León Duguit


La soberanía


Cuarta edición cibernética, enero del 2003


Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Indice

Nota editorial

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Notas







Presentación

El escrito del célebre, y en su época controvertido jurista francés, León Duguit, que a continuación publicamos, constituye una selección, por nosotros elaborada, de algunos capítulos de su obra Las transformaciones del derecho público.

Lo que a nuestro modo de ver llama la atención es la asombrosa actualidad de lo expuesto por Duguit, no obstante que su escrito lo haya elaborado en 1913.

Duguit critica duramente un concepto, el de la soberanía, que en su opinión ya no tiene razón alguna de existencia.

Considerando que en algún periodo histórico el concepto de soberanía fue, sin duda, útil y necesario, describe como el mismo cumplió ya la función para la cual fue creado.

Su posición en pro de abrir y despejar los senderos que permitan el libre y justo desarrollo de las sociedades, le conlleva a replantear la función misma del Estado en cuanto núcleo organizador de la administración pública cuya principal, si no es que única función, es la de extender todos los servicios públicos que la población demande y requiera; esto es, pasar del Estado concebido como un pasivo policía garante del desarrollo del mercado (el típico dejar hacer y dejar pasar), a un Estado concebido como activa administración pública cuya función no será otra que la de poner a disposición de la población el uso y disfrute de servicios públicos por todos deseados y que a todos beneficien, vigilando su calidad y esforzándose por que la misma alcance los requeridos niveles de excelencia.

Chantal López y Omar Cortés

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I

La noción de soberanía, tal como aparece en el Contrato Social y en las Constituciones de la época revolucionaria, era el producto de un largo trabajo histórico; y, sin embargo, las condiciones en que se había formado esta noción hacían de ella algo artificial y precario. Así, debía desaparecer el día en que la evolución social llevara a los gobernados a pedir a los gobernantes cosa distinta de los servicios de guerra, de policía y de justicia.

El poder público encuentra su primer origen en el derecho romano, como la mayor parte de las instituciones jurídicas bajo las que hasta el presente han vivido los pueblos civilizados de Europa. Durante el periodo feudal se eclipsa casi por completo y reaparece en la época moderna. Bajo la acción de los legistas se convierte en la soberanía real, mezcla del imperium romano y del señorío feudal. En el siglo XVI Bodin bosqueja la teoría. El Rey es personalmente titular de la soberanía. En 1789 es desposeído de ella por la Nación, cuyo derecho se trata de legitimar con la metafísica huera del Contrato Social.

En Roma sólo al principio del Imperio es cuando aparece una teoría jurídica del poder público. El pueblo es su titular; pero puede delegarla en un hombre; la transmite al Príncipe por la Lex Regia (1). De este modo el Emperador concentra en sí todos los poderes que la República había repartido entre los diversos magistrados. La autoridad imperial tiene como fundamento dos poderes: el imperium preconsular, nacido del sistema de la prorrogación, y el poder tribunicio, nacido de las instituciones plebeyas. El Príncipe recibe el imperium preconsular del Senado o del ejército: el pueblo le transfiere por la Lex Regia el poder tribunicio.

Por la evolución natural de las cosas se reconocerá al Emperador el imperium y la potestas, como derecho de mando inherente a su cualidad misma. No será éste un derecho que ejerce por delegación del pueblo, sino un derecho que le pertenece como propio. La evolución se cumple al final del siglo III con Diocleciano y Constantino, y si, en el siglo IV, las Institutas de Justiniano hablan aún de la Lex Regia, es como un recuerdo del pasado, una frase copiada textualmente de un texto de Ulpiano. Queda establecido que el Emperador romano hace la ley por su voluntad: Quod principiipla cuit legis habet vigorem, lo cual es así porque el Emperador es titular de un derecho de poder (Imperium y potestas), es decir, del derecho de imponer su voluntad a los demás, porque tal es su voluntad, y como tal tiene cierta cualidad que obliga a todos a la obediencia. Así fue creada por el genio de Roma la noción jurídica del poder público, que se llamará más tarde soberanía y que había de ser hasta el siglo XX el fundamento del derecho público en los pueblos de Europa y de las dos Américas.

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II

Durante el periodo feudal, esta noción del imperium se eclipsa casi por completo. Después de la caída del Imperio Romano de Occidente al choque de los bárbaros, después de la efímera tentativa de Carlomagno, la sociedad europea tiende a organizarse según un régimen contractual. Las diferentes clases sociales se coordinan y subordinan unas a otras por convenciones que les otorgan derechos y les imponen deberes recíprocos. El señor feudal no es un príncipe que manda en virtud de un imperium; es un contratante que pide la realización de servicios prometidos a cambio de los que él a su vez ha prometido. No se encuentra vestigio de la palabra imperium en los textos de la época, pero sí de otra bien característica: la concordia, que debe unir a todos los hombres, poderosos y débiles, por una serie de derechos y de deberes recíprocos (2).

A pesar de las violencias y de las luchas que llenan la Edad Media feudal, tal es el fondo mismo de la estructura social; pero, no obstante, la noción de imperium no desaparece completamente. En Alemania se conserva en beneficio del Emperador; en Francia, en el del Rey. Este aparece siempre en el mundo feudal como el gran justiciero: aun en el momento en que la monarquía de los Capetos parecía reducida a la nada, subsiste siempre en el espíritu de los hombres la idea de que el Rey está encargado de asegurar la paz por la justicia (...) Y no es solamente la Iglesia, ha escrito muy atinadamente M. Luchaire, quien hace del Rey, ante todo, el gran justiciero. El feudalismo laico ha reconocido que la raíz y el fruto del oficio real es la justicia y la paz. El juramento prestado por Felipe I y sus sucesores a su advenimiento al trono les obliga a conservar a cada uno la justicia que le es debida, a dar a cada cual su derecho, y a poner al pueblo en posesión de sus derechos legítimos (3).

