Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO QUINTO

LA CÁMARA DE LOS LORES

En el precedente estudio he mostrado que a un rey constitucional le sería posible prestar, en todo caso, muy grandes servicios, tanto al principio como durante una administración, pero que de hecho hay pocas presunciones de que los preste. Sería preciso para eso ideas, hábitos y facultades muy superiores a las de un hombre ordinario, cosas éstas todas poco compatibles además con la educación habitual de los soberanos.

Los mismos argumentos son aplicables en lo que concierne al fin de una administración, de un gabinete. Pero en esta coyuntura entran en juego las dos más notables prerrogativas de un monarca inglés, a saber: el poder de crear nuevos pares y el poder de disolver la Cámara de los Comunes. Ahora bien; no se puede apreciar el uso o el abuso de los poderes sin haberse dado cuenta de lo que son los pares y de lo que es la Cámara de los Comunes.

La Cámara de los Lores, o más bien el orden de los lores, es, por su lado imponente, de una utilidad grande. Sin que inspire tanta veneración como la monarquía, su autoridad es muy respetada. Una orden de nobleza tiene por función deslumbrar al vulgo no necesariamente para engañarle, y aún menos para perjudicarle, sino para imponerle opiniones que de otro modo no admitiría.

La imaginación de la multitud es en extremo débil; no puede concebir nada sin un símbolo visible y hay muchas veces que apenas comprende, aun con un símbolo. La nobleza es el símbolo de la inteligencia. Tiene la nobleza los caracteres distintivos que la muchedumbre tiene siempre costumbre de considerar como los atributos de la inteligencia y que a menudo también estima como tales. Que un plebeyo de talento vaya al campo, en manera alguna será objeto de veneración mientras que el anciano noble es allí venerado. Será acaso insolvente, y podrá estar, sabiéndolo todos, en la pendiente de la ruina, no importa; a los ojos de los campesinos será siempre más respetable que un rico improvisado. Aunque no dijera más que absurdos, la masa de los campesinos le escucharía con más sumisión que las indicaciones sensatas de este último. Un viejo lord conservará toda su veneración y respeto; y es en verdad un servicio el que ese personaje presta á su país imprimiendo la noción de la obediencia en esos cerebros groseros, macizos y estrechos de la multitud, que es incapaz de otros sentimientos y de otras ideas.

La nobleza es de una gran utilidad, no sólo por los resultados que produce, sino también por los que previene impidiendo el dominio de la riqueza y el culto del oro. El oro, como es sabido, es el ídolo familiar de los anglosajones. Nuestra raza busca sin cesar la manera de hacer fortuna, valúa todas las cosas en dinero, se inclina ante los grandes capitales y pasa con aire desdeñoso ante los pequeños; siente instintivamente una admiración por la riqueza.

Hasta cierto punto, ese sentimiento tiene su razón de ser. Mientras nos entreguemos con un entusiasmo vigoroso a la industria -y espero que lo haremos así durante largo tiempo, porque se necesitarían en nosotros grandes cambios para que nos sea posible tener una ocupación mejor- necesariamente debemos respetar y admirar a quienes vencen y desdeñar un poco a quienes fracasan en esa carrera. ¿Estamos en lo justo, si o no? Es inútil discutirlo; en cierta medida, ese sentimiento es involuntario: la moral no tiene que decidir si debemos o no debemos conservarlo; la naturaleza nos ha querido someter a él en proporciones moderadas.

Sin embargo, en algunos países, la admiración que por la riqueza se tiene, va mucho más lejos de los límites naturales; los que la admitan no se preocupan en manera alguna del talento que ha sido preciso desplegar para adquirirla: respetan la riqueza tanto en manos de un heredero como en las de aquel que ha creado la fortuna; su culto consiste únicamente en gustar del oro y desearlo por sí mismo. Nuestra aristocracia nos preserva de ese peligro. No hay país donde cualquier millonario esté menos a su gusto que en Inglaterra. A diario hay de ello experiencias; a cada instante tenemos la prueba de lo mismo; el dinero, el dinero puro y simple, no da acceso en la sociedad de Londres. Se le tiene en menos ante la superioridad de otro poder.

Se dirá, acaso, que no supone esto ventaja alguna; que, culto por culto, el fetichismo del dinero equivale perfectamente al del rango social. Admitiendo que sea así, aún hay una ventaja para la sociedad en lo de tener dos ídolos; cuando dos idolatrías están en lucha, hay alguna probabilidad de éxito para la verdadera religión. Pero no es verdad que el respeto por el rango social, a lo menos por el rango hereditario, sea de naturaleza tan degradante como el respeto por el dinero.

En todo tiempo, la cortesía de las costumbres ha sido el privilegio en algún modo hereditario de ciertas castas, y la cortesía de las costumbres es uno de los bellos atributos. Es el estilo de la sociedad: en las conversaciones ordinarias de la vida, la cortesía desempeña el papel que desempeña el arte de escribir en la correspondencia. Cuando se respeta a un hombre rico no es al hombre a quien se respeta, sino a su fortuna, cosa que no forma cuerpo con él; cuando se respeta la nobleza hereditaria de un hombre, el respeto se dirige a una gran cualidad que probablemente posee y que tiene la facultad de desplegar. La gracia natural puede encontrarse en las clases medias: la cortesía y las buenas maneras pueden surgir por todas partes, pero deben encontrarse en la aristocracia, y un miembro de la aristocracia no es como debe ser, si carece de ellas. Se trata como de un privilegio de raza que a veces puede no tener el individuo.

Hay una tercer idolatría de la cual nos preserva el fetichismo del rango social: es quizá la peor de todas, la idolatría de la función política. El fetiche más triste que puede adorarse es el de un empleado subalterno, y, sin embargo, en ciertos países civilizados es éste un culto que está muy extendido. En Francia y en la mayor parte del continente europeo domina esta superstición. En vano se dirá que los honorarios de los pequeños funcionarios están por debajo de lo que se gana en el comercio: que su trabajo es mucho más monótono que el de los comerciantes, que su inteligencia es menos útil y su vida es menos independiente. No por eso se deja de considerarlos como teniendo más importancia y más aptitudes y cualidades que éstos. Son condecorados: tienen el botoncito rojo en su levita, y eso basta.

En Inglaterra, gracias a la forma especial de nuestra sociedad, se alcanza el ideal deseable. Las grandes posiciones, ya fijas, ya dependientes del Parlamento, que exigen inteligencia, aseguran ahora un prestigio con exclusión de todos los demás. Un subsecretario de Estado, con dos mil libras esterlinas al año, es mucho más personaje que el director de una Compañía fmanciera con cinco mil libras esterlinas, y el país economiza la diferencia. Aparte, algunos empleos tales como el tesorero, que en otros tiempos estaban desempeñados por la aristocracia, y que, por consiguiente, han conservado un perfume de nobleza, las funciones subalternas no tienen ningún valor social. Un gran almacenista desprecia el empleo de la administración de impuestos, y lo que en otros países se estimaría como imposible, el empleado en la administración indicada envidia al comerciante. La riqueza sólida toma alto vuelo cuando no se otorga un buen aspecto artificial a los grados inferiores de las funciones públicas. Un simple funcionario del servicio civil no es absolutamente nada, y jamás logrará persuadir a nuestro público de que semejante empleado es un personaje.

Sin embargo, es preciso reconocer que nuestra aristocracia ha perdido buena parte de sus cualidades para servir de expediente público de esa manera. En general, el mejor mundo en Inglaterra está envuelto en una decoración que le da el aspecto un tanto oscuro. Sin duda esas gentes conservan su dignidad, se hacen obedecer, suelen ser buenas y caritativas con sus inferiores; pero no atienden para nada a la futileza del espíritu: no se dan cuenta de que el encanto de la sociedad depende de él. Esos nobles estiman la alegría como una cosa inútil y vieja, y temen siempre, equivocadamente, en verdad, que se suponga de otra manera. Esta tiesura de su dignidad está tan de moda, que los pocos ingleses en quienes el espíritu tiene cierta flexibilidad y viveza, privan ordinariamente a la sociedad de esas cualidades que reservan para el pequeño círculo de sus íntimos, para las personas capaces de apreciar esos matices. Ahora por un buen gobierno vale bien la pena soportar esos inconvenientes sociales. En una sociedad como la nuestra, donde la preeminencia pertenece a la antigüedad del rango más bien que a las gracias del espíritu, es inseparable de la dignidad una cierta frialdad. La preponderancia de los antiguos títulos tienen en cambio una utilidad real, que nadie puede desconocer y que compensa ese defecto.

El prestigio social de la aristocracia, todos lo saben, es, por otro lado, infinitamente menor hoy que lo era hace cien años, y hasta que hace cincuenta. Dos grandes movimientos, los más grandes que se han efectuado en la sociedad moderna, han contribuido a reducirle. Elevando las fortunas, la industria, bajo sus formas innumerables, ha creado una clase rival de la nobleza y que se sobrepondría a ella si poseyese un sello de suprema distinción que no se adquiere. Diariamente las compañías, los ferrocarriles, las obligaciones, los dividendos, tienden más y más a multiplicar alrededor de la aristocracia esas grandes vidas, que con el tiempo acabarán por eclipsarla. Y de otro lado, mientras ese movimiento se produce de abajo hacia arriba, otro movimiento precipita a la aristocracia de arriba hacia abajo. Los nobles, para dominar, tienen menos recursos que otras veces tenían. Lo que hace su poder es el despliegue teatral de su magnificencia. Pero la sociedad pierde de día en día más y más el hábito del aparato. Como ha hecho notar nuestro gran autor satírico, el último duque de San David cubría en otro tiempo con su acompañamiento el camino del Norte: los dueños de fondas y sus dependientes se inclinaban ante él. El duque actual sale de la estación fumando su cigarro en su brougham. La aristocracia no podría arrastrar el tren de otros tiempos, aun cuando así lo quisiera: un influjo más fuerte que ella se opone. Sus miembros obedecen a la tendencia que, en la sociedad moderna, eleva el nivel medio y rebaja comparativamente, quizá hasta de un modo absoluto, la cumbre. A medida que desaparecen el lado pintoresco y los colores vistosos de la sociedad, la aristocracia pierde lo que le servía para dominar.

