electoral, en el sistema en cuestión, no dejará de obrar despóticamente. Aun suponiendo las circunstancias más favorables, cuando, por ejemplo, electores de buena fe hubiesen elegido un candidato para expresar sus ideas, le vigilarían para estar seguro de que las expone. Ese candidato se encontraría en una posición análoga a la que ocupa el pastor de una congregación disidente. Como esta congregación tiene por punto de enlace tal doctrina que cuenta con la adhesión de sus miembros, el pastor está obligado a predicar esta doctrina, si no se separarán de él. Lo que hace que hoy los miembros del Parlamento sean libres, es que sus electores no son imperiosos; ningún colegio tiene una política determinante e inflexible. La ley para crear los distritos actuales se limita á trazar divisiones geográficas; no están ligados entre sí por la unidad de creencias; no pueden tener sino muy vagas preferencias por ciertas doctrinas. Y en el sistema del colegio voluntario, el cuerpo electoral será como una iglesia con su símbolo, que designará un diputado para confiarle un mandato imperativo Y encomendarle el encargo de cumplir sus resoluciones. Del propio modo que entre los disidentes un pastor distinguido gobierna a veces su congregación, mientras el noventa y nueve por ciento de los pastores viven sometidos a las suyas, así en el sistema del colegio voluntario habría un hombre de Estado notable que sería capaz de imponerse a sus electores, mientras que los demás obedecerían a éstos.

Realmente, los miembros nombrados por un buen colegio electoral le serían sometidos sin remisión, precisamente a causa del mérito de los electores; pero, en cambio, los miembros nombrados por un mal colegio estarían en una esclavitud más dura aún por un motivo contrario. Los directores que hubieren organizado los colegios ejercerían un verdadero despotismo. En América se dividen los que se llaman politiciens en dos categorías, de las cuales los unos tienen los hilos y están entre bastidores, mientras los otros desempeñan un papel en la escena política.

En el sistema del colegio voluntario, el miembro del Parlamento estaría reducido a desempeñar el papel de intérprete impotente por sí mismo, y los conductores del partido serían autócratas verdaderos. El director escribiría a los miembros del Parlamento: Los hemos elegido a ustedes para sostener el programa liberal; si ustedes no lo siguen, no serán reelegidos. Ahora bien; un espíritu vulgar y estrecho no consiente apelaciones contra sus sentencias; a pesar de todos sus esfuerzos, el miembro del Parlamento no sería capaz después de encontrar un colegio electoral.

Quizá se diga que tales maquinaciones no tendrían fuerza ante un Parlamento septenal: que un miembro elegido por siete años podrá desafiar las maniobras de sus colegas exigentes y los descontentos de los conductores electorales. Pero, dado el establecimiento del colegio electoral voluntario, el Parlamento tendrá corta duración. Los colegios reclamarán elecciones frecuentes, no gustarán de privarse por largo tiempo de sus poderes, se irritarían si vieran que su poder, en manos de sus mandatarios, servía para obrar en contra de sus propias ideas, en circunstancias que no podían preverse en el momento de las elecciones. A menudo un Parlamento septenal se elige en cierto período político diferente de un segundo período, durante el cual funcione, no menos que por un tercero, a la vista ya de la disolución. Un cuerpo de electores designado por la ley en el sistema reglamentario tolera esos cambios, porque no ha dado un mandato imperativo a sus representantes: los electores no tienen por qué hacer manifestaciones a éstos respecto de cómo usan de su poder en un sentido que no estuviera dentro de sus previsiones. En cambio, en un colegio electoral que se ha formado a sí propio, cuyas opiniones son cerradas, y del cual los representantes no son, por decirlo así, más que puros mandatarios, no será tan paciente; puede, en un caso, creerse obligado a recriminar, y los conductores hábiles, sin necesidad de quejarse abiertamente, no dejarán por eso de oponerse, en silencio, a ese estado de cosas; electores y jefes ordenarán las elecciones anuales, y someterán a sus representantes a un yugo irresistible.

El proyecto de los colegios electorales voluntarios, examinado bajo esta forma, la más sencilla de todas, es incompatible con la independencia de los representantes y con el espíritu de moderación de que se debe estar animado en la Cámara: ahora bien; esas dos condiciones, según hemos visto, son indispensables para la existencia misma del gobierno parlamentario. Naturalmente, las mismas objeciones se aplican a ese sistema cuando hay una forma más complicada. Es inútil entrar en detalles cuando el principio no resiste a la critica. Si nuestros razonamientos tienen valor, el colegio electoral reglamentario es una necesidad, mientras que el colegio electoral voluntario conduce á la ruina del Parlamento: no seria una reforma saludable conceder a los electores el derecho de trasladar sus votos; seria esto, en verdad, una innovación ruinosa.