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III

Este deber y este poder del Rey de asegurar a todos la paz por la justicia formarán el elemento principal, con la ayuda del cual, por una combinación ingeniosa de los recuerdos romanos y de las instituciones feudales, los legistas de la Corona reconstruyen el imperium en beneficio del Rey de Francia tal como pertenecía al Emperador. El Rey mismo, persona individual, es el titular: es su propiedad, y por tal modo la construcción jurídica del imperium real resulta copiada de la del dominium individual. Lo mismo que el propietario tiene un derecho absoluto sobre la cosa, el imperium real es un derecho absoluto. Así como el propietario puede disponer de la cosa total o parcialmente, conceder derechos particulares sobre ella, desmembrar su derecho de propiedad, transmitirle por herencia, el Rey puede enajenar total o parcialmente su imperium, desmembrarle, transmitirle para después de su muerte. De este modo se forma la concepción del Estado patrimonial, que en cierta época ha dominado en toda Europa, dejando profundas huellas en el derecho posterior.

Dos causas de orden completamente distinto han concurrido a esta formación: por una parte, la persistencia de las nociones jurídicas romanas en el espíritu de los legistas reales; instituidos y sostenidos por el Rey para dar un fundamento y un carácter jurídicos a su poder, los legistas creían que no podían cooperar mejor al pensamiento del señor que dando al poder real la estructura que los juristas de Roma habían dado al dominium del individuo.

Por otra parte, el derecho feudal había establecido, bajo el influjo de circunstancias que no es necesario detallar, un lazo íntimo entre el poder y la posesión de cierto territorio. No existe poder más que allí donde hay posesión de tierras, y la posesión de una tierra implica siempre, para el que la tiene, un cierto poder. Indudablemente, como ya hemos dicho, aun en los tiempos en que el régimen feudal ha llegado a su completo desarrollo y subsiste aún en su pureza, se reconoce al Rey un poder propio, personal, independiente de la tierra que tiene. Pero la concepción feudal ha penetrado demasiado profundamente en los espíritus para que no deje sentir su acción hasta en la naturaleza del poder reconocido al Rey. Este, más que el primer señor feudal, es el señor superior de su reino. Sin embargo, su poder se considerará ante todo como un derecho de señor feudal, y por tanto como un derecho de propiedad.

Combinad esta noción feudal con el recuerdo de las ideas romanas sobre el dominium y advertiréis muy claramente el conjunto del sistema. El poder de mandar es un derecho análogo al derecho de propiedad, del cual, el Rey, individualmente considerado, es el titular. Empleando la terminología moderna, éste es un derecho subjetivo; el sujeto de derecho que lo tiene es el Rey, persona individual, que lo transmite a sus herederos por un orden de sucesión establecido según el modelo de las sucesiones privadas.


IV

Con todo esto los jurisconsultos del antiguo régimen han hecho una teoría muy precisa y muy compleja, la cual, dada la índole de este volumen, no podemos exponer con detalle. Pero no estará de más, para hacer ver cómo la teoría moderna de la soberanía no es en el fondo sino una creación del antiguo régimen, que citemos algunos de los pasajes más característicos de los tres juristas que han expuesto mejor los principios del derecho público monárquico.

Loyseau escribía al principio del siglo XVII en su Traité des offices: El Rey es, sin duda, funcionario, que tiene el ejercicio perfecto de todo poder público... y es así perfectamente señor que tiene a la perfección la propiedad de todo poder público... Así hace mucho tiempo que todos los Reyes de la tierra han establecido la propiedad del poder soberano (4).

En el Traité des seigneuries, Loyseau vuelve sobre la misma idea y la precisa: El señorío, dice, en su significado general se define: poder en propiedad... El poder es común a los cargos y a los señoríos; la propiedad distingue el señorío de los cargos, en los que el poder se tiene por función o ejercicio y no en propiedad, como ocurre con los señoríos (5).

Después, Loyseau distingue dos especies de señoríos: los públicos y los privados. Se llama señorío público porque concierne y supone el mando, el poder público, el cual no puede ejercerse sino por persona pública... El señorío público se llama en latín imperium, potestas, dominatio, y por nosotros dominio y, propiamente, señorío (6).

Así, si el imperium es un señorío, es una propiedad, pues que por definición todo señorío es una propiedad. Sin embargo, conviene notar que Loyseau distingue entre la propiedad del poder público y la propiedad privada, entre el señorío público y el señorío privado: El que está sometido al señorío privado es un esclavo, el que se halla sometido al público es un súbdito (7).

Toda esta teoría la resume Dumat en una frase de una enérgica concisión: el primer lugar en donde reside la fuerza de la autoridad de un soberano en su Estado y de donde ella se extiende a todo el cuerpo es su misma persona (8).

Este poder, derecho patrimonial del que el Rey es titular en persona, se le llama, desde últimos del siglo XVI, la soberanía.

La soberanía, es un principio, no era en modo alguno el poder del Rey en sí mismo; no era más que un carácter particular de ciertos señoríos, y, especialmente, de los señoríos reales. Las dos palabras latinas de que parece derivarse la palabra soberanía, superanus y supremitas, denotaban el carácter de aquel cuyo señorío no venía de otro señorío superior, o según la fórmula con frecuencia empleada en la Edad Media, aquel cuyo señorío no dependía sino de Dios.

Este sentido de la palabra soberanía aparece muy claramente en Beaumanoir; es para él el carácter de ciertos señoríos feudales. Para los asuntos interiores de su baronía, el barón no depende de ningún señor feudal, y así cada barón es soberano en su baronía (9).

Pero el carácter de soberano pertenece únicamente al Rey: El Rey es soberano por sí mismo, y tiene de su derecho el cuidado general de su reino (10).

