Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo séptimo de la primera parte del LIBRO PRIMEROSegunda parte del capítulo octavo de la primera parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo octavo

Primera parte

La Constitución federal

He considerado hasta el presente a cada Estado como formando parte de un todo completo y mostré los diferentes resortes que el pueblo mueve, así como los medios de acción de que se sirve. Pero todos esos Estados que he estudiado como independientes se ven, sin embargo, forzados a obedecer, en ciertos casos, a una autoridad superior, que es la de la Unión. Ya es tiempo de examinar la parte de soberanía que ha sido concedida a la Unión, y de echar un vistazo rápido sobre la constitución federal (1).




Historia de la Constitución federal

Origen de la primera Unión - Su debilidad - El congreso apela al poder constituyente - Intervalo de dos años que transcurre entre ese momento y aquel en que la constitución es promulgada.




Las trece colonias que se sacudieron simultáneamente el yugo de Inglaterra al fin del siglo pasado, tenían, como ya lo he dicho, la misma religión, la misma lengua, las mismas costumbres y casi las mismas leyes. Luchaban contra un enemigo común; debían tener, pues, fuertes razones para unirse íntimamente unas con otras, y absorberse en una sola y misma nación.

Pero, cada una de ellas, teniendo siempre una existencia aparte y un gobierno propio, creó sus intereses así como sus usos particulares, que se oponían a una unión sólida y completa, que habría hecho desaparecer su importancia individual en una importancia común. De ahí nacieron dos tendencias opuestas: una que llevaba a los angloamericanos a unirse, otra que los encaminaba a dividirse.

Mientras duró la guerra con la madre patria, la necesidad hizo prevalecer el principio de la unión. Y aunque las leyes que constituían esa unión fuesen defectuosas, el lazo común subsistió a despecho de ellas (2).

Pero desde que la paz fue firmada, los vicios de la legislación se mostraron al descubierto. El Estado pareció disolverse de repente. Cada colonia, convertida en una República independiente, se apoderó de la soberanía entera. El gobierno federal, al que su constitución misma condenaba a la debilidad y al que el sentimiento del peligro público no sostenía ya, vio su pabellón abandonado a los ultrajes de los grandes pueblos de Europa, en tanto que él no podía encontrar bastantes recursos para enfrentarse a las naciones indias y pagar el interés de las deudas contraídas durante la guerra de Independencia. A punto de perecer, él mismo declaró oficialmente su impotencia y apeló al poder constituyente (3).

Si alguna vez Norteamérica pudo elevarse por algunos instantes a ese alto grado de gloria en que la imaginación orgullosa de sus habitantes quisiera mostrárnosla, fue en ese momento supremo, en que el poder nacional acababa de abdicar en cierto modo su imperio.

Que un pueblo luche con energía para conquistar su independencia es un espectáculo que todos los siglos nos han podido proporcionar. Se ha exagerado mucho, por lo demás, los esfuerzos que hicieron los norteamericanos para sustraerse al yugo de los ingleses. Separados por 1 300 leguas de mar de sus enemigos y auxiliados por un poderoso aliado, los Estados Unidos debieron la' victoria, a su posición más bien que al valor de sus ejércitos o al pariotismo de sus ciudadanos. ¿Quién osará comparar la guerra de Norteamérica con las guerras de la Revolución francesa, y los esfuerzos de los norteamericanos con los nuestros, cuando Francia, expuesta a los ataques de Europa entera, sin dinero, sin crédito y sin aliados, arrojaba la vigésima parte de su poblacióp delante de sus enemigos, sofocando con una mano el incendio que devoraba sus entrañas y enarbolando con la otra la antorcha en torno suyo: Pero lo que es nuevo en la historia de las sociedades es ver a un gran pueblo, advertido por sus legisladores de que el mecanismo del gobierno se detiene, volver sin precipitación y sin temor sus miradas hacia sí mismo, sondear la profundidad del mal, contenerse durante dos años enteros a fin de descubrir su remedio y, cuando ese remedio está indicado, someterse a él voluntariamente sin que le cueste una lágrima ni una gota de sangre a la humanidad.

Cuando la insuficiencia de la primera constitución federal se dejó sentir, la efervescencia de las pasiones políticas que había hecho nacer la revolución estaba en parte calmada, y todos los grandes hombres que creó existían aún. Fue esta una noble dicha para Norteamérica. La asamblea poco numerosa (4) que se encargó de redactar la segunda constitución, reunió a los más grandes espíritus y a los más notables caracteres que jamás se habían visto en el Nuevo Mundo. Jorge Washington la presidía.

Esta comisión nacional, después de largas y maduras deliberaciones, ofreció al fin a la opinión del pueblo el cuerpo de leyes orgánicas que rige aún en nuestros días a la Unión. Todos los Estados lo adoptaron sucesivamente. El nuevo gobierno federal entró en funciones en 1789, después de dos años de interregno. La revolución de Norteamérica terminó, pues, precisamente en el momento en que comenzaba la nuestra.




Cuadro sumario de la Constitución federal (5)

División de poderes entre la soberanía federal y la de los Estados - El gobierno de los Estados sigue siendo el derecho común: el gobierno federal, la excepción.




Una primera dificultad debió de presentarse al espíritu de los norteamericanos. Se trataba de compartir la soberanía de tal suerte que los diversos Estados que formaban la Unión continuasen gobernándose por sí mismos en todo lo que no concernía sino a su prosperidad interior, sin que la nación entera, representada por la Unión, dejara de formar un cuerpo y de proveer a sus necesidades generales. Cuestión compleja y difícil de resolver.

Era imposible fijar de antemano, de una manera exacta y completa, la parte de poder que debía corresponder a cada uno de los dos gobiernos entre los que la soberanía iba a repartirse. ¿Quién podría prever con anticipación todos los detalles de la vida de un pueblo?

Los deberes y los derechos del gobierno federal eran simples y bastante fáciles de definir, porque la Unión había sido formada con el fin de responder a algunas grandes necesidades generales. Los deberes y los derechos del gobierno de los Estados eran, al contrario, múltiples y complicados, porque ese gobierno penetraba en todos los detalles de la vida social.

Se definieron, pues, cuidadosamente las atribuciones del gobierno federal y se declaró que todo lo que no estaba comprendido en la definición caía en las atribuciones del gobierno de los Estados. Así, el gobierno de los Estados siguió siendo el derecho común y el gobierno federal fue la excepción (6).

Pero como se preveía que, en la práctica, podían suscitarse cuestiones relativas a los límites exactos de ese gobierno excepcional, y que hubiera sido peligroso abandonar la solución de tales cuestiones a los tribunales ordinarios instituidos en los diferentes Estados por esos Estados mismos, se creó una alta corte federal (7), tribunal único, una de cuyas atribuciones fue mantener entre los dos gobiernos rivales la división de poderes, tal como la constitución la había establecido (8).