Si me he detenido a criticar el proyecto de Mr. Harl y el proyecto ultra-democrático, no sólo lo he hecho a causa del interés que el primero despierta en mi espíritu, y del interés que el segundo puede tener en la práctica, sino porque tienden a poner de relieve dos, por lo menos, de las condiciones que son indispensables en el gobierno parlamentario. Pero, además de esas cualidades necesarias que rigen la existencia misma del gobierno, hay otras condiciones previas sin las cuales no podría éste marchar.

Para que una Cámara de los Comunes desempeñe su misión, es preciso que pueda llenar cumplidamente cinco funciones: que sea capaz de elegir bien el ministerio, de hacer bien las leyes, de enseñar bien a la nación, de expresar bien la voluntad nacional y de informar bien al país acerca del Estado de los negocios.

Y aquí se presenta una dificultad. ¿Qué debe entenderse por la palabra bien? ¿Quién, además, juzgará si todo va bien? ¿Será un jurado de filósofos, será la posteridad, será una autoridad exterior a la Cámara? A lo cual respondo: no se necesitan ni los filósofos, ni la posteridad, ni de ninguna autoridad: el pueblo inglés, tal cual es, basta perfectamente.

Un gobierno libre es el gobierno de los ciudadanos por sí mismos: el gobierno del pueblo por el pueblo. El mejor gobierno de ese género, es el que el pueblo juzga mejor. Puede ocurrir muy bien que un gobierno impuesto como el de los ingleses en la India, sea en realidad el preferible; puede que un gobierno represente la idea de una clase más elevada que la de los gobernados, pero este no es un gobierno libre. Un gobierno libre es el que es aceptado voluntariamente por los gobernados. Cuando el azar sólo ha reunido algunas poblaciones, el único gobierno que le es posible es el gobierno democrático. En un país en el cual nadie conoce a sus vecinos, y no tiene, respecto de él, ni atenciones ni respeto, todos son iguales, ninguna opinión puede tener más influjo que otra. Pero como ya se ha aplicado en un país respetuoso, la sociedad está organizada de una manera particular. Por consentimiento unánime, se admite que ciertas personas tienen más prudencia que otras, y, por consiguiente, tienen una opinión que debe ser tomada más en cuenta y pesar más que el valor puramente numérico de los individuos de quien emane. En esos pueblos felices, los votos se pesan a la vez que se cuentan, mientras que en los pueblos menos favorecidos sólo se puede contarlos. Ahora, en la nación libre, esos votos, ya sean pesados, ya contados, deben conducir a una decisión.

Un gobierno libre ha llegado a la perfección cuando en él se deciden las cuestiones de una manera perfecta por medio de esos votos: únicamente en el estado de imperfección es cuando las decisiones que se toman por medio de votos son imperfectas: es malo cuando no se puede tomar ninguna decisión. La opinión pública es la piedra de toque del mérito para un gobierno; el juicio de la opinión pública es el que, con hábitos de respeto, acepta un país como el mejor de todos: si un gobierno libre está de acuerdo con esta opinión, es muy bueno en su género: si es contrario, es malo.

Si se juzga la Cámara de los Comunes según esta regla, realiza bien su obra: elige los gobernantes como nosotros lo entendemos: de no ser así, en nuestra época, en la cual la palabra y la escritura tienen tanto poder, pronto lo sabríamos. He oído decir a un hombre de Estado eminente del partido liberal: Se acerca el momento en que será preciso emplear el camino de la publicidad para dedicarse a la investigación de una queja. ¡Qué queja no surgiría si el ministerio elegido y mantenido por el Parlamento fuera detestado por el país! Inmediatamente se formaría una liga contra el gobierno, y de seguro esta liga tendría al momento más poder y más éxito que la liga contra las leyes de cereales.

Se ha objetado, es verdad, que el Parlamento desempeñe mal la parte electoral de su tarea porque no elige gobiernos fuertes. Verdad es que cuando la opinión pública no se decide de una manera precisa por una política definida, y, que, por consiguiente, los partidos, en el seno del Parlamento, son casi iguales, la avidez y la versatilidad de los individuos puede inclinar al Parlamento a cambiar demasiadas veces los gobernantes, a no conceder a ninguno de ellos bastante confianza, y a tenerlos constantemente bajo la amenaza de una destitución.