A partir de la segunda mitad del siglo VI la expresión de soberano se aplica exclusivamente al Rey, y en el siglo VI, escribe Pasquier: He aquí cómo la palabra soberano que se empleaba comúnmente respecto de todos aquellos que tenían las más altas dignidades de Francia, pero no en absoluto, con el tiempo la hemos acomodado al primero de los primeros, es decir, al Rey (11).

Luego, por un fenómeno frecuente en la historia de las lenguas, la palabra soberanía, que no designaba más que un simple carácter del poder real, llega a designar el poder real mismo. Bodin es quien primero emplea la palabra en este sentido; él es, en parte, responsable de las controversias sin fin que se han suscitado después. Definió la soberanía como el poder absoluto y perpetuo de una República. Después analiza las que él llama las notas de la soberanía. La primera y la más esencial es la de conceder a todos en general, y a cada uno en particular, y esto sin el consentimiento de superior, ni de semejante ni de inferior a sí (12). De este modo aparecía que en el pensamiento de Bodín la soberanía es el poder del Rey mismo. En adelante éste será el sentido de la palabra. El propio Loyseau, quien la mayoría de las veces no ve en la soberanía más que el carácter de ciertos señoríos, emplea algunas veces la palabra para designar el poder del Rey (13); y Lebret, que primero da a la palabra soberanía el sentido originario y feudal, abandona muy pronto este punto de vista, y finalmente la soberanía es para él, como para Bodin, el conjunto de los poderes de que el Rey es titular (14).

De este modo, en el siglo XVII y en el XVIII, la soberanía es el derecho de mandar, de que es titular el Rey. Es un derecho que tiene los mismos caracteres que el derecho de propiedad. El Rey es titular de él como de sus derechos patrimoniales. La soberanía es una propiedad, pero una e indivisible, inalienable. Es absoluta como todo derecho de propiedad, salvo ciertas restricciones relacionadas con la naturaleza de las cosas; y todavía el edicto de 1770 afirmaba que no hay ninguna restricción basada en pretendidas leyes fundamentales. En fin, esta soberanía del Rey se manifiesta sobre todo en la ley, que es la expresión de la voluntad real soberana.

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V

De ahí se derivan directamente la noción de soberanía nacional una e indivisible, inalienable e imprescriptible, la noción de ley, expresión de la voluntad nacional, nociones formuladas en las Declaraciones y en las Constituciones del periodo revolucionario. Por lo tanto, estas fórmulas son tan artificiales como las nociones que expresan. O más bien, esta concepción de la soberanía, como derecho subjetivo de una persona era un producto histórico que debía desaparecer con las circunstancias que le dieran vida. Sin embargo, no fue así.

Conocidas son las doctrinas de Locke, de Mabbly, de Rousseau, de Montesquieu; sabido es el prestigio y la influencia que tuvo en Francia la Constitución votada en 1787 por el Congreso de Filadelfia. Llenos de admiración por esas doctrinas y por esta Constitución, los miembros de la Asamblea Constituyente están al mismo tiempo profundamente penetrados de las concepciones monárquicas.

Ahora bien: resulta que con una simple modificación de palabra, la vieja noción monárquica de soberanía se concilia admirablemente con las doctrinas de los filósofos y los principios de la Constitución americana. Basta, en efecto, sustituir Rey por Nación, y decir Nación donde antes se decía Rey.

El Rey era una persona, un sujeto de derecho, titular del derecho de soberanía; como él la Nación será una persona, un sujeto de derecho, titular del derecho de soberanía. La soberanía del Rey era una, indivisible, inalienable e imprescriptible. La soberanía nacional tendrá exactamente los mismos caracteres. La Declaración de los Derechos de 1789 y la Constitución de 1791 dirán: El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación (...) la soberanía es una, indivisible, inalienable e imprescriptible. Pertenece a la Nación... (15) El mismo principio, por razones diferentes, es verdad, se daba a la vez en el derecho monárquico y en la doctrina política de J. J. Rousseau.

Y así las dos corrientes se juntan. La filosofía política del siglo XVIII y el derecho monárquico llegaban a las mismas conclusiones, que se imponían a los legisladores revolucionarios, profundamente monárquicos por tradición y por temperamento y filósofos por sentimiento.

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VI

El fundamento del derecho público nacido de la Revolución, se encuentra de este modo definido, y determinado su origen histórico.

La Nación es una persona titular del derecho subjetivo de poder público, del poder de mando o soberanía.

El Estado es la Nación organizada; es por tanto titular de la soberanía; y el derecho público (el Staatsrecht de los alemanes) es el derecho del Estado; es decir, el conjunto de reglas aplicables a esta persona soberana, que determinan su organización interior y rigen sus relaciones con las demás personalidades, personalidades subordinadas si se encuentran en el territorio del Estado de que se trata; personalidades iguales, si son de otros Estados.

Se nota fácilmente que si el origen histórico de esta concepción es el que hemos señalado, debía desaparecer tan pronto como desaparecieran las circunstancias que la habían producido.

Este concepto de personalidad de la Nación, soporte de la soberanía, no había sido consagrado por el derecho revolucionario más que para conciliar la tradición monárquica, siempre viva, con los principios de una filosofía política que en aquella época entusiasmaba y satisfacía a todos los espíritus. La tradición monárquica tenía que olvidarse pronto y olvidarse definitivamente, diga lo que quiera hoy cierto partido político. No podía dejar de constituirse una nueva filosofía. Y este supuesto, esta concepción de la soberanía, derecho subjetivo de la Nación organizada en Estado, no podía permanecer intacta mucho tiempo.

Sin embargo, su reino se ha prolongado mucho más de lo que se hubiera podido prever, y ello bajo la acción de influencias que no se podían caracterizar mejor que diciendo que son de orden religioso.