Recordando de qué profundo respeto estaba antes rodeada la nobleza, sorprenderá ver que la Cámara de los Lores, como asamblea, haya ocupado siempre el segundo rango, que siempre haya sido como hoy, no la primera, sino la segunda de nuestras asambleas. Por de contado, no hablo de la Edad Media, no trato aquí ni del período embrionario por el cual ha debido pasar nuestra Constitución, ni de su infancia. La considero tan sólo en el estado adulto. Examinémosla en los tiempos de Roberto Walpole. Sir Roberto debía su título de primer ministro a su manera de manejar la Cámara de los Comunes; cayó del poder, por haber sido derrotado en la Cámara baja a propósito de una petición sobre asuntos electorales; no gobernó á Inglaterra más que porque gobernaba la Cámara de los Comunes. Y, sin embargo, la nobleza era entonces el poder preponderante en el país. En muchos distritos la palabra de un lord era la ley. El lord Lowther, el malo, como se decía, dejó en Westmoreland un nombre que ha inspirado terror hasta la generación actual. La mayoría de los diputados de los burgos y la mayor parte de los diputados de los condados, eran hechura de la aristocracia; se obedecía respetuosa y piamente. Como individuos, los pares eran los primeros personajes del país; pero como Cámara deliberante, la asamblea de los pares no era más que la segunda del Parlamento.

Diversas causas han contribuido a crear esta anomalía, pero la principal era perfectamente natural. Jamás en la Cámara de los Pares los principales nobles del país han desempeñado el papel más importante. La naturaleza se oponía a ello. Las cualidades que distinguen á un hombre en una asamblea deliberante no son hereditarias y no se legan con los grandes dominios. En medio de la nación, en las provincias, en su país, un duque de Devonshire o un duque de Bodford era, sin duda, un personaje más grande que lord Thurlow. Esos duques tenían a su disposición grandes propiedades, varios burgos, una muchedumbre de partidarios que componían una especie de corte. Lord Thurlow no tenía ni burgos, ni partidarios, vivía de sus sueldos. Mientras la Cámara de los Lores no estaba reunida, los duques eran no sólo más grandes personajes que él, sino que lo eran sin comparación posible. Inmediatamente que la Cámara estaba reunida, lord Thurlow se elevaba muy por encima de ellos. Tenía el don de la palabra y los duques no. Podía tratar en media hora de los asuntos que éstos no hubieran sido capaces de entender y tratar en un día, y eso en el supuesto de que aun así llegasen á conseguirlo. Cuando un par, enemigo de su influencia, era bastante tontó para aludir a su nacimiento, le imponía silencio diciendo que vale más deber su posición a sí mismo, que a sus antepasados, toda vez que la nobleza adquirida por nacimiento no es más que el accidente de un accidente.

Una Cámara así compuesta no estaba hecha para que gustase a los grandes personajes de la aristocracia. No podía convenirles desempeñar en su propia asamblea un papel que, sin embargo, habían tenido, un papel que les ponía por debajo del abogado recién llegado a los honores, de quien podría decirse que todos le conocieron sin pleitos que defender, hablando por ganar dinero y persiguiendo constante la moneda. Los principales pares no sacaban lustre alguno de su presencia en la Cámara, antes al contrario, perdían con ello su prestigio. Para salir de esta situación tuvieron que acudir a dos recursos. Primeramente inventaron las procuraciones, que los permitían votar sin estar presentes, sin exponerse a ser ofendidos por el vigor de las invectivas, sin correr el riesgo del ridículo, sin dejar sus posesiones o el palacio de la ciudad en que eran semidioses. Luego, y este recurso era más eficaz, buscaron la manera de ejercer en la Cámara de los Comunes el influjo que se les iba de la Cámara de los Lores.

En efecto; por este camino indirecto es como un señor poderoso en los campos, capaz de contribuir por mitad en la elección de dos representantes de condados y de nombrar dos representantes de burgos, procurando acaso sus puestos a los miembros partidarios del gobierno, disponiendo a veces hasta del que ocupaba el jefe de la oposición, se encontraba hecho un personaje más influyente que lo hubiera sido yendo a su propia Cámara a escuchar la palabra del canciller. Así, la Cámara de los Lores, aunque estaba compuesta de los primeros personajes del reino, no tenía ya más que un influjo secundario; porque los principales pares, los que tenían una importancia social, como tenían en casi todo su poder un influjo latente, pero enorme en realidad que ejercían en la Cámara de los Comunes, permanecían punto menos que indiferentes ante las discusiones de la Cámara alta.

Cuando se deja de considerar la Cámara de los Lores bajo su aspecto imponente para examinarla en su lado estrictamente útil, se encuentra que nuestra teoría constitucional, como la mayoría de las obras de este género, tiene muchas faltas. Según esta teoría, la Cámara de los Lores sería un Estado del reino del mismo orden y del mismo rango que la Cámara de los Comunes, sería la rama aristocrática del Parlamento, al modo como la Cámara de los Comunes es la rama popular, y esta última no tendría, en virtud del derecho constitucional, más que una autoridad igual a la de su rival. Esta doctrina es completamente falsa: se debe notar, por el contrario, y ésta es una de las ventajas particulares de la Constitución inglesa, que tenemos una Cámara alta, la autoridad de la cual, aunque real en definitiva, es siempre menor que la que tiene la Cámara de los Comunes.

Es, sin duda, un inconveniente tener dos Cámaras distintas con poderes iguales. Cada una de las dos tiene el derecho de oponer un obstáculo a la obra legislativa que, en un momento dado, puede ser muy necesaria. En este momento tenemos la mejor prueba posible: la Cámara alta de nuestra colonia de Victoria, en donde tienen su asiento los ricos productores de lana, está en desacuerdo con la Cámara baja de aquel país, y, por consiguiente, la mayoría de los asuntos están en suspenso. Sin el empleo de una simple estratagema, toda la máquina gubernamental dejaría de funcionar. La mayoría de las constituciones tienen ese vicio. Se observa esto en aquellas que siguen las dos principales Repúblicas del mundo. Según la Constitución de los Estados Unidos y según la Constitución de Suiza, la Cámara alta tiene tanta autoridad como la otra Cámara; podrá suscitarle dificultades extremas, y, si bien le parece, paralizarla por entero; si no lo hace, débese menos a la aplicación de las reglas constitucionales que a la prudencia de los miembros que componen la Cámara alta.

En las dos Constituciones que acabamos de mencionar, esta peligrosa división de los poderes se apoya en una doctrina particular en la cual no tengo por qué ocuparme en este momento. Se pretende que en un gobierno federal debe existir alguna institución, alguna autoridad, algún cuerpo que posea un derecho de veto y que represente sobre una base de igualdad a cada uno de los Estados que componen la federación. Declaro que esta doctrina no me parece evidente por completo, y que más bien está fundada en alegatos que en pruebas. El Estado de Delaware no tiene en realidad ni el mismo poder ni el mismo influjo que el Estado de Nueva York, y no se logrará igualarle con éste otorgándole un derecho igual de veto en la Cámara alta. Sin embargo, esta anomalía se explica refiriéndose al origen histórico de la Constitución. En efecto; era natural que los pequeños Estados procurasen introducir en la Constitución federal algún testimonio significativo, algún recuerdo de su antigua independencia. Pero cuando de una institución se trata hay que ver si satisface los sentimientos naturales y si responde a las necesidades políticas. Si es verdad que un gobierno federal debe contar con una Cámara alta que pueda, llegado el caso, tener la última palabra en ciertas cuestiones, no por eso deja de ser una causa de conflicto y de lucha, y un grave inconveniente que sumar a las ya bien numerosas imperfecciones que caracterizan esta forma de gobierno. Una imperfección, por necesaria que sea, no por eso deja de ser una imperfección. En toda Constitución, la autoridad debe residir en alguna parte. El poder soberano debe ser concedido á quien pueda ejercerlo. Eso es lo que han hecho los ingleses. La Cámara de los Lores, desde el momento del acto de reforma de 1832, estaba en tan mala actitud respecto de la Cámara de los Comunes como puede estarlo en Victoria la Cámara alta con relación a la Cámara baja; y, sin embargo, se vió obligada a ceder y a otorgarle su concurso. Como la Corona tiene derecho a crear nuevos pares, el rey entonces prometió a su ministerio hacer uso de esta prerrogativa. Para evitar este precedente, que no era muy de su gusto, la Cámara de los Lores consintió en adoptar el bill. No se hizo uso de la prerrogativa, pero se vió muy bien que era tan útil como enérgica. Del propio modo que le basta a un patrono saber que sus obreros pueden ponerse en huelga, para que les haga concesiones con el objeto de evitar la huelga, así bastó que la voluntad real, de acuerdo con la opinión popular, pudiese imponer a la Cámara alta nuevos miembros destinados a dominar su oposición, para que esta última se haya visto obligada a hacer concesiones.