Pero la experiencia hecha con la segunda administración de lord Palmerston, sirve para probar que esos temores son exagerados. Cuando la nación fija su elección con insistencia en un hombre de Estado, el Parlamento lo acepta. En 1859, el Parlamento estaba dividido de una manera tan igual, que apenas cabía más; muchos liberales no querían a lord Palmerston y con gusto hubieran ayudado a derribarle. Pero el Parlamento sintió el efecto de la influencia que reinaba en el país. Los hombres moderados de los dos partidos, persuadidos de que la administración de lord Palmerston era la que ofrecía más ventajas, se entendieron para conservarlos a pesar de la hostilidad de los espíritus poco moderados que había en los dos partidos. Entonces es cuando ha podido reconocerse que un gobierno, si tiene en su favor el elemento común, es decir, los hombres que tienen la misma moderación de los dos partidos, puede mantenerse en el poder, aun cuando los partidos opuestos sean casi iguales, o bien, para emplear el lenguaje de la Tesorería, que no presentan en la balanza el uno sobre el otro más que un excedente imperceptible. Si, por fortuna, un gabinete tiene bastante inteligencia y habilidad para asegurarse la mesa, para formar un término medio en el Parlamento, logrará mantenerse por encima de las pequeñas intrigas y de las pequeñas facciones.

En suma: no se puede negar, yo creo, que el Parlamento cumple su obra electoral a satisfacción del público, y si se quiere mejorar su conducta en ese respecto, es preciso comenzar por mejorar al pueblo inglés que le impone su manera de obrar. En cuanto a su tarea legislativa, en lo que tiene de general puede decirse otro tanto. Sin duda la forma de nuestra legislación es detestable y el mecanismo empleado para fabricarla malo. Cuando se ve un comité pleno de la Cámara en lucha con la cláusula de un bill largo, que se esfuerza por construir, es preciso reconocer que no es un trabajo muy penoso y pura pérdida para el Parlamento. Inevitablemente se desliza en el acto alguna cláusula análoga a aquella que el país diría que parecía que había caído del cielo en el espíritu de la legislatura: tan escasa relación tenía con los que la rodeaban. En esas circunstancias es cuando se advierte la dificultad que hay para gobernar por medio de una asamblea pública, cuyos defectos, desde este punto de vista, no tienen una compensación suficiente. Pero es posible en un cuerpo legislativo separar la esencia de los accidentes. Aunque atacado por dos servicios bastante graves en lo que concierne al desempeño de su obra legislativa, el Parlamento hace sin embargo, leyes, en mi sentir, como el país las desea.

No era así hace treinta años. Las instituciones no estaban ya ajustadas a las proporciones del país y le molestaban, dándole el aire de un hombre los vestidos del cual son los de un muchacho de pocos años: esos vestidos le venían estrechos y se quería rehacerlos. El diablo me lleve, decía lord Eldon, jurando como en aquellos tiempos se hacía; si yo comenzase de nuevo mi vida, elegiría la carrera de agitador. El astuto anciano veía muy bien qué partido podía sacarse de una oposición al antiguo régimen; y, sin embargo, amaba al antiguo régimen, le era fiel y no aceptaba ningún otro estado social. Lord Eldon no tendría ese lenguaje hoy.

En efecto: no hay oficio peor en nuestra época que el de agitador. Apenas puede reunirse un auditorio cuando se quiere defender alguna medida. Hoy día, por su inteligencia y por su conciencia, el Parlamento, salvo excepciones que hemos hecho, se muestra dotado de la moderación que pide un gobierno parlamentario; le posee hasta en la medida que más le conviene al país. No sólo la nación acepta el gobierno parlamentario, lo que sería imposible en el caso en que el Parlamento no tuviera moderación, sino que ha llegado a querer ese gobierno. Cierto sentimiento general de satisfacción difundido por todo el país revela que Inglaterra tiene precisamente lo que desea.

Debemos, sin embargo, recordar dos excepciones: primeramente, el Parlamento se siente demasiado inclinado a favorecer los intereses de los propietarios. La ley aprobada respecto de la peste bovina, entraña la prueba evidente de esta peligrosa tendencia. Que ese bill, en sus detalles, sea bueno o malo, que las prescripciones del mismo hayan sido prudentes o torpes, no tenemos por qué ventilarlo aquí: pero sí es preciso decir que la precipitación con que la Cámara hubo de aprobarlo, se parecía mucho a un despotismo. Los intereses algodoneros y vinícolas, en los momentos de gran peligro, no han sido defendidos con el mismo afán. Ante la peste bovina, la Cámara de los Comunes ni un instante se ha detenido a escuchar los argumentos: la mayoría de los miembros de que estaba compuesta temblaba por sus rentas. El interés territorial, en Inglaterra, está representado por un gran número de diputados elegidos en los condados, y los votos de esos diputados son suyos de un modo que llamaríamos constitucional; pero, cosa extraña, el interés territorial no se contenta con negar a las demás clases todos los puestos de que dispone, sino que domina en aquellos que deberían pertenecerles. La mitad de los burgos tienen por representantes propietarios, y cuando se trata de las rentas de la tierra, como en el caso de la peste bovina, esos propietarios piensan mucho más en sí mismos que en sus electores.