En su obra célebre L´Ancien Régime et la Révolution, M. De Tocqueville ha titulado un capítulo con este epígrafe: Cómo la Revolución ha sido una Revolución política que ha procedido como una Revolución religiosa y por qué (Capítulo III). Y escribe: Como tenía el aire de tender a la regeneración del género humano más aún que a la reforma de Francia, ha encendido una pasión que hasta entonces las revoluciones políticas más violentas no habían jamás podido producir (...) Por esto ha llegado a ser como una especie de religión nueva, religión imperfecta, es verdad, sin Dios, sin culto y sin otra vida; pero que, a pesar de todo, como el islamismo, ha inundado la Tierra con sus soldados, sus apóstoles y sus mártires.

El dogma esencial de esta nueva religión, que la Revolución pretendía dar al mundo, era el principio de la soberanía nacional; y porque nuestros padres han creído en ella como en el credo de una religión revelada, es por lo que la soberanía nacional, que era el producto contingente de circunstancias históricas, se ha impuesto a los espíritus y ha sobrevivido a las circunstancias que lo produjeran.

Por lo demás, todos los grandes movimientos sociales y políticos han revestido un carácter religioso y mítico. En cada uno de ellos aparece un mito que constituye su poder, su fuerza, merced a la cual ha podido remover profundamente la conciencia de un pueblo, de una raza, de toda una época. El mito es esencialmente principio de acción, generador de energía; recubre de una forma concreta una idea abstracta, le infunde algo de sobrehumano y de misterioso que enciende la imaginación de las masas, sobre todo en las épocas en que se irrita la necesidad de un más allá, siempre presente en el corazón del hombre, M. Jorge Sorel ha dicho, y tiene razón, que el mito de la divinidad de Jesucristo ha destruido el mundo antiguo.

En nuestros días algunos espíritus como Peguy (16) han visto por un momento en el asunto Dreyfus el mito que debía regenerar al mundo moderno.

M. Jorge Sorel, que anda muy cerca de creerse un fundador religioso, ha predicado con el mismo fin el mito de la huelga general.

Son estos sueños de nobles pensadores y nada más. Muy otro es el mito de la soberanía nacional: ha removido profundamente los espíritus; ha quebrantado a la vieja Europa monárquica hasta en sus últimos fundamentos; ha inspirado todas las Constituciones políticas del nuevo mundo; ha hecho sentir su acción hasta en aquel mundo inmóvil y cerrado del imperio chino.

Pero la creencia mítica es, por su esencia misma, la creencia en una cosa falsa en realidad.

Fatalmente, tarde o temprano la fecundidad creadora del mito se agota; la realidad recobra sus derechos.

En nuestros días, con los progresos del espíritu crítico, con el decaimiento de la necesidad religiosa, los mitos pueden formarse aún; pero no tienen sino una corta vida.

Sin embargo, el carácter mítico de la soberanía nacional ha dado a esta noción, contraria a los hechos, una duración mucho más larga de la que hubiera tenido sin él. Pero ha llegado el momento en que ha perdido su virtud creadora. Se advierte en que ha pasado el tiempo en que podría ser principio de acción y de progreso, que se halla en evidente contradicción con los hechos más ciertos, que es impotente para proteger a los individuos contra los que detentan la fuerza gobernante y para dar un fundamento a la obligación que se les impone de asegurar la organización y el funcionamiento de los servicios públicos.

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VII

Salvo raras excepciones, en todas las clases y en todos los partidos, los hombres del siglo XIX, en general, se han inclinado ante el principio de la soberanía nacional como ante un dogma religioso. Sin duda los redactores del preámbulo de la Carta de 1814 han afirmado la permanencia del principio monárquico y del derecho divino; pero se trataba de una satisfacción platónica dada a los deseos de Luis XVIII y no engañaba a nadie. En 1830 se vuelve al principio de la soberanía nacional.

Sin duda también la escuela doctrinaria criticaba con un vigor y una penetración notables, lo que tenía de vano y artificioso esta concepción de la soberanía; pero tales críticas no tenían consecuencias prácticas.Se debe, sin embargo, citar el pasaje siguiente del discurso pronunciado por Royer - Collard en 1831, en el momento de la discusión del proyecto de ley sobre la patria.

¿La mayoría de los individuos, decía, la mayoría de las voluntades, sea la que fuere, es la soberanía? Si es así, hay que decir muy alto que la soberanía del pueblo no es más que la soberanía de la fuerza y la forma más absoluta del poder absoluto. Las sociedades no son agrupaciones numéricas de individuos y de voluntades. Tienen otro elemento que el número; tienen un lazo más fuerte: el derecho privilegiado de la humanidad y los intereses legítimos que nacen del derecho (...) La voluntad de uno solo, la voluntad de muchos, la voluntad de todos no es más que la fuerza más o menos poderosa; a ninguna de estas voluntades se debe, sólo a título de voluntad, ni obediencia ni el menor respeto (17).

Estas firmes palabras no tuvieron eco ni en el Parlamento ni en el país. La Revolución de 1848 se hacía en nombre de la soberanía nacional; y todos los tronos de Europa se hallaban quebrantados por efecto del mismo dogma. El sufragio universal igualitario y de mayorías, que por un falso razonamiento se pretendía deducir, se implantaba en Francia y desde entonces diariamente realizaba sus conquistas por el extranjero.

Pero al final del siglo XIX, por el contrario, se ha planteado clara y verdaderamente la cuestión de saber lo que había de real en ese principio de la soberanía. Se le ha sometido a una crítica dura y penetrante. Augusto Comte ha hecho vacilar muchas veces el dogma. Especialmente había dicho: Desde hace más de treinta años que tengo la pluma filosófica, me he representado siempre la soberanía del pueblo como una mixtificación opresora y la igualdad como una innoble mentira.

Ulteriormente instituyóse un verdadero proceso contra el dogma, proceso en el que los principales instigadores son hoy los teóricos de la Action française y los del sindicalismo revolucionario.