Después del acto de reforma, las funciones que la Cámara de los Lores había tenido en la historia han sido muy modificadas. Antes de este acto si no era, propiamente hablando, una Cámara directiva, era, por lo menos, una Cámara de directores. Comprendía en su seno los miembros principales de la nobleza, cuyo influjo era preponderante en la Cámara. El influjo de la aristocracia era tan poderoso en esta última Cámara, que jamás se pudo temer que se rompiera el acuerdo entre las dos Cámaras del Parlamento. Cuando las dos Cámaras entraban en lucha, era, por ejemplo, en el gran problema del asunto de Aylesbury, sobre sus respectivos privilegios, y no a propósito de la política nacional. El influjo de la nobleza dominaba hasta un punto tal, que no le era necesario extenderse. Aunque muy diferente entonces en este punto de lo que es hoy, la Constitución inglesa no estaba tocada del vicio que se observa en la Constitución de Victoria, en la Constitución de Suiza. No exigía que las dos Cámaras tuviesen su origen distinto; ambas, por el contrario, procedían de la misma fuente, porque el elemento preponderante era el mismo en la una que en la otra, y todo peligro de conflicto se evitaba gracias a esta unidad latente.

La Cámara de los Lores se ha convertido después del acto de reforma en una Cámara de revisión que tiene una autoridad suspensiva. Puede modificar o rechazar los bills cuyo voto no es reclamado con insistencia por la Cámara de los Comunes, y acerca de la cual la opinión pública se muestra aún indecisa. El veto de los lores es, por decirlo así, condicional. Cuando se oponen a una medida, es como si dijesen: Rechazaremos ese bill una vez, dos veces, hasta tres veces; pero si persistís en enviárnoslo, acabaremos por aceptarlo. Así, pues, la Cámara de los Lores no tiene bastante influjo para dirigir los negocios, ni aun siquiera de una manera latente, pero puede rechazar temporalmente o bien puede modificar las medidas propuestas.

El único título en que el duque de Wellington puede fundar su reputación de hombre de Estado, es haber presidido ese cambio. Quiso llevar a los lores a su verdadera posición y logró hacerlo. En 1846, en el momento de la crisis provocada por la ley sobre los cereales, y cuando se preguntaba si la Cámara de los Lores resistiría o cedería, escribió a quien hoy se llama lord Derby:

Desde hace años, puede decirse que desde 1830, cuando dejé yo el poder, me he esforzado por dirigir la Cámara de los Lores según los principios que me parece que motivan su existencia en nuestra Constitución según los principios conservadores. Invariablemente me he opuesto a todas las medidas violentas y extremas, lo que no es, precisamente, el medio más adecuado para adquirir influencia en un partido político en Inglaterra, sobre todo en la oposición. Siempre apoyé al gobierno en las ocasiones más importantes; siempre he ejercitado mi influjo personal con el objeto de evitar el contratiempo de cualquier desacuerdo o conflicto entre las dos Cámaras. Voy a citar a este propósito algunos ejemplos: bastarán para caracterizar a los ojos de usted la dirección que yo he dado al Parlamento, y al propio tiempo le explicarán, hasta cierto punto, el poder extraordinario que yo he ejercido durante tantos años, sin tener para ello ningún derecho aparente.

En cuanto pude advertir las dificultades con que había de tropezar el difunto rey Guillermo, a causa de su promesa de crear nuevos pares, el número de los que aún no estaba determinado, me decidí a conseguir, y lo logré, que un gran número de los otros lores no pareciesen por la Cámara durante las últimas discusiones relativas al acta de reforma, después de la ruptura de las negociaciones entabladas para formar un nuevo ministerio. Esta conducta produjo entonces no poco descontento en nuestro partido; a pesar de eso, creo que tal conducta salvó la existencia de la Cámara de los Lores y la Constitución del país.

Más tarde, en el período de 1835 a 1841, logré obtener de la Cámara de Lores el abandono de ciertos principios y de ciertos sistemas que habían dictado nuestras resoluciones y nuestros votos acerca de los diezmos y de las corporaciones de Irlanda, así como sobre otras medidas, lo que contrarió a muchas gentes. Pero recuerdo sobre todo una circunstancia, la relativa a la unión entre las provincias del alto y del bajo Canadá: yo había hecho en un principio la oposición a esta medida; hasta había protestado contra ella, y en las últimas discusiones conseguí obtener de la Cámara la aceptación y el voto del acto, para ahorrar al interés público el inconveniente de una lucha entre las dos Cámaras acerca de una cuestión de importancia tal.

Además apoyé las medidas de gobierno y protegí a uno de sus servidores en China: el capitán Elliot. Todo eso tendía á debilitar mi influencia cerca de algunos de los nuestros; otros, en cambio, quizá la mayoría, han aprobado mi conducta. Sabido es también, que, desde el comienzo de la administración de lord Melbourne, tuve con él relaciones continuas acerca de los asuntos militares en el interior y en el exterior. Lo mismo ocurrió con respecto á otros asuntos.

Naturalmente, mi influjo en el partido conservador disminuía un tanto, pero mi objeto era procurar facilidades y satisfacción al soberano y mantener el buen orden. Por último, llegó el momento en que el ministerío de sir Roberto Peel presentó su dimisión, en el mes de Diciembre último, y cuando la reina quiso encargar a lord John Russell de formar una situación, el 12 de Diciembre, la reina me escribió la carta de que envío copia adjunta bajo un sobre, con la copia de mi respuesta de la misma fecha: parece ser que usted no debió de leer nunca esas cartas, aun cuando yo las haya puesto inmediatamente en conocimiento de sir Roberto Peel. Me era imposible obrar de un modo distinto del que decía en mi carta a la reina. Soy servidor de la Corona y del pueblo. He recibido el premio y la recompensa de mis servicios y me considero como obligado; es preciso que yo sirva según mi deber lo exige, mientras yo pueda hacerlo con dignidad y mientras mi salud y mis fuerzas me lo permitan; pero es evidente que llegará, que debía llegar el fin de las relaciones de confianza que existían entre el partido conservador y yo, su consejero. Yo hubiera podido, sin faltar a la lógica, y hasta algunos creen que yo hubiera debido negarme a pertenecer al gabinete de sir Roberto Peel en la noche del 20 de Diciembre. Tengo la firme convicción de que si yo hubiera obrado así, el gobierno de sir Roberto Peel no hubiera podido organizarse, y nosotros hubiéramos tenido el poder al día siguiente y ...

En todo caso, es muy evidente que cuando llegue el momento de tomar una determinación de ese género, lo que ocurrirá tarde o temprano, no tendré ya influjo alguno sobre el partido conservador, aun en el caso de que yo fuese bastante poco hábil para intentarlo. Encontrará usted, por tanto, el puesto libre, y no tendrá usted que ventilar ningún desacuerdo conmigo, cuando lo logre, porque en la carta que yo he dirigido a la reina el 12 de Diciembre, he roto por adelantado todo lazo entre el partido conservador y yo, para el día en que ese partido se colocase en oposición con el gobierno de su majestad.

En mi opinión, el puesto está destinado para usted: debe usted ejercer el influjo que yo he ejercido durante tan largo tiempo en la Cámara de los Comunes. Ahora, ¿cómo alcanzará usted ese objeto? ¿Será dirigiendo al partido en sus opiniones y en sus decisiones, o sometiéndose á él? Usted habrá notado que yo he procurado dirigirlo, y que lo he logrado en circunstancias muy importantes. Pero esto no lo he conseguido sin muchos esfuerzos.

En cuanto a la grave cuestión que hoy se presenta, trataré de conseguir que se evite el peligro de aumentar las dificultades del país provocando una diferencia de opiniones, quizá un conflicto entre las Cámaras, sobre un asunto que a menudo ha dado lugar a decir que sus señorías tenían en él un interés personal. Por falso que sea este aserto en lo que concierne a cada uno de los lores en particular, tiene de verdad, no puede negarse, en lo que se refiere a los propietarios de inmuebles en general. Sé que es dificil conseguirlo, pero no desespero, sin embargo, de hacer que el bill se acepte. Usted será juez, mejor que yo, de la conducta que va a seguir y de la que es más verosímil que obtenga la aprobación de los lores. Creo que usted debería comprometer a la Cámara para que vote en el sentido que puede ser más favorable a la conservación del orden y más beneficioso a los intereses inmediatos del país.

He ahí de qué manera la Cámara de los Lores ha llegado a ser lo que es ahora, esto es, una Cámara que, en la mayoría de los casos, tiene una especie de veto suspensivo y un poder de revisión, sin disponer de otros derechos ni de otros poderes. Todo lo cual me obliga a preguntar: Siendo las cosas como son, ¿cuál es entonces la utilidad de esta Cámara?.

Evidentemente se engañan los que dicen, como es corriente decir, que la Cámara de los Lores es una defensa contra la revolución. Como cada línea de la carta del duque lo demuestra, los más prudentes de entre los lores, los que dirigen la Cámara, saben muy bien que debe ceder al pueblo cuando el pueblo ha tomado una decisión. Esos dos ejemplos del acto de reforma y la legislación de cereales, son perfectamente concluyentes.

Para la mayoría de los lores, la reforma era la revolución, ellibrecambio era la confiscación, y esas dos medidas juntas constituían la ruina. Si alguna vez han tenido ocasión de resistir al pueblo, fue en esas circunstancias; pero la verdad es que en vano se contaría con una Cámara secundaria, con una Cámara alta, para resistir a una Cámara popular, a una Cámara de la nación, cuando esta Cámara popular se pronuncie con fuerza y calor como la nación misma: no está armada con fuerza alguna para semejante lucha.