La aristocracia territorial excede en mucho por su número a todas las demás clases; además, los que forman parte de ella, tienen entre sí toda clase de lazos; han sido educados en los mismos establecimientos, sus familias se conocen desde la infancia, forman una sociedad particular: los hombres se parecen, y se casan con mujeres del mismo género. En cuanto a las gentes de negocios, y a los industriales que tienen asiento en el Parlamento, su origen es más variado; la educación, unos la han recibido aquí, otros allá, un tercero en parte alguna; algunos de ellos son hijos de negociantes, y miran a los que no lo son y lo son sólo de sus obras, como intrusos en la clase a la cual pertenecen ellos mismos por derecho hereditario: por su parte, las gentes que se han hecho por sí mismas, se dicen que, cuando se ha heredado una fortuna de la cual no se ha sido autor y no se ha sabido aumentar, no se puede vanagloriarse ni de la inteligencia ni de la posición que se ocupa; si es inferior a los advenedizos en virtud de su habilidad, es inferior a los lores en virtud del rango social. Las gentes de negocios no están unidas entre sí ni por lazos estrechos ni por hábitos comunes; sus mujeres, cuando gustan de la sociedad, no se apresuran a frecuentar la de sus iguales; se encaminan hacia un mundo mejor según ellas dicen, y buscan las mujeres de aquellos que tienen bienes territoriales, y si Dios lo permite, hasta títulos. Cuando se estudia la composición del Parlamento no en las abstracciones de los libros, sino en las realidades de la vida en Londres, ya no sorprende ver el poder del interés inmueble, más bien extrañará que no obre uno como señor absoluto.

La autoridad absoluta la tendría el interés inmueble, si tuviese habilidad o más bien si la tuviesen sus representantes, pues parece que se proponen siempre elegir con intención, representantes estúpidos. Los condados, en su conjunto, no se limitan a restringir su elección a los propietarios, lo que es muy natural, y quizá hasta una buena política, sino que cada uno de los condados elige esos propietarios de su propio seno, lo cual es absurdo. No hay librecambio alguno respecto de la inteligencia entre los agricultores: cada condado prohíbe la importación de las capacidades que pudieran venirle de otra parte. Y esto es lo que permite a escépticos elocuentes, como Bolingbroke y Disraeli, dirigir tan fácilmente a los fieles tories. Hacen elegir gentes que tienen grandes dominios en ciertos distritos, y esas gentes, en general, no tienen el don de la palabra, a menudo ni el don del pensamiento, y así ocurre que, aunque sea mofándose de su partido, esos oradores elocuentes lo dominan. El interés de la propiedad inmueble tiene mucho más influjo del que debería tener, pero derrocha de tal modo esta influencia, que aparte casos excepcionales como el de la peste bovina, el peligro de semejante exceso queda relegado a segundo término.

Supone casi tratar la misma cuestión bajo otro aspecto, la de dirigir a la composición del Parlamento la censura de no ser bastante favorable a los distritos cuya prosperidad va en aumento, mientras lo es demasiado para los distritos estacionarios. En otros tiempos, el Sur de Inglaterra era la parte más agradable y al propio tiempo más considerable del país. Devonshire era un gran condado marítimo cuando se establecieron las bases de nuestra representación; Somersetshire y Wiltshire eran grandes condados industriales. Bajo un clima más rudo, en los condados del Norte había una población más miserable, más grosera y más diseminada. La preponderancia enorme que en materia de representación se concedía, antes de 1832, y que aún se concede, a pesar de los correctivos y de las atenuaciones, a la parte de Inglaterra que está al mediodía del Trent, correspondía entonces a la preponderancia de que esta parte gozaba en el respecto de la riqueza y de la inteligencia. Sabido es cuánto ha cambiado ésto y cómo de día en día aumenta el contraste. Es propio del comercio enriquecer a aquellos que tienen mucho y empobrecer a quienes tienen poco. Las industrias se aglomeran en los centros industriales, porque allí y sólo allí encuentran brazos y recursos: los ferrocarriles arruinan el comercio de las pequeñas poblaciones en beneficio de la gran ciudad, ofreciendo al consumidor la facilidad de rebajar las compras. De año en año, el Norte, designación con que puede señalarse el nuevo mundo industrial, ve aumentar su importancia mientras disminuye la del Sur, donde están los países cuya prosperidad no es más que un recuerdo encantador. ¿No es en verdad una grave censura la que se tiene el derecho de dirigir a la composición actual del Parlamento, cuando puede decirse de ella que atribuye un gran influjo a regiones cuya grandeza ha pasado, y se le niega a países hoy prósperos?