Los primeros no niegan la existencia misma del poder público; pero pretenden que no pertenece, que no puede pertenecer a la Nación misma que es incapaz de gobernarse, que no puede pertenecer, según la tradición francesa, más que a un Rey de origen nacional y cuyo interés dinástico se confunda con el interés del país. En nombre del positivismo, M. Deherme llega a la misma consecuencia, con la diferencia sin embargo, de que el poder público debería pertenecer, según él, a un dictador.

Los sindicalistas atacan el principio mismo de poder público, y, procediendo directamente de Proudhon, sostienen que la organización económica debe sustituir y sustituirá pronto en todas partes a la organización política.

No entra en nuestro plan resumir y discutir todas esas doctrinas. Por otra parte, su exposición clara y la crítica penetrante de las mismas puede verse en el magnífico libro de M. Guy - Grand, Le Procès de la Démocratie.

Todos esos ataques teóricos habrían sido inútiles, si el principio hubiera podido adaptarse a los hechos contemporáneos y si hubiera conservado su fuerza creadora y su virtud protectora, y si fuera aún una fuente de justicia y de seguridad. Pero una masa enorme de hechos demuestra hoy que el dogma de la soberanía nacional se halla en contradicción violenta con las transformaciones sociales y políticas que se realizan, que además ha perdido su eficacia y hasta que, a veces, su acción es nociva.

Son muchos los hechos sociales y políticos que directamente chocan contra el dogma revolucionario. Sólo hablaremos de los más salientes, que pueden agruparse bajo estas dos indicaciones:

1º La soberanía nacional implica una correspondencia exacta entre el Estado y la Nación; pero con frecuencia en realidad esta correspondencia no existe.

2º La soberanía nacional es, por esencia, una e indivisible; implica la supresión en el territorio nacional de todas las colectividades investidas de derechos de poder; ahora bien, tales colectividades existen en los países descentralizados y en los países federales.

Es evidente que muy a menudo la correspondencia entre el Estado y la Nación no existe. En primer lugar a veces los mismos gobernantes ejercen un poder sobre muchas colectividades distintas, de las que cada una posee incuestionablemente el carácter de Nación. Estas Naciones son con frecuencia rivales entre sí y no están unidas sino por su subordinación común a un poder superior. El Imperio de Austria ofrece un ejemplo notable de este estado de cosas: es una aglomeración de Naciones que tienen cada una su individualidad propia y muy señalada. Nadie osaría hablar de la voluntad nacional austríaca una e indivisible, ni decir que el Estado Austríaco es la Nación austríaca políticamente organizada. Los tcheques de Bohemia, los alemanes de Austria, los italianos de Trentino y de la Istria, los polacos de la Galitzia, los serbios de la Bosnia y de la Herzegovina pertenecen en realidad a Naciones distintas; no se advierte nunca la voluntad colectiva, de que una Nación es el soporte.

Que hay un pueblo inglés no es dudoso. Pero no es menos cierto que el pueblo irlandés no se ha fundido en la Nación inglesa. Hay, sin embargo, un Reino Unido que es sin duda un Estado; pero tampoco hay una Nación, una, organizada en Estado; hay una fuerza gobernante que, en realidad, se impone a dos Naciones distintas.

De otra parte, el poder de los gobiernos se ejerce sobre un gran número de individuos, que sin duda forman parte de una Nación autónoma; pero no forman parte de la Nación, núcleo principal del Estado de que se trata. Así, todo gobierno ejerce un poder sobre los individuos, que no son sus nacionales, pero se encuentran en su territorio. Además, todos los indígenas de las Colonias son súbditos de un Estado metropolitano sin ser miembros de la Nación. Todos los indígenas de nuestras colonias son súbditos franceses, sin ser ciudadanos franceses. De este modo existe una cantidad considerable de individuos que están subordinados al gobierno francés y que no son miembros de la Nación francesa. Por ese lado se deshace la teoría de la soberanía nacional, porque tal teoría implica que el poder público no puede imponerse más que a los miembros de la Nación que lo tiene.

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VIII

Siendo la soberanía una e indivisible, como la persona Nación que de ella es titular, los mismos hombres y el mismo territorio no pueden estar sometidos más que a un solo poder público. Siendo la Nación una persona y siendo su voluntad el poder político soberano, concentra en sí todo el poder, y no puede haber en el territorio nacional otros grupos que tengan alguna parte de soberanía.

Numerosos son los textos de la época revolucionaria que consagran este principio. Basta recordar el artículo 1º del preámbulo del título III de la Constitución de 1791 ya citado: La soberanía es una, indivisible, inalienable e imprescriptible. Pertenece a la Nación; ninguna parte del pueblo ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio.

Pero este principio viene a chocar con dos hechos que cada día ocupan un sitio más preeminente en el mundo moderno: la descentralización y el federalismo.

Hoy muchos países unitarios, y particularmente Francia, evolucionan hacia una amplia descentralización. En cuanto al federalismo, es como el derecho común de los Estados en el Nuevo Mundo. En Europa, Suiza y el Imperio alemán son Estados federales, y seguramente el sistema está destinado a extenderse.

En la doctrina según la cual la soberanía es un derecho de poder de que es titular una colectividad, la descentralización por región, la única a la que nos referiremos por el momento, es un sistema en el cual ciertas colectividades locales, cuyo nombre y carácter varían según los países, son titulares de algunas prerrogativas de la soberanía, ejercidas por órganos y por agentes considerados como los representantes de la colectividad local y cuya actividad se halla más o menos estrechamente intervenida por la autoridad superior.

El municipio francés es un ejemplo muy claro de colectividad local descentralizada. Se dice que es titular de verdaderos derechos de poder público; como poder de policía, poder de establecer y cobrar impuestos, poder de expropiación. Esos poderes se ejercen por órganos y agentes representantes del municipio.