Toda Cámara reclutada en una clase privilegiada, toda Cámara que represente una minoría, por decirlo así, resulta muy débil y muy desarmada ante un movimiento nacional. En esos tiempos de revolución no hay más que dos poderes: el sable y el pueblo. Sabido es qué gran enseñanza dió Bonaparte al pueblo de París, y qué capítulo añadía a la teoría de la revolución con la jornada del 18 brumario. Un soldado enérgico puede servirse del ejército colocándose a su cabeza, pero una Cámara alta no puede hacer eso de ninguna manera. Es ésta una asamblea pacífica, compuesta de lores tímidos, de jurisconsultos ancianos ya, o bien de literatos de mérito. Semejante asamblea no tiene fuerza para comprimir a una nación, y si la nación le impone una medida, no tiene más remedio que aceptarla.

Por otra parte, según ya se ha visto, la manera misma de componer la Cámara alta, según la Constitución inglesa, demuestra que es imposible que esta Cámara pueda impedir una revolución. La Constitución encierra una prerrogativa excepcional que le priva de toda acción. El poder ejecutivo, que es elegido por la Cámara popular y por la nación, puede crear nuevos pares, y cambiar de ese modo la mayoría en la Cámara de los Lores. Puede decir á los lores: Es preciso que hagáis uso de vuestros poderes según nosotros lo entendemos; de no ser así, os privaremos de ellos. Encontraremos a otras personas para obrar en lugar vuestro; toda vuestra influencia se desvanecería si no la empleáis como deseamos, pues la destruiremos en cuanto nos plazca. Bajo una amenaza tal, una asamblea no puede ser un obstáculo, y nadie supone que pueda detener un poder ejecutivo, emprendedor y determinado.

La Cámara de los Lores, como Cámara, debe considerarse no como una defensa contra la revolución, sino como un signo indicador demostrativo de que la revolución no está a la puerta. Apoyada como lo está en los viejos sentimientos de respeto, cuyo homenaje secular se le ofrece, es la prueba de que esas convulsiones de las fuerzas nuevas, esas explosiones de novedades, que se llaman la revolución, son por el momento completamente imposibles. Mientras las viejas hojas se mantengan en los árboles en Noviembre, puede decirse que hay poco hielo y que no hay viento; del propio modo, mientras la Cámara de los Lores tenga mucho poder, puede afirmarse que no hay en el país ni descontentos extremos, ni influencias capaces de causar una gran perturbación.

Según un prejuicio largo tiempo imperante, la existencia de dos Cámaras, una para la revisión, la otra para la iniciativa de las medidas, es cosa indispensable en un gobierno libre. La primer persona que osaba atacar esta teoría abriendo en ella brecha, no era sospechosa de tendencias democráticas, ni de desdén por el influjo de la aristocracia; fue el actual lord Grey. Este hombre de Estado tuvo ocasión de poner mano en el asunto. Habiendo sido el primero entre los ministros de Inglaterra que se hubo de ocupar en introducir el sistema representativo en todas las colonias capaces de gozarlo, se vió frente a frente con una dificultad proveniente de que las colonias apenas si comprendían bastantes individuos capaces de figurar de un modo conveniente en una asamblea, y no había bastantes elementos para dos Cámaras. Dado esto, consideraba de un modo perfectamente natural, que una asamblea alta sería un peligro. O esta asamblea se elegía por la Corona, que entonces debía fijarse en las gentes instruídas de las colonias, o bien se elegía por los principales propietarios del país, que componen la clase más inteligente. En ambos casos se elegía lo más distinguido de la colonia para formar la Cámara alta. De donde resultaba, como consecuencia natural, que la asamblea popular no podía ya contar con tener a su cabeza los espíritus más aptos para dirigirla. Esas gentes distinguidas, confinadas en una Cámara aparte, se entregaban a discusiones inútiles, quizá a disputas: un ejemplo probaba que concentrando en ellas las fuerzas mejores se las neutraliza. No obstante su buen deseo, no conseguían hacer nada. En cuanto a la Cámara baja, privada de los miembros que habrían sido lo más a propósito para dirigida, obraba al azar. Más bien se había debilitado que fortificado la democracia aislándola de sus adversarios más prudentes, sin dar a éstos influencia. Desde el momento en que la experiencia reveló o parecía revelar esos defectos, la teoría según la cual dos Cámaras son indispensables para la marcha de un gobierno, se vió pronto reducida á la nada.

Con una Cámara baja que sea perfecta, para nada se necesitaría una Cámara alta. Si nuestra Cámara de los Comunes fuese un ideal, si representase perfectamente la nación, si se mostrase siempre moderada y alejada de las pasiones políticas, si, comprendiendo en su seno gentes libres, no omitiese nunca las formas lentas y regulares únicas que pueden conducir a un buen juicio, es seguro que podríamos prescindir de otra Cámara más elevada. Las medidas resultarían tan excelentemente tomadas, que sería inútil someterlas a un nuevo examen y a una revisión. Ahora bien; en política, todo lo que no es necesario es peligroso. Las cosas humanas tienen ya por sí mismas tanta complejidad, que toda sobrecarga superficial es seguramente perjudicial. Podrá muy bien no saberse en qué sitio de la máquina la rueda inútil estorbará a los múltiples engranajes necesarios, pero podrá decirse, sin temor de engañarse, que esa rueda engranará de un modo perjudicial en alguna parte y de cierto dañará la marcha del conjunto; hasta tal punto son frágiles y delicados los resortes generales.

Mas si es verdad que al lado de una Cámara de los Comunes que fuese el ideal, una Cámara de los Lores no tendría una razón de ser y resultaría funesta, al lado de la Cámara baja que tenemos, una Cámara de revisión que pueda examinar con detenimiento las medidas tomadas es extremadamente útil, hasta quizá es absolutamente necesaria.

En la actualidad, aunque en la Cámara de los Comunes las mayorías fortuitas entrañen el voto de las cuestiones menudas, no experimentan investigación ni contención alguna. La nación sólo se ocupa con las grandes cuestiones de la política y de la administración. En eso es donde se ejercita el juicio rudimentario, pero decisivo, cuyo nombre es la opinión pública; pero el país, en cambio, no se ocupa de lo demás; ¿y por qué obra así? No tiene elementos necesarios para determinar su parecer; el detalle de los bills, lo que sirve de instrumento a la administración, la parte latente de la obra legislativa, todo eso le es extraño. No sabe nada de ello, no tiene ni tiempo ni los medios necesarios para hacer las precisas investigaciones para poder darse cuenta, de suerte que una mayoría de azar puede tener en la Cámara de los Comunes un influjo predominante sobre esas cuestiones y puede hacer leyes según ella las entienda. Aunque sobre las grandes cuestiones, el conjunto de la Cámara representa perfectamente la opinión pública, y aunque sobre las secundarias, llegue a tomar decisiones muy prudentes y muy sanas, gracias a su composición; sin embargo, como todas las asambleas de ese género, la Cámara de los Comunes está expuesta a las sorpresas que pueda tramar la coalición de los intereses egoístas. Se dice que hay en el Parlamento actual, doscientos miembros que están interesados en los ferrocarriles. Si esos doscientos miembros se entendiesen sobre esta cuestión que no llama con fuerza la atención pública, pero que de seguro a ellas les preocupa, toda vez que su fortuna se halla en ella comprometida, harían con toda evidencia su voluntad. Una fracción potente cuyos intereses sean contrarios a los del público, puede, gracias a cualquier azar y por un momento, tener un influjo preponderante en una gran asamblea; es, pues, muy útil que tengamos otra Cámara cuyo espíritu y cuyos elementos sean distintos de la de la otra Asamblea, y así no procuren a la indicada facción una mayor probabilidad de imperar.

La más peligrosa de esas facciones o pandillas es la que puede constituir el cuerpo ejecutivo, porque es de todas la más potente. Es muy posible, porque la cosa ya ha ocurrido y ocurrirá de nuevo, que el gabinete, con el gran influjo que tiene en la Cámara de los Comunes, se aproveche de él para imponer al país medidas secundarias que no le interesen, pero de las cuales no se haya dado suficiente cuenta para oponerles un obstáculo. Ahora bien; si hay un tribunal de revisión en el cual el ejecutivo, a pesar de su potencia, se encuentra que tiene un influjo menor que en la Cámara de los Comunes, el gobierno no marchará tan fácilmente; en virtud del derecho que tiene de aplazar las medidas, la Cámara de revisión se opondrá a las pequeñas tentativas de tiranía parlamentaria, aunque le sea imposible impedir ni estorbar una resolución seria.

Además, toda gran Asamblea está sometida a muchas fluctuaciones: no es una Cámara única, sino, por decirlo así, una colección de Cámaras que componen los distintos miembros; la reunión de hoy no es la misma que se celebrará mañana. Se obtiene, sin duda, una cierta unidad, gracias a la precaución que el ejecutivo debe tomar y toma en efecto, de convocar un número de miembros suficiente; hay en esto un elemento constante alrededor del cual varían sin cesar elementos accesorios. Pero aunque sea admitiendo la ventaja que pueda tener esta experiencia saludable, la Cámara de los Comunes, como todas las Cámaras de ese género, no está menos sujeta a movimientos inesperados y repentinos, porque los miembros que la forman se renuevan de tiempo en tiempo. De ahí nace un vicio peligroso que siempre se advierte en nuestras leyes; muchos actos del Parlamento se motivan de una manera muy confusa, lo cual proviene de que la mayoría no siempre ha estado compuesta de la misma manera para aprobar las diferentes cláusulas de aquéllos.

Pero el mayor inconveniente que experimenta la Cámara de los Comunes, es que no tiene tiempo. La vida de esta Cámara es extremadamente penosa: es un largo tejido de ocupaciones voraces que abrazan una masa tal de asuntos, que una asamblea de ese género jamás ha podido en rigor examinar.