En mi opinión, aunque por lo común no se piensa en esto, lo que más justifica una reclamación de la reforma parlamentaria, es esta desigualdad. Los grandes capitalistas, como Mr. Brights y sus amigos, se creen sinceros al reclamar una parte de poder más amplio para los obreros, cuando, en el fondo, sólo tienen el deseo muy natural de aumentar la parte de autoridad que de justicia les corresponde.

En efecto; ni pueden ni deben admitir que un manufacturero rico y capaz, esté por debajo de un noble de poca importancia y estúpido. Las ideas de igualdad política, de que Mr. Bright se hace el campeón, son tan antiguas como la ciencia política, aunque se haya prescindido de ellas desde su origen. Sin embargo, durarán mientras dure.la sociedad política, ya que tienen por fundamentos los principios indestructibles de la naturaleza humana. Edmundo Burke decía de los primeros colonizadores de la India que eran todos jacobinos, porque se quejaban de no tener un grado de importancia política igual a su riqueza. Mientras haya una clase descontenta por no poseer su parte de influencia legítima en los negocios, no dejará de proclamar ciegamente que todos los hombres tienen iguales derechos.

En mi opinión, la exclusión que sufren los obreros en el respecto de la representación parlamentaria, no constituye un vicio del sistema actual. Las clases obreras no colaboran, por decirlo así, como cuerpo especial, en el movimiento de la opinión pública, y, por consiguiente, aunque no tengan influencia en el Parlamento, eso no obsta para gue el Parlamento responda a las exigencias de la opinión. Si los obreros no están comprendidos en la representación, es que no tienen puesto alguno en la cosa representada.

Tampoco se debe creer, me parece, que por comprender un número considerable de miembros pertenecientes a la nobleza, el Parlamento representa menos a la opinión pública. Sin duda, las familias que descienden de la antigua aristocracia, ya sea en línea recta, ya sea en la colateral, procuran al Parlamento un número de miembros muy superior en proporción al número de miembros que envía el conjunto del país. Pero no creo que esas familias tengan en manera alguna un espíritu de cuerpo y opiniones generales que los distingan de las otras familias pertenecientes a la aristocracia territorial. Sus opiniones son las de la clase en medio de la cual han nacido: la clase de los propietarios. Jamás la aristocracia inglesa ha formado una casta separada, y tampoco hoy la forma. No llegará a sostener ninguna medida de que los demás propietarios no sean también partidarios. Si ha de haber propietarios en la Cámara de los Comunes, es de desear que la mayoría de ellos tenga una cierta posición.

Mientras tengamos dos categorías de instituciones, el prestigio de una de las cuales está destinado a deslumbrar el espíritu de las masas y mientras la utilidad de la otra consista en gobernarlas, es preciso mantener de frente esas dos clases de instituciones, con el debido cuidado para que no se perciba el punto en que las mismas comienzan y aquel en el cual acaban. Se llega ahí parcialmente concediendo una cierta autoridad, en los detalles secundarios, al elemento prestigioso de nuestro sistema político, pero además también conviene facilitar su resultado manteniendo la aristocracia en el elemento útil del sistema.

El instituto respetuoso del país resuelve este problema. En los colegios electorales, la aristocracia tiene su influencia. Un candidato que lleva el título de honorable o de baronnet, o un título superior, como el de conde, aunque sea irlandés, vese solicitado por la mitad de los colegios electorales; y, supuesta la misma condición, el hijo de un industrial no podría luchar con ventaja contra él. Lo que prueba hasta qué punto domina en el país el instinto respetuoso, es el éxito que la clase respetada obtiene en las elecciones, a pesar del margen que ofrecen las otras clases para elegir candidatos.