Más a pesar de todo, eso es absolutamente contrario a la concepción de la personalidad una e indivisible de la Nación y a la de la soberanía que se enlaza con ella indisolublemente. Se dice tratando de conciliar esos contrarios, que el Estado nacional concede voluntariamente una parte de su soberanía, que él mismo determina la extensión de esta concesión, que puede retirarla siempre, conservando así la soberanía en su indivisible totalidad. Lo cual no impide que mientras dure esta concesión haya en el territorio nacional una persona de poder público que posee algunas prerrogativas de la soberanía y que forma como un fragmento de la personalidad nacional. Ahora bien, es en absoluto inconciliable con la unidad y la indivisibilidad de la soberanía.

Se dice también, para resolver la antinomia, que las colectividades descentralizadas no son en verdad titulares de prerrogativas soberanas, que se limitan a ejercerlas, permaneciendo intacta en su substancia la soberanía en la personalidad una e indivisible de la Nación. Este es un razonamiento puramente verbal. En realidad, las colectividades locales, consideradas en sí mismas, no pueden ejercer las prerrogativas soberanas; los agentes locales son los únicos que pueden, porque sólo ellos tienen una voluntad. Si se pretende, pues, que el Estado persiste como el titular de todas las prerrogativas soberanas, los agentes locales son agentes del Estado y no de las colectividades locales, y de este modo no habrá descentralización en el sentido que la doctrina dominante da a esta palabra.

En cuanto al federalismo, es, más aún todavía que la descentralización regional, la negación misma de la soberanía política del Estado. Está constituido esencialmente por el hecho de que en un territorio determinado no existe más que una sola Nación; y, sin embargo, en ese mismo territorio existen muchos Estados investidos, como tales, del poder público soberano: un Estado central o federal, que es la Nación misma hecha Estado, y los Estados miembros de la federación constituidos por colectividades locales.

De tal modo se hallan subyugados ciertos autores por el dogma de la personalidad soberana de la Nación - Estado, que ni siquiera han advertido la contradicción. Por ejemplo, nuestro sabio colega M. Esmein escribe: En los Estados unitarios la soberanía es una. El Estado federativo, por el contrario, aunque corresponda a una verdadera unidad nacional, fracciona la soberanía (...) Ciertos atributos de la soberanía son recogidos por la Constitución de los Estados particulares y transferidos al Estado federal (18).

M. Esmein encuentra esto muy natural. Pero los autores alemanes y suizos, colocados frente al problema que se planteaba en su país con agudeza singular, han realizado prodigiosos esfuerzos por resolverle, esfuerzos que, naturalmente, han resultado infructuosos.

Unos, como Seydel, han sostenido que sólo los Estados miembros son Estados, y que el Imperio alemán no tiene el carácter de Estado (19). Esta doctrina se comprende en un autor bávaro; pero decir que el Imperio alemán no es un Estado es una paradoja exagerada. Otros autores, por el contrario, han pretendido que sólo el Estado central es un Estado, y que no hay en derecho ninguna diferencia entre la circunscripción descentralizada de un país unitario y el Estado miembro de un país federal (20). Esto es ir contra los hechos evidentes. Por lo demás, aunque la doctrina fuese exacta, no explicaría nada, ya que la simple descentralización es tan antinómica con relación a la soberanía del Estado.

Dos maestros ilustres del derecho público, los profesores Laband y Jellinek, han creído resolver el problema diciendo que puede haber y que hay Estados no soberanos; que los Estados miembros de una federación son Estados, pero no soberanos; que sólo el Estado central posee la soberanía. Ellos se esfuerzan en demostrar que la soberanía no es el poder público, sino solamente un cierto carácter del poder público (21).

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, la tentativa es inútil, porque ni Laband ni Jellinek llegan a determinar la diferencia que existiría en su caso entre la circunscripción descentralizada y el Estado miembro. Por otra parte, esta doctrina nada explica, porque la dificultad estriba en demostrar cómo el poder público puede ser fraccionado sea en el federalismo sea en la descentralización.

En vano M. Gierke (22) en Alemania y Le Fur (23) en Francia han derrochado tesoros de ingenio para demostrar la permanencia de la unidad y de la indivisibilidad de la soberanía en el Estado federal y cómo, sin embargo, se distingue éste del estado unitario. Según estos autores, en el estado federal, como en el Estado unitario, hay correspondencia entre la unidad del Estado y la unidad nacional; no hay más que un solo Estado, como no hay más que una sola Nación, y no hay más que una sola persona soberana: la Nación organizada en Estado federal; son lo que los ciudadanos en un Estado unitario democrático; participan (y tal es el rasgo característico) en la formación de la voluntad del Estado y, por tanto, en la sustancia misma de la soberanía, y no sólo en su ejercicio.

En realidad, todo esto no es más que un puro juego del espíritu, en absoluto extraño a la realidad de las cosas. ¿Qué es, pues, la sustancia de la soberanía? Retamos a quien quiera decirlo. Comparar el carácter de los Estados miembros al de los ciudadanos de un Estado unitario democrático, de nada en absoluto sirve. Además, esta doctrina no hace comprender mejor que las otras cómo siendo la soberanía la voluntad indivisible de la Nación, pueden las colectividades locales poseer algunas de sus prerrogativas.

Al insistir sobre estas doctrinas hemos querido demostrar con cuál intensidad se ha planteado el problema a los modernos publicistas, cuántos prodigiosos esfuerzos se han prodigado inútilmente, y cómo a pesar de todo subsiste implacable la contradicción de los hechos con el concepto de soberanía.

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IX

Por lo demás, no es esta antinomia irreductible la que ha determinado en el mundo moderno la ruina del concepto de soberanía. Puede que hubiera subsistido a pesar de todo si su eficacia práctica, su valor dogmático se hubieran impuesto a las gentes. Pero se ha producido el hecho diametralmente opuesto. La conciencia moderna ha tenido el sentimiento claro de que lo que ella demanda a los gobiernos no puede encontrar su sanción y su fundamento jurídicos en un sistema de derecho público que se apoye en la noción de soberanía.

