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A Nicolás T. Bernal

Leavenworth, Kansas, Enero 24 de 1923

Querido Nicolás:

El 20 de este mes se recibió aquí un telegrama del Departamento de Justicia de Washington, D.C., para preguntarme si estaba yo dispuesto a obedecer las leyes de los Estados Unidos si se me pusiera en libertad. Mi contestación fue negativa.

Fundándome en que hace más de un año y medio que el mismo Departamento de Justicia sugirió a Ricardo y a mí, por conducto del licenciado Weinberger, la idea de la deportación (sin mencionar el país), único medio de conseguir nuestra pronta libertad, bajo la promesa de no volver más a este país.

Nosotros contestamos afirmativamente pidiendo nuestra deportación a México. Ricardo pedía dos meses más para arreglar el viaje de su familia, después de que la orden de deportación fuera conseguida. Yo pedía mi inmediata deportación después de la orden, pues a Ricardo había yo recomendado el arreglo de mis asuntos personales en este país.

Así es que la pregunta del Departamento de Justicia, de que si estaba yo dispuesto a obedecer las leyes de los Estados Unidos si se me pusiese en libertad, no tiene razón de ser; puesto que yo mismo no deseo permanecer más en los Estados Unidos después de conseguida mi salida.

Además, dije también, todos los actos de mi vida los he ajustado a los dictados de mi conciencia y no a ninguna ley. Si veo a un niño que se ahoga, una mujer en peligro o un hombre en garras de la muerte, no me detengo a pensar si habrá o no una ley especial para cada caso. Sin medir el peligro, yo me arrojo a salvar al niño y a prestar mi ayuda al hombre y a la mujer. Creo que tengo razón; porque el instinto de protección mutua y de conservación de la especie es muy rudimentario, existe en todos los animales inferiores al hombre.

Se me exige obedecer la ley. ¿Y qué ley está hecha para ayudar al pobre? Todas las leyes están hechas para proteger al rico, y la más inicua de todas es la ley que considera como sagrado el derecho de propiedad privada, base de todas las desigualdades sociales y de todas las injusticias.

Para proteger esa ley, las naciones reclutan del seno mismo de los pobres, millones de soldados para sacrificarlos en los campos de batalla.

Si esa ley no existiera, las dificultades entre los humanos se arreglarían fácil y satisfactoriamente en bien de todos. No habría necesidad ni de la policía.

Porque, ¿a quién beneficia esa ley? Sólo a un reducido número de individuos que no llega a uno por cada cien. Así es que en las manos de ese reducidísimo número de personas, está toda la riqueza del suelo. Las patrias, el mundo mismo es de ellos.

¿Por qué he de prestar ciega sumisión a esa ley, despojada de todo humano sentimiento y de toda razón? No. Yo la detesto, la aborrezco, la odio de todo corazón. Mis sentimientos y mi amor a la humanidad están muy por encima de toda ley.

Librado Rivera

Del periódico argentino La Antorcha, 6 de abril de 1923.


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