Salvo esas dos imperfecciones, cuya gravedad es sólo secundaria, aunque real, en suma, el Parlamento responde bastante bien, tanto en la elección del ejecutivo como en la obra legislativa, a las aspiraciones que formula la opinión pública. Añádase, bajo esta doble reserva, que sabe expresar convenientemente, por su lenguaje, la opinión del país, cuando de él se esperan palabras y no leyes. En los negocios extranjeros, en los que no se trata de legislar todo lo que el pueblo inglés piensa, o cree pensar, respecto de las grandes crisis que ocupan al mundo, todas las ideas buenas o malas que el pueblo inglés pueda tener acerca de cuestiones como la de Dinamarca, Italia o América, todo eso encuentra su expresión fiel y completa en el Parlamento. Esta función, que yo llamaría, si se me permite la frase, la función lírica, el Parlamento la desempeña como se pide: expresa en su lenguaje particular las opiniones particulares del país.

Y he ahí sin duda uno de los grandes servicios que puede prestar al mundo. Los gobiernos libres son hoy tan raros en Europa, y América está tan lejos, que es una gran ventaja conocer una opinión, aunque sea incompleta y errónea, cuando rápidamente se eleva en el seno de la libre Inglaterra. Esta opinión que el Parlamento da, puede ser falsa, pero es la única que se produce; y cuanto esta opinión está bien fundada, es siempre en los asuntos de gran importancia, porque un pueblo no ve y no estudia más que los negocios importantes del extranjero. El pueblo inglés puede prescindir de una porción de minucias a la cual se refiere con exceso la burocracia en Europa, pero cuando descubre una verdad que se le escapa a la burocracia, esta verdad puede ser de gran interés para el mundo.

Sin embargo, si en esos diferentes respectos y con las reservas que hemos hecho, el Parlamento en su obra y en su lenguaje, responde convenientemente a lo que la opinión pública espera de él, es preciso reconocer, en mi sentir, que no logra en la misma proporción realzar el nivel intelectual del país. Su tarea educadora es la que peor cumple. Las circunstancias actuales dan una cierta exageración a ese defecto. Aquel de todos los miembros del Parlamento que está principalmente encargado de instruir y de educar al país, del cual es como el director, por lo menos hasta donde el Parlamento es capaz de educar, es el primer ministro; este personaje tiene un influjo, una autoridad y una facilidad sin igual, para dar a los debates un tono de grandeza o de mediocridad. Ahora bien, lord Palmerston se dedicó durante varios años a dar un tono, no diré que mediocre, sino ligero, a las discusiones parlamentarias.

Uno de los más grandes admiradores de lord Palmerston refería, después que éste se murió, una anécdota, la moral de la cual no comprendía o parecía no comprender. Cuando lord Palmerston llegó a ser por primera vez jefe de la Cámara, su aire y tono bromistas no gustaban nada, y se aseguraba que no podía vencer. He ahí, decía uno de los veteranos de la Cámara, he ahí un hombre que nos bajará muy pronto a su nivel; la Cámara preferirá esos ¡ja! ¡ja! a los rasgos de ingenio de Canning, y a la gravedad de Peel. Preciso es reconocer, aunque no guste decirlo, que esta predicción se cumplió. Jamás primer ministro alguno, con su popularidad y su influencia, ha dejado menos enseñanzas capaces de realzar el espíritu público. Pasados veinte años, cuando se suscite el recuerdo de lord Palmerston, no se señalará una gran verdad que haya enseñado, ni política distinguida que haya personificado, ni palabras cuya nobleza haya fascinado a su época, y que la posteridad debe salvar del olvido.

Pero se dirá: era un hombre de carácter jovial, de un sentido firme y reposado; simulaba cierta truhanería, pero fácilmente se le adivinaba; tenía el talento político bajo una envoltura mundana. La posteridad no podrá explicarse sin esfuerzo los chistes y bromas cuyo recuerdo se conserva, pues sentiremos bien sus efectos ahora. Luego que ha adoptado las maneras de ese personaje, la Cámara de los Comunes ha servido menos a la educación política y social del país que de ordinario servía.

No obstante, creo que, bien mirado todo, podrá decirse que en principio la Cámara de los Comunes no procura al país tanta educación como el país desearía. No quiere esto indicar que yo reclame del Parlamento una educación abstracta, filosófica, apoyada o fundada en materias dificiles de comprender, sino una educación popular: ahora bien; para que sea popular esta educación, debe abrazar sólo objetos concretos, definidos y poco extensos. Se trata de comprender cuál es el más alto grado de verdad al cual es capaz de llegar el pueblo; siendo sobre este tema sobre el cual deben recaer las explicaciones que se quiera penetren en el espíritu de las masas. Lord Palmerston no ha cumplido en verdad esta condición. Nos ha rebajado un poco presentándonos ideas que estaban por debajo de nuestro nivel medio; sus doctrinas no estaban bastante por debajo de nosotros para inspiramos repulsión, y, sin embargo, lo estaban bastante para aumentar sin necesidad o utilidad nuestra ligereza, disminuyendo además en nosotros el culto de los principios y de la filosofia, que no era, por lo demás, muy exagerado.

Cuando se le compara con los debates de cualquier otra asamblea, los debates del Parlamento inglés no dejan, es verdad, de tener un lado muy instructivo. Los del Congreso americano no sirven demasiado para la educación popular; el sistema presidencial les priva de semejante ventaja; en ese sistema, las discusiones de la asamblea legislativa no producen efecto alguno, porque no pueden derribar el ejecutivo que, por el contrario, tiene el derecho de veto sobre las decisiones legislativas. Las Cámaras francesas son el apéndice útil de un gobierno que quiere tener la autoridad del despotismo y rechazar la vergüenza de tenerlo; gracias a su existencia, los enemigos del Imperio no tienen el derecho de decir que la libertad de la palabra está suprimida en Francia; algunos miembros de la oposición llenan los aires de discursos elocuentes, en los cuales, como es sabido, la verdad se revela, pero siempre en vano. Los debates de un Parlamento inglés desempeñan, pues, en el mundo un papel que, para esas Cámaras auxiliares, es imposible. Sin embargo, creo que si se comparan las discusiones que los periódicos serios consagran a los asuntos importantes con los debates del Parlamento, no habrá más remedio que reconocer que, a pesar de muchas exageraciones y muchas vaguedades, los artículos de los periódicos tienen más vigor y más sentido que los discursos parlamentarios. Y el público aprecia este vigor y se complace en escuchar los comentarios de la prensa.

La Saturday Review decía, hacía algunos años, que la habilidad parlamentaria estaba sometida al sistema protector, que a la puerta del Parlamento era preciso pagar un derecho diferencial de 2.000 libras esterlinas por lo menos al año. Por consiguiente, la Cámara de los Comunes, que sólo admite la inteligencia cuando tiene por asociada la fortuna, no puede estar en el respecto intelectual al igual de una asamblea legislativa que hubiera sido elegida únicamente en razón de la inteligencia, sin inquietarse por si los elegidos reunían o no al saber, riquezas. En cuanto a mí se refiere, no me inclino en manera alguna a que sólo la inteligencia esté representada, pues seria esto contrario a la idea madre cuyo desenvolvimiento prosigo en esta obra. Sostengo que el Parlamento debe personificar la opinión pública de Inglaterra; y es seguro que esta opinión consulta mucho más, para hacerse, el interés territorial de la riqueza inmueble, que la pura inteligencia del país. La flor fina de Bohemia, compuesta de gentes de treinta y seis ideas y cuarenta sin una, no tiene derecho a obtener más influjo en el Parlamento del que tiene en el país, en el cual no pesa mucho. Únicamente, bien mirado todo, aunque el país podrá conceder a la inteligencia una parte algo mayor y más amplia en su representación, hay en el Parlamento un bosque de árboles demasiado corpulentos que bien podría aclararse un poco.

La última función del Parlamento que nos queda por examinar, es la que consiste en informar al país; como ya he dicho, es llevar ante la opinión, por medio de sus miembros, las ideas, las quejas y los deseos de ciertas clases. Es preciso no confundir esta función con la que he llamado función educadora. En la práctica es cierto, esas dos funciones encajan una en otra. Pero lo mismo ocurre con otras muchas cosas que importa separar cuando se las trate de definir. El hecho de que dos cosas se encuentren a menudo juntas, debe más bien servir de motivo que de impedimento para que se las separe en la idea. Puede ocurrir que a veces no se encuentren, lo que trastorna mucho a quienes no están habituados a distinguirlas.

La función educativa proporciona al país ideas verdaderas; pertenece a los espíritus más elevados; en cambio la función informadora se limita a dar á conocer ideas especiales, no pertenece más que a los especialistas. Cada clase tiene sus pensamientos, sus necesidades, sus opiniones de que ciertos centros se preocupan especialmente. Un pueblo no debe meditar sus determinaciones, según las indicaciones de esos especialistas; así, los oradores animados de un espíritu tan particular no podrán ser guías seguros en política. Sin embargo, es bueno oír a esos oradores y tener en cuenta sus opiniones.