Un sistema jurídico no tiene realidad sino en la medida en que pueda establecer y sancionar reglas que aseguren la satisfacción de las necesidades que se imponen a los hombres en una sociedad dada, y en un cierto momento. Este sistema, por otra parte, no es más que el producto de esas necesidades, y si no lo es o no garantiza su satisfacción, será la obra artificial de un legislador o de un jurista, pero sin valor ni fuerza alguna.

Ahora bien: un sistema de derecho público no puede reunir estas condiciones de vitalidad si no establece y sanciona dos reglas siguientes:

1º Los que tienen el poder no pueden realizar ciertas cosas.

2º Ellos deben hacer ciertas cosas.

La conciencia moderna se halla hoy profundamente penetrada de la idea de que el sistema de derecho público imperialista es impotente para fundar y sancionar esas dos reglas; y lo comprende porque la crítica ha demostrado lo vacío de la doctrina; lo comprende sobre todo porque los hechos han demostrado su impotencia para proteger al individuo contra el despotismo.

Seguramente, cuando en 1789 la Asamblea Nacional proclamaba y definía el dogma de la soberanía, el pensamiento que le preocupaba sobre todo (y será siempre éste un honor suyo) era el de determinar a la vez el fundamento y la extensión de los límites impuestos a esta soberanía. A esto vino a responder la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Ella define y opone la soberanía del Estado y la autonomía de la voluntad individual o libertad; afirma que el derecho del Estado o soberanía se halla limitado por el derecho del individuo o libertad, y que el Estado no puede obrar sino para proteger esta libertad y en la medida en que la proteja. Pero es necesario, sin embargo, que esta libertad del individuo se halle a su vez limitada. La vida social no es posible más que con esta limitación; los individualistas más intransigentes convienen en ello. Si la libertad del individuo limita la soberanía del Estado, no es más que en una cierta medida, y la libertad tiene también sus límites.

Dado esto, se plantea una doble cuestión: ¿cuál es la medida de la limitación que se puede imponer a la libertad? ¿Dónde está la garantía de que esa limitación no será arbitraria? Se ha contestado (y no había otra respuesta posible), diciendo: la libertad de un individuo no puede hallarse limitada sino en la medida necesaria para proteger la libertad de todos; y esta limitación no puede hacerse más que por la ley; es decir, por una disposición general votada por la Nación o por sus representantes (Declaración de derechos de 1789, artículos 4 y 6).

Pero eran éstas, como lo ha demostrado la experiencia, garantías muy frágiles. Desde luego, la doctrina individualista que afirma la libertad individual no tiene hoy más que algunos adictos; la masa de las gentes no ven en ella más que una hipótesis de orden metafísico que puede defenderse como todas las de este género, pero nada más. Es decir, que es la fragilidad misma. La necesidad de una ley para limitar la libertad individual es seguramente una garantía. El carácter de generalidad protege al individuo contra la parcialidad de los gobernantes. Pero los constituyentes de 1791 creían en la infalibilidad de la ley, porque veían en ella la voluntad misma de la Nación. En este punto la experiencia ha demostrado que se engañaban en absoluto. Si la ley se vota directamente por el pueblo, es la obra de una multitud, con sus pasiones, con sus violencias y nada garantiza su equidad. Rousseau ha dicho, es verdad, que: No estando formado el soberano más que por los particulares que lo componen, no tiene, ni puede tener, intereses contrarios a los suyos; por tanto, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de fiador para los particulares, porque es imposible que el cuerpo quiera dañar a todos sus miembros (24).

¿Quién no ve hoy que en estas palabras no hay sino un horrible sofisma?

Si la ley se vota por un Parlamento elegido, no ofrece mayor garantía. El Parlamento podrá muy bien afirmar que representa la voluntad nacional; pero la ley, en realidad, es la obra individual de algunos diputados. En 1848, cuando se instituyó el sufragio universal, se creyó de buena fe, pero ingenuamente, que todo estaba resuelto. El plebiscito de 1851 ratificaba el golpe de Estado. Las Comisiones Mixtas, las leyes de seguridad general y, para decirlo en pocas palabras, el despotismo de los primeros años del Segundo Imperio, ponían de manifiesto a las gentes las garantías que se pueden esperar del sufragio universal.

Por otra parte, la doctrina de la soberanía ha sido siempre, en la teoría y en la práctica, una doctrina de absolutismo.

Desde el principio del Contrato Social, declara Rousseau que es contra la naturaleza del cuerpo que el soberano se imponga una ley que no puede quebrantar, que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el mismo Contrato Social. Y justifica esta proposición con un raro sofisma: Quien, dice, se negase a obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo, lo cual no significa sino que se le obligará a ser libre (25).

En nombre de esta doctrina y de estos sofismas, la Convención hizo caer sobre Francia la más sangrienta de las tiranías, e invocando el derecho popular es como los dos Napoleón impusieron su despotismo. Proceden directamente de Rousseau y del falso dogma de la soberanía todos los juristas alemanes que, siguiendo a Gerber y Laband, quieren hacer la teoría jurídica del despotismo imperial.

Pero esto no es todo. El hombre moderno pide a los gobiernos no sólo no realizar ciertas cosas, sino hacer ciertas otras. Por tanto, se impone la necesidad de un sistema de derecho público que dé un fundamento y una sanción a esta obligación positiva. Pero en este respecto, el sistema fundado sobre la noción de soberanía adolece evidentemente de una impotencia irremisible. No se ha advertido en tanto no se han pedido al Estado más que los servicios de guerra, de policía y de justicia.

En efecto, los que tienen el poder están naturalmente llamados a tomar medidas para defender el territorio y para imponer el orden y la tranquilidad. Obrando de este modo sirven a sus intereses propios, pues que la defensa contra el enemigo del exterior y el sostenimiento del orden en el territorio son las condiciones mismas de conservación por los gobernantes de su poder. Cuando los gobernados, pues, no les pedían más que esos servicios de guerra, de policía y de justicia, no aparecía la necesidad de un sistema de derecho que estableciese el fundamento y la sanción de esas obligaciones.