Atribuciones del gobierno federal

Poder concedido al gobierno federal para hacer la paz y la guerra y establecer impuestos generales - Asuntos de polltica interior de que puede ocuparse - El gobierno de lo Unión, más centralizado en algunos puntos qUe lo era el gobierno regio bajo la antigua monarquia francesa.




Los pueblos entre sí no son más que individuos. Es sobre todo para tener ciertas ventajas frente a los extranjeros por lo que una nación tiene necesidad de un gobierno único.

A la Unión se le concedió, pues, el derecho exclusivo de hacer la paz y la guerra; de firmar los tratados de comercio; de formar ejércitos y equipar las flotas (9).

La necesidad de un gobierno nacional no se siente tan imperiosamente en la dirección de los negocios interiores de la sociedad.

Sin embargo, hay ciertos intereses generales a los que sólo una autoridad general puede proveer útilmente.

En la Unión se otorgó el derecho de reglamentar todo lo que tiene relación con el valor del dinero; se le encomendó el servicio de correos y se le dio el derecho de abrir las grandes vías de comunicación que debían unir las diversas partes del territorio (10).

En general, el gobierno de los diferentes Estados fue considerado como libre en su esfera; sin embargo, podía abusar de esa independencia y comprometer, por imprudentes medidas, la seguridad de la Unión entera. Para esos casos raros y definidos de antemano, se le permite al gobierno federal intervenir en los negocios interiores de los Estados (11). Así es como, en tanto que se reconoce a cada una de las Repúblicas confederadas el poder de modificar o cambiar su legislación se le prohibe, sin embargo, hacer leyes retroactivas y crear en su seno un cuerpo de nobles (12).

En fin, como era necesario que el gobierno federal pudiese desempeñar las obligaciones que se le imponían, se le dio el derecho ilimitado de recaudar impuestos (13).

Cuando se presta atención a la distribución de poderes tal como la constitución federal la estableció; cuando, por un lado, se examina la parte de soberanía que se han reservado los Estados particulares, y por el otro la parte de poder que la Unión ha tomado, se descubre fácilmente que los legisladores federales se hayan formado ideas muy claras y justas de lo que llamé anteriormente la centralización gubernamental.

Los Estados Unidos forman no solamente una República, sino una confederación. Sin embargo la autoridad nacional es allí, en cierto sentido, más centralizada que lo era en la misma época en varias de las monarquías absolutas de Europa. No citaré sobre esto sino dos ejemplos.

Francia contaba con trece cortes soberanas, que muy a menudo tenían el derecho de interpretar la ley sin apelación. Poseía, además, ciertas provincias que, después de que la autoridad soberana, encargada de representar a la nación, había ordenado la recaudación de un impuesto, podían rehusarle su concurso.

La Unión no tiene sino un solo tribunal para interpretar la ley, como una sola legislatura para hacerla y el impuesto votado por los representantes de la nación obliga a todos los ciudadanos. La Unión está, pues, más centralizada sobre esos dos puntos esenciales de lo que lo estaba la monarquía francesa. Sin embargo, la Unión no es sino un conjunto de Repúblicas confederadas.

En España, ciertas provincias tenían el poder de establecer un sistema de aduanas propio, poder que emana, por su esencia misma, de la soberanía nacional.

En Norteamérica, sólo el Congreso tiene el derecho de reglamentar las relaciones comerciales de los Estados entre si. El gobierno de la confederación es, pues, más centralizado que el del reino de España.

Es cierto que en Francia y en España, donde el poder real realiza si es necesario por la fuerza lo que la constitución del reino no le permite, se llegaba, en definitiva, al mismo punto. Pero hablo aquí de la teoría.


Poderes federales

Después de haber encerrado al gobierno en un circulo de acción claramente trazado, se trataba de saber cómo podría moverse.




Poderes legislativos

División del cuerpo legislativo en dos ramas - Diferencias en la manera de formar las dos cámaras - El principio de la independencia de los Estados triunfa en la formación del Senado - El dogma de la soberania nacional, en la composición de la cámara de representantes - Efectos singulares que resultan de esto: las constituciones no son lógicas sino cuando los pueblos son jóvenes.




En la organización de los poderes de la Unión, se siguió en muchos puntos el plan que estaba trazado de antemano por la constitución particular de cada uno de los Estados.

El cuerpo legislativo federal de la Unión se compuso de un Senado y de una Cámara de representantes.

El espíritu de conciliación hizo seguir en la formación de cada una de esas asambleas reglas diversas.

He hecho constar antes que, cuando se quiso establecer la constitución federal, dos intereses opuestos se encontraban frente a frente. De esos dos intereses habían nacido dos opiniones.

Los unos querían hacer de la Unión una liga de Estados independientes, una especie de congreso donde los representantes de pueblos distintos irían a discutir ciertas cuestiones de interés común.

Los otros pretendían reunir a todos los habitantes de las antiguas colonias inglesas en un solo y mismo pueblo, dándoles un gobierno que, aunque su esfera fuese limitada, pudiera actuar, sin embargo, dentro de ella, como el solo y único representante de la nación. Las consecuencias políticas de las dos teorías eran muy diversas.

Así, si se trataba de organizar una liga y no un gobierno nacional, tocaba a la mayoría de los Estados hacer la ley y no a la mayoría de los habitantes de la Unión. Porque cada Estado, grande o pequeño, conservaba entonces su carácter de potencia independiente y entraba en la Unión con un pie de igualdad perfecta.

Desde el momento, por el contrario, en que se consideraba a los habitantes de los Estados Unidos como formando un solo y mismo pueblo, era natural que sólo la mayoría de los ciudadanos de la Unión hiciera la ley.

Se comprende que los pequeños Estados no podían transigir en la aplicación de esta doctrina sin abdicar completamente su existencia en lo que concernía a la soberanía federal; porque, de potencia coreguladora, se transformaban en fracción insignificante de un gran pueblo. El primer sistema les hubiese concedido un poder irrazonable; el segundo los anulaba.

En este estado de cosas, sucedió lo que acontece casi siempre cuando los intereses están en oposición con los razonamientos: se hicieron imperar las reglas de la lógica. Los legisladores adoptaron un término medio que conciliaba a la fuerza dos sistemas teóricamente inconciliables.

El principio de la independencia de los Estados triunfó en la formación del Senado y el dogma de la soberanía nacional, en la composición de la Cámara de representantes.

Cada Estado debió enviar dos senadores al Congreso y cierto número de representantes, en proporción a su población (14).

Resulta de este arreglo que, en nuestros días, el Estado de Nueva York tiene en el congreso cuarenta representantes y solamente dos senadores; el Estado de Delaware dos senadores y solamente un representante. El Estado de Delaware es, pues, en el Senado, igual al Estado de Nueva York; en tanto que éste tiene, en la cámara de representantes, cuarenta veces más influencia que el primero. Así, puede suceder que la minoría de la nación, dominando el Senado, paralice enteramente la voluntad de la mayoría representada por la otra Cámara; lo que es contrario al espíritu de los gobiernos constitucionales.