El espíritu moderno tiene por norma o principio la tolerancia y además el examen de todas las cosas. Si la ciencia moderna ha llegado a ser lo que es, es a fuerza de examinar hechos aislados, enojosos y poco interesantes a primera vista. Se cuenta que un gran químico atribuía la mitad de la reputación a su hábito de examinar, al terminar cada una de sus experiencias, los residuos de que tenía intención de deshacerse. El primero que llegase podía conocer los resultados generales de la experiencia, pero en los residuos había una porción de pequeños fenómenos y de transformaciones que observar, y de esta observación han brotado algunos descubrimientos gloriosos para quien era capaz de hacerlos. Lo mismo pasa con respecto a las concepciones de los soñadores a quien se desdeña. Pueden encerrar gérmenes de verdad, que son precisamente aquellos de que se ha menester cuando ya se conoce todo el resto de sus sistemas.

He ahí lo que sabían perfectamente nuestros antepasados. Se esforzaban por dar un carácter a los diversos colegios electorales o a varios de ellos. Querían otorgar su abogado respectivamente, al comercio marítimo, a la industria lanera, a la de las telas; querían que el Parlamento estuviese en condiciones de consultar los intereses particulares, antes de dictar una decisión en nombre de todo el país. ¡He ahí, en verdad, un motivo verdadero para admitir las clases obreras con su parte en la representación, al menos en la medida necesaria para mejorar el Parlamento! Los artesanos de las ciudades vense ahora en posesión de muchas ideas y con muchas aspiraciones; están animados por un rayo especial de la vida intelectual; creen que se ha desconocido o despreciado sus intereses, se imaginan que tienen algunas cosas nuevas que decir y que poseen otras ideas distintas de las del Parlamento. Debería permitírseles intentar la prueba ante el Parlamento, y expresar sus concepciones propias de la misma manera que las demás clases; se necesita escuchar a sus defensores, como se escucha á los de las otras.

Antes del bill de reforma, había medio de conseguir ese fin. El miembro nombrado por Westminster y otros miembros, como eran elegidos por sufragio universal o por un sistema muy cercano a éste, podían, obedeciendo a sus mismas conveniencias, proclamar las quejas y las ideas o lo que se estimaba como ideas y como quejas de los obreros. El sistema introducido en 1832 es tan inflexible que ha causado la dificultad actual y muchas otras.

Hasta que llegue a efectuarse esta reforma o modificación en la Cámara de los Comunes, esta Cámara será imperfecta como la Cámara de los Lores, es decir, que parecerá atacada de un vicio. Mientras los lores no consientan en acudir en persona al lugar de su reunión, se hará cuanto se quiera para demostrar que la Cámara alta realiza cumplidamente su labor de revisión, pero será dificil conseguir que se acepten esos razonamientos abstractos. Del propio modo, mientras una parte considerable de la población, aglomerada en ciertos distritos y con ideas y aspiraciones políticas, no tenga en el Parlamento abogados conocidos y visibles, en vano se pretenderá probar en los libros que la representación del país es suficiente para el país, porque las gentes no lo creerán.

El siglo XVIII tenía en política la máxima de que las grandes apariencias son las grandes realidades. En vano, pues, se demostrará que los obreros no tienen por qué quejarse, que las clases medias han hecho por ellas cuanto era posible hacer; en vano se acumularán todos los argumentos que no es preciso repetir, porque están como estereotipados en los periódicos y se sabe de memoria, mientras contta los argumentos se levante la gran apariencia de que los trabajadores no tienen en el Parlamento abogados visibles y encargados de expresar en cada instante sus deseos; la gran realidad que a la apariencia corresponda será siempre un descontento general.

Hace treinta años se procuraba probar que Gatton, Old Sarcins eran lugares preciosos que debían conservarse en la lista electoral, dado que proporcionaban miembros excelentes áa la Cámara de los Comunes; a esas reflexiones se oponía de toda parte que está muy bien, pero allí no hay habitantes. De igual manera hoy se dice en todas partes: Es evidente que nuestro sistema representativo es imperfecto, toda vez que una clase inmensa no tiene defensor en el Parlamento. La única respuesta que se podía dar en otros tiempos a quienes gritaban contra los colegios electorales sin habitantes, era transferir el derecho electoral de esos colegios a colegios que tuvieran población; hoy, para cortar de raíz las recriminaciones fundadas sobre el hecho de que los obreros no tienen representación, el único medio consiste en concederles representantes, haciendo de modo que haya en la Cámara de los Comunes un cierto número de miembros elegidos por los trabajadores y penetrados del axioma que Carlyle formulaba en estas palabras: El artesanismo es la necesidad del día.

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