Hay que tener en cuenta que el imperio británico es una aglomeración de países diversos, y cada uno de esos países envía su parte de negocios a la Cámara de los Comunes. Un día es la India, otro día es Jamaica, más tarde China, luego Schleswig-Holstein. Nuestra legislación se extiende sobre toda clase de asuntos porque nuestro imperio comprende toda clase de elementos. Las interpelaciones dirigidas a los ministros recaen, por sí solas, ya sobre la mitad de los sucesos que ocurren en el mundo; los bills de interés privado que otorga nuestro gobierno, a pesar de su interés secundario, dan, según toda probabilidad, tanto trabajo a la Cámara de los Comunes como el que hayan podido proporcionar a la vez los negocios nacionales y privados a cualquier asamblea. La escena está tan llena de asuntos que sin cesar se suceden, que es muy dificil no perder la cabeza.

Ocurra lo que ocurra más adelante, cuando se haya imaginado un mejor sistema, es lo cierto que la Cámara de los Comunes se ocupa de la obra legislativa con todos sus detalles, con todas sus cláusulas. Es, en verdad, un triste espectáculo el que ofrece el despilfarro de talento y de inteligencia al cual se entrega la Cámara cuando está reunida en Comité para discutir un bill cuyas cláusulas son numerosas, y los adversarios del bill piensan desnaturalizarlo, mientras sus partidarios hacen todo género de esfuerzos para mejorarlo. Un acto del Parlamento es cosa, por lo menos, tan compleja como un contrato de matrimonio: cuesta tanto trabajo prepararlo como costaría hacer el contrato, si para determinar las condiciones se apelase al recurso de votar la mayoría de las personas en él interesadas, incluso los hijos que han de nacer. Cada interés tiene su defensor, que trata de obtener todas las ventajas posibles. Gracias a las fuerzas disciplinadas de que dispone, y gracias a un pequeño número de miembros que consagran a la obra una reflexión asidua, el poder ejecutivo consigue mantener una especie de unidad; pero el resultado es muy imperfecto. La máquina se la juzga por su obra. Si una persona, al corriente de lo que deba ser un documento judicial, se tomase el trabajo de comparar un testamento que acaba de firmar con un acto del Parlamento, no podría menos de decir: De seguro hubiera despedido a mi procurador si se hubiera permitido tratar mis asuntos como el Parlamento trata los del país. Mientras la Cámara de los Comunes está en la situación en que hoy se encuentra, una Cámara alta bien compuesta, capaz de revisar, de regularizar y de aplazar sus actos, tendrá siempre una inmensa utilidad.

Pero ¿es que la Cámara de los Lores es la Cámara que ahí se indica? ¿Desempeña, por ventura, su tarea de una manera adecuada? Nadie expone la cuestión. La Cámara de los Lores, desde hace lo menos treinta años, es una institución que el pueblo acepta sin discutirla. Las pasiones populares no se han vuelto hacia ese lado; las imaginaciones más ardientes no se han dedicado a estudiar el asunto.

La Cámara de los Lores tiene el mayor mérito que una Cámara semejante puede tener, es posible. Es extremadamente dificil tener una buena Asamblea de revisión, porque es muy dificil encontrar una clase de revisores cuya decisión entrañe respeto. Un Senado federal, una segunda Cámara que represente al Estado en su unidad, posee esta ventaja en grado eminente: esta Cámara personifica un sentimiento profundamente arraigado en el pueblo, un sentimiento más antiguo que los accidentes complicados de la política y mil veces más fuerte que los sentimientos provocados por la política ordinaria; personifica el sentimiento local: Mi camisa, decía un patriota suizo defendiendo los derechos de los Estados particulares; mi camisa me es más cara que una levita. Cada Estado de la Unión americana consideraría una falta de respeto al Senado como si fuera una falta de respeto hacia él mismo. Por eso el Senado es respetado en aquel país; sean cuales fueren sus méritos, el principal es que pueda obrar; tiene una existencia real, independiente y eficaz. Ahora, en los gobiernos ordinarios, hay un obstáculo que fatalmente se opone a que una creación no emanada del pueblo tenga una influencia potente en el espíritu popular.

Es casi un pleonasmo decir: la Cámara de los Lores es independiente. No sería ni potente ni posible si no se la considerase independiente. Los lores son, en diversos respectos, más independientes que los miembros de la Cámara de los Comunes: su opinión puede no ser tan buena como la opinión de los representantes; pero, a no dudar, les corresponde por entero. En cuanto constituye un cuerpo del Estado, los lores no son accesibles a ninguno de los incentivos que ofrece las distinciones sociales, y en nuestros tiempos no es esto una ventaja despreciable. Muchos miembros de la Cámara baja, que serían insensibles a todo otro género de corrupción, no saben resistir al influjo ejercido por esas distinciones. En cuanto a los directores de periódicos y a los escritores, todavía es peor esto: por lo menos, aquellos que tienen bastante influjo para encontrarse en la órbita de la tentación, no aspiran más que a lo que se llama posición en la sociedad; por entrar en la intimidad de la aristocracia, nada hay que no estén dispuestos a hacer y a decir. En cambio, los lores son gentes en situación de distribuir esas tentaciones más bien que en la de tener que sufrir sus efectos. Están por encima de la corrupción porque pueden corromper a los demás. No tienen un cuerpo de electores a quienes temer y atraer; pueden formarse una opinión reflexiva y desinteresada mejor que cualquier otra clase de la sociedad. Además, tienen tiempo sobrado; no están distraídos por ninguna otra ocupación verdaderamente digna de este nombre.

Los placeres del campo no pasan de ser un recreo, aunque muchos lores toman el deporte con una serenidad verdaderamente británica. Hay pocos ingleses que consientan en enterrarse bajo los libros de ciencia ó de literatura, y los miembros de la aristocracia son acaso menos inclinados a eso que los de las clases medias. En cuanto a la sociedad, es excesivamente tiesa y aburrida para ocupar su espíritu, como ocurría en otras épocas. La aristocracia repele el contacto con la clase media; teme al comerciante y al negociante. No se atreve a crear para su entretenimiento centros de sociedad, como en otros tiempos hacía la aristocracia francesa. La política es la única cosa que puede realmente ocupar el espíritu de un par inglés. Puede entregarse a ella por entero; de suerte que la Cámara de los Lores junta a la independencia que le permite revisar sanamente las cuentas de los Comunes, y a la posición que le augura el respeto de sus decisiones, el tiempo necesario para revisar esos actos con conocimiento de causa.

Son todos estos grandes méritos; vista la dificultad que existe para encontrar una segunda Cámara que sea buena, y vista la necesidad que nosotros sentimos de tener una, para completar la obra de la primera, preciso es que nos felicitemos de cómo están las cosas. Pero no nos dejemos deslumbrar por esos méritos. La Cámara de los Lores tiene también imperfecciones que los neutralizan. Su riqueza, la consideración de que goza, el tiempo libre de que disponen sus miembros, parecerán condiciones suficientes y de naturaleza adecuada para asegurarle un influjo mucho más grande, si esas ventajas no estuviesen contrapesadas por imperfecciones secretas que amenguan su valor.

La primera de esas imperfecciones apenas puede llamarse secreta, aunque en el fondo no se la conozca demasiado. Un hombre que ha criticado nuestras instituciones sin ser su adversario, ha dicho que el remedio de la admiración hacia la Cámara de los Lores está en ver esta Cámara cuando funciona; no en un día de lucha apasionada entre los partidos, ni en un momento de solemnidad, sino en la marcha ordinaria de su vida. Puede haber en escena allí, hasta media docena de lores solamente; basta la presencia de tres lores para que haya derecho a deliberar. Algunos miembros de la Cámara se mueven mucho de un lado para otro, principalmente los grandes oradores y los jurisconsultos; hace algunos años, cuando Lyndhurst, Brougham y Campbell estaban en la fuerza de la edad, ellos eran los que más hablaban; por último, vense allí algunos hombres de Estado de todos conocidos. Pero, en suma, la masa de las Cámaras no se cuenta para nada. He ahí por qué los oradores habituados a los Comunes no gustan de tomar la palabra en la Cámara de los Lores. Lord Chatbam tenía la costumbre de llamarla le Tapicería.

En cuanto a la Cámara de los Comunes, ofrece un espectáculo muy animado. Cada uno de sus miembros, cada átomo de este conjunto confuso tiene sus puntos de vista propios, buenos o malos, sus propios designios, grandes o mediocres, sus propias ideas acerca de lo que se hace o sobre lo que se debería hacer; hay allí una afluencia de elementos heterogéneos, pero vigorosos, y la obra que de todo ello resulta no deja de tener unidad y de ser buena. Puede decirse que existe un sentimiento, un espíritu de la Cámara; y para quien sabe darse cuenta de él, ese espíritu tiene su valor. Un hombre, con cierta ironía, ha llegado a decir que la Cámara de los Comunes tiene más espíritu que ninguno de sus miembros.

En cambio, la Cámara de los Lores no tiene ni un átomo de ese espíritu, porque no tiene vida. La Cámara baja está compuesta de hombres políticos muy activos; en la Cámara alta, la actividad, por lo menos, falta. Esta apatía, es verdad, no es tan grande en realidad como en la apariencia resulta. Como es sabido, los comités en la Cámara de los Lores trabajan mucho, y su tarea es excelente. Nada más natural, por otro lado, que los lores tiendan un tanto a la apatía. Cuando una Cámara está compuesta de gentes ricas que pueden votar por procurador sin acudir personalmente a ocupar su puesto, puede esperarse que no acudirán con gran premura. Pero no por esto queda menos patente la indiferencia real con que la mayoría de los pares desempeñan sus deberes, lo cual es un grave defecto, constituyendo su indiferencia aparente un verdadero peligro. En política, es una verdad profunda la que encierran estas palabras de lord Chesterfield: Las gentes se juzgan según lo que parece que son, y no según lo que son efectivamente. La gente no se preocupa más que de lo que parece ser, no de lo que es. Una asamblea, y sobre todo una asamblea de revisión cuyos miembros no se reúnan y no parecen interesarse por su tarea, tienen un defecto capital desde el punto de vista político. Puede, sin duda, ser útil, pero le costará gran trabajo convencer al pueblo de su utilidad.

La otra imperfección de la Cámara de los Lores tiene todavía mayor gravedad; no es sólo la opinión que se tiene de lo que hacen los lores, lo flojo, sino su obra real misma. Para ser un tribunal de revisión, la Cámara de los Lores está compuesta de elementos demasiado conformes. Los errores pueden ser de varias clases; pero según su composición, la Cámara de los Lores no procura un preservativo sino contra una sola especie de errores: la que proviene de los cambios demasiado precipitados. Los lores, aparte algunos jurisconsultos y algunos que no es posible clasificar, son en general grandes propietarios más o menos opulentos, todos tienen más o menos las opiniones, las cualidades y los defectos de esta clase. No revisan la legislación, si es que la revisan, sino de una manera conforme a los intereses, a los sentimientos y a los prejuicios de los propietarios territoriales. A partir del acto de reforma, esa tendencia no se ha rectificado y está a la vista de todos. Los lores se han mostrado, si no hostiles, lo que sería mucho decir, por lo menos vacilantes en la aplicación de las leyes nuevas. Y esto porque en esas leyes hay un espíritu extraño a su espíritu, el cual han procurado, hasta donde les ha sido posible, apagar. Este espíritu se ha llamado el espíritu moderno.

No es, en verdad, fácil definir este espíritu moderno con una sola frase; su aliento vive en nosotros, anima nuestras almas y engendra nuestros pensamientos. Todos sabemos en qué consiste, y, sin embargo, sería preciso un largo estudio para señalar sus límites y su exacto sentido. Los lores son sus adversarios, y, dondequiera que se muestren, no serían capaces de revisar imparcialmente, gracias a los prejuicios que les dominan.

Esta unidad de comparación no sólo no sería un defecto, sino que sería o a lo menos podría ser un mérito, si el sentido crítico de los lores, aun siendo como es sospechoso de parcialidad, se apoyase en un gran fondo de conocimientos. Las obras legislativas que llevan el sello de una época, deben participar de las imperfecciones de esta época. Como responden a necesidades especiales, están condenadas a ser de una naturaleza un tanto estrecha; comprenden mal ciertas cosas y abandonan otras. Si, por fortuna, entonces hubiese un sentido crítico para completarlas, mediante el cual se pudiera discernir lo que la época no ve, viendo sanamente lo que la época ve mal, se conseguirían inmensas ventajas.

¿Pero es que acaso la Cámara de los Lores está dotada de semejante facultad? La oposición que revela contra las obras legislativas que reflejan el espíritu moderno, ¿puede atribuirse a que vea lo que no ven las gentes de nuestro siglo, y a que vea más claramente de cómo estas gentes logran percibirlo? El más decidido partidario de la Cámara alta, su admirador más ferviente, si es sincero y razonable, no se atreverá a afirmar ese hecho, que tiene en contra suya la evidencia. Respecto, por ejemplo, de la cuestión del librecambio; es evidente que los lores estaban en terreno falso en cuanto a la opinión que tenían y que habría inspirado su conducta si hubieran sido dueños de obrar como hubieran querido. En esta cuestión es en la que el espíritu moderno ha hecho sus pruebas de la mejor manera, y entonces o nunca, era fácil reconocer que ese espíritu era un buen consejero. El comercio es como la guerra: sus resultados son palpables. ¿Se gana o no se gana dinero? Las cifras dan en esto un fallo sin apelación como las batallas. Ahora bien; no ofrece duda que Inglaterra se ha aprovechado admirablemente del librecambio; desde que éste se ha establecido gana más dinero, y el dinero se defiende más, como se debía desear entre nosotros. Pues bien; en estas circunstancias, en las que el espíritu moderno ha probado de un modo incontrastable que tenía razón, la Cámara de los Lores estaba equivocada, por hallarse dominada por prejuicios que la hubieran hecho rechazar esta medida saludable si hubiera podido.

Otro motivo que disminuye la facultad que la Cámara tiene de criticar con utilidad: estando esta Cámara compuesta de miembros hereditarios, no puede pasar del nivel de la inteligencia media. Puede comprender, y comprende casi siempre, talentos extraordinarios. Pero, en general, la capacidad de los individuos convertidos en legisladores por derecho de nacimiento, tiene que ser mediana. Del hecho de que una asamblea se recluta por derecho de primogenitura, combinada con los azares de la historia, ¿síguese que debe tener el don de la prudencia? Sería una maravilla que una Cámara tal fuese superior a su siglo; que, poseyendo por privilegio conocimientos más amplios que los de los hombres que viven de su tiempo, pueda reconocer lo que éstos no ven, y ver más seriamente lo que ven, pero que lo ven mal.

Hay todavía un obstáculo mayor. La tarea de revisar convenientemente la obra legislativa de una época, es una de las que la nobleza de un país desempeña con poca facilidad, ya que además eso es lo más propio para poder cumplirlo. Véase el libro de actos de 1865, examínense las leyes aprobadas en el curso de este año; no se encontrará allí ni trozos literarios, ni cuestiones finas y delicadas, sino más bien asuntos vulgares y un cúmulo de acuerdos indigestos. Se trata de comercio, de hacienda, de reformas relativas al derecho escrito o al derecho consuetudinario: en fin, asuntos diversos, pero nada más que negocios, llenan las páginas de ese libro, y no cabe imaginar hombre menos preparado por su educación para el manejo de los negocios, y peor colocado para conocerlos que un joven lord.

No hay duda de que los negocios tienen en realidad atractivos mayores aun que los placeres mundanos: interesan al espíritu por entero, ocupan todas las facultades del hombre con más continuidad y más fuerza que cualquier otro ejercicio. Pero no parece que eso es así, y sería dificil persuadir de que el efecto es así a un joven que tiene todos los géneros del placer a su disposición. Un joven lord que acaba de heredar setecientoS cincuenta mil francos de renta no se preocupará, en general, con las leyes acerca de las patentes de invención, ni sobre los peajes o sobre las prisiones. Como Hércules, puede preferir la virtud al placer, pero Hércules mismo no se sintió inclinado a preferir los negocios. Todo contribuye a alejarle de ellos al joven lord, nada le atrae. Y aun cuando quisiera entregarse al estudio de los negocios, nada le ayuda a hacerlo. El placer lo tiene al alcance de la mano, los negocios están lejos de su vista. Nada más divertido que observar los esfuerzos de un joven lleno de buenas intenciones, y que, nacido fuera del mundo de los negocios, quiere penetrar en él y consagrarse a ellos. Apenas si tiene idea de lo que son los negocios. Puede definírselos así: el empleo de ciertos medios particulares a ciertos fines igualmente particulares. Pero le es dificil a un joven sin experiencia distinguir entre los fines y los medios. Es esto para él un misterio, y puede estimarse muy feliz si no acaba por tomar la forma por lo principal y por considerar el fondo como cosa secundaria. No faltarán gentes de negocios, falsamente denominadas así, que le arrastrarán hacia ese error. Escuchádlo si no en sus perplejidades: ¿Qué libro me recomienda usted que lea? Os dirá. ¿Es posible explicarle que con la lectura no conseguirá nada, y que no tiene en la cabeza las ideas primeras que podrían hacer que resultase para él la lectura provechosa; que la administración es un arte como lo es la pintura, y que, en una como en la otra, ningún libro es capaz de enseñar la práctica?

En otros tiempos esta insuficiencia de la aristocracia estaba neutralizada con las otras ventajas de que la misma gozaba. Como la nobleza era la única clase que tenía fortuna y educación, no tenía que temer ninguna rivalidad: aunque los miembros de la aristocracia, con la excepción de algunos talentos extraordinarios, no tuviesen para el manejo de los negocios públicos una aptitud perfecta, eran al fin los únicos que resultaban propios. Y, sin embargo, aun entonces sabían librarse de la tarea grosera que los negocios piden. Elegían un hombre como Peel ó Walpole, que no tenía de la aristocracia ni las costumbres, ni tampoco el carácter, para dirigir en su lugar una corriente administrativa. Ahora bien; posteriormente se ha levantado una clase de gentes que prestan al estudio y a la fortuna el conocimiento práctico de los asuntos.

En los momentos en que esto escribo, acaban de ser colocadas dos personas de la clase que acabo de indicar en puestos importantes, que ciertamente si hay alguna probabilidad de poder predecir en política, las llevarán al poder y las harán entrar en el gabinete. Pertenecen a esta clase de hombres que conocen los negocios, y que teniendo el espíritu muy cultivado, pueden, al cabo de algunos años, abandonar la práctica para satisfacer los deseos de su ambición. Cuéntanse aún muy pocos de ellos en las esferas oficiales, y es que no conocen su fuerza. ¡Será esto como el huevo de Colón! Algunos probarán con su ejemplo que están destinados a la vida pública, y una muchedumbre vendrá detrás de esos pocos. Entre esos hombres nuevos, los hay que conocen los negocios por tradición de familia, y su situación es por esto mejor aún. Las familias que pertenecen a las universidades tienen gran cuidado de lanzar sus hijos al estudio del latín con la poesía inclusive, en cuanto son aptos para ello; las familias enriquecidas en la India tenían en otros tiempos costumbre de dedicar sus hijos al servicio de la India, y a medida que el sistema de las concesiones haya creado un nuevo semillero, habrá otras que harán otro tanto. Del propio modo hay familias en las cuales todas las cuestiones relativas a la hacienda pública y a la administración son muy familiares y parecen estar en el aire que se respira. Se ha dicho que todos los americanos han nacido para los negocios, tanto están éstos como en el aire que en el país se respira. Del propio modo ciertas personas entre nosotros son aptas para los negocios por tradición: cosa esta de la que precisamente está muy lejos el joven lord. Es tan dificil aprender los negocios en un palacio como aprender agricultura en un parque de recreo.