Todo esto muestra hasta qué punto es extraño y difícil unir entre sí de una manera lógica y racional a todas las partes de la legislación.

El tiempo hace nacer siempre, a la larga y en el mismo pueblo, interéses diferentes y consagra también derechos diversos. Cuando se trata de establecer una constitución general, cada uno de esos intereses y de esos derechos forman otros tantos obstáculos naturales que se oponen a que ningún principio político pueda establecerse con todas sus consecuenCias. Solamente en el nacimiento de las sociedades se puede ser lógico en las leyes. Cuando vemos a un pueblo disfrutar de esa ventaja, no nos apresuremos a calificarlo de sensato; pensemos más bien que es joven.

En la época en que la cónstítución federal fue redactada, no existían todavía entre los angloamericanos más que dos interesés positivamente opuestos el uno al otro: el interés de individualidad para los Estados particulares y el interés de unión para el pueblo entero. Fue necesario llegar a un acuerdo sobre este punto.

Se debe reconocer, sin embargo, que esta parte de la constitución no ha producido, hasta el presente, los males que se podían temer.

Todos los Estados son jóvenes; se han acercado los unos a los otros; tienen costumbres, ideas y necesidades homogéneas y la diferencia que resulta de su mayor o menor grandeza, no basta para que sus intereses sean demasiado opuestos. No se ha visto a los pequeños Estados coaligarse, en el Senado, contra las pretensiones de los grandes. Por otra parte, hay una fuerza de tal manera poderosa en la expresión legal de las voluntades de todo un pueblo que, la mayoría al expresarse por medio de la Cámara de representantes, deja al Senado débil en su presencia.

Además, no debemos olvidar que no dependía de los legisladores norteamericanos hacer una sola y misma nación del pueblo al que querían dar sus leyes. El fin de la constitución federal no era destruir la existencia de los Estados, sino solamente restringirla. Desde el momento en que se dejaba un poder efectivo a esos cuerpos secundarios (y no era posible quitárselo), se renunciaba de antemano a emplear habitualmente el apremio para doblegarlos a la voluntad de la mayoría. Establecido esto, la introducción de sus fuerzas individuales en el engranaje del gobierno federal no tenía nada de extraordniario. No hacia sino comprobar un hecho existente, el de un poder reconocido que era necesario manejar y no violentar.




Otra diferencia entre el Senado y la Cámara de Representantes

El Senado nombrado por los legisladores provinciales - Los representantes por el pueblo - Dos grados de elección para el primero - Uno solo para el segundo - Duración de los diferentes mandatos - Atribuciones.




El senado no difiere solamente de la otra Cámara por el principio mismo de la representación, sino también por el modo de la elección, por la duración del mandato y por la diversidad de sus atribuciones.

La Cámara de representantes es nombrada por el pueblo; el Senado, por los legisladores de cada Estado.

La una es el producto de la elección directa, el otro de la elección en dos grados.

El mandato de los representantes no dura más que dos años; el de los senadores, seis.

La cámara de representantes sólo tiene funciones legislativas; no participa en el poder judicial sino acusando a los funcionarios públicos; el Senado concurre a la formación de las leyes; juzga los delitos políticos que le son transferidos por la Cámara de representantes y es, además, el gran consejo ejecutivo de la nación. Los tratados celebrados por el Presidente deben ser revalidados por el Senado y sus decisiones, para ser definitivas, tienen necesidad de recibir la aprobación del mismo cuerpo (15).




El poder ejecutivo

Dependencia del Presidente - Electivo y responsable - Libre en su esfera. El Senado lo vigila y no lo dirige - El sueldo del Presidente, fijado a su entrada en funciones - Veto suspensivo.




Los legisladores norteamericanos tenían una tarea difícil de desempeñar: querían crear un poder ejecutivo que dependiese de la mayoría y que, sin embargo, fuera bastante fuerte por sí mismo para obrar con libertad en su esfera.

El mantenimiento de la forma republicana exigía que el representante del poder ejecutivo estuviese sometido a la voluntad nacional.

El presidente es un magistrado electivo. Su honor, sus bienes, su libertad y su vida, responden sin cesar ante el pueblo del buen empleo que hará de su poder. Al ejercer ese poder, no es por otra parte completamente independiente: el Senado lo vigila en sus relaciones con las potencias extranjeras, así como en la distribución de los empleos, de tal suerte que no puede ser corrompido ni corromper a los demás.

Los legisladores de la Unión reconocieron que el poder ejecutivo no podría desempeñar digna y útilmente su tarea, si no le daban más estabilidad y más fuerza que las que le habían concedido en los Estados particulares.

El presidente es nombrado por cuatro años, y puede ser reelegido. Mirando al porvenir, tiene el valor de trabájar por el bien público y los medios las costumbres.

Se hizo del presidente el único y solo representante del poder ejecutivo de la Unión. Se guardaron de subordinar su voluntad a la de un consejo: medio peligroso que, al debilitar la acción del gobierno, disminuye la responsabilidad de los gobernantes. El Senado tiene el derecho de considerar estériles algunos de los actos del presidente; pero no puede obligarlo a actuar, ni compartir con él el poder ejecutivo.

La acción de la legislatura sobre el poder ejecutivo puede ser directa. Acabamos de ver que los norteamericanos habían tenido cuidado de que no lo fuese. También puede ser indirecta.

Las cámaras, al privar al funcionario público de su estipendio, le quitan una parte de su independencia. Dueñas de hacer las leyes, debe temerse que poco a poco pretendan arrebatarle la parte de poder que la constitución ha querido darle.

Esta dependencia del poder ejecutivo es uno de los vicios inherentes a las constituciones republicanas. Los norteamericanos no han podido destruir la pendiente que arrastra a las asambleas legislativas a apoderarse del gobierno; pero han transformado esa pendiente en menos peligrosa.

El estipendio del presidente es fijado, a su entrada en funciones, por todo el tiempo que debe durar su magistratura. Además, el presidente está armado de un veto suspensivo, que le permite detener las leyes que pueden destruir la parte de independencia que la constitución le señala. No puede haber así más que una lucha desigual entre el presidente y la legislatura, puesto que ésta, al perseverar en sus determinaciones, es siempre dueña de vencer la resistencia que se le opone; pero el veto suspensivo la obliga, por lo menos, a volver sobre sus pasos; la fuerza a considerar de nuevo la cuestión y, esta vez, no puede ya decidirla si no es por la mayoría de las dos terceras partes de los opinantes. El veto, por otra parte, es una especie de llamamiento al pueblo. El poder ejecutivo, al que se hubiera podido sin esta garantía oprimir en secreto, defiende entonces su causa y deja oír sus razones.

Pero si la legislatura persevera en sus designos, ¿no podrá siempre vencer la resistencia que se le opone? A esto responderé que hay en la constitución de todos los pueblos, cualquiera que sea por lo demás su naturaleza, un punto en que el legislador está obligado a atenerse al buen sentido y a la virtud de los ciudadanos. Este punto está más próximo y más visible en las Repúblicas, más lejano y oculto con más cuidado en las monarquías, pero se encuentra siempre en alguna parte. No hay país en que la ley pueda preverlo todo, y en que las instituciones deban reemplazar a la razón y a las costumbres.