Además, cuando la actividad de los gobernantes no tenía más que ese triple objeto, su intervención se producía en forma de actos unilaterales que parecían ser mandatos. En la actividad de los magistrados romanos y del Emperador después, lo que ante todo aparecía era el imperium, la jurisdictio, es decir, un poder de mando. Los Reyes de Francia, herederos de las tradiciones romanas, poseían también, bajo nombres diferentes, el imperium y la jurisdictio. Y cuando en 1789 y 1791 se quiere determinar y analizar el contenido de la actividad gobernante, sólo se advierte un poder de mando y se construye la teoría de los tres poderes.

Hoy día, por causas muy complejas y numerosas, a consecuencia sobre todo de los progresos de la instrucción, de las transformaciones económicas e industriales, no es solamente el servicio de guerra, de policía y de justicia lo que se pide a los gobiernos, sino servicios muy numerosos y muy variados, de los cuales muchos tienen carácter industrial. Los autores alemanes los designan en conjunto con la expresión de cultura: los gobernantes deben realizar todas las actividades propias para desenvolver la cultura física, intelectual, moral del individuo y la prosperidad material de la Nación. El interés de los gobernantes no se confunde ya con el de los gobernados. No le es contrario, pero si muy distinto. Como consecuencia se deja sentir la necesidad de un sistema de derecho público que dé un fundamento, una sanción a esas obligaciones; y así aparece la impotencia del sistema imperialista.

Sin duda, en este sistema la soberanía del Estado se halla limitada por la libertad. Pero la libertad es para el individuo el derecho de desarrollar sin trabas una actividad física, individual y moral; no es el derecho de exigir que los demás, ni que el Estado, cooperen activamente a este desarrollo y realicen esas funciones de cultura.

Además, cuando los gobernantes ejercen esas atribuciones no se advierte el mandato, las prerrogativas de una voluntad soberana, las manifestaciones del imperium tradicional. Cuando el Estado da la enseñanza, distribuye socorros a los indigentes, asegura el transporte de las personas y de las cosas, busca y realiza el bien, no se indica en tales actividades nada que se parezca de cerca o de lejos a un poder de mando. Ahora bien, si el Estado es por esencia y en su naturaleza la actividad que manda, es preciso que lo sea siempre. Si en una sola de sus manifestaciones el Estado no es soberano, es que no lo es en absoluto.

Y sin embargo, en todos esos servicios modernos, que cada día toman mayor extensión: instrucción, asistencia, obras públicas, alumbrado, correos, telégrafos, teléfonos, ferrocarriles, etc., hay una intervención del Estado que debe ser sometida al derecho, regulada y disciplinada por un sistema de derecho público. Pero este sistema no puede estar fundado en el concepto de soberanía, porque se aplica a actos en los que no se advierta ningún rasgo de poder de mando. Se constituye, pues, forzosamente un nuevo sistema relacionado, por lo demás, íntimamente con el anterior, pero fundado en una noción diferente, que se manifiesta en todo, que modela todas las instituciones modernas del derecho público y que inspira toda la jurisprudencia tan fecunda, de nuestro Consejo de Estado: tal es la noción del servicio público

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Notas

(1) Ulpiano, Ley I. Digesto. De Constitutionibus.

(2) E. Burgeois. Le Capitulaire de Kiersy-sur-Oise, pág. 320.

(3) Luchaire. Histoire des Institutions Monarchiques sous les premiers Capétiens, I, pág. 40. Fiche, Le Règne de Philippe 1er, 1912.

(4) Loyseau, Traité des offices, lib. II, núms. 21 y 28, págs 187 y 188, París, 1640.

(5) Loyseau, Traité des offices, cap. I, núm. 5, pág. 6.

(6) Loyseau, Traité des seigneuries, cap. I, núms. 27 y 29, pág. 6.

(7) Loyseau, Idem, cap. I núm. 28, pág. 6.

(8) Domat, Le droit public, título IV, sec. I, núm. 3, pág. 21, París, 1713.

(9) La Coutume de Beauvoisis, cap. XXXIV, párrafo 41, pág. 22, ed. Beugnot, 1812.

(10) La Coutume de Beauvoisis,cap. LXI, párrafo 72, II, pág. 407.

(11) Pasquier, Recherches sur la France, Lib. VIII, cap. XIX-I, col 795, Amsterdam, 1723.

(12) Bodin, Les Six Livres de la République, Lib. I, cap. VII y XI, edic. fr. Lyon, 1593.

(13) Loyseau, Traité des seigneuries, Cap. II, números 4-9, p. 12 y 15, París, 1640.

(14) Lebret, De la souveraineté du Roi, Lib. I, cap. II, p. 5, París, 1642.

(15) Déclaration des droits, art. 3; Const. 1791, tit. VI, Artículo 1.

(16) Péguy, Notre Jeneuse, 1910.

(17) Archives Parlementaires, 2ª série, LXX, pág. 360.

(18) Esmein, Droit Constitutional, 5 edic., 1909, p. 6.

(19) Seydel, Kommentar Zur Verfassung-kunde fur das deutsche Reich, 1ª edic., 1897, págs. 6 y 23.

(20) Borel, Etude sur la souveraineté el l´Etat fédératif, 1886.

(21) Laband, Droit public ed. Fr. 1900, I, págs. 5 y siguientes. Jellinek, Allgemeine Staalslehere, 2ª ed., 1905, pág. 470 y siguientes.

(22) Gierke, Jahrbuch de Schmoller, VI, 1887, pág. 1097.

(23) Le Fur, L´Etat fédéral, 1897, págs., 697 y siguientes.

(24) Contrat social, lib. IV, cap. VII.

(25) Lib I, cap. VII.