Entre los servicios públicos hay una rama especial a la cual no se aplican esas reflexiones: existe una clase de asuntos en los cuales la aristocracia conserva, y conservará probablemente por mucho tiempo todavía, una cierta ventaja: me refiero a la carrera diplomática. Napoleón, que conocía muy bien a los hombres, se abstenía, hasta donde le era posible, de enviar a las antiguas cortes del extranjero hombres salidos de la revolución. No hablan con nadie, decía, y nadie habla con ellos. De suerte que regresaban a su país sin haber obtenido una sola noticia. La razón es evidente: la diplomacia del antiguo régimen tenía por teatros principales los salones, y hoy todavía, en una amplia medida, es preciso que sea así. Las naciones se relacionan por sus cumbres. La clase más elevada es la que, viajando más, conoce mejor las costumbres de los países extranjeros, y está libre de los prejuicios locales que se designan bajo el nombre de patriotismo, y que a menudo se le toma como si fuera éste virtud en sí mismo. Aquí, en Inglaterra, aunque la clase de los hombres nuevos, enriquecidos por el comercio, sea por su mérito real, igual a la aristocracia y conoce tanto como ella los negocios extranjeros, y hasta se halla mezclado a menudo en dichos negocios más que la aristocracia, semejante raza de hombres nuevos no sirve para la diplomacia lo que la antigua nobleza. Un embajador no es simplemente un agente: desempeña un papel que le ofrece en espectáculo. Se le envía al extranjero tanto por el aparato como por la utilidad: debe representar a la reina cerca de las cortes extranjeras y de los soberanos extranjeros. La aristocracia, por su naturaleza, prepara muy bien a sus miembros para desempeñar ese papel; habituada a la parte teatral de la vida, es muy propia para tal empleo. Hubo quien, con cierta malicia, pedía que se determinara por una ley que el ministro de Inglaterra en Washington fuera siempre un lord. El prestigio social de una aristocracia tiene principalmente valor en los países en los cuales no existe aristocracia.

Pero, con excepción del servicio diplomático, en las carreras oficiales la aristocracia es necesariamente inferior a las clases más formadas en la práctica de los negocios; no es, pues, en el seno de esta clase en donde convendría hacer la elección, si hubiera de hacerse ésta para componer una Cámara revisora de la obra legislativa. Si hay una prueba saliente de la aptitud natural que la raza inglesa tiene para los negocios, está ésta en el hecho de que la Cámara de los Lores marcha tan bien como marcha, a pesar de sus imperfecciones. El Whole House, la reunión plena de la Cámara, es una anomalía que, según Mr. Bright, sería peligrosa, pero que jamás se ha efectuado; adviértase, sin embargo, que se despacha mucha tarea en los comités y que a menudo se hace esto muy bien. La mayoría de los pares no se ocupan nada de la tarea que les está confiada, y no podrían ocuparse; pero una minoría, que, por lo demás, jamás ha contado tantos miembros, y miembros tan activos como hoy, se encarga de esta tarea y lo hace muy adecuadamente. Sin embargo, que se examine el asunto sin prevenciones, y no podrá afirmarse que la obra de revisión se cumple como debiera cumplirse. En un país tan rico en talentos como Inglaterra, se podría y debería aplicar una fuerza intelectual más considerable a la revisión de las leyes.

La Cámara de los Lores no se limita á desempeñar sus obras imperfectamente, sino que procede con desnudez para cumplir lo poco que hace. Con la idea de que forma como una banda aparte en la nación, tiene miedo al país. Acostumbrados desde hace largos años, en los asuntos de mayor importancia, a obrar contra su propia opinión, no sabe aprovechar las ocasiones que se le ofrecen de obrar según su voluntad. Tiene una especie de pesadez que enfría y contiene a veces los esfuerzos de algún joven, pero haciéndole oír este ridículo lenguaje: toda vez que las leyes sobre los cereales han sido votadas, así como las leyes sobre los burgos podridos, ¿a qué apurar la imaginación con el objeto relativo á la cláusula IX de un bien destinado a reglamentar las manufacturas de algodón?. Tal es, en efecto, el pensamiento íntimo que muchos pares tienen. A veces una indicación de sus jefes, ya sea de lord Derby, ya sea de lord Lyndhurst, despierta en ellos fuertemente su energía; pero la mayoría de los lores sólo revelan debilidad y pereza.

La gravedad de esos defectos se hubiera atenuado inmediatamente, hubiera desaparecido en algunos años, si la Cámara de los Lores no hubiera opuesto resistencia al proyecto que lord Palmerston había formado, durante su primer gobierno, de crear pares vitalicios. Era éste un remedio casi infalible. Existe por necesidad una dificultad grande para reformar una institución antigua como la Cámara de los Lores, que se mantiene únicamente por la herencia y por el respeto de que esa clase está rodeada. Si ocurre que esta institución llega a ser el objeto de ataques y de burlas en los mítins, perderá el respeto del pueblo, y con el respeto su don de fascinar los espíritus, que era casi su único privilegio y le daba como un cierto carácter sagrado. Pero, por una feliz casualidad, hay en alguna parte de la vieja Constitución una antigua prerrogativa cuyo uso habría quitado todo pretexto a la apelación, y habría realizado sin perturbaciones todos los deseos de los descontentos. Ahora que lord Palmerston ha muerto, y que se puede examinar su vida con serenidad, es preciso reconocer que amaba con sinceridad a la aristocracia, siendo él un aristócrata como no lo hubo mayor en Inglaterra. Fue él, sin embargo, quien proponía acudir a esa prerrogativa, y, si hubieran estado aún bajo el influjo del duque de Wellington, los lores no hubieran dejado de adherirse al proyecto. Seguramente la adhesión del propio duque no hubiera sido dictada por las reflexiones filosóficas que un hombre de Estado hubiera podido exponerle, sino que para obrar así, el duque no hubiera tenido más que seguir uno de sus principios favoritos. Lo que él detestaba, sobre todo, era resistir a la Corona. En el momento de una crisis, cuando se discutía la ley sobre los cereales, su pensamiento no recaía sobre los asuntos que a tantos otros preocupaban, es decir, sobre los resultados económicos de las medidas proyectadas, y sobre el interés que el país podía sacar de ellas: sólo atendía a la tranquilidad de la reina. Consideraba a la Corona como ocupando en el sistema constitucional un puesto tan elevado, que aun en ciertas circunstancias decisivas, no tenía o pretendía no tener presente más que procurarle por el momento una pequeña satisfacción al soberano. Jamás se sentía a su gusto cuando se trataba de combatir un acto importante de la Corona. Es, pues, probable que si el duque hubiera sido siempre el presidente de la Cámara de los Lores, la Cámara hubiera permitido á la Corona ejecutar su excelente proyecto. Pero el duque había muerto, y su influjo, o por lo menos parte de su influjo, habría caído en manos de una persona de un carácter muy diferente.

Lord Lyndhurst tenía grandes cualidades, una inteligencia tan notable, una facultad de encontrar la verdad que nadie poseía en su generación, tan rica en alto grado; pero no amaba la verdad. A pesar de esta gran facultad de encontrar la verdad, se inclinaba con fuerza al error, a lo que en su mismo partido se considera como el error, y se adhirió a él durante toda su vida. Hubiera podido encontrar la verdad en política como la había encontrado cuando era juez; pero jamás lo hizo, ni se cuidaba de ello. Animado por el espíritu de partido, empleaba todas las fuerzas de una rara dialéctica en sostener la doctrina de su partido. Ahora bien; el proyecto de crear pares vitalicios, tiene por autores los adversarios de su partido, y su partido debió sufrir perjuicios con él. El caso era muy a propósito para que él se presentase. El discurso que pronunció entonces presente está aún al espírítu de cuantos le oyeron. Como sus ojos no le permitían entonces leer bien con facilidad, fue de memoria, pero sin equivocarse, como citó todas las anticuadas autoridades que la cuestión supone. Pocas veces se ha visto desplegar tales esfuerzos de inteligencia en una asamblea inglesa. El resultado, sin embargo, fue deplorable. Gracias, no a sus autoridades anticuadas, sino al influjo que él mismo ejercía y a la impresión profunda que produjo, lord Lyndhurst persuadió a los lores de que debían rechazar la proposición del gobierno; declaró que la Corona no debía crear pares vitalicios, y esos pares no fueron creados. De ese modo fue como la Cámara de los Lores perdió una ocasión espléndida y sin ejemplo de reformarse sin ruido. Ocasiones tales no se presentan dos veces. Los pares vitalicios que entonces se hubieran introducido en la Cámara, hubieran sido los hombres más distinguidos del país. Lord Macaulay figura entre los primeros; lord Wensleydale, el más sabio de nuestros jurisconsultos y uno de los mejores lógicos, hubiera sido seguramente el primero. Treinta o cuarenta personajes de ese género, creados pares en Inglaterra, después de maduro examen y con discreción, en el curso de algunos años, habrían proporcionado a la Cámara de los Lores el elemento precioso que tan necesario le es para revisar bien los actos legislativos: de ese modo habría tenido miembros poseedores del sentido crítico. Los personajes más distinguidos en las diferentes ramas de la política se hubieran hecho, a pesar de las condiciones de familia y de fortuna, los miembros nuevos de la Cámara que está encargada de la revisión. De donde resulta que este nuevo elemento de que la Cámara está tan necesitada y que le es tan urgente, se le ofreció por la Providencia, y ella, la Cámara, no quiso admitirlo. ¿Qué medios quedan para reparar este error? No lo sé, pero a menos que se lo repare, jamás la Cámara de los Lores tendrá la capacidad intelectual que hubiera tenido entonces, jamás será lo que debería ser, jamás estará a la altura de sus tareas.