En qué la posición del presidente de los Estados Unidos difiere de la de un rey constitucional en Francia (16)

El poder ejecutivo en los Estados Unidos, limitado y excepcional como la soberanía en cuyo nombre actúa - El poder ejecutivo en Francia se extiende tanto como ella - El rey es uno de los autores de la ley - Otras diferencias que nacen de la duración de los dos poderes - El Presidente estorbado en la esfera del poder ejecutivo - El rey es libre en ella - Francia, a pesar de esas diferencias, se parece más a una República que la Unión a una monarquía - Comparación del número de los funcionarios que, en ambos países defienden del poder ejecutivo.




El poder ejecutivo desempeña tan gran papel en el destino de las naciones, que quiero detenerme un instante aquí, para hacer comprender mejor qué lugar ocupa entre los norteamericanos.

A fin de concebir una idea clara y precisa de la posición del presidente de los Estados Unidos, es útil compararla con la de un rey, en una de las monarquías constitucionales de Europa.

En esta comparación, me detendré apenas en los signos exteriores del poder; suelen engañar la vista del observador, más que guiarla.

Cuando una monarquía se transforma poco a poco en República, el poder ejecutivo conserva en ella títulos, honores, respecto y aun dinero largo tiempo después de que ha perdido en realidad el poder. Los ingleses, después de haber cortado la cabeza a uno de sus reyes y haber arrojado a otro del trono, se ponían aÚn de rodillas para hablar a los sucesores de esos príncipes.

Por otra parte, cuando las RepÚblicas caen bajo el yugo de uno solo, el poder continúa mostrándose en él sencillo, unido y modesto en sus maneras, como si no se elevara ya por encima de todos. Cuando los emperadores disponían despóticamente de la fortuna y de la vida de sus conciudadanos, se les seguía llamando Césares al hablarles, e iban a cenar familiarmente a casa de sus amigos.

Es necesario abandonar la superficie y penetrar más hondo.

La soberanía, en los Estados Unidos, está dividida entre la Unión y los Estados, en tanto que, entre nosotros, es una y compacta; de ahí nace la primera y más grande diferencia que percibo entre el presidente de los Estados Unidos y el rey de Francia.

En los Estados Unidos, el poder ejecutivo está limitado y es excepcional, como la soberanía misma en cuyo nombre actúa; en Francia, se extiende a todo, igual que ella.

Los norteamericanos tienen un gobierno federal; nosotros tenemos un gobierno nacional.

He aquí una primera causa de inferioridad que resulta de la naturaleza misma de las cosas; pero no es la única. La segunda en importancia es ésta: se puede, propiamente hablando, definir la soberanía como el derecho de hacer las leyes.

El rey, en Francia, constituye realmente una parte del soberano, puesto que las leyes no existen si él rehusa sancionarlas; es, además, el ejecutor de las leyes.

El presidente es igualmente el ejecutor de la ley, pero no concurre realmente a hacerla, puesto que, al rehusar su asentimiento, él no puede impedir que exista. No forma, pues, parte del soberano; sólo es su agente.

No solamente el rey, en Francia, constituye una parte del soberano, sino que también participa en la formación de la legislatura, que es su otra parte. Participa en ella nombrando a los miembros de una Cámara y haciendo cesar a su voluntad la duración del mandato de la otra. El presidente de los Estados Unidos no concurre para nada a la composición del cuerpo legislativo y no podría disolverlo.

El rey comparte con las Cámaras el derecho de proponer la ley.

El presidente no tiene semejante iniciativa.

El rey está representado, en el seno de las cámaras, por cierto número de agentes que exponen sus puntos de vista, sostienen sus opiniones y hacen prevalecer sus principios de gobierno.

El presidente no tiene entrada en el congreso. Sus ministros están excluidos también de él, y solamente por vías indirectas hace llegar a ese gran cuerpo su influencia y su opinión.

El rey de Francia marcha, pues, de igual a igual con la legislatura, que no puede obrar sin él, como él no sabría hacerlo sin ella.

El presidente está colocado al lado de la legislatura, como un poder inferior y dependiente.

En el ejercicio del poder ejecutivo propiamente dicho, punto sobre el cual su posición parece semejarse más a la del rey en Francia, el presidente tiene aún varias causas de inferioridad muy grandes.

El poder del rey, en Francia, tiene ante todo sobre el del presidente la ventaja de la duración. Ahora bien, la duración es uno de los primeros elementos de la fuerza. No se quiere ni se teme sino aquello que debe existir largo tiempo.

El presidente de los Estados Unidos es un magistrado electo por cuatro años. El rey, en Francia, es un jefe hereditario.

En el ejercicio del poder ejecutivo, el presidente de los Estados Unidos está constitucionalmente sometido a una vigilancia celosa. Él prepara los tratados, pero no los hace; designa para los empleos, pero no nombra (17).

El rey de Francia es amo absoluto en la esfera del poder ejecutivo.

El presidente de los Estados Unidos es responsable de sus actos. La ley francesa dice que la persona del rey de Francia es inviolable.

Sin embargo, por encima de uno y otro, se mantiene un poder dirigente, el de la opinión pública. Este poder es menos definido en Francia que en los Estados Unidos; menos reconocido, menos formulado en las leyes; pero de hecho existe. En Norteamérica, actúa por medio de elecciones y fallos, en Francia por revoluciones. Francia y los Estados Unidos tienen así, a pesar de la diversidad de su constitución, ese punto común: que la opinión pública es en ellos, resueltamente, el poder dominante. El principio generador de las leyes es, a decir verdad, el mismo en los dos pueblos, aunque su desarrollo sea más o menos libre y las consecuencias que se saquen de él resulten a menudo diferentes. Este principio, por su naturaleza, es esencialmente republicano. Por eso pensé que Francia, con su rey, se parece más a una República, que la Unión con su presidente a una monarquía.

En todo lo que precede, he tenido cuidado de no señalar sino los puntos capitales de diferencia. Si yo hubiese querido entrar en detalles, el cuadro habría sido más convincente aún. Pero tengo demasiadas cosas que decir para no tener que ser breve.

He señalado que el poder del presidente de los Estados Unidos no se ejerce sino en la esfera de una soberanía restringida, en tanto que el del rey, en Francia, obra en el círculo de una soberanía completa.

Yo hubiera podido señalar cómo el poder gubernamental del rey de Francia sobrepasa incluso sus límites naturales, por extensos que sean, metiéndose de mil maneras en la administración de los intereses individuales.

