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La muerte de Álvaro Obregón

La humanidad de los oprimidos está de plácemes: ha desaparecido un tirano.

No queremos saber los detalles de su desaparición: no necesitamos saberlo; que para el caso lo mismo nos da que lo haya partido un rayo. El asesino del pueblo yaqui está bien muerto.

Si fuera verdad la sentencia de que el que a hierro mata, a hierro muere, aquí se habría cumplido al pie de la letra; pero lo lamentable es que esa sentencia no siempre se hace efectiva. Todavía infectan la atmósfera con su aliento corrompido los monstruos de Italia, Cuba, España y Venezuela, y mientras haya un tirano en la Tierra, la libertad corre peligro.

Sabemos bien que el árbol maldito no muere quitándole una rama; pero también es cierto que sin ramas el árbol no produce frutos, ni sombra. Y lo que necesitan los pueblos no es sombra que los vuelva más raquíticos y estériles, sino sol, mucho sol que les dé calor, salud y fuerza. Hijos sanos y robustos, de pensamiento libre, para continuar adelante hacia lo desconocido.

Sí; aplaudimos todo acto que tenga un fondo humanitario. Y aniquilar la odiosa vida de un tirano, es poner un límite a sus crímenes; y esto es humano.

Nosotros no somos de los que se inclinan ante el ídolo; somos destructores de ídolos. Nos gusta razonar, no creer a ciegas. Luchamos por ideales de felicidad para todos, no por encumbrar a nadie sobre nuestras espaldas. El hombre muere, mientras que los ideales son eternos.

Se nos dirá que no es humano regocijarse frente al dolor de la familia del desaparecido. Es verdad todo esto. Pero también es cierto que Álvaro Obregón no se compadeció nunca de los centenares de familias huérfanas, que hoy vagan errantes por las montañas de Sonora huyendo de la rapiña obregonista; mientras cientos de hombres, mujeres, niños y ancianos pagan en los presidios y cuarteles del gobierno de Calles, su heroica resistencia contra la avaricia de los que brutalmente los despojaron de sus casas y de sus tierras cultivadas.

La familia de Álvaro Obregón queda colmada de riquezas y disfrutando toda clase de comodidades; mientras que cientos de familias yaquis mueren ignoradas en presidios y cuarteles, enviadas allí con el perverso fin de acabar con esas pobres gentes.

La elevación de Álvaro Obregón a la presidencia de México, significaba la implantación de una tiranía mil veces peor que la de Porfirio Díaz, a quien ya recordaba con frases de admiración el nuevo aspirante a tirano.

Que lamenten el incidente los que con Álvaro Obregón trataban de lucrar; pero no los desheredados de la Tierra, que en las brutales garras de aquellas hienas íbamos a perecer.

Del periódico Avante, 1º de agosto de 1928.


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