Otra reforma que hubiera debido hacerse a la vez que la de la creación de los pares vitalicios, es la abolición del voto por procurador. La poca asiduidad con que los lores frecuentan la Cámara, provocará cualquier día la supresión de este gran cuerpo del Estado. Hay ocasiones en que aparecer y ser son una misma cosa, y esta es una. La mayor parte del tiempo, la Cámara se parece tan poco á lo que debería ser, que puede muy bien sospecharse que no es, en efecto, lo que en realidad debería ser. Los miembros más prudentes y sensatos, naturalmente, se vieron amenazados de sucumbir bajo los votos de los pares menos inteligentes que se hacen representar por procurador. La destrucción de este abuso haría de la Cámara de los Lores una Cámara verdadera: la adición de pares vitalicios habría hecho de ella una buena Cámara.

De las dos reformas indicadas, la más importante es la segunda: habría ayudado mucho a la Cámara de los Lores en el desempeño de las funciones subsidiarias. Ordinariamente ocurre, en un gran país, que ciertos cuerpos de personajes eminentes que desempeñan un gran papel, se arrogan y ejercen funciones que primeramente no se les pedía ejercer, porque no forman parte integrante de sus atribuciones primitivas. Tal es lo que ha ocurrido respecto de la Cámara de los Lores por ejemplo, y sobre todo en lo relativo á sus funciones judiciales. Son estas funciones que ningún teórico asignaría a una Cámara alta en el plan de una Constitución nueva, y que han ido a parar a la Cámara de los Lores por puro accidente.

Pero no creo oportuno detenerme demasiado tiempo en este asunto. Esta función no está dentro del dominio general de la Cámara; pertenece a uno de sus comités. Sólo en una circunstancia, para el proceso de O'Connell, se reclamó el derecho de votar por la Cámara entera o a lo menos por algunos de sus miembros fuera de los del comité especial; se la hizo saber que no tenían ese derecho, que no podían usurparle sin destruir la prerrogativa judicial. Nadie hay que consienta en poner el cuidado de juzgar, a merced de los azares de la mayoría de una Cámara cuyos miembros presentes no son siempre los mismos; se admite tácitamente en teoría esta usurpación, no se la tolera en la práctica.

Por otra parte, desde el punto de vista de la legalidad está permitido poner en duda que pueda haber en el país dos Tribunales Supremos, el Comité judicial del Consejo privado -lo que existe de hecho, aunque no sea bajo esta denominación- y el Comité judicial de la Cámara de los Lores. Hasta una época muy reciente, uno de esos Comités podía decidir que un hombre era sano de espíritu y tenía el derecho de disponer de su dinero, mientras que el otro decidía que el mismo hombre no estaba cabal y no tenía, por consiguiente, el derecho de disponer de sus propiedades. Este absurdo ha sido remediado; pero en cuanto al error de donde provenía, no se le ha puesto remedio; este error consiste en la yuxtaposición de dos Tribunales Supremos, en cada uno de los cuales, en momentos diversos, puede presentarse a menudo la misma cuestión y recibir ésta una solución diferente.

No cuento las funciones judiciales de la Cámara de los Lores en el número de sus funciones subsidiarias porque no las ejerce en realidad; esto en primer término, y luego porque se le priva de ellas aun en teoría. El Tribunal Supremo de Inglaterra debe ser un tribunal eminente, superior a todos los demás tribunales, sin rival a su alrededor, destinado a mantener la unidad en las leyes; los jueces de ese tribunal no deben revestir, para presentarse, el traje que se lleva en una Asamblea legislativa.

Las funciones subsidiarias de la Cámara de los Lores son reales: al contrario de las funciones judiciales de que acabamos de hablar, están en completa armonía con el principio de esta Cámara. De esas funciones subsidiarias, la primera consiste en vigilar al poder ejecutivo. Una asamblea cuyos miembros no tienen nada que perder, y, en su mayoría, nada que ganar, pues gozan todos de una posición social bien establecida, no están obligados a agradar a un colegio electoral ni deben nada al ministro del día; una Asamblea así es muy propia para tener una gran independencia en sus críticas.

La manera como los últimos gobiernos fueron inspeccionados por lord Grey ofrece un ejemplo notable.

Mas para que una crítica tal tenga todo su valor, es preciso que varias personas colaboren en ella. Todo hombre de talento imprime su sello personal a la crítica: sin duda la crítica estará llena de juicio y de buen sentido, pero siempre se dejarán traslucir sus ideas particulares. Lo que la Cámara de los Lores necesita es un gran número de críticos no iguales a lord Grey, porque no es fácil encontrarlas, pero sí del género de lord Grey. Deberían parecérsele en el respecto de la imparcialidad, de la claridad, y hasta donde fuera posible imitarle en el hábito que tenía de completar el examen de las cuestiones con observaciones originales. En toda obra hay lo que puede llamarse el punto de vista del autor, y por lo que se refiere a ese gran teatro donde se agitan las discusiones reflexivas en el gabinete, puede estarse seguro de que se tiene en cuenta todo lo que la experiencia del pasado y el conocimiento del presente proporcionan en materia de reglas ciertas y bien establecidas. Pero además hay el punto de vista del espectador, el cual puede sin duda abandonar tal o cual de esos elementos determinados por la tradición y por la práctica actual, pero que en cambio puede sugerir algunas vistas nuevas de cosas lejanas que el autor no ha advertido, absorbido en su obra. En nuestra Cámara alta debería haber muchos pares vitalicios capaces de proporcionar esta crítica superior. Temo que tarde mucho tiempo en vérseles en ella, pero sería ya un primer paso de hecho el que se empezara a reconocer la necesidad.

La segunda función secundaria de la Cámara alta es aún más importante. Considerada la Cámara de los Comunes no tal como sería después de mejoras probables y que puedan después de todo efectuarse, sino tal como es en este momento, esta Cámara tiene materia excesiva. El gabinete es quien tiene el cuidado de dirigir sus trabajos, y el gabinete tiene mucho que hacer. Es preciso que cada uno de sus miembros, cuando es al propio tiempo miembro de los Comunes, siga atentamente los debates de la Cámara para contribuir con su voto, cuando no con su palabra, a dirigir sus movimientos. Aun tratándose solamente de la educación, no se ha visto a Mr. Lowe, observador consumado, expresar el deseo de que se le colocase al frente de ese departamento un jefe libre del prodigioso trabajo que entraña la presencia de un ministro en la Cámara.

Sería, en verdad, indispensable que ciertos miembros de gabinete se vieran libres de la fatiga y sobrexcitaciones que acosan al diputado. Pero además les sería preciso tener también el derecho de explicar sus ideas al país, y de hacerse oír como los demás. Diversos proyectos se han formulado a este propósito, y de ellos diré algo al hablar de la Cámara de los Comunes. Pero es una cosa evidente que, por lo que toca a sus miembros, la Cámara de los Lores les procura esta ventaja de hacerse oír: les da lo que ninguno de esos proyectos no podría darles, es decir, una posición eminente en la Asamblea. Los miembros de gabinete que tienen tiempo, hablan con autoridad y éxito en la Cámara de los Lores. No se sientan allí como lo harían los administradores con voz deliberativa, como lo harían los empleados -cual se pide a veces- que fuesen a la Cámara a exponer ideas sin tomar parte en la votación: son iguales a sus oyentes: hablan como ellos quieren y responden cuando les place: se dirigen a la Cámara, no con la humildad de subalternos, sino con la fuerza y la dignidad de gentes que saben lo que valen. La creación de pares vitalicios permitiría dar a esta parte de nuestra Constitución un funcionamiento más libre y más variado: pondría a disposición del público mayor número de hombres de Estado adornados con el talento propio y con tiempo sobrado: mejoraría la calidad de la elocuencia política en la Cámara de los Lores, aumentando la lista de sus oradores favoritos.

Si algún peligro puede temerse respecto de la Cámara de los Comunes, es una reforma demasiado brusca: en cuanto al peligro que corre la Cámara de los Lores, es que no se la reforme nunca. Nadie reclama la reforma de la Cámara de los Lores: esta Cámara no tiene, pues, que temer una destrucción brutal: pero no está al abrigo de la decrepitud que interiormente le amenaza. Podría perder su derecho de veto, como la Corona lo ha perdido. Si la mayoría de sus miembros abandona sus deberes; si todos sus miembros continúan procediendo de una sola clase y de una clase que ya no es la más inteligente; si las puertas de la Cámara permanecen cerradas al genio, que no puede presentar su árbol genealógico, y al talento que no tiene 5.000 libras esterlinas de renta, la autoridad de esta Cámara disminuirá de año en año hasta que llegue a juntarse con cuanto la autoridad real ha perdido ya. Lo que debe temer no es el asesinato, debe temer la atrofia: no se la abolirá, se caerá por sí misma.

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