A esta causa de influencia podía añadir la que resulta del gran número de funcionarios públicos que, casi todos, deben su mandato al poder ejecutivo. Este número ha sobrepasado entre nosotros todos los límites conocidos; se eleva a 138 000 (18). Cada uno de esos nombramientos debe ser considerado como un elemento de fuerza. El presidente no tiene el derecho absoluto de nombrar a los empleados públicos, y esos empleos no exceden apenas de 12 000 (19).




Causas accidentales que pueden acrecentar la influencia del poder ejecutivo

Seguridad exterior de que goza la Unión - Ejército de 6000 soldados Algunos buques solamente - El Presidente posee grandes prerrogativas que no tiene ocasión de utilizar - En lo que tiene ocasión de ejecutar es débil.




Si el Poder Ejecutivo es menos fuerte en Norteamérica que en Francia, débese atribuir su causa a las circunstancias más todavía tal vez, que a las leyes.

Es principalmente en sus relaciones con el extranjero donde el poder ejecutivo de una nación tiene ocasión de desplegar habilidad y fuerza.

Si la vida de la Unión estuviera amenazada sin cesar, si sus grandes intereses se encontraran todos los días mezclados a los de otros pueblos poderosos, se vería al poder ejecutivo crecer ante la opinión, por lo que se podía esperar de él y por lo que ejecutara.

El presidente de los Estados Unidos es en verdad el jefe del ejército, pero ese ejército se compone de 6000 soldados; manda la flota, pero la flota solo cuenta con algunos barcos; dirige los negocios públicos de la Unión respecto a los pueblos extranjeros, pero los Estados Unidos no tienen vecinos. Separados del resto del mundo por el océano, demasiado débiles aún para querer dominar el mar, no tienen enemigo y sus intereses no están sino raras veces en contacto con los de las demás naciones del globo.

Esto hace ver claramente que no hay que juzgar de la práctica del gobierno por la teoría.

El presidente de los Estados Unidos posee prerrogativas casi regias de las que no tiene ocasión de servirse, y los derechos que hasta ahora puede utilizar son muy circunscritos: las leyes le permiten ser fuerte, pero las circunstancias lo hacen débil.

Las circunstancias son, al contrario, las que más aún que las leyes dan a la autoridad real de Francia su mayor fuerza.

En Francia, el poder ejecutivo lucha sin cesar contra inmensos obstáculos, y dispone de inmensos recursos para vencerlos. Se ve acrecentado por la grandeza de las cosas que ejecuta y por la importancia de los acontecimientos que dirige, sin modificar por ello su constitución.

Si las leyes lo hubiesen creado tan débil y tan limitado como al de la Unión, su influencia se volvería bien pronto mucho más grande.


Por qué el presidente de los Estados Unidos no tiene necesidad, para dirigir los negocios públicos, de tener mayoría en las cámaras

Es un axioma establecido en Europa que un rey constitucional no puede gobernar cuando la opinión de las Cámaras legislativas no concuerda con la suya.

Se ha visto a varios presidentes de la República de los Estados Unidos perder el apoyo de la mayoría en el cuerpo legislativo, sin estar obligados a abandonar el poder, ni sin que por ello resultara para la sociedad un gran mal.

He creído deber citar ese hecho para probar la independencia y la fuerza del poder ejecutivo. Basta reflexionar algunos instantes para ver en ello, por el contrario, la prueba de su impotencia.

Un rey de Europa tiene necesidad de obtener el apoyo del cuerpo legislativo para desempeñar la tarea que la constitución le impone, porque esa tarea es inmen3a. Un rey constitucional de Europa no es solamente el ejecutor de la ley: el cuidado de su ejecución le está tan completamente atribuido, que podría, si le fuera contraria, paralizar sUs fuerzas. Tiene necesidad de Cámaras para hacer la ley; las Cámaras tienen necesidad de él para ejecutarla; son dos potencias que no pueden vivir la una sin la otra. El engranaje del gobierno se detiene en el momento en que hay desacuerdo entre ellas.

En Norteamérica, el presidente no puede impedir la formación de las leyes y no podría substraerse a la obligación de ejecutarlas. Su concurso leal y sincero es sin duda útil, pero no necesario para la marcha del gobierno. En todo lo esencial que hace, se le somete directa o indirectamente a la legislatura; o, si es enteramente independiente de ella, no puede casi nada. Es, pues, su debilidad, y no su fuerza, la que le permite vivir en oposición con el Poder Legislativo.

En Europa, es necesario que haya acuerdo entre el rey y las Cámaras, porque puede haber lucha seria entre ellos. En Norteamérica, el acuerdo no es obligado, porque la lucha es imposible.




Elección del presidente

El peligro del sistema de elección aumenta en proporción a la extensión de las prerrogativas del poder ejecutivo - Los norteamericanos pueden adoptar este sistema, porque pueden prescindir de un poder ejecutivo fuerte - Cómo las circunstancias favorecen el establecimiento del poder electivo - Por qué la elección del Presidente no hace variar los principios del gobierno - Influencia que la elección del Presidente ejerce sobre la suerte de los funcionarios secundarios.




El sistema de elección, aplicado al jefe del poder ejecutivo en un gran pueblo, presenta peligros que la experiencia y los historiadores han señalado suficientemente.

Por eso no quiero hablar de este punto sino con relación a Norteamérica.

Los peligros que se temen del sistema de elección son más o menos grandes, según el lugar que el poder ejecutivo ocupa, y su importancia en el Estado, es según el modo de la elección y las circunstancias en las cuales se encuentra el pueblo que elige.

Lo que se reprocha no sin razón al sistema electivo, aplicado al jefe del Estado, es ofrecer un cebo tan fuerte a la consecución del poder que a menudo, no siéndoles suficientes los medios legales, echan mano de la fuerza cuando el derecho llega a faltarles.

Es claro que cuanto más prerrogativas tiene el poder ejecutivo, más grande es su atractivo; cuanto más se excita la ambición de los pretendientes, más apoyo encuentra también en una gran cantidad de ambiciones secundarias que esperan repartirse el poder después de que su candidato haya triunfado.

Los peligros del sistema de elección crecen, pues, en proporción directa de la influencia ejercida por el poder ejecutivo sobre los negocios del Estado.

Las revoluciones de Polonia no deben solamente ser atribuidas al sistema electivo en general, sino a que el magistrado electo era el jefe de una gran monarquia.

Antes de discutir la bondad absoluta del sistema electivo hay, pues, siempre una cuestión prejudicial que decidir, la de saber si la posición geográfica, las leyes, las costumbres, los hábitos y las opiniones del pueblo en el que se quiere introducirlo, permiten establecer un poder ejecutivo débil y dependiente. Querer a la vez que el representante del Estado permanezca armado de un vasto poder y sea electo, es expresar, en mi opinión, dos voluntades contradictorias. Por mi parte, no conozco sino un solo medio para hacer pasar la realeza hereditaria al Estado de poder electivo: es necesario restringir de antemano su esfera de acción, disminuir gradualmente sus prerrogativas y habituar poco a poco al pueblo a vivir sin su ayuda. Pero de eso los republicanos de Europa no se ocupan por cierto. Como muchos de ellos no odian la tiranía sino porque están expuestos a sus rigores, la extensión del poder ejecutivo no los lesiona. No ataca más que su origen, sin percibir el lazo estrecho que une las dos cosas.

No se ha encontrado todavía a nadie que sea capaz de exponer su honor y su vida para llegar a ser presidente de los Estados Unidos, porque el presidente sólo tiene un poder temporal, limitado y dependiente. Se necesita que la fortuna ponga en juego un premio inmenso para que se presenten jugadores desesperados en la liza. Ningún candidato, hasta el presente, ha podido suscitar en su favor ardientes simpatías y peligrosas pasiones populares. La razón es muy sencilla: llegado a la cabeza del gobierno, él no puede distribuir a sus amigos ni mucho poder, ni muchas riquezas, ni mucha gloria, y su influencia en el Estado es demasiado débil para que las facciones vean su éxito o su ruina en su elevación al poder.

Las monarquías hereditarias tienen una gran ventaja: como el interes particular de una familia está en ellas considerablemente ligado de manera estrecha, al interés del Estado, no transcurre un solo momento en que éste permanezca abandonado a sí mismo. No sé si en esas monarquías los negocios están mejor dirigidos que en otra parte; pero por lo menos hay siempre alguien que, bien o mal, según su capacidad, se ocupa de ellos.

En lós Estados electivos, al contrario, al aproximarse la elección y largo tiempo antes de que acontezca, las ruedas del gobierno no funcionan ya, en cierto modo, sino por sí mismas. Se pueden combinar sin duda las leyes de manera que, operándose la elección de un solo golpe y con rapidez, la sede del poder ejecutivo no permanezca, por decirlo así, vacante nunca pero, cualquier cosa que se haga, el vacío existe en los espíritus a despecho de los esfuerzos del legislador.

Al acercarse la elección, el jefe del poder ejecutivo no piensa sino en la lucha que se prepara; no tiene ya porvenir; no puede emprender nada y prosigue sólo con indolencia lo que otro tal vez va a concluir. Estoy tan cerca del momento de mi retiro, escribía el presidente Jefferson el 21 de enero de 1909 (seis meses antes de la elección), que no tomo ya parte en los negocios más que expresando mi opinión. Me parece justo dejar a mi sucesor la iniciativa de las medidas cuya ejecución tendrá que seguir, soportando su responsabilidad.

Por su parte, la nación tiene sus ojos fijos en un solo punto y ya no se ocupa más que de vigilar el trabajo del nacimiento que se prepara.

Mientras más vasto es el lugar que ocupa el poder ejecutivo en la dirección de los negocios, más grande y necesaria es su acción habitual, y más peligroso es semejante estado de cosas. En un pueblo que ha contraído el hábito de ser gobernado por el poder ejecutivo, y con más razón administrado por él, la elección no podría dejar de producir una perturbación profunda.

En los Estados Unidos, la acción del poder ejecutivo puede volverse impunemente lenta, porque esa acción es débil y limitada.

Cuando el jefe del gobierno es elegido, su resultado es casi siempre una falta de estabilidad en la política interior y exterior del Estado, que es uno de los vicios principales del sistema.

Pero este vicio es más o menos sensible, según la parte de poder concedida al magistrado electo. En Roma, los principios del gobierno no variaban, aunque los cónsules fuesen cambiados cada año, porque el Senado era el poder dirigente y el Senado era un cuerpo hereditario. En la mayor parte de las monarquías de Europa, si se eligiera al rey, el reino cambiaría de aspecto a cada nueva elección.

En Norteamérica, el presidente ejerce una influencia bastante grande sobre los negocios del Estado, pero no los dirige; el poder preponderante reside en la representación nacional entera. Es, pues, la masa del pueblo la que hay que cambiar y no solamente el presidente, para que las máximas de la política la guíen. Así en Norteamérica, el sistema de elección aplicado al jefe del poder ejecutivo, no daña de manera muy sensible la fijeza del gobierno.

Por lo demás, la falta de fijeza es un mal de tal manera inherente al sistema electivo, que se deja sentir vivamente en la esfera de acción del presidente, por circunscrita que se halle.

Los norteamericanos han pensado con razón que el jefe del poder ejecutivo, para cumplir su misión y llevar el peso de la responsabilidad entera, debía permanecer, en lo posible, libre de elegir él mismo a sus agentes y revocarlos a voluntad. El cuerpo legislativo vigila al presidente más bien que lo dirige. Se deduce de ahí que, a cada nueva elección, la suerte de todos los empleados federales está como en suspenso.

Se quejan, en las monarquías constitucionales de Europa, de que el destino de los agentes oscuros de la administración depende a menudo de la suerte de los ministros. Esto es mucho peor en los Estados donde el jefe del gobierno es electo. La razón es sencilla: en las monarquías constitucionales los ministros se suceden rápidamente; pero el representante principal del poder ejecutivo no cambia jamás, lo que encierra el espíritu de inovación entre ciertos límites. Los sistemas administrativos varían allí, pues, en los detalles, más bien que en los principios. No podrían sustituirse bruscamente unos por otros sin causar una especie de revolución. En los Estados Unidos, esa revolución se hace cada cuatro años en nombre de la ley.

En cuanto a las miserias individuales, que son la consecuencia natural de semejante legislación, hay que confesar que la falta de fijeza en la suerte de los funcionarios no produce en Norteamérica los males que pódrían esperarse en otra parte. En los Estados Unidos es tan fácil crearse una existencia independiente, que quitar a un funcionario la plaza que ocupa, es a veces quitarle la comodidad de su vida, pero nunca los medios de sostenerla.

He dicho al principio de este capítulo que los peligros del sistema de elección aplicados al jefe del poder ejecutivo eran más o menos grandes, según las circunstancias en que se encuentra el pueblo que elige.

En vano se esfuerzan por aminorar el papel del poder ejecutivo. Hay una cosa sobre la cual este poder ejerce una gran influencia, cualquiera que sea el lugar que las leyes le hayan concedido: la política exterior. Una negociación de este tipo no puede casi nunca ser emprendida y continuada con fruto sino por un solo hombre.

Cuanto más precaria y peligrosa es la situación de un pueblo, y más se deja sentir la necesidad de continuidad y fijeza en la dirección de los negocios exteriores, más peligrosa se vuelve también la aplicación del sistema de elección del jefe del Estado.

La política de los norteamericanos frente al mundo entero es sencilla; podría casi decirse que nadie tiene necesidad de ellos, y que ellos no tienen necesidad de nadie. Su independencia no está nunca amenazada.

En ellos, el papel del poder ejecutivo es, pues, tan restringido por las circunstancias como por las leyes. El presidente puede frecuentemente cambiar de proyectos sin que el Estado sufra o perezca.

Cualesquiera que sean las prerrogativas de que el poder ejecutivo está revestido, se debe considerar siempre la época que precede inmediatamente a la elección y aquella durante la cual se hace como una suerte de crisis nacional.

Cuanto más llena de obstáculos es la situación interior de un país, y mayores son sus peligros internos, más peligroso es para él este momento de crisis. Entre los pueblos de Europa hay muy pocos que no tendrían que temer la conquista o la anarquía, cuantas veces se dieran un nuevo jefe.

En Norteamérica, la sociedad está constituida de modo que puede sostenerse por sí misma y sin ayuda; sus peligros exteriores no son nunca angustiosos.




La elección del presidente es una causa de agitación no de ruina

Modo de la elección

Habilidad de que los legisladores norteamericanos han dado prueba al escoger el modo de elección - Creación de un cuerpo electoral especial - Voto separado de los electores especiales - En qué caso la cámara de representantes está llamada a elegir el Presidente - Lo que ha sucedido en las doce elecciones que tuvieron lugar desde que la constitución está en vigor.




Independientemente de los peligros inherentes al principio, hay otros muchos que nacen de las formas mismas de la elección, que pueden ser evitados por los cuidados del legislador.

Cuando un pueblo se reúne en armas en la plaza pública para escoger a su jefe, se expone no solamente a los peligros que representa el sistema electivo en sí mismo, sino también a todos los de la guerra civil que nacen de semejante método de elección.

Cuando las leyes polacas hacían depender la elección del rey del veto de un solo hombre, invitaban al asesinato de ese hombre, o fraguaban de antemano la anarquía.

A medida que se estudian las instituciones de los Estados Unidos y que se echa una mirada más atenta sobre la situación política y social de ese país, se observa en él un maravilloso acuerdo entre la fortuna y los esfuerzos del hombre. Norteamérica era una comarca nueva; sin embargo, el pueblo que la habitaba ya había hecho en otro lugar largo uso de la libertad: dos grandes causas de orden interior. Además, Norteamérica no temía la conquista. Los legisladores norteamericanos, aprovechándose de estas circunstancias favorables, no tuvieron temor para establecer un poder ejecutivo débil y dependiente y habiéndolo creado así, pudieron sin peligro hacerlo electivo.

No les quedaba más que escoger, entre los diferentes sistemas de elección, el menos peligroso. Las reglas que trazaron a este respecto completan admirablemente las garantías que la constitución física y política del país proporcionaba ya.

El problema a resolver era encontrar el método de elección que, a la vez que expresara la voluntad real del pueblo, excitara poco sus pasiones y lo mantuviese en suspenso lo menos posible. Se admitió al principio que la simple mayora haría la ley, pero era todavía una cosa muy difícil obtener esta mayoría sin tener que temer las dilaciones qUe ante todo se querían evitar.

Es raro, en efecto, ver a un hombre reunir desde el primer momento la mayoría de los sufragios en un gran pueblo. La dificultad aumenta todavía más en una República de Estados confederados, donde las influencias locales están mucho más désarrolladas y son más poderosas.

Para salvar este segundo obstáculo, se encontró Un medio, que consistía en delegar los póderes electorales de la nación en un cuerpo que la representase.

Este sistema de elección hacía más probable la mayoría; porque, cuando menos numerosos son los electores, más fácil les resulta entenderse. Presentaba tambiénmás garantía para la calidad de la elección.

Pero, ¿se debía confiar el derecho de elección al cuerpo legislativo representante habitual de la nación, o era preciso, por el contrario, formar un colegio electoral cuyo único objeto fuese proceder al nombramiento del presidente?

Los norteamericanos prefirieron tomar este último partido. Pensaron que los hombres que se enviaban para formular las leyes ordinarias sólo representaban en forma incompleta los deseos del pueblo, con relación a la elección de su primer magistrado. Siendo,además elegidos por más de un año, habrían podido representar una voluntad ya cambiada. Juzgaron que, si se encargaba la legislatura de elegir al jefe del poder ejecutivo, sus miembros llegarían a ser, desde largo tiempo antes de la elección, objeto de maniobras corruptoras y juguetes de intrigas; en tanto que, como ocurre con los jurados, los electores especiales permanecerían desconocidos de las muchedumbres: Hasta el día en que debían actuar apareciendo solamente para pronunciar su fallo.

Se estableció, pues, que cada Estado deba nombrar a cierto número de electores (20) los cuales elegirian a su vez al presidente. Y como se venía observando que las asambleas encargadas de escoger a los jefes del gobierno en los países electivos, se convertían inevitablemente en focos de pasiones y de intrigas; que algunas veces ellas mismas echaban mano de poderes que no les pertenecían, y que a menudo sus operaciones y la incertidumbre que era su consecuencia, se prolongaban tanto tiempo como para poner al Estado en peligro, reglamentó que los electores votarían todos en un día fijado, pero sin encontrarse reunidos (21).

El sistema de elección en dos grados hacia la mayoría probable, pero no la aseguraba, porque podía suceder que los electores difirieran entre si, como sus comitentes lo hubieran podido hacer.

Llegando a presentarse ese caso, se veían necesariamente impelidos a tomar una de estas tres medidas: o nombrar nuevos electores, o consultar de nuevo a los ya nombrados o, en fin, conferir la elección a una autoridad nueva.

Los dos primeros métodos, independientemente de que eran poco seguros, acarreaban lentitudes y perpetuaban una agitación siempre peligrosa.

Se resolvieron, pues, por el tercero, y convinieron en que los votos de los electores serían transmitidos en sobre sellado al presidente del Senado y que, en el día fijado, y en presencia de las dos Cámaras, éste haría el cómputo. Si ninguno de los candidatos hubiera reunido mayoría, la cámara de representantes procedería inmediatamente a su vez a la elección; pero se tuvo cuidado de limitar su derecho. Los representantes no pudieron elegir sino a uno de los tres candidatos que habían obtenido más sufragios (22).

Como se ve, sólo en un caso raro y difícil de prever, la elección es confiada a los representantes ordinarios de la nación, sin que puedan escoger más que a un ciudadano ya designado por una fuerte mayoría de los electores especiales. Se trata de una combinación afortunada que concilia el respeto que se debe a la voluntad del pueblo con la rapidez de ejecución y las garantías de orden que exige el interés del Estado. Por lo demás, al decidir la cuestión la Cámara de representantes, en caso de división, no se llega todavía a la solución completa de todas las dificultades, puesto que la mayoría podía a su vez hallarse dudosa en la Cámara de representantes, y en ese caso la constitución no ofrecía remedio. Pero estableciendo candidaturas obligadas, restringiendo su número a tres y ateniéndose a la elección de algunos hombres esclarecidos, había zanjado todos los obstáculos (23) que pudieran tener alguna importancia. Los otros eran inherentes al sistema electivo mismo.

Desde hace cuarenta años que la constitución federal existe, los Estados Unidos han elegido doce veces ya a su presidente.

Diez elecciones se hicieron en un instante, por el voto simultáneo de los electores especiales situados en diferentes puntos del territorio.

La cámara de representantes no ha usado más que dos veces el derecho excepcional de que está revestida para el caso de división. La primera, en 1801, cuando la elección de Mr. Jefferson; y la segunda, en 1835, cuando Mr. Quincy Adams fue nombrado.




Notas

(1) Véase al fin del volumen el texto de la constitución federal.

(2) Véanse los artículos de la primera confederación formada en 1778. Esta constitución federal no fue adoptada por todos los Estados hasta 1781.

Véase igualmente el análisis que hace de esta constitución el Federalista, desde el número 15 hasta el 22 inclusive, y Story en sus Comentarios sobre la constitución dé los Estados Unidos, págs. 85 a 115.

(3) Fue el 21 de febrero de 1787 cuando el Congreso hizo esta declaración.

(4) No estaba compuesta más que de 55 miembros. Washington, Madison, Hamilton y los dos Morris, formaban parte de ella.

(5) No fueron los legisladores quienes la adoptaron. El pueblo nombró diputados para este objeto. La nueva constitución fue objeto de grandes discusiones en cada una de estas asambleas.

(6) Véase la enmienda a la constitución federal El Federalista, núm. 51, Story, pág. 711. Kent's commentaries, vol. I, pág. 564.

Obsérvese que, todas las veces que la constitución no ha reservado al Congreso el derecho exclusivo de reglamentar ciertas materias, los Estados pueden hacerlo, en espera de que les plazca ocuparse de ellas. Ejemplo: el gobierno tiene el derecho de hacer una ley general de bancarrota y no la hace: cada Estado podría hacer una a su manera. Por lo demás, ese punto no ha sido establecido sino después de discusión ante los tribunales. Es sólo jurisprudencia.

(7) La acción de esta corte es indirecta, como lo veremos más adelante.

(8) Asi es como el Federalista, en el número 45, explica ese reparto de la soberanía entre la Unión y los Estados particulares: Los poderes que la constitución delega en el gobierno federal -dice-, están definidos, y son poco numerosos. Los que quedan a la disposición de los Estados particulares son por el contrario indefinidos, y muy numerosos. Los primeros se ejercen particularmente en los objetos exteriores, tales como la paz, la guerra, las negociaciones y el comercio. Los poderes que los Estados particulares se reservan se extienden a todos los objetos que siguen el curso ordinario de los negocios, e interesan a la vida, la libertad y la prosperidad del Estado.

A menudo tendré ocasión de citar al Federalista en esta obra. Cuando el proyecto de ley que se convirtió después en la constitución de los Estados Unidos estaba aún ante el pueblo, sometido a su adopción, tres hombres ya célebres, y que lo fueron más todavía después, John Jay, Hamilton y Madison, se asociaron con el fin de hacer resaltar a los ojos de la nación las ventajas del proyecto que le estaba sometiendo. Con este propósito publicaron bajo la forma de un periódico una serie de artículos cuyo conjunto forma un tratado completo. Habian dado a su periódico el nombre de El Federalista, que le quedó a la obra.

El Federalista es un bello libro, que, aunque especial para Norteamérica, debía ser familiar a los hombres de Estado de todos los países.

(9) Véase Constitución, Sección VIII. Federalista, núms. 41 y 42. Kent's Commentaries, vol. I, págs. 207 ss., Story, págs. 358 a 582; idem, págs. 409 a 426.

(10) Hay aún otros derechos de esta especie, tales como el de hacer una ley general sobre las bancarrotas, conceder patentes de invención ... Se nota muy bien lo que hacía necesaria la intervención de la Unión entera en estas materias.

(11) Aun en este caso, su intervención es indirecta. La Unión interviene por medio de sus tribunales, como veremos más adelante.

(12) Constitución federal. Sección X, artículo 1.

(13) Constitución. Sección VIII, IX y X. Federalista, núms. 30 - 36 inclusive. Idem. 41, 42, 45, 44. Kent's Commentaries, vol. I, págs. 207 y 381. Story, págs. 329, 514.

(14) Cada diez años, el Congreso fija de nuevo el número de diputados que cada Estado debe enviar a la Cámara de representantes. El número total era de 69 en 1789; en 1853 de 240. (American Almanac, 1854, pág. 194). La Constitución había dicho que no habría más de un representante por 50 000 personas; pero no había fijado limite menor. El Congreso no creyó que debe crecer el número de representantes en proporción al crecimiento de la población. La primera ley que trató de esto fue la de 14 de abril de 1792 (véase Laws of the United States, by Story, vol. I, pág. 255) y decidió que habría un representante por 33 000 habitantes. La última ley de 1852, fijó el número de un representante por 48 000 habitantes. La población representada se componía de todos los hombres libres y de las tres quintas partes del número de los esclavos.

(15) Véase El Federalista, núms. 52-66, inclusive. Story, págs. 199-514. Constitución, Secciones II y III.

(16) Federalista, núms. 67-77, inclusive. Constitución, art. II. Story, págs. 315 y 515 a 780. Kent's Commentaries, pág. 255.

(17) La Constitución había dejado dudoso el punto de saber si el Presidente estaba obligado a pedir la opinión del Senado, tanto en caso de destitución, como de nombramiento de un funcionario federal. El Federalista, en su número 77, parecía afirmarlo; pero, en 1789, el Congreso decidió con toda razón que, puesto que el Presidente era responsable, no se le podía forzar a servirse de agentes que no tenían su confianza. (Véase Kent's Commentaries, vol. I, pág. 289).

(18) Las sumas pagadas por el Estado a estos funcionarios suben cada año a 200 000 000 de francos.

(19) Se publica cada año en los Estados Unidos un almanaque llamado National Calendar; se encuentran en él los nombres de todos los funcionarios federales. El National Calendar de 1833 me proporcionó la cifra que doy aquí.

Resulta de lo que precede que el rey de Francia dispone de once veces más plazas que el Presidente de los Estados Unidos, aunque la población de Francia no es más que vez y media mayor que la de la Unión.

(20) En tanto que enviaba miembros al Congreso. El número de electores en la elección de 1833 era de 283. (The National Calendar).

(21) Los electores del mismo Estado se reúnen; pero transmiten a la sede del gobierno central la lista de los votos individuales, y no el producto del voto de la mayoría.

(22) En esa circunstancia, es la mayoría de los Estados, y no la mayoría de los miembros, la que decide la cuestión. De tal suerte que Nueva York no tiene más influencia sobre la deliberación que Rhode Island. Así se consulta primero a los ciudadanos de la Unión como formando un solo y mismo pueblo; y cuando no pueden ponerse de acuerdo, se hace revivir la división por Estados, y se da a cada uno de estos últimos un voto separado e independiente.

Ésta es también una de las rarezas que presenta la Constitución norteamericana, que sólo el choque de intereses contrarios puede explicar.

(23) Jefferson, en 1801, no fue nombrado, sin embargo, hasta el trigésimosexto intento.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo séptimo de la primera parte del LIBRO PRIMEROSegunda parte del capítulo octavo de la